jueves, 21 de marzo de 2019

El show del fiambre

Un claro en la penumbra quieta de la calle Valle me deja ver, de golpe, a una pareja abrazada. Son grandes, estarán cerca de los cincuenta. Ella agarra más fuerte, o pone más el cuerpo; él, que es más alto y está más erguido, tiene la mano sobre la espalda de ella y procura transmitir contención. Leo de toque su lenguaje corporal y en menos de un instante pienso "se murió alguien".
Varios metros más allá, cerca de la esquina, compruebo la precisión de mi intuición cuando veo asomar la marquesina redonda y sombría con un pajarito que no es el de Twitter, sino el de Jardín de Paz. Un pequeño grupo, una media docena, ya está reunido y aguarda, mientras en el pequeño escritorio de la cochería un gordo de remera desaliñada atiende a los deudos encargados de los trámites. Sentado sobre el guardabarros de un auto estacionado resalta un chabón de barba colorada y hipster llorando.
Un rato más tarde paso de vuelta. Hay más gente, el de barba ya no llora, y el gordo, parecido al vendedor de historietas de Springfield, pero morocho, sigue sentado, papeles en mano, con los familiares. Paso lento, tratando de captar alguna frase memorable del grupo o de alguna pareja más alejada, pero no lo logro. Lo más memorable es la nena que me sonríe en la puerta del chino que está a mitad de cuadra.
Y el gordo. Porque la otra tarde pasé de nuevo por ahí y me acordé de él, y giré la cabeza para ver cómo estaba vestido. Pero no estaba. En cambio, cuatro mujeres (una más bien joven, con pinta de chonga estereotípica) jugaban a las cartas en la mesa del muy pequeño salón de la cochería.
Otro día, un par de años después, un coche mortuorio ocupa parte de la bicisenda de Quilmes, frente a un pequeño grupo que habla en la vereda dividido en dos o tres subgrupos. La primera impresión es la de que ya terminó el show del fiambre, aunque puede estar equivocada. Cruzo la calle para pasar cerca de ellos, para, otra vez, tratar de escuchar algo, pero es inútil. Ni en el silencio veraniego de esa calle lateral de Pompeya se distingue una palabra.
Lo más memorable pasa a ser esa regularidad, la búsqueda de algo que me dé una pista de cómo funciona: quién les avisó, para qué fueron, qué relación tienen, cómo sigue todo, cuál es el sentido del espectáculo póstumo, cómo les duele, cómo duelan. Una pista de lo que no conozco porque, cuando me tocó, decidí no participar.

Marcha

–No queremos varones en la marcha.
–No queremos trans en la marcha.
–No queremos terfs en la marcha.
–No queremos a la yuta en la marcha.
–No queremos a las putas en la marcha.
–No queremos abolicionistas en la marcha.
–No queremos pañuelos celestes en la marcha.
–No queremos glitter en la marcha.

