jueves, 9 de noviembre de 2023

Escuela de abusos

Hubo un cambio importante en cómo se cursaba Educación Física a partir de quinto grado. Ya no íbamos vestidos con el equipo de gimnasia bajo el guardapolvo blanco, sino que debíamos llevar, como todos los días, camisa, corbata, zapatos y pantalón gris (regla que después se aflojó, y permitieron jeans), para cambiarnos en el vestuario antes y después de la hora de gimnasia.
Recuerdo que el profesor nos dijo, cuando se refirió al asunto, probablemente en la primera clase del año, “ya son grandes, pueden verse en calzoncillos”. Lo que no dijo es que también en calzoncillos íbamos a tener que correr cuando alumnos de primaria o incluso de secundaria, con los que compartíamos el vestuario, se apropiaran de nuestra ropa, o de las zapatillas, o del bolso, para entretenerse haciendo un pasamanos.
Tampoco dijo que no sólo íbamos a vernos y a ser vistos en calzoncillos por nuestros compañeros, fuésemos grandes o no, tuviésemos ganas o no, sino que íbamos a ser vistos también por pibes de secundaria, de primer año o de quinto, de trece años o de dieciocho, y que íbamos a poder ver a esos pibes en bolas, porque ellos tenían que ducharse. No estaban literalmente al lado nuestro, nos separaba una pared –sin puerta– del sector del vestuario que estaba más cerca de las duchas, pero fácilmente alguno de ellos podía aparecer de este lado o alguno de nosotros tenía que ir del otro lado para rescatar la ropa o una zapatilla que algún vivo nos tiraba ahí.
Esa frase del docente quedó firme en la memoria, como una de las fotos de mi paso por la primaria, y formaba parte de mi recuerdo sobre el asunto, hasta que ayer dije “NO”. Y dije “no” porque me di cuenta de que no. Anoche, varias décadas después, vi que no es así, que no importa si éramos grandes para esa situación o si alguien dictaminaba que éramos grandes (y yo diría que no: de hecho, estoy cerca de los cincuenta y no tengo ganas de ver gente en calzoncillos). Lo importante es lo demasiado cerca que está del concepto de abuso el hecho de que un adulto decida –coactivamente, desde un lugar de poder– sobre el cuerpo de un nene de diez años, sobre quién va a ver el cuerpo de ese nene de diez años y sobre lo que el nene de diez años va a (estar obligado a) ver.
Otra cosa que vislumbré ayer se relaciona con que en esa época estaba de moda usar una cebolla atada al cinturón. Y también usar slip. Pero yo, no sé por qué, seguía usando bóxers. Alguna vez, por un problema en un huevo, el médico recomendó que usara slip, y tal vez por eso, por quedar esa prenda asociada a la enfermedad, o porque era incómodo y me apretaba, seguía prefiriendo el bóxer. La cosa es que mis compañeritos, los cuales todos usaban slip, se burlaban de alguna forma –que no recuerdo– de mi ropa interior. Y alguno, este sí lo recuerdo, el boludo de Orgales, aprovechó la oportunidad en que sobresalía algún centímetro de tela debajo del pantalón corto para decirme “se te ven los calzones”.
Con el tiempo dejé de usar ropa interior. Tal vez del mismo modo que con el tiempo dejé de usar letra cursiva y empecé a escribir en imprenta como –muy probable– consecuencia de cuando la conchuda hija de mil putas lacra humana de la Brito se burlara de mi letra delante de todos, haciendo gestos a mis espaldas para que mis compañeros se rieran. Cuarenta años después me cae la ficha y hace mucho ruido.

