viernes, 27 de noviembre de 2020

Perfectamente prescindible

Hoy, como casi siempre, no tenía nada que hacer, y salí a dar una vuelta un rato. En una esquina de la avenida, en la puerta de un local desocupado, un chabón había conectado un pequeño amplificador, se había sentado sobre él y estaba tocando sobre una pista que sonaba un poco funk, pero no del todo.
Seguí caminando, di más o menos una vuelta a la manzana, y decidí volver a esa esquina porque extrañaba ese sonido, que resultó algo distinto e inesperado, algo atractivo, aun cuando casi no estoy escuchando música. En Youtube sólo miro cualquier cosa con gente hablando -canales de ajedrez, de autos, de reacciones musicales, de carreras de bicicletas-, como si necesitara escuchar una voz para que no se me seque esa parte del cerebro, y me quedo hasta las cuatro de la mañana con eso. Porque ¿podemos aprender a hablar si nadie nos habla?
Pero esta vez necesito escuchar esa música, aunque el sonido de la viola no sea particularmente atractivo. Es un instrumento de cuerpo hueco o semihueco, y suena más bien jazzero, un poco grave y apagado; no como una Strato, pero algo resuena en mí y me da ganas de quedarme. Como me da vergüenza, porque no tengo un peso para dejarle en la gorra, o en el estuche, cruzo la calle y me paro en la vereda de enfrente; no en la parada de los colectivos ya que su motor tapa bastante a la guitarra cuando los atrapa el semáforo.
Simulo estar esperando a alguien. De vez en cuando hago como que miro un reloj que no uso. O me asomo a ambas veredas de la intersección. En un momento el semáforo se pone en rojo y detiene a un colectivo del cual bajan varias personas. Lo miro hasta que todas descienden, como si de verdad esperara a alguien (a mí volviendo de sacar fotos en algún lugar del Sur, a no sé quién, porque nunca esperé a nadie allí), y la simulación se me va de las manos. Y me tengo que ir porque la angustia me desborda y no da ponerse a llorar en la vereda de una avenida transitada.
No es la primera vez que hago esta simulación, pero nunca me pegó así.
A veces pasaba por la estación, cortaba camino por adentro, y si justo llegaba un tren me quedaba unos segundos mirando, reconstruyendo en la memoria los momentos en que alguien vestida de negro aparecía, reconocible, a punto de cruzar los molinetes, para venir a verme. Incluso, algún feriado de esos en que se podía viajar gratis para ir a la plaza a rendirles pleitesía a los líderes, viajé por primera vez en la línea H, y ahí sí me quedé unos minutos especialmente mirando hacia el andén. Sabiendo que nadie iba a venir.
Pero nunca quebré como hoy.
Algo de la simulación, de llevar al límite lo que no es, le pasa a mi encarnación runner últimamente, cuando va a correr y se arma recorridos para pasar por lugares donde no va a entrar: casas donde entró pagando, casas donde nadie le dijo que vive cierta gente (salvo Google, que casi todo lo sabe), algún consultorio donde no tiene turno.
El otro día, cuando caminó/corrió 150 cuadras y no habló con nadie, estuvo a punto de tocar el timbre en uno de esos lugares. No para quedarse a esperar que le contestaran por el portero eléctrico, no para jugar al ring raje: para llevar al siguiente nivel eso que comenzó dándose cuenta de que "este el mismo camino que hacía para ir a lo de M.", y cultivar esa nostalgia hasta el detalle de presionar el timbre D.
Al final, ese timbre no sonó, y en todo ese trayecto apenas le dirigí la palabra a una persona, para preguntarle la hora. Esta persona, muy lógicamente, no me respondió, tan ocupada estaba mirando su teléfono.
Ahora que puede tomar un primer plano insoslayable la pregunta de hasta dónde es vida, o hasta cuándo, me surge la necesidad de representar la imposibilidad de la intersección mirando desde afuera, ocupando el mismo espacio, pero a destiempo. Como para ir haciéndome a la idea recordando lo que ya sé, pero trato de olvidar: siempre estuve afuera, todo/s funciona/n perfectamente sin mí.

2 comentarios:

y.O. dijo...