Ten years after

Desde comienzos de este siglo, cada vez que tengo una infección en las vías respiratorias (y eso, desde que tengo memoria, ocurre al menos una vez por año), cuando la nariz deja de chorrear, la garganta deja de doler y la temperatura retorna a valores normales, el paso siguiente, la expectoración, se torna un escollo muy arduo. Sobre todo cuando me duermo, porque suelo despertarme en medio de la noche (o de la mañana o de la tarde: cuando pueda dormir) con un ahogo cerrado.
Es una sensación muy desagradable, y se torna desesperante si la respiración no se normaliza en el primero o en el segundo segundo posterior al retorno de la conciencia; si por varios segundos uno se revuelve buscando que un poco de aire pase por la garganta mientras un ruido sibilante y ominoso se deja oír en cada intento.
La primera vez que sucedió, tenía prepago, y le dimos el correcto uso, yendo a la guardia. Hablo en plural porque me acompañó mi madre. Esa vez sí era de noche, o de madrugada, aunque no fue gran problema porque quedaba cerca, tanto que fuimos caminando. Conté lo que me había pasado, me revisaron, el/la profesional dijo que tenía las vías aéreas conservadas e indicó unas nebulizaciones. Repetí esa expresión, "vías aéreas conservadas", cuando la enfermera que trajo el nebulizador me preguntó qué tenía, y la mina deslizó una sonrisa incrédula.
La verdad es que ya no sé si dijo "vías aéreas" o "vías superiores". Pero el primer adjetivo es el que se fijó en la memoria.
Fue en la época en que a mi padre se le disparó el problema cardíaco que lo tuvo anticoagulado hasta el día de su muerte (más de diez años después), y seguro que mi madre relacionó lo mío con eso. Como relaciona mis desniveles de presión o azúcar con su viaje a Europa acompañándolo, como relaciona cualquier cosa para explicar pelotuda y despectivamente lo que digo, lo que hago, lo que ve de mí.
El problema desapareció durante algunos años, pero volvió un otoño estrenado sólo por el calendario en que los ahogos se repitieron con una frecuencia incapacitante cada vez que me dormía. Finalmente, mi madre sugirió que visitara al neumonólogo que había atendido a mi abuela extuberculosa hasta su muerte, y, de nuevo, me acompañó, porque el viaje a Banfield ida y vuelta era demasiado para alguien que venía con el sueño casi anulado por los ahogos y por el miedo a los ahogos. El médico indicó un Celestone o similar.
Se hizo de noche durante el viaje de vuelta. Al bajar del puente, por única vez en mi vida adulta dormité en el transporte público: se me cerraron los ojos y se me apagó la cabeza un instante en el 165. Pero no daba entregarme al sueño porque no quería ahogarme, y menos en el bondi. Hicimos un paso por casa en el cual consiguió quién aplicara la inyección y caminamos hasta la farmacia. En la puerta nos encontramos con el vecino Juancito Sorete, y pienso en todos los años que llevo soportando su presencia de mierda sobre mi cabeza –la suya y la de su creciente familia–, y todavía no me puedo librar de ellos.
Luego continuamos, avenida abajo, hasta el departamento del enfermero. El señor este, un hombre relativamente grande, que a partir de su experiencia laboral había decidido estudiar medicina, fue tan amable que quise hacer un post sobre él, pero no me salió. Tras el pinchazo, y en la inevitable charla acerca de qué me pasaba, habló de lo que estaba estudiando y abundó en consideraciones que me hicieron pensar que aprovechaba la situación para repasar para un parcial.
A instancias de no sé quién, dormí en el sillón del living esa noche. Con la espalda deslizándose desde un ángulo no muy recto –pese a que lo intentaba– hacia otro más obtuso, que doblaba su semirrecta en alguna vértebra alta, dormí sin problemas. En la siesta volví a ahogarme, y comprendí que aquella mejoría no había sido por la posición, sino por el Celestone. Le propuse a mi madre que se quedara cerca y atenta a un posible ahogo para despertarme antes de que pasara a mayores, pero ni lo consideró.
Oí desde la cama que llamó a su amiga dentista, y ella le recomendó un lugar especializado en otorrinolaringología. Fuimos un rato después. Fuimos en taxi, aunque no era tan lejos. Nos cobraron cien mangos la consulta, y pasamos a la sala de espera, donde el televisor mostraba el partido de la selección contra Venezuela por las eliminatorias. Creo que había dos médicos atendiendo. Pasado un tiempo razonable, me llamó una doctora joven que me saludó dándome la mano, no sé si para marcar una distancia o para evitar un contacto más cercano con los microbios que me acompañaban. Me tomó los datos –o los confirmó, o completó en la computadora lo que le habían pasado desde la recepción–, y le conté la situación, que seguía sumando capítulos.
En algún momento apareció un colega, cambiaron unas palabras con esa confianza de los compañeros de trabajo, que en los profesionales de la salud es distinta, y la foto mental cuelga en el atado de cigarrillos que había en el cajón. De nuevo a solas, me dijo que me habían dado todo lo que suele darse en estos casos. El asunto se presentaba cuesta arriba: para ella, que tenía que lidiar con algo fuera del estándar, y para mí, que veía cada vez más lejos una solución.
Me pidió que la esperara y salió del consultorio. Al rato volvió con un aparato en la mano para metérmelo por uno de los agujeros de la nariz. Me anticipó "yo sé que es horrible", hubo un par de risas, yo hice ese chiste tonto que no volvería a hacer sobre cosas en la nariz. En un momento dijo algo –creo que no llegó a ser una frase completa– que cambió el clima y me di cuenta al toque de que mis palabras estaban alargando demasiado la situación. Es que cuando me ganan los nervios, me pongo a hablar… Le hice un gesto con la mano, que no sé si vio, pero que recuerdo plenamente, con el que quise decirle "ya entendí, ya me rescato".
Esa noche no me había puesto los lentes de contacto para salir a la calle porque paja y porque mi madre también podía fungir de lazarillo. Tenía los anteojos viejos, que sólo uso en casa y que no me dejan ver bien de lejos, aunque dan más precisión a, digamos, un metro o menos. Así de cerca la tenía para verla nítida recortada sobre el fondo borroso, para distinguir, por ejemplo, vestigios de vello en la falange intermedia de algún dedo de su mano. No sé si fue esa nitidez, y la cercanía que implica, o si fue su concentración –y la mía propia para no moverme y no entorpecer su tarea–, pero hubo una sensación distinta allí, algo físico. O químico.
Más allá de todo lo que hizo, y de su enumeración y el ejercicio de memoria que implica, o de lo que recetó, prevalece esa sensación, la de alguien que por unos instantes estuvo con vos, con uno, conmigo. Y no a un nivel cualunque: a nivel energía. Igual, andá a comprobarlo a la fábrica de detectores de energía… (?)
De nuevo en el escritorio, cuestionó lo que dije cuando repetí algunas palabras del neumonólogo: "Hay que hacer una espirometría para decir eso", afirmó. Le expliqué que el tipo era especialista en el Muñiz y traté, una vez más, de acotar algo ingenioso, que ya no logro reconstruir en la memoria.
Me recetó tres cosas, una de ellas para el reflujo gástrico que me dijo que había visto. Sugirió levantar las patas de la cama, por ejemplo con las guías de teléfono (esto sucedió hace tanto que Argentina goleaba a Venezuela, que todavía existían las guías telefónicas en papel), y no consumir una serie de alimentos y bebidas, los cuales, salvo uno o dos, no consumía –ni consumo–. Y seguramente también habrá recomendado que tomara agua, eso que recomiendan todos y cuya utilidad concreta nunca percibo.
Hubo un par de risas más. Después de escrito este borrador releo el post viejo y ahí veo cuándo y por qué hubo risas. Los motivos se van perdiendo en la memoria, los hechos no: se guardan con la forma de la impresión, o con la fórmula de la neuroquímica que propiciaron.
Para comenzar a dar por terminada la consulta, miró la pantalla de la computadora, donde estaban mis datos. Tardó un instante en encontrar mi nombre, o en decodificarlo, y marcó el inicio de la despedida pronunciándolo como vocativo. Vi la secuencia con la plenitud de lo que entra no sólo a través de los ojos, sino en la comprensión cabal de lo que sucede, como si viera la sinapsis que la guiaba. Entonces, para tomar mi turno en ese ejercicio de la función fática del lenguaje, miré la receta de modo que fuese notorio, estirando unos instantes el silencio y el contacto visual con el papel, y dije su nombre. Y ella se rio con la más inolvidable de sus risas de esa noche.
Otro apretón de manos selló la despedida. Desde el quicio de la puerta le pregunté cómo se llamaba el aparato, desde su silla me respondió que era un fibroscopio: le dije que iba a escribir algo al respecto en mi blog. Se rio una vez más y me fui.
Habré hablado algo con mi madre en la sala de espera, quizá me haya sentado unos instantes para contarle cómo me había ido, seguro que no miré la tele para ver por cuánto ganaba la selección porque yo quería que perdiera, y encaramos el pasillo del caserón rumbo a la salida. Ahí la vi por última vez, caminando delante nuestro, haciéndole fiestas a un niño pequeño al que se dirigía como si lo conociera, como si fuera, por ejemplo, el hijo de alguien que laburaba ahí.
Tuve la ilusión de que me saludara una vez más. Al menos, la atención para devolver el saludo si sucedía. Pero nunca entré en su campo visual desde que ella ingresó en el mío. Además, ya habíamos agotado esa instancia, y yo seguramente formaba parte de un pasado olvidado por cotidiano o por demasiado cercano.
Demoré un par de semanas en escribir algo en el blog y siempre me quedó la d(e)uda de que podía haber escrito algo que me gustara más. El título fue "fibroscopio+blog" por si se acordaba y en un momento de aburrimiento de alguna guardia googleaba esas palabras. Ese nivel de fantasía puedo manejar… Con los días googleé yo. Encontré su Face, donde resaltaba una foto de ella con un chabón, seguramente su novio, mostrando felices sus entradas para ver a Manu Chao, y pensé en mandarle un mensaje con el link, aunque rápidamente me rescaté de semejante descuelgue. Más descolgado aún me parece hacerlo diez años después, pero yo qué sé. Quien haya leído hasta acá puede dejar un comentario opinando sobre si le escribo o no (?).
Seguro que ya me sentía mejor, porque fuimos caminando hasta Rivadavia para tomar el bondi que nos devolvería a casa y que, de paso, nos dejaba a media cuadra de la farmacia. Allí, el dependiente sugirió otros medicamentos, y terminamos haciéndole más caso a él que a la doctora. Aun así, habiendo comprado uno de los tres remedios prescriptos, reemplazado el otro y descartado el del reflujo, esa misma noche ya dormí normalmente.
Los cien pesos valían por una segunda consulta, una especie de control luego de la demanda espontánea. Cuando fui de nuevo, unos días más tarde, ya era una persona normal, sin vestigios de la infección ni de su consecuencia. Tenía alguna esperanza de que me atendiera ella, pero no fue así. Mientras le contaba todo el recorrido al distante profesional que estaba de guardia esa noche, aproveché la parte de la historia que la tenía como protagonista para señalar lo amable y dedicada que había sido, para que eso saliera de mí y, sobre todo, para que alguien que la conociera se enterara, aunque sólo fuera el aire del lugar vibrando desde mis cuerdas vocales, porque el tipo no acusó recibo, porque dificulto mucho que le haya comentado: "Che, Tatiana, el otro día vino un paciente y dijo que lo habías atendido bien"…
Aquella noche con la doctora D. todo sucedió como si no pudiese haber sido de otra forma, tanto que tardé unos días en darme cuenta de que no siempre es así, de que son pocas las veces en que es así, especialmente en una guardia. Y el buen recuerdo tomó otra dimensión.
Todo esto viene a cuento porque este mes harán diez años del suceso, porque hace mucho que quería escribirlo de otra manera y por una conversación que no tuve y no sé si tendré con otra profesional de la salud cuyo trato también salió del estándar, con la diferencia de que no nos vimos una sola vez, sino más de cuarenta. Si yo me acuerdo de alguien que me trató bien una vez, hace casi diez años (y me acuerdo con tantos detalles, esos que a vos te llaman la atención), cómo no voy a subir grados de intensidad cuando me acuerdo –y hablo– de vos.

Quiero escribir algo

Que hable de lo abrumador que es no poder confiar –no haber podido confiar nunca– en tu familia ni en tu cuerpo.
Ni en mi familia ni en mi cuerpo.
Y también sobre lo improbable que es encontrar palabras y tenerlas en forma cuando no hablás con nadie, cuando hablaste con dos personas en una semana.
Cuando hablé con dos personas en toda esta semana que pasó. (Pasó un día más, otro día más perdido por el mal descanso, y ahora la cuenta dice que hablé con una persona en los últimos siete días: con mi madre).
Pero las neuronas no se alinean en ese sentido, y, además, llevo más de diez días seguidos sin descansar. En realidad, lo que quiero es poder llevar un registro más o menos detallado de los días perdidos y sus porqués. La vecina de arriba que se levanta 5:40 a. m., el vecino que arrastra el ténder en el balcón a las 6:30, los nenes que corren como locos a las 7:10; los repetidos golpes con las ventanas, para abrir y para cerrar, a esas mismas horas; los pasos retumbantes desde esa hora, el grito sacado a su cuarto hijo porque llora a las 7:20, el nene llorando y tosiendo toda la madrugada del domingo, los pasos incesantes, el timbre, la voz de la médica diciendo "paracetamol"; la vocecita siniestra del nene jugando durante horas a la play por wifi, el pelotudo mental que repetidamente corre o salta entre la dos y las tres de la mañana –seguramente el mamerto exvirgo pero siempre pelotudo del segundo–, el aire acondicionado que gotea aunque haga veintidós grados, estos tres meses perdidos, los gritos chillones de la mina cuando llega con los pibes a las ominosas cinco de la tarde. And so on and so on…
Aquello lo voy a poder decir, más o menos tarde o temprano. Esto se acumula sin poder ser alcanzado por las palabras, sin que pueda llevar la cuenta de lo que ocurrió para tenerlo presente cuando me pase una factura mucho más grande en el cuerpo.

miércoles, 6 de febrero de 2019

Bicicleta

Llevó la conversación hacia su amiga, que se fue de viaje a Chile y le dejó su bici plegable, y contó que la tiene en el balcón, sin darle mucha bola, aunque a veces fantasea con ir a su trabajo, unas 25 cuadras, en bicicleta, pero que le da fiaca, esa palabra que exhumaron los milenials para usar cuando les da vergüenza decir "paja". De inmediato, mencionó a su novio, que le pregunta para qué la tiene ahí, al pedo, y esa referencia alejó la posibilidad de que mi respuesta incluyera una semibroma: "¿Me la prestás para dar un vuelta a la manzana?".
No tanto por la categoría "novio" (aunque también), sino porque ya bastante cosa es admitir la freakez frente a una persona como para admitirla ante dos, una de las cuales es un completo desconocido. Aun así, le dije que hace mucho que no me subo a una bici, desde que era chic@, y me extendí por el pasado cuando acoté que nunca tuve una, salvo la de rueditas, y que solo andaba en bicicleta durante las vacaciones, en Necochea. La alquilábamos en el local que estaba casi pegado al hotel, frente al parque, y por una hora andábamos (el plural incluye a mi madre) por ahí. O, si iba con mi abuela, andaba en singular, sin alejarme demasiado de su mirada.
Ella, al menos, alguna de mis freakeces conoce, y tiene la habilidad o la perspicacia para no hacerme sentir tan freak como otros; por ejemplo, el abogado. Ella puede decirme en la puerta del departamento que es consultorio, justo cuando estoy por irme, que como no tengo celular nos mantenemos en contacto por la web, y repetir esa palabra una o dos veces, mirándome con una mirada en la que no hay burla, sino broma. El letrado, en cambio, pregunta por qué no tengo teléfono con un tono que de tan inquisidor pasa a despectivo y se hace acreedor a una respuesta con la cruda verdad: porque no tengo con quién hablar.
Cualquiera que no me conociera, y una vez superada la sorpresa por mi relación con la telefonía móvil, podría encontrar en eso un argumento para convencerme de tener teléfono y así poder acceder a las bicis que te presta sin cargo, únicamente a cambio de tus datos y tu ubicación, el gobierno de la ciudad. Y yo tendría que mencionar que cuando el teléfono no era obligatorio para acceder al servicio tampoco hice el trámite, quizá porque no tengo ganas de andar frecuentemente en bicicleta, sino, apenas, de dar una vuelta compartiendo ese momento con alguien, tal vez contándole esta historia, tal vez diciéndole que llevo el mismo tiempo sin ver el mar.
Así que voy a relatar lo que no sucederá: que le hice esa semibroma y ella se rio y me dijo que sí. ¿Ves qué fácil es todo? (?). Vamos a quedar para un domingo a la tardecita, cuando debo abandonar mi casa porque viene la murga siniestra a la plaza de enfrente para golpear el aire y, a través de él, a mí con ese odio de clase que cargan. Va a ser domingo y voy a haber descansado bien.
Voy a ir caminando hasta su casa por un camino que ahora no solo incluye el recuerdo de mi cursada en Puan, sino el de la escort tan amable con la que recorrimos esas calles buscando un lugar abierto aquella madrugada del verano pasado.
(Si decido sobornarla o agradecerle con un cuarto de helado de la heladería de acá cerca, que me gusta tanto, iré en colectivo, pero eso lo tenemos que hablar porque no estoy a favor de regalar comida sin saber si a la otra persona le gusta o si, aunque le guste, prefiere evitarla porque quiere cuidarse).
Bajará cargando la bici cuando le toque el timbre, le contaré el recorrido que voy a hacer y agregaré: "Si no volví en cinco minutos, salí a buscarme porque quiere decir que me pegué el palo". Voy a buscar en la memoria el movimiento que me permita subirme, seguramente en la misma vereda porque es muy probable que cerca haya una entrada de garaje que facilite el descenso a la calzada. Acomodaré el cuerpo, tanteando la postura que obligue la posición del sillín, y de un modo olvidado y tambaleante venceré la inercia y como el dicho dice que de andar en bicicleta uno nunca se olvida me lanzaré a navegar entre las fuerzas de la gravedad.
Habrá que tomar Malvinas, mirando que no venga ningún 44. Si viene, lo dejaré pasar para doblar a la derecha en Goyena con comodidad y sin –tanto– peligro. Si me agarra el semáforo en rojo, seguramente cruzaré igual: a esa altura hay poco tránsito porque recién comienza la doble mano y porque en ese sentido no pasan colectivos. Voy a ir del lado derecho, junto a los autos estacionados. Al llegar a la esquina siguiente deberé decidir si doblo o si continúo una cuadra más. En un caso o en otro, doblaré de nuevo a la derecha, seguramente con la tensión en el cuerpo y el reencuentro de viejas sensaciones, hasta Bonifacio. Allí, la última curva, para ingresar al rettilineo conclusivo. Tal vez entonces, con más confianza, pegue un acelerón, con la sonrisa en el cuerpo y con ella en los ojos, indicando el fin de la aventura. O tal vez, con esa misma confianza, vaya despacio para estirar cinco segundos más el paseo.
Esas sensaciones no puedo describirlas demasiado porque pasó tanto el tiempo que se limitan al sonido de frenar sobre la gravilla de los senderos del parque, porque no habrá un marco subyacente de viento marino ni perfume de pinos y eucaliptos. Solo puedo imaginar el trayecto porque esas calles las conozco, levemente, de salir algunas mañanas a respirar un aire menos viciado que el de las aulas o de pasar varias veces por la otra esquina hace unos meses, yendo a –o viniendo de– Flores, cuando buscaba las zapatillas que finalmente encontré en el Solo Deportes de Rivadavia.
Freno, me bajo, le digo "uh, qué bueno, cuántos recuerdos" y le devuelvo la bici ilesa. Tal vez un high five, tal vez dos, si está el novio; un par de risas, un beso, que, con novio o sin él, no será contra un hueso de su cabeza, un gracias, y chau. De vuelta a patas hasta mi casa, entrando (en) la noche antes de llegar. No tengo mucha más imaginación.

Resumiendo: aún no llegué a la adultez

El hombre nace ya inserto en su cotidianidad. La maduración del hombre significa en toda sociedad que el individuo se hace con todas las habilidades imprescindibles para la vida cotidiana de la sociedad (capa social) dada. Es adulto quien es capaz de vivir por sí mismo su cotidianidad.
El adulto ha de dominar ante todo la manipulación de las cosas (de las cosas, naturalmente, que son imprescindibles para la vida de la cotidianidad de que se trate). Ha de aprender a sostener el vaso y a beber de él, a utilizar el cuchillo y el tenedor, por no citar sino ejemplos de los más sencillos. Pero ya ellos ponen en claro que la asimilación de la manipulación de las cosas es lo mismo que la asimilación de las relaciones sociales. (Pues no es adulto el que aprende a comer sólo con la mano, pese a que también de ese modo puede satisfacer sus necesidades vitales).
(…)
Si ya la asimilación de la manipulación de las cosas (y, eo ipso, la asimilación del dominio de la naturaleza y de las mediaciones sociales) es condición de la “maduración” del hombre hasta ser adulto en la cotidianidad, lo mismo se podrá decir, y al menos en la misma medida, por lo que hace a la asimilación inmediata de las formas del tráfico o comunicación social. Esta asimilación, esta “maduración” hasta la cotidianidad, empieza siempre “por grupos” (hoy, generalmente, en la familia, en la escuela, en comunidades menores). Y estos grupos face-to-face o copresenciales median y transmiten al individuo las costumbres, las normas, la ética de otras integraciones mayores.
El hombre aprende en el grupo los elementos de la cotidianidad (por ejemplo, que se tiene que levantar y actuar por su cuenta; o el modo de saludar, o cómo comportarse en determinadas situaciones sociales, etc.); pero no ingresa en las filas de los adultos, ni las normas asimiladas cobran “valor”, sino cuando estas comunican realmente al individuo los valores de las integraciones mayores, cuando el individuo –saliendo del grupo (por ejemplo, de la familia)– es capaz de sostenerse autónomamente en el mundo de las integraciones mayores, de orientarse en situaciones que ya no tienen la dimensión del grupo humano, de moverse en el medio de la sociedad en general y, además, de mover por su parte ese medio mismo.

(Historia y vida cotidiana * Agnes Heller)

Lo sabés

No, no lo sé. No sé si está bueno, si hay algunos buenos pero otros maso, ni cuáles. No sé si con algunos se puede formar algo más o menos coherente u homogéneo, como se supone es menester. No sé, tampoco, si es menester, o si la coherencia y unidad están dadas, finalmente, porque esas cosas me pasaron a mí y porque yo las escribí y en algún lugar –más allá de mí– se nota. No sé si soy muy freak, o definitivamente Asperger. No sé cómo romper esta perversa dinámica familiar que lleva años, donde todos se cagan en mí, desde el más allá o el más acá. No sé si me despierto con una mano dormida porque me está dando un ACV o porque duermo en posiciones tan inverosímiles que me aprieto un nervio o me corto la circulación. No sé si me va a bajar la presión de golpe, no sé si me va a alcanzar la comida que llevo por si pasa eso, no sé hasta dónde está todo bien y desde dónde empiezo a ser molesto, no sé si con un poco más de normalidad del afuera podría ser más "normal" yo, no sé si mi cuerpo va a volver a responder como el de una persona normal, no sé si se me jodió un implante, no sé si las cosas o si tal vez las palabras. Y menos adentro.
Perdón, me fui de tema. Volviendo… No sé si son "interesantes", como para el Señor de las Elles; si son nada, como para la FSOC' girl que llora crisis mientras sube fotos de sus vacaciones en Río de Janeiro o en Tailandia, si son algo que merece el desprecio que me prodigó la peronista pelotuda esa que borró mi comentario en su blog o la mala educación del criador que no contestó mi mail y que puso privado su blog, donde estaba su dirección de correo (me reiría mucho si lo hizo por mí).
O si hay un par buenos, pero no tener celular ni Facebook con nombre real (sino con el del proyecto lingüístico que encaré hace unos años) genera "inseguridad" incluso para una clínica virtual, como sucedió con la señora que, después de un intercambio de mensajes tan moroso, histérico y finalmente vano como el chat con una gorda de Contactos Sex (me contaron), me hizo acordar a aquella gente que cruzó de vereda para evitarme a la salida de un recital de Dancing. No sé si es inevitable mostrar lo que no quiero mostrar, no sé si hay que curtir la honestidad brutal y terminar hablando de un posible TGD (cuya mención, encima, no mueve el amperímetro).
Tampoco sé si es inevitable pasar por los castings que se fijan en los cromosomas, en la edad, en el color del pañuelo, en el apellido, en el nombre que usás o la cantidad de amigos que tenés en un Face que no usás porque… ¿quién me agregaría? (y ¿para qué querría que me agregaran?), en la recomendación o no de alguien, en todo lo que no puedo responder. Y todo eso antes de pasar por el casting de las palabras que pudiste juntar para mostrar.
Realmente, no sé si es como vos decís, y, al fin y al cabo, lo que decís no es otra cosa que una mirada más. Pero la tuya es la mejor respuesta de las que pedí, la más dedicada en su momento, y de todos esos vos sos la que más me gusta cómo escribe.
Así que decímelo de nuevo, por favor… jajaja. (Te prometo que no se lo cuento a nadie si no querés). Mientras no pase nada extra que lo confirme, me drogaré releyendo eso. Igual, sin apuro: supongo que después del último fiasco la parte de la cabeza que maneja este asunto se me va a desconectar por un buen rato.

viernes, 14 de diciembre de 2018

MP3 (II)

Salida de otro tiempo, una vidriera del Deep Constitución exhibe tres MP3. Tienen en rojo, negro y verde claro y brillante, como el que me regalaste esa tarde que tenías la gorrita de Black&Decker y un chupón de tu marido en la triple frontera del cuello, la nuca y la espalda.
Desde que se rompió, hace mucho, más o menos cuando empezamos a no vernos, lo conservo en un cajón con la ilusión de que se puedan recuperar las canciones que le cargaste para mí.
Ese mediodía en la calle Pavón pensé en comprármelo, pero no va a venir con la placita de atrás de la estación, con la nena gorda de lunar cuadrado que jugaba cerca, con el desastrado que te pidió fuego llamándote “amigo”, con esa tarde tórrida que terminó en diluvio ni con tu boca debajo de tus gafas diciéndome “feliz cumpleaños”.
Ni con la consecuencia del drag and drop, que no eran las canciones de Leonard Cohen, Gabo y los demás, sino el cariño concentrado en ese movimiento del mouse: devolverle la música al que no tenía compactera sana ni acceso a Youtube.

¿Cómo se porta?

La pregunta más habitual que escucho dirigida a un niño es “¿te portás bien?”. A veces es una pregunta elíptica, en tercera persona, dirigida a un adulto, pero cuyo destinatario interpelado es el niño: “¿Se porta bien?”.
No importa, parece no importar, si es feliz, si se relaciona con las personas de modo sano y fluido, qué le pasa, cuáles son sus deseos, sus alegrías, sus miedos, sus potencialidades más concretas, si su entorno lo estimula favorablemente…
Lo que prevalece es la disciplina. Más en esta época del año, cuando arrecia esa obsesión avivada por la posibilidad de chantajear a los chicos con el asunto de los regalos.

El primer mandamiento de mi religión siempre dijo NO PROCREARÁS.
Y el tiempo lo convirtió en irremediable.