En la secundaria hubo varios cambios. El primero es que se cursaba en contraturno. Y al menos una de las dos veces por semana que teníamos Educación Física era un día que teníamos séptima hora, la cual terminaba a la una de la tarde. Si la memoria no me falla, entrábamos a gimnasia a la una (y, si no, era a la una y pico), onda que bajábamos la escalera, íbamos al vestuario, nos cambiábamos y empezaba la clase.
Haya sido una hora u otra, no había tiempo para comer nada (y, aparte, ¿qué ibas a comer?, salvo la basura de alfajores o pebetes comprados en la, perdón por la palabra horrible, “cantina”). Además, no da comer mucho antes de hacer actividad física. Lo que más me llama la atención –tal vez porque ahora mi cuerpo me pide comida a cada rato para funcionar– es que no recuerdo que eso fuese un problema para nadie. Al menos no recuerdo que nadie lo haya mencionado: ni lo de comer un poco, ni lo de no comer de más.
Más allá de mi cuestión actual, llegar a casa a las dos y media o tres de la tarde sin haber comido desde las siete de la mañana tampoco me parece razonable. Menos aún en mi caso, que iba sin desayunar, porque éramos muy pobres y no teníamos comida.
Ah, re.
Porque quería dormir diez minutos más, y porque el café con leche ya me daba asco, tanto que nunca volví a tomar esa bebida caliente y de color fecal. Como nunca más volví a usar zapatos porque nos obligaban a usar zapatos para ir al colegio (porque una vez se me rompió el único par de zapatos que tenía y fui con –el único par de– zapatillas, y las autoridades del lugar me hicieron un escándalo).
También cambió la forma de evaluación: en la primaria el profesor decía, por ejemplo, “hagan veinte abdominales”, y cada uno hacía las que podía. Algunos harían las veinte, otros haríamos dieciséis, otros, doce, y los gordos del curso, todos colorados y agitados, llegarían a seis o siete. Y estaba todo bien. Ahora había que hacerlas individualmente delante del docente, que anotaba cuántas hacías, y delante de los cuarenta alumnos, que estaban rodeándote y se te cagaban de risa si eras el gordo.
Mi problema no era “hacer bolitas”, sino los tres postes metálicos que había para trepar, como un palo enjabonado, pero sin jabón, a los que nunca pude subir por falta de fuerza, por falta de técnica, porque tenía vértigo y/o porque nunca me dijeron cómo se hacía. Tal vez falté el día que explicaron, pero no creo, porque nunca explicaban nada en esa materia, y todo se manejaba como si tuviéramos que ir sabidos de casa.
Cada vez que en la primaria –por suerte, fueron pocas veces– nos formaban frente a ellos, ante la inminencia de su amenaza me “torcía un tobillo” o me pasaba algo para excusarme. Seguramente porque alguna vez no pude hacerlo y fue un momento de mierda, pero esa información no quedó en mi memoria.
Lo mismo valía para esa especie de escalera, hecha de caños y amurada a la pared, paralela a ella, a la cual había que subir valiéndose de manos y pies hasta llegar arriba para pasar encima del peldaño superior y bajar por el estrecho espacio que había entre ambas. De esta sí tengo algún recuerdo borroso de haber fracasado en mi intento y de ser objeto de reprimenda docente y/o de burlas.
Yo rezaba, literalmente rezaba, para que lloviera los días de Educación Física, así se reducían a cero las chances de que nos hicieran trepar a esos postes, que no sé cuánto medían, pero que en mi memoria aparecen muy altos, tal vez de más de tres metros. Y si era evidente que no iba a llover, rezaba, literalmente le pedía a dios, para que las chances existentes no se concretaran.
Otra de las diferencias con la primaria era que, además de cambiarnos en ese vestuario agobiante y fétido, debíamos ducharnos. No sé si el profesor dijo, parafraseando a su colega de años atrás, “ya son grandes para verse desnudos”, pero la única vez que fui dijo “hay que ducharse para tener presente”.
Con esa frase dijo sin decir que para tener presente, es decir, para estar en condiciones de aprobar, teníamos que bajarnos los pantalones. Y los calzoncillos. Y dijo sin decir que no era clase de educación física, sino de exhibicionismo; que no se trataba de hacer abdominales o de saber trepar un caño, sino de someterte al poder disciplinador del Estado, que decide aniquilar tu pudor y tu intimidad hasta que no te des cuenta de que estaban siendo aniquilados.
Así, teníamos que exponer nuestro cuerpo, incluyendo la pija, para que cualquiera los mirara y quizá hiciera comentarios, y teníamos que ver cuerpos ajenos, incluyendo sus pijas. Los de los compañeros de curso y, si coincidía el horario con otro curso, también los suyos. Y teníamos que mostrarnos desnudos frente al docente, porque cuando nos hacían el pasamanos con la ropa no había adultos para intervenir, pero ahora el adulto estaba tomando lista en el vestuario. Y si ese mediodía de verano, en el que no fue obligatorio bañarse porque no había agua caliente, alguno se duchaba igual, el adulto le iba a ver la pija a un pibe de trece años. Total normalidad.
Así como hay gente que decide no llevarse el trabajo a su casa, yo decidí no llevarme el colegio a mi casa. No hacía horas extras. Mi horario de trabajo termina a la una, permiso, me voy. Y en mi casa tampoco hacía “la tarea” ni ninguna cosa del colegio: vivía de lo que aprendía en clase, lo cual era poco, porque tenía muchas inasistencias y porque en la segunda mitad del año, cuando nos mudaron de aula, yo estaba faltando por una enfermedad, y al volver tuve que sentarme en el último banco, desde el cual era bastante improbable escuchar lo que pasaba adelante, aun cuando lo intentara.
Y entonces no fui más a Educación Física. Por una cosa, por la otra o por la tercera. O por todas. Por la certeza de que la iba a pasar muy mal en cualquiera de esas instancias o porque ya no había rezo en el cual confiar, y por mi intuición de que estaba muy mal que adultos decidieran sobre mi cuerpo. Gaudio dijo “qué mal la estoy pasando”, pero siguió jugando. Terminó ese partido y continuó su carrera. Yo no. El precio a pagar por no bajarme los lienzos y por no ser un pedazo de carne en esa picadora fue dejar el colegio. And the cost didn’t matter to me.
Desde acá, ahora con estas palabras, abrazo a mi yo de trece años que decidió protegerse dentro de sus posibilidades y trató de evitar algunas formas del escarnio (inútilmente, porque –lo veo ahora– con ese nivel de individualización de la exigencia me habría llevado la materia de todos modos). Y, sobre todo, no cedió a las coacciones y no convalidó esas formas nacionalsocialistas o comunistas de proceder con cuerpos de niños y adolescentes. Lástima que los docentes están muertos y no puedo decírselo.
Desde el día que vi esto, que era “ayer”, pero ahora es “hace cuatro días”, duermo muy mal, como si no poder terminar este texto mantuviera activa una parte de mi cerebro, la cual me deja en vela cada vez que me despierto luego de haber dormido cuatro o cinco horas. Y desde entonces pienso en qué distinta habría sido mi vida –no ya mi desempeño académico: mi vida– si no hubiera existido la mierda de Educación Física en el colegio (¡y sin Dibujo ni Actividades Prácticas!). Y en qué distinta habría sido mi vida si no hubiera pasado por ese colegio de mierda. Capaz que hasta consideraba tener hijos y todo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Un fantasma es un ser atrapado en su trauma, alguien que pide la justicia que no tuvo, que repite y cuenta su historia para siempre, incapaz de romper el ciclo, imposible de aplacar, desesperado por ser escuchado (Mariana Enriquez).