jueves, 9 de noviembre de 2023

Se me rompieron las zapas (las azules)

Fueron las primeras zapas buenas que me compré. Hasta ese momento usaba las más viejas y gastadas cuando iba a correr, para terminar su vida útil dándoles kilómetros y masa hasta que se desintegraran. Y compraba las más baratas (o casi, porque me manejaba dentro de cierto rango: elegía las de marca, nunca Gaelle o Tryon).
Pero en esa época encontré una noticia sobre Mizuno en un recuadrito del suplemento económico de Clarín, googleé un poco y di con un foro español sobre atletismo. Meterme ahí me presentó un mundo desconocido, me hizo ver que a las patas hay que cuidarlas y me dio referencias a la hora de buscar zapatillas. Obviamente, no tenían información ni comentarios sobre Topper o sobre Olympikus… Y de las marcas conocidas (conocidas allá, porque algunas acá son tan raras e inconseguibles como los discos japoneses en el tiempo en que comprábamos CDs) sólo testeaban las de gama alta.
Como históricamente usé Adidas y también porque muchas de las zapas reseñadas no se encontraban en las vidrieras porteñas (el delay con que llegan las cosas de afuera…), me fui decantando por esa marca, y concretamente por dos modelos que, según los especialistas, servían para mis recorridos, modestos tanto en distancia como en tiempo: las Supernova Glide 5 y las Supernova Glide Boost 6. Estas venían con la mediasuela de nuevo compuesto, que visualmente parece telgopor, al cual catalogaban como rebotón por demás y con probabilidades de causar fascitis.
Fui recorriendo negocios para comparar precios y, de paso, ver si encontraba alguna otra que tuviera vista del foro. Con el panorama más claro, finalmente me probé las Boost en un local de Corrientes y Florida. Y en efecto sentí cómo rebotaban en el par de saltitos que pegué durante esa mini prueba. Me acordé de lo que había leído, pensé en la molestia que por entonces tenía en el talón derecho, sumé dos más dos y dije “gracias, sigo buscando”.
Un par de cuadras más allá, en la esquina de Tucumán, había visto las Supernova 5. Seguían en la vidriera cuando fui esa tarde-noche. Las probé, me parecieron bien, y las compré. Azules, con el interior verde claro; las tres tiras en un gris blanquecino reflectante, igual que una corta tira vertical en el talón; la mediasuela blanca, salvo el sector de la placa de torsión que la invadía por detrás, también en verde claro, color que se repetía en los tacos de la suela en la zona del metatarso. Y la rareza de no tener costuras, sino un termosellado que unía las distintas partes.
A poco de usarlas fui descubriendo su gran ajuste, su muy buen agarre, sobre todo en piso húmedo, cortesía del caucho Continental, y también su punto débil, que pronto apareció. Así como las Reebok mueren por la suela, estas comenzaron a morir por las líneas de flexión que se forman en el upper a cada paso, y que son más notorias cuando, por ejemplo, uno se pone en cuclillas. La primera rotura tal vez haya ocurrido antes del año, del lado exterior en la del pie derecho, y luego fueron rompiéndose los otros tres sectores análogos. Igual, las seguí usando porque el resto funcionaba perfecto, y así me acompañaron años y (cientos de) kilómetros, sobre todo por las dos plazas que están cerca de mi casa y también por algunas bicisendas.
El año siguiente me compré otras, mis primeras Asics, unas Pulse 5, y, como estaban baratas y tenía plata, un par de meses más tarde, para fin de año, unas Boston 3, que tenían una buena crítica en el foro y mantenían un precio aceptable (oh, los tiempos en que las cosas podían estar dos o tres meses sin aumentar). Pero las Supernova eran las más cómodas de las tres, y las que más usé, aunque ya iba mechando su uso con el de las nuevas.