Cumpleaños

Planificando respuestas plausibles para una conversación hipotética, porque ni en pedo admitiría con esa interlocutora que nunca hago nada para mis cumpleaños, mucho menos explicándole las razones (básicamente, que no hay nadie, y, luego, que a nadie le parece significativo, que cuando sucedió fue al pedo, que es más importante compartir en Facebook una noticia sobre las luchas populares que escribirme), se me ocurre decir que viste cómo es cumplir en estas fechas. Vos cumplís en octubre, tu cumple cae en martes, y te reunís con tus amigas el viernes o el sábado. O con tu familia un día y tus amigas el otro. O con tu novio. (No, a él no lo voy a mencionar). Yo quiero hacer eso y ya es 24. O 25. O 31. O justo tienen una de esas típicas reuniones para despedir el año.
Entonces –mentiré–, si alguien se acuerda y llama y tiene tiempo y ganas de verme, nos vemos. Si no, no. Mejor, desviar la charla hacia el tema regalos, porque eso también tiene sus contras, pero suenan más divertidas: salvo mi familia más directa, nunca recibí doble regalo, por cumpleaños y por nochebuena. En uno solo se condensaba toda la munificencia.
Podría agregar un par de anécdotas sobre mis cumpleaños. (Y omitir que pronto empecé a detestar ir a los cumpleaños de mis compañeritos de colegio, al punto que me transformé en the freak que no iba a los cumpleaños, y ya en cuarto grado ni se gastaban en invitarme. Suerte que no hay testimonio del momento en que madre e hijo decidían las invitaciones y decían "no, a fulano no, si nunca va", aunque alguna vez oí a alguno decir que mis padres no me dejaban ir… y NO. Era yo quien no quería ir a esos lugares donde era imposible encajar. Si me resultaba imposible hacerlo en un lugar estructurado, como el colegio, imaginate fuera de él… En especial, si los recuerdos que perviven son los de algún llanto porque no quería que mi madre se fuera, el de mi inhabilidad e incluso mi desconocimiento a la hora de jugar, o lo absurdo de esa vez que, buscando la calle Elía, donde vivía el cumpleañero, terminamos en Valentín Alsina cuando era en Parque Patricios).
La del mago vestido de payaso que hizo el truco de la guillotina en una zanahoria y, cuando iba a repetirlo en la mano de su asistente, yo me fui del patio corriendo y llorando. O la de Vera, el fantasma de amante de mi padre, y cómo agitaron su nombre mi madre y su madre para que yo hiciera un cumpleaños cuando ya no quería más de eso, porque "si no, tu padre va a ir a verse con Vera". Con todo, no recuerdo la presencia de mi padre esa tarde en mi cumpleaños.
O una que aparece como consecuencia de la activación neuronal, la del revólver de cebita que me regaló el hijo de un amigo de mi padre, que en aquel tiempo tendría veintipico. Al segundo tiro, ya estaba yo otra vez llorando, refugiado en la habitación de mis padres. Porque parece que desde mi temprana niñez –desde esa vez o desde cuando me llevaron al autódromo en el 122 a ver la Fórmula 1 y no soporté el bramar de los motores Cosworth– siempre tuve la tolerancia al ruido de un autista.
¡Me olvidaba!, aunque lo conté acá, del cumpleaños en que me regalaron una armónica y al ratito mi madre o mi padre, no sé quién, mandaron un comando, una amiga de ella, para que me sacara la armónica y la escondieran por años fuera de mi alcance.
Es sorprendente: siempre tuve esos recuerdos, pero nunca los había puesto juntos, nunca me di cuenta de (saco cuentas: el de 10 seguro que no festejé, ese de Vera fue el de 9 o el de 11) que tengo una memoria, aunque sea vaga y sostenida por diapositivas, de siete u ocho cumpleaños, y en cuatro de ellos pasaron cosas que fueron una cagada.
La hipotética conversación, si se da –y para darse debe suceder en el día exacto–, tal vez permita darle uso a esta frase prefabricada: "¿Te puedo pedir algo? ¿Me decís 'feliz cumpleaños'?". O tal vez no. Si me acuerdo de algún llamado que ¡hace veinte años! recibió el casete del contestador, si me acuerdo de que se reveló puro bullshit extemporáneo, seguramente no.
(Estábamos en al auto de A., acá en la esquina, porque no vinimos a casa ni fuimos a tomar nada. Me trajeron, seguro que no casualmente, del acto de fin de curso del colegio y nos quedamos charlando en el 147 un rato con ella y con S., ya que, para variar, mi escasa sociabilidad iba contracorriente: hablaba con las docentes y no con los compañeros. Y como tres veces en el devenir de la charla pasé el aviso de que "mañana cumplo años". La gorda obvio que no llamó. La otra, tan hábil para detectar vulnerabilidades, sí. Dejó ese mensaje cuya vida útil estiré escuchándolo tantas veces y hasta rescatándolo gracias al doble casetera, pero que no era más que un acto social, o un paso en su plan, y pronto se convirtió en un amargo recordatorio de la imposibilidad de cruzar las distancias con gestos como ese).
Quizá me quede con alguna cosa espontánea que suceda en esa hipotética charla, aun sin mencionar la fecha. (Seguramente será lo mejor no mencionarla, hacer como siempre y no darles entidad a esas construcciones sociales ni usarlas para salir de la dinámica habitual, de lejana y limitada cercanía, y tratar de acceder a un lugar imposible, porque lo único posible a través de ellas es una comunicación que tiene la misma consistencia y fecha de vencimiento de los brotes de soja). O quizá me quede sin nada. Como si no existiera. Como suele suceder. No es tan grave, supongo.