Otra vez, de casualidad, di con música tocada en vivo. Salí a caminar, llegué a Parque Centenario, y a medida que me acercaba a la curva de ex Campichuelo, comenzó a crecer un sonido reconocible de vientos. Era una banda de ska que tocaba junto al mástil, haciendo un repertorio muy onda Dancing Mood.
Me quedé un rato, dos o tres temas, porque el combustible en forma de comestibles ya se me terminaba y no había llevado literalmente ni un peso. Cuando el de la trompeta atacaba su enésimo solo, el del saxo agarró la funda del bombo y se acercó a los espectadores para que pusiéramos un mango, pero yo apenas pude responder con un gesto, que seguro no comprendió cabalmente: no es que no quiero, es que no tengo.
La cosa es que me cambió el estado de ánimo, me volví tarareando alguna de esas canciones de los Skatalites que conocí por Dancing, y cuando llegué a casa los googleé hasta que finalmente di con su Instagram. Les escribí para preguntarles cuándo tocaban de nuevo, y resultó ser este fin de semana.
Llegó el sábado, entro al Insta, veo que publicaron una historia donde dicen que tocan a las 17:30 y a las 19. Iba a ir al primero, pero se me fue haciendo tarde, me costaba arrancar, y opté por el segundo.
El horno demoró más de lo previsto y apenas pude comer dos empanadas antes de salir. Las otras dos las llevé en una bolsa para ir comiéndolas durante el camino que caminé (como aquella vez que iba comiendo empanadas por Gaona cuando fui a Haedo a ver a Palo y al final no entré porque me dio cosa estar ahí sin compañía), junto con la botella de agua y diez pe para la gorra con forma de funda de bombo.
Llegué un toque tarde, en Díaz Vélez frente al parque vi el reloj de un negocio y eran 19:10. Crucé la avenida, me mandé por la parte reservada a runners y peatones, y a medida que estaba llegando me llamaba la atención no escuchar el sonido de los vientos. Apenas unas chacareras que venían de más adentro del parque. Doblo y veo que el batero está desarmando: la forma cruda en que uno se anoticia de las cosas, y cómo va procesando que fue en vano, que ya terminaron y no queda nadie, salvo los cinco músicos y sus bicicletas.
Mi nivel de decepción tocó máximos inusuales. Seguí caminando por inercia, crucé la calle y en la esquina de Franklin me quedé mirando qué pasaba. La primera vez que vi su Insta tenían una historia que informaba los shows del fin de semana anterior y, además de dar dos horarios, daban dos lugares: uno era el mástil y el otro no me acuerdo, pero me agarré de eso para creer que capaz el show de las 19 venía con demora, capaz que era en otro lugar del parque.
Todo sucedía muy lentamente así que di una vuelta a la manzana, pasé frente a la funeraria, me acordé de una persona que supo leer este blog, y cuando volví al punto de partida, desde la vereda de enfrente vi que los músicos empezaban a moverse cansinamente rumbo al norte. Los seguí sin cruzar la calle hasta que se metieron por el ingreso al anfiteatro, y mi ilusión se reavivó. Se detuvieron a mitad de camino, se quedaron charlando, pero sin armar la batería ni nada. Y al rato retomaron su marcha lenta que los llevó costeando el parque hasta la bicisenda de Bravard, por donde se alejaron mientras yo los seguía a distancia prudencial, con un automatismo que fue mi única respuesta ante la confirmación de la noticia.
Cuando cruzaron Warnes pude reaccionar. Ya no había más que hacer, ni siquiera seguirlos. Así que pegué media vuelta y me volví caminando a casa, no sin antes decidir pasar por el bar de Ambrosetti donde alguna vez una persona me invitó a comer papas fritas y pagó ella (con parte de la plata que yo le había pagado un rato antes para acceder a su compañía y a su cuerpo). Al llegar a casa, medí el trayecto y había caminado diez kilómetros para no llegar a ningún lado (distinto).
Mi día entero era esto, y terminó así. Sin empezar. Pero el domingo lo intenté de nuevo. Lo primero que hice cuando me desperté fue entrar al Insta para ver si decían algo. Y sí: tres entradas, 16:30, 17:30 y 19. ¡Vamos!

y.O. dijo...

Otra vez me demoro con la comida, otra vez salgo con atraso, y hasta camino rápido para no llegar tan tarde. El reloj de otro negocio me dice que ya son más de cinco y media y todavía me quedan como seis cuadras, pero, bueno, capaz no son puntuales para empezar.
El mismo final del camino de ayer, el mismo silencio de vientos. Una bandera en la reja del mástil, varias motos estacionadas, no las bicis de los músicos, todas malas señales, que se confirman cuando doblo y en una mirada noto que los músicos no están, que la bandera es de unos "inquilinos agrupados" y que el trencito de la alegría está por partir, según anuncia el sonido de su campana.
Me vuelvo a acordar de que puede ser que no estén allí, pero sí en otro lado, y me meto al parque por la entrada del anfiteatro. Me doy cuenta de que nunca caminé por dentro de ese parque, solo unas veces fui a correr, pero pronto desistí porque sus veredas tienen esos adoquines de mierda rompetobillos. Salgo por el lado del mástil, ni noticias de los músicos, decido dar una vuelta entera al parque caminando lento, con la ilusión de reconocer "Occupation" u otra parecida a lo lejos. Pero no.
Completo su kilómetro y medio de perímetro, vuelvo al mástil, y los de las motos ya no están, pero los músicos tampoco. Le pregunto la hora a un transeúnte, son las seis y veinticinco, y ejecuto mi decisión de volver.
Cada pequeña cosa que uno se inventa, que yo me invento, termina así, como las clínicas de obra y el libro del orto que hice. Porque al fin y al cabo era ir sin compañía para volver sin compañía. Pero ni eso, ni traerme la vibración de la música resonando en mí puedo.
Y tampoco pude decir nada acá de la chica que sacaba fotos con una cámara profesional el primer (único) día que los vi tocar, de cómo me gustaba ver el movimiento de su muñeca mientras ajustaba el objetivo, de que eso también me es ajeno.
Días y días de cosas que no salen suman una vida de cosas que no salen.


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El lunes les miro el Instagram. Hay historias en las que se los ve tocando en algún lugar no identificable dentro del parque hay otras en las que tocan en el mástil. Estas son todas fotos nocturnas, por lo que deduzco que sí tocaron el último horario, a diferencia del sábado, y que no lo hicieron a las 19 porque ahora está anocheciendo a las ocho.
Si hacés todo lo posible para el desencuentro, tanto en tiempo como en espacio, será difícil que alguien te encuentre, aunque tenga tantas ganas como las que yo tuve este fin de semana.