La desintegración del upper fue creciendo, y cuando, tres años después de su compra, me compré las Cumulus 19, las más cómodas que tuve y tendré, las azules fueron quedando relegadas. Del lado externo de cada una de ellas, las rasgaduras fueron dos, en la línea de fuerza la más grande, y otra en el pequeño espacio de malla junto a la puntera. En la izquierda, esos agujeros finalmente se hicieron uno solo, lo cual terminó de hacer imposible usarlas, incluso para ir a vender papeles viejos al depósito, como intenté la otra vez, cuando quise darles un viaje de despedida y, de paso, evitar las Pulse, tan llamativas con su color verde flúo, en ese contexto.
El punto de quiebre fue la rotura de la ojetera de la derecha, de tanto hacer fuerza para que me ajusten bien tight. Entonces quedaron casi abajo de la cama, lugar del que solo salían para darme kilómetros sin desgastar tanto a las buenas si iba a caminar: a veces largos viajes, a veces –cuando ganaba peso la idea que para un recorrido largo era perjudicial ese ajuste asimétrico– paseos cortos, o, últimamente, para ir a hacer dominadas a la plaza, así el aterrizaje, al dejarme caer desde lo alto, desgastaba la suela de estas, y no la de unas buenas.
Una de esas largas caminatas fue en la cuarentena, poco después de la muerte de Rosario B. Me enteré de que algunos amigos de ella habían hecho un par de pintadas con su nombre por la zona del cementerio de Chacarita y fui a sacar fotos. Esa tarde, doblando la curva de las vías, me enganché un fierro saliente del alambrado del ferrocarril en la rotura del upper, y el tajo en la tela se duplicó, llegando casi hasta el empeine. Ese fue –casi– el final. El otro casi final fue cuando se rompió la ojetera de la izquierda, creo que muy poco después. Para ese momento ya les había cambiado los cordones, pasando los suyos a las Cumulus cuando los de estas murieron, y reemplazándolos por los de las Boston 3.
Aunque el comienzo del fin había sucedido luego de la primera rotura de la ojetera, al decidir no lavarlas más y dejarlas así hasta su deceso, pasándoles apenas un papel tissue húmedo para sacarles la mugre tras alguna jornada de running post-lluvia.
Tengo registro de otro viaje largo, la mañana-mediodía del 20 de julio de 2021, cuando fui ida y vuelta a atrás de Chacarita, pero del otro lado, y en el camino pasé por Díaz Vélez y Acoyte. Tal vez sea su último viaje pensé, mientras anotaba recuerdos para el réquiem que escribo recién ahora, veinte meses y medio más tarde. No podría afirmar que fue el último viaje largo, aunque no creo haberlas usado en otro similar más adelante. Sí recuerdo el último de todos, uno corto, el año pasado, yendo al “cyber” a actualizar el blog junto al bar de Belgrano, no sé si el posteo de abril o, más probable, alguna visita posterior para editar erratas furtivas.
El ritual de las zapas cuando mueren va incluyendo un largo tiempo bajo mi cama, postergando la despedida. Y pensando dónde completarlo, dónde dejarlas para siempre, después de agradecerles los kilómetros, después de tocarlas por última vez. Uno de esos lugares que se volvieron significativos recorriéndolos con ellas fue la esquina de la casa de la dentista, donde la (re)encontré una noche en que yo venía de correr y hacer dominadas en la plaza de Anchorena, en la época en que iba seguido ahí.
Todos los kilómetros por la bicisenda de Billinghurst cobraron sentido cuando me reconoció mientras yo miraba el semáforo para cruzar, y charlamos unos minutos en la esquina, ella con el iPhone temerariamente expuesto en una mano –y el Casancrem para la torta de cumpleaños en la otra– y yo mirando para todos lados porque la veía regaladísima para el choreo. Ahí quedamos en que me volvía a atender, ahora en su consultorio particular, no ya en la facultad. Y, lo más importante, con el correr de las palabras me di cuenta de que no estaba enojada conmigo, como temí por un par de veces que fue bastante cortante, las últimas que nos vimos en la facu.
El otro lugar, pienso, será un ámbito de lo ordinario, una de las dos plazas que más frecuenté con ellas, mientras miro por última vez el reflejo de sus tiras reflectantes en mi habitación.

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