La ilusión de siempre, de otro lugar y otro tiempo
No la despiertes
Un mail viejo, unos hechos siempre vigentes
Parece que resulta
Mano en el pecho
No todos los abusos son iguales, parece
Cualquier excusa era buena
Tienen miedo, pobrecitos
Palestina libre (alguna vez)
Escalera
Bajo consumo
Ya ni esto tengo
miércoles, 15 de agosto de 2012
miércoles, 8 de agosto de 2012
Sin palabras (sin aire)
Yo detesto el ruido, pero eso no quiere decir que añore un silencio total, porque el sonido es aire que vibra, y cierta carencia de sonido (la ausencia de ciertas frecuencias, supongo) me desasosiega mucho. Y porque la carencia absoluta de movimiento del aire es la muerte.
Hay un silencio aplastante a veces. Un silencio aplastante y un aturdimiento igual. Cuando estás sentado en el borde de la cama, vistiéndote –poniéndote las zapatillas– después de un mal garche. Cuando colgás un teléfono que nadie atiende, que quizá hayan decidido no atender después de mirar la pantalla y ver quién llama. No hay lugar para las palabras ahí, porque ¿qué vas a decir?, ¿que (te) van a decir?, si no te dejan decir ni te quieren decir.
En esa turbación apabullante siempre quiero no derrapar, irme en silencio, casi querría evaporarme, y evitar siempre transformarme en un ser molesto (en el ser molesto en que me transformaron más de una vez, por ejemplo la conchuda que me decía “llamame, que si estoy te atiendo” y era mentira, pero yo no lo sabía, y entonces llamaba, mucho, hasta ser molesto. Ocasión en la que di el pie para que me señalaran como un ser molesto).
Ni molesto ni (más) patético.
Ahora tampoco hay palabras. No da la escapatoria acá, ni en Taringa, ni en Twitter, ni en blogs K, ni hablando solo, para engañar al silencio o para tener palabras e ideas aceitadas, ni hablando con un profesional de la salud –si tenés la suerte de que te atiendan–.
Solo silencio. Esa forma de la nada.
Silencio en la derrota. Derrota en silencio.
Y un cuerpo que no me acompaña.
Hay un silencio aplastante a veces. Un silencio aplastante y un aturdimiento igual. Cuando estás sentado en el borde de la cama, vistiéndote –poniéndote las zapatillas– después de un mal garche. Cuando colgás un teléfono que nadie atiende, que quizá hayan decidido no atender después de mirar la pantalla y ver quién llama. No hay lugar para las palabras ahí, porque ¿qué vas a decir?, ¿que (te) van a decir?, si no te dejan decir ni te quieren decir.
En esa turbación apabullante siempre quiero no derrapar, irme en silencio, casi querría evaporarme, y evitar siempre transformarme en un ser molesto (en el ser molesto en que me transformaron más de una vez, por ejemplo la conchuda que me decía “llamame, que si estoy te atiendo” y era mentira, pero yo no lo sabía, y entonces llamaba, mucho, hasta ser molesto. Ocasión en la que di el pie para que me señalaran como un ser molesto).
Ni molesto ni (más) patético.
Ahora tampoco hay palabras. No da la escapatoria acá, ni en Taringa, ni en Twitter, ni en blogs K, ni hablando solo, para engañar al silencio o para tener palabras e ideas aceitadas, ni hablando con un profesional de la salud –si tenés la suerte de que te atiendan–.
Solo silencio. Esa forma de la nada.
Silencio en la derrota. Derrota en silencio.
Y un cuerpo que no me acompaña.
Lectura de patentes
No aparece en los afiches callejeros del gobierno porteño, esos en los que Ana fue al súper con su propia bolsa, José puso la basura en el contenedor, Mariano fue al trabajo en bicicleta y todos somos grabados por cientos de cámaras de seguridad… Ah, no, esto último no. Bueno, tal vez por eso fue que debí googlear la noticia que agarré empezada en un noticiero y no volví a ver en ningún otro ni en el diario que leo.
El gobierno de esta ciudad acaba de incorporar en la policía metropolitana patrulleros que cuentan con un sistema que reconoce las patentes de los autos con el fin de, según decían en aquel noticiero, identificar vehículos con pedido de secuestro. Me resultaba curioso y, más bien, poco creíble que usaran semejante tecnología presentada como muy novedosa para algