lunes, 11 de febrero de 2013

Tocando el aire

Siempre traté de tomar distancia de las fiestas de fin de año, pero fue cuando llegaba el 2000, con toda su carga simbólica y la amenaza del 2YK –eficientemente desactivada por Claudia Bello (?)–, que pude ver la imagen y decirla: me encantaría agarrar un auto e irme por una ruta hasta el punto donde no se oiga la pirotecnia y quede atrás toda la parafernalia de, por ejemplo, llamar al 113 para saber exactamente la hora en la que hay que brindar. Como si no existiera. Fuera de la existencia, para mí.
Ese año unas vecinas nos invitaron a pasar el 31 con ellas, y no encontré una forma de negarme sin rozar la descortesía o exponerme al “viste cómo es”, y, en vez de la improbable ruta –no sé manejar–, hubo una mesa, las anfitrionas, el novio –y su padre– de una de ellas, mi madre, yo, la comida y el ritual vacío, como todos los rituales, del brindis y los deseos que generalmente no se cumplen. Que en mi caso no se cumplen.
Desde entonces, algunos años, en especial estos últimos, los comenzamos allí. Lo cual evidencia que: a) en todo este tiempo no pude encontrar una forma que no me sonara descortés para negarme; b) ni siquiera pude decir, como tenía ganas esta vez, “no, prefiero no ir, no tengo ganas de compartir nada con mi madre”; c) lo más importante, aunque no lo haya visto, aunque tenga que decirlo ahora, editando, tres años después: la apabullante y enfermiza repetición que manifiesta cómo nunca pude encontrar ni construir una puta ocasión distinta para empezar el año (la cual, de paso, me habría permitido decirles “no, gracias, tengo otra cosa que hacer” y salirme del lugar donde me pone su mirada, la cual percibo como lindera con lo despectiva).
Yo puedo ser muy sociable. Al menos, puedo intentarlo. En un cumpleaños en esa misma casa, parece que no lo estaba siendo, y la cumpleañera dijo: “Hablemos del edificio, así se integra”. Pero más allá de una noche desafortunada o de una mirada de mí muy pobre –que habla más de quien mira que de mí–, te puedo hablar de la tele. De tele y de fútbol. Esos temas siempre garpan y no pueden faltar en ninguna reunión de este tipo. (Ni ellos ni Google, para saber quién tiene razón).
Por ejemplo, te puedo tirar que Ricardo Fort tiene acromegalia porque se zarpó con la hormona del crecimiento tomándola de grande, y que eso lo deformó y lo obligó a operarse. Aunque respecto del fútbol vengo medio para atrás con las ligas europeas, de las que cada vez se habla más. Igual, en esta reunión, no era necesario…
Supongo que fue la voluntad de ejercitar la sociabilidad, de ser una persona “normal” y amena en un lugar donde me conocen fundamentalmente por el relato de otros (de mi madre), la que incluso me activó neuronas donde se alojaban los nombres de varios actores de reparto de telenovelas ochentosas –esas que veía con mi abuela–, algo muy apropiado en un lugar donde había una fanática de las novelas. La ejercité de un modo que quizá –espero– haya hecho mi presencia llevadera y amena, pero luego me di cuenta de que ese ejercicio no me sirve ni como práctica para la interacción con desconocidos.
En un momento de ese 24 ya 25, nuestras familias, no sé si deliberadamente, nos dejaron a solas, y hablamos en términos más personales, por decirlo así. Habló de su negocio, que debió cerrar, y de su actualidad, y usó las palabras fracaso y frustración. Y aun teniendo menos experiencia vital que ella, sentí una gran identificación. Y debí contenerme –al menos, traté–, porque cuando encuentro una ocasión tan propicia para hablar liberadamente de los fracasos, me subo a la moto y corro el riesgo de mostrar algunos que terminan estando más allá de lo tolerable. Que hable ella de que no quiere enterarse de si su ex tuvo un pibe y a ella le llegaron los 40 sin maternidad o de que le pidió a la hermana que borre del FB a una ex compañera suya de colegio que se transformó en una eminencia médica porque no se lo banca. Pero no yo acerca de cosas que sólo digo en este blog. Y menos de las que ni acá digo.
Lo mismo sucedió el 31. Las mismas personas, los mismos temas, las mismas búsquedas en Google. Y la misma retirada dejándonos solos con el champán, en una situación en la que yo sabía claramente que ni un beso iba a haber, que ni por un beso daba laburar. Esa vez derrapé un poco, y terminé hablando de prostitución, prostitutas, prostíbulos… De la falacia imperante que quiere equiparar toda prostitución con trata de personas, de las clientas de prostitutas, etc. Rápidamente le salió el prejuicio, y dio por sentado que esas prostitutas de las que yo hablaba eran como la mujer del encargado del edificio, que es linda de cara, según ella, pero engordada por los (casi 40) años, las maternidades y una dieta abundante en grasas y carbohidratos. Fue entonces cuando sentí necesario y posible desactivarlo y salirme de ese lugar donde me estaba poniendo… y terminé mostrándole fotos de algunas de esas chicas que conocí.
Después me di cuenta. (Y me reí). Me dejan a solas con una mina, y me pongo a hablar sobre ir de putas, o sobre la vez que cogí con una sin forro -> lo que me llevó a tomar (intentar tomar, mejor dicho, y fracasar en el intento) la medicación antiviral, que por suerte no fue necesaria; -> lo que la llevó a preguntar “¿pero vos tirás la onda de hacerlo sin preservativo?”.
No solo le salió el prejuicio con respecto a los físicos, sino que cuando hablé de la generosidad que suelen tener las paraguayas con su cuerpo, dijo “¡ay, no!, paraguayas”, o algo así. Luego preguntó por las peruanas, y por los travestis, y en un momento sentenció: “Peor es ser virgen”. No le retruqué “peor es cogerte a tu psicólogo” porque no me acordé de ese hecho. Si me hubiera acordado, tampoco lo habría dicho porque siempre tengo más límites de los que me gustaría. Y porque tampoco sé si es peor garchar con tu psicólogo…
Igualmente, esa frase ingresó en el archivo mental de frases inolvidables. Algunos días después descifré por qué me cayó tan mal. Porque para ella nadie nunca pudo/puede darme bola, nadie nunca pudo/puede tocarme si no hay 200 mangos por hora en el medio. (Lo cual no está muy lejos de la realidad, ja).
Toda esta introducción para llegar al momento en que ya amanecía, y, en el patio, de pie, casi por despedirnos, dijo que había tenido una discusión con su familia el día anterior porque en el edificio pasaban las mismas cosas que antes de irse a vivir con el que era su novio, y que en la discusión dijo: “Vendamos y denme mi parte, y me voy a cualquier lado, a un lugar donde nadie me conozca”.
Dijo esa frase que varias veces dije yo últimamente. Dijo “denme mi parte” y quedó anulado que cuando le hice escuchar una canción de Gabo en Youtube se puso a hablar encima (mentira, no fue ella, fue la hermana, la misma que tocó mi pantalla de LCD con el dedo: no señaló algo en ella, ¡la tocó!). O que cuando les hice escuchar el poema de Rafeef Ziadah que comienza con unas palabras en árabe –porque no soy sólo Silvia Kutica o Marina Skell–, primero dijo: “Ah, pensé que era una onda Carla Conte”, y luego, durante la intro en árabe, dijo “ah, bueno”, con tono de miráloquenoshacésescuchar. O que cuando mencioné –hurgando en mi escaso bagaje de temas de conversación, más escaso aún si me mido para no exponerme en demasía– que había viajado en el subte A el último día que circularon los vagones de madera, pensó que estaba llorando porque parece que me toqué un ojo mientras lo contaba (?).
Quedó todo de lado e instintivamente levanté mi brazo y lo acerqué con la intención de que nuestras manos se encontraran en un high five como se habían encontrado nuestros cerebros en la producción de esas palabras que, pensamos, pueden hacernos salir de aquí. No me parece que haya movido el cuerpo para esquivar el contacto. Tal vez un mínimo movimiento de la parte superior del torso, retirándola, al estilo del mejor Nicolino Locche, pero creo que ni eso. Que solo fue su indiferencia ante mi gesto lo que me dejó tocando el aire. Como toda la noche.

Escribo como con una pila en la mano

Buscando un espejo de agua pura para arrojarla. Con mucha fuerza.
Y si no lo encuentro, tené cuidado de que no te la tire por la cabeza.
(A quien me hable de ecología, le voy a tirar la pila por la cabeza, como no me amino a tirársela a las vidrieras de los supermercados donde unos carteles dicen que “el planeta nos pide que dejemos de usar las bolsas plásticas que están unos minutos en nuestras manos y 200 años bajo tierra”. Cuidar el medio ambiente está bueno para todos, según Coto y Ciudad Verde del GCBA, a quienes el planeta no les dice nada por el aire acondicionado que usan en sus supermercados y oficinas, pequeños, medianos o gigantes. Yo tengo que pagar 15 o 25 centavos por la bolsa, pero ellos pueden usar el aire a full, y con subsidio a la electricidad. ¡Qué selectivo es el planeta! O qué selectivos son quienes dicen escucharlo).
Por lo menos, espero que la pila no me explote en la mano.

martes, 11 de diciembre de 2012

Besame, besame, besame

Mirame, hablame, tocame, contame, decime.




Ignorar es maltratar.

No sirvo ni para comprarme zapatillas

Yo, que suelo decir –que creí descubrir– que comprarme zapas me resulta más fácil que comprarme ropa, debería revisar esa afirmación.
Tenía que comprarme zapatillas porque no me quedó un solo par sano, y se torna incómodo usar unas zapas en casa –las que están más rotas– y otras en la calle. Y se torna ridículo salir con el Poxiran en el bolsillo por si se despega la suela en la calle. Y se torna casi freak pegarlas en la sala de espera del consultorio de la dentista.
(No me mires así: no me drogo, no voy a compartir el pomo con un niño de los que venden cosas en el tren. A veces quiero que se despeguen para pegarle una respirada, pero no más. A propósito, avisame si te vas a sacar el esmalte de las uñas).
Hice el recorrido que suelo hacer por varias casas de deportes, buscando zapatillas que me gusten a un precio razonable (porque hay algunas que cuestan más de una luca). Tardé bastante en completar el circuito, y en decidirme, y en ir a comprarlas, porque este año todo me costó aun más tiempo de lo que me costaba. Finalmente un atardecer lluvioso fui a Once a comprarme unas Olympikus blancas de 280 mangos que solo había encontrado en dos lugares. En uno, no tenían mi número, sino uno más grande. En el otro, me dijeron que no eran para personas de mi sexo: ni esas ni tampoco las de ¡190! que estaban al lado.
Me volví con bastante frustración y con los tres billetes de cien que había llevado (y con el Poxi) en el bolsillo, y en ese momento, o más tarde, decidí que el plan B eran unas Nike blancas que había visto en el outlet a 320 pesos. Mi experiencia con Nike no fue buena, pero la posibilidad de pintarlas con sintético, como pinté a las otras, me atraía mucho.
De nuevo, tardé mucho, quizá un mes, en ir, en sentirme bien como para ir, en que mis horarios me permitieran ir, y cuando fui habían aumentado: 350 mangos. No las compré y, en cambio, decidí actualizar mi recorrida. Cuando pude hacerlo, la prioridad pasaron a ser unas Olympikus de 320 a las que vi tanto en blanco con negro y dorado como en negro y dorado.
De nuevo, tardé mucho, quizá un mes, en ir, en sentirme bien como para ir, en que mis horarios me permitieran ir, y cuando fui no solo no me sentía del todo bien, sino que no encontré las negras en ninguno de los negocios de Once donde las había visto. Ni me dio preguntar de nuevo por las blancas de 280 de la otra vez, ya que la velocidad con que se ensuciaron las blancas que tengo –las únicas más o menos usables que me quedaron– después de su último lavado, me hizo decidirme por las negras pese a la diferencia de precio.
Recordé haberlas visto también en Pompeya y decidí ir esa misma tarde. Las ubiqué rápidamente en la vidriera y entré al negocio, donde cuatro vendedores tatuados de peinados nuevos y mirada sobradora hablaban junto a la puerta sin darme bola bajo el volumen elevado de la cumbia. Entonces pregunté “¿a quién tengo que hablarle?”, y uno dijo “a él”.
Le mostré las zapas en la vidriera y le pedí unas número 40, aclarando, como hago siempre, que el número era tentativo, que distintas marcas usan el mismo número para tamaños diferentes. Me las trajo y me quedaban grandes. Le pedí un número menos y me trajo unas que me quedaban muy chicas. Como di por sentado que me había traído un número menos, no le pedí algo intermedio, sino que simplemente dije “necesitaría algo intermedio”. Sin ir al depósito de nuevo, como si lo hubiera previsto, me trajo otras y me dijo que ese número sólo lo tenía en blanco.
No vi el número en la zapatilla (está en un lugar distinto a las Reebok o las Adidas), no vi el número en la caja porque no me la dio… Me las probé, traté de comparar su largo con las que tenía puestas, y, creo que más por que –supuestamente– era el número intermedio que por cómo las sentía, dije que sí. Más para terminar con eso, creo, y para no salir más con el Poxiran en el bolsillo, dije que sí. Aunque eran blancas y no negras. 319 pesos.
Me pregunto: ¿no sería más fácil si estos lugares tuvieran un “medidor de pies”, con la correspondiente conversión a la numeración de cada marca? Onda que vos llegás, te descalzás, te medís el pie y si mide 28 cm de inmediato sabemos que es 43 para Adidas y 40 para Olympikus. Así, le ahorramos al vendedor dos o tres viajes al depósito, que, si bien no son muy desgastantes físicamente, sí parecen serlo para su entusiasmo, y sin duda lo son para la fluidez de la relación con el posible comprador.
Otra cosa, de paso. Es importante que me queden bien, claro. Pero también es muy importante que me gusten. Entonces, si elegí esas zapatillas y entré a este negocio porque las vi en la vidriera y te pedí esas zapatillas es porque quiero esas zapatillas y no otras. Si no hay estas en ese número, y no hay esas en este número, y me ofrecés otras, en este o en otro número, pero no las que yo quiero… ¿para qué mierda tenés una vidriera? Si es tan complicado encontrar lo que quiero, sería casi lo mismo entrar al tun tun y comprarme unas cualquiera, las primeras que me ofrezcas, o casi: dame unas blancas, dame unas negras, las quiero con resortes, las quiero sin resortes, y listo.
Yo no tendría ningún problema en ir sabiendo que debo esperar tres o cuatro días, hasta una semana, ponele, pero que me voy a llevar la que quiero. Como está claro que nunca se le puede creer a un vendedor cuando te dice “esta semana entran”, la cosa tendría que venir desde la propia marca: tendría que existir esta alternativa para comprarse zapatillas, tendría que imponerse esta forma. Vas, te medís en el medidor de pies, te probás unas de tu tamaño, y si no hay en stock, las dejás encargadas.
Incluso, para compensar el tiempo de espera, podrían personalizarse, combinando las distintas alternativas que tiene un mismo modelo. Algo como hace Renault con el nuevo Clio. Por ejemplo, a este modelo que me compré lo vi en blanco con la parte de atrás en dorado y negro y la suela negra, en negro con la parte de atrás en dorado y negro y la suela negra, y en negro con la parte de atrás en verde agua y negro y la suela verde agua. ¿Por qué no ofrecer también una posibilidad en blanco y verde? ¿O blancas con la goma inflada negra o viceversa? No debe ser tan difícil para la fábrica tener en stock esas combinaciones.
Después de algunos días en los que no salí a la calle y, entonces, no era preponderante en mi cabeza el tema zapas-poxiran-etcétera, me las puse. ¡Y me quedaban grandes! Toqué la punta, buscando el dedo gordo de mi pie derecho, y quedaba bastante lejos del límite de la zapatilla. Mi estado de ánimo rápidamente implotó al chocarme con la certeza de una mala compra. Una mala compra, encima, de un objeto que supuestamente sé comprar. Una mala compra de un objeto que necesitaba comprar y que estuve, fácilmente, dos meses y medio para comprar.
¡No sirvo ni para comprarme zapatillas! (Que los vendedores no sirven, ya lo sabía: sirven para vender lo que no sirve, en todo caso). La concha mía.
Las medí con un centímetro: les medí el largo, les medí el contorno, traté de descontar la parte de goma inflada (que en estas es mayor que en las Reebok), las puse a la par guiándome con el largo de las maderas del parqué, las comparé apoyando sus suelas una contra la otra. ¡Y eran iguales! Recién después de medirlas y compararlas unas cuantas veces a lo largo de varios días me pareció notar que son tres o cuatro milímetros más largas que las otras.
Las probé en casa, usando una nueva y una vieja, pero la confusión ya me abrumaba, y de a ratos parecía que se me re salía de lo grande que me quedaba y de a ratos estaba bien… Igual, pensé en cambiarlas, pensé en ir y preguntar si había un número intermedio, aunque no fuese de este color: pensé en ir a otro lugar y repetir todo el proceso sólo para comprobar si había un número intermedio (y para comprarme las negras, si daba, aprovechando que tengo unos pesos) y luego, si ese experimento daba los resultados necesarios, ir y cambiarlas.
Pero entre lo ridículo que me resultaba eso y el tiempo que siguió pasando, me pareció que ya no daba intentar el cambio. Y el piso de casa está tan sucio que la suela acusó bastante la caminata, y hubiera debido esforzarme bastante para limpiarla si quería cambiarlas. Además, era bien posible que fuese inútil, que hubiera probado los tres números consecutivos, y entonces, sin duda, volvería a elegir estas. Es igualmente posible que no hubiera probado los tres números consecutivos, que todo fuese parte de la puesta en escena del vendedor. Y es aún más posible que nunca lo sepa…
Finalmente, el otro día tuvieron su primera prueba en la calle y la pasaron airosa: caminé casi cincuenta cuadras y no las sentí incómodas en absoluto. Sin embargo, recién, durante el tiempo que se pasa esperando en el inodoro, volví a levantar el dedo gordo del pie derecho y se nota que queda bien lejos de la punta de la zapatilla, como a un centímetro.
¡No entiendo nada!

Salvaje

Soy tu salvaje, tu terrorista.
Soy tu salvaje, tu terrorista
y esta noche no pediré disculpas. No pediré disculpas.
Soy lo que soy, indígena de Palestina.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Amenaza demográfica nacida de una amenaza demográfica,
te daré tu próxima amenaza demográfica.
La arroparé con una hattah y llamaré a mi hija Yafa.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Mi madre me frotaba aceite de oliva por el pelo y por la piel
hasta que el aroma de Palestina se filtraba hasta mis venas.
Tengo un sistema inmunológico con el que vos sólo podés soñar,
construido a base del hummus de la UNRWA y de foul.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
He sido una refugiada,
he sido una refugiada desde que tomaste mi hogar.
He sido una refugiada desde que robaste mi hogar.
Me dicen que sos polaco y que algún Dios te prometió mi tierra.
Algún Dios te prometió mi tierra…
¿Puedo tener un número de teléfono, un fax,
una dirección de mail de tu Dios? Me gustaría tener una charla…
No sé cuándo Dios se convirtió en agente inmobiliario
y comenzó a prometer la tierra de otra gente.
Quiero decir ¿"destino manifiesto"?
¿Realmente estás mirándome a los ojos y hablando de "destino manifiesto"?
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
¿No lo ves?
El color de mi piel es el color de la tierra de Palestina.
Cada piedra en Jerusalén conoce mi apellido.
Cada ola que rompe en la costa de Haifa,
está esperando que yo vuelva.
Cada ola que rompe en la costa de Haifa,
está esperando que yo vuelva.
Y siempre estaré en tu mente.
Siempre estaré en tu mente.
En las piedras de las casas de ustedes, en los cactus.
En las piedras de las casas de ustedes, en los cactus.
Siempre estaré en tu mente.
Siempre estaré en tu mente.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Soy tu salvaje, tu terrorista.
Siempre allí, para rondarte.
Siempre allí, para rondarte.
Tuya, tuya…
Tu salvaje, tu terrorista.

(Salvaje * Rafeef Ziadah) Poemas de Rafeef Ziadah en español

Pezón radioactivo

En el cable hay un canal extranjero que tiene un programa onda reality donde televisan cirugías estéticas. Allí practican una censura inexplicable: no muestran pezones, y los pixelan. Pero muestran cuerpos cortados, abiertos, reducidos a objeto; sus fluidos, la carne descubierta…
Veo eso y pienso en qué trauma tendrá la persona que prohibió la exhibición de los pezones. Y en por qué se siguen tapando.
Veo eso y pienso en la disfuncionalidad sexual yanqui, que exportan overseas; en su combinación de superpacatería con hipersexualidad; en esos famosos concursos de belleza para nenas de 6 años; en los sitios porno estándar (nada especial, mucho menos algo prohibido), donde hay formas cada vez más extremas de bondage, donde hasta hay submarinos, como si se inspiraran en Abu Grahib. O viceversa.
(Más absurdas son las pornos japonesas, en las que pijas y conchas se pixelan, pero el bukkake masivo es uno de los subgéneros más transitados…).

viernes, 30 de noviembre de 2012

¿A quién le hablan?

Estaba Miguel Botafogo en ese programa nuevo del canal de la ciudad en el que muestran el barrio de la niñez del entrevistado mientras recorren el lugar y comentan anécdotas de aquel tiempo. El chabón hablaba de su primera guitarra eléctrica, de cuando conoció a Pappo, de la peluquería de su padre, en la avenida Cabildo, en cuyo sótano ensayaban, de la gente que se reunía en la vereda –donde paraban los micros de la empresa Antón– para escucharlos…
En un momento señala unas vías tranviarias parcialmente visibles bajo un asfalto deteriorado, y dice que sobre esas mismas vías solía poner una moneda para que el tranvía la aplastara y luego usarla como púa. Y que años después supo que Brian May hacía lo mismo para obtener ese sonido tan particular, al que explica con una onomatopeya inescribible.
Yo, que sé que los tranvías funcionaron en Buenos Aires hasta 1962, de inmediato pienso en que no le dan las fechas. ¿Cuántos años tiene? ¿A qué edad tuvo su primera guitarra? Son preguntas que me surgen después de esa intuición, tratando de explicarla.
Un rato más tarde dice que se fue a España en 1978, a los 21 años. Confirmo así que no le daban las fechas: si nació en el 57, tenía cinco años cuando los tranvías dejaron de circular… Me pregunto, entonces, ¿para qué miente? ¿Para tener algo en común con ¡Brian May!? Podría haber dicho que ponía las monedas en las vías del tren. De hecho, hay un tren que pasa por Belgrano. Decía eso y, fuese verdad o no, estaba todo bien.
Mi pregunta, tan obvia y refleja, apunta a un lugar equivocado. La mentira del mitómano no tiene un para qué que no sea satisfacer su compulsión por mentir. Como sea, descubierta una grieta en su discurso, deja de interesarme lo que dice.
Tal vez, una pregunta más plausible sería ¿a quién le está hablando? Es una pregunta que me hago a veces respecto de otra gente cuyas palabras dejan de importarme apenas me saludan y se contestan ellxs mismxs las preguntas que hacen: “¿Cómo estás? Todo tranquilo, todo en orden”. No corresponden los signos de interrogación en las últimas oraciones, no son preguntas que inducen la respuesta, son afirmaciones. Es lo que quieren oír. No sé a quién le hablan cuando dicen eso, pero a mí no. (No me vengas con problemas, no me importás ni me importa nada de lo tuyo, están diciéndome sin decirlo, y entonces quiero joderlxs contándoles todos mis problemas, incluso algunos inexistentes).
Ayer mismo, justo después de ver a Botafogo, salgo al pasillo del edificio a sacar la basura. Un vecino de los que me saluda entra y me saluda con un “¿qué tal?”, un “¿cómo va?” o alguna pregunta muy similar, de esas que se hacen sin detener la marcha. Le respondo: “Limpiando lo que tiran los vecinos: puchos, comida, toallitas íntimas, preservativos usados…”. El tipo, que está esperando el ascensor, luego de un silencio dice “todo bien”. Por suerte, el ascensor llega de inmediato (y veo bien probable que haya hablado porque vio que el ascensor estaba a punto de llegar), así me evito un enemigo, porque solo correspondía decirle: “¡Forro!, ¿a quién le hablás? ¡Nadie ni nada puede estar bien si hay que sacar del patio la menstruación de la vecina!”.
No sé a quién le hablan, pero a mí no. Bueno, a mí nadie me habla últimamente. (Y cuando yo tengo que hablar, también se me complica, y ni ahí estoy a salvo de repetir esa ceguera, cortesía de mi torpeza o de la mimetización que hay que ejercer para no parecer tan freak en el mundo real).

