jueves, 2 de noviembre de 2023

La noche que mataron a Rabin

Ese sábado a la noche el espejo me devolvió una imagen atractiva y, sin saber qué otra cosa hacer –y sin tener la posibilidad de imaginarla–, me puse mi remera favorita y salí a caminar. Como a las cuarenta cuadras le pregunté a alguien si Canning estaba “para allá”, aunque ya sabía la respuesta. Sólo para hablar con alguien y porque el camino se hacía largo como el silencio.
Al fin llegó el momento en que la distancia o la invisibilidad ante los ojos ajenos me llevaron a pegar la vuelta. En una esquina del regreso pasé junto a un kiosco de diarios donde la sexta anunciaba el asesinato de Rabin y pensé que se iba a pudrir todo muy mal, que la represalia incluiría matar a Arafat. Con la imagen seguramente derretida por los kilómetros llegué a casa y prendí la tele. Ahí supe quién había sido, y ya sabemos: si los magnicidios los cometen los de esa tribu, no hay bombas ni invasiones ni niños muertos. Y a Abu Ammar lo mataron igual, años después, envenenado.
Agregué a mi memoria de datos al pedo el nombre de Yigal Amir y desvié la noche del sábado lejos de la respuesta del mundo exterior. Aunque a veces, desde otro siglo, viene el recuerdo de lo insignificante que fue la mejor versión de mí. Unas pocas veces tuvo la ocasión de repetirse, pero esta tuvo rasgos fundacionales. Y, como las otras, nadie lo supo. Salvo yo.

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