(Todo esto para no detenerme en preguntas cómo “¿a quién le hablan los que les hablan a los niños?”. Porque, ¿a quién le habla la vecina que le dice a su beba de un año “sos mañera, ¿eh?” o “no te hagás la loca conmigo”?, ¿a quién le hablan los que llaman a comer la papa o cantan lo que me cantaban a mí hace 3x años: “A guardar, a guardar, cada cosa en su lugar”? o ¿a quién le habla la otra vecina, que le dice “¡bravo!” a su hijo de dos años y al rato le grita sacada, hasta hacerlo llorar? Preguntas que derivarían en otra: ¿a quién le hablan cuando deciden tener un hijo?).

Pesadillas

Una de las muchas cosas de mis padres que repito, una de las pocas que repito pudiendo identificar la repetición, son unas pesadillas que tengo de vez en cuando, que terminan en gritos balbuceados en el mismo sueño, de los que tengo conciencia aun en el sueño y que son muy parecidos a cómo recuerdo los gritos de mi padre cuando gritaba en sus pesadillas.
La otra noche tuve una de esas pesadillas con gritos. No sé con qué estaba soñando, pero empecé a gritar, y, como de costumbre, una parte de mi cerebro se activó, de modo que registré los gritos y también su interpelación para que me despertara y se terminara esa situación horrible. Entonces, finalmente, me desperté.
O eso creí. Porque –supongo que– de inmediato reconocí la oscuridad y la opresión de los sueños, y recomenzaron los gritos, y esa parte de mi cabeza instándome a despertar, y ella misma u otra parte, anoticiándome de que seguía dormido. Entonces, finalmente, me desperté.
Mientras me reacomodaba a la realidad, y mi cuerpo dejaba atrás sus respuestas ante el peligro, o mientras trataba de volver a dormirme y matizaba la espera con las ideas recurrentes con las que la matizo y trato de hacerla breve, me acometió la intuición de una analogía. Yo pensé que me había despertado, pero no: sigo en el medio de la pesadilla, y balbuceando esos gritos que no me despiertan. Consciente de ellos, pero sin salir de la opresión y la oscuridad.

Podría

Por mail

Me dijiste “los viernes” y estos viernes se me complicó: uno creo que llovió, el que pasó estuve arruinado por no dormir bien, el que viene toca G gratis en (ciertolugar).

En persona

–¿Pudiste ir a ver a G?
–Sí.
–… ¿Y? ¿La pasaste bien?
–Sí, qué sé yo… Dentro de ciertos límites, sí. Podría haberla pasado mejor, pero… No dependía de él. Ja.
–No te entiendo…
–Y… Podría haber llegado más temprano, podría haber estado más adelante y así ver menos nucas y más G, podría haberme dado cuenta apenas llegué de que no se entraba por donde se entró la vez pasada, podría haber ido acompañado con una buena compañía, podría haber sido la mejor compañía para quien me acompañara, podría haber vuelto acompañado con una buena compañía, podría haberme sentido mejor (y no me sentí particularmente mal), podría no haber necesitado tomar un jugo Ades y comer unas pasas en el medio del show para mantener mi glucemia en condiciones, podría no haber hecho tanto calor ahí adentro, podría haber tenido cerca a alguien atractivo y no a esos dos barbudos besándose, podría haberme sentido mejor y sentarme adelante –en el piso, cerca de G– y no en la silla donde elegí quedarme –y que tuve la suerte de conseguir–, podría haber llevado el cosito para grabarlo, podrían haberlo subido entero a youtube –como la otra vez–, podría haber estado abierto el balcón –como la otra vez– para poder sentirme Perón por un momento –cosa que no pude hacer la otra vez–, podría haber llevado una cámara de fotos –que no tengo–, podría haber tocado un par de canciones que no tocó (croladelante, vamosdepaso), podría haber evitado el comentario que hizo sobre McRee y la basura –o decir algo de los billetes de Voodoo–, podría haberme sentido relajado, podría no haber tenido ni por un instante el recuerdo y/o la idea de un ataque de pánico, podría no haber sentido una vez más que estaba injertando algo a presión en la realidad y que un rato después, cuando terminara, todo iba a ser igual que antes, podría no haber sentido la desazón que tuve cuando salí y vi la hora (21:30), y pensé que, entre que llegaba a casa, me bañaba, comía, boludeaba un rato con la compu, se iba a hacer las doce y pico, y mañana no me iba a poder despertar antes de que se despertaran los niños exaltados de arriba.
–…
–Igual, fueron como veinte temas. Estuvo re bien…

Unos mails (entre tantos otros)

que cagada cuando uno quiere conectar con alguien y no hay nada del otro lado.
que cagada aun mayor cuando eso ya pasó, y se vienen todos los fantasmas del pasado en fila.
que cagada aun mayor cuando el cuerpo responde sólo a veces, limitándome tanto.
que cagada tremenda no saber reconocer hasta dónde da un silencio así en una relación, aun en una extraña, o deforme, o ya patológica, como esta, y cuando no da.
y que cagada no saber hasta dónde da seguir intentando comunicarse, o si irse a la mierda, ni qué hacer con la desolación y la violencia que generan tanto silencio.
----
qué tristeza que esto (108 vagos caracteres) sea lo único que te sale compartir conmigo en casi 50 días.
qué tristeza que me confines al silencio, como todo los que me conocen, como todos los que no conocen.
qué espantoso este encierro. no hay salida.
----
Te llamé hace un rato.
Mientras sonaba el tf me sentí muy ajeno, forzando para tratar de entrar a un lugar donde no soy bienvenido. (Donde, no me olvido, nunca fui explícitamente invitado).
Así que elijo mantenerme en el lugar donde sí lo fui, y por acá te digo, aunque no sé si lo leés, o cuando lo vas a leer, que entiendo que no aceptás mi invitación, aunque me gustaría equivocarme, y ver mañana un mail que dice que nos vemos en Primera Junta, donde termina el 152, nosedónde...
Pero si invitaste tres veces a alguien a un lugar y las tres te rechazó, medio improbable que acepte a la cuarta...
Como sea, creo que es de verdad revolucionario, transformador, ser partícipe concreto de la alegría de alguien, más aun si es alguien que conocés, a quien se supone que apreciás, que tiene muy pocas alegrías.
Me parece mucho más importante y más poderoso que tomar la causa de los niños pobres de Hiroshima, que ir al plenario del PTX o lo que sea.
Qué sé yo...
(...)
Anyway, si en tanto tiempo no tenés ganas de comunicarte conmigo, si en 50 días solo te salen dos brevísimos mails, onda que ahí pasa algo, que en vez de decir queseyó estaría bueno ver qué pasa con eso.
Si no, es aún más probable que todo se diluya, que cuando tengas ganas no haya más nada, o que ni siquiera vuelvas a tener ganas.
Me hubiera gustado decírtelo, decirlo, pronunciarlo. Escribirlo es más fácil, no tiene la textura ni el peso de lo dicho. Es un enter que se aprieta, y ya.
Pero (casi) siempre estoy afuera, en lo no dicho, en lo escrito que nadie responde.
Que estés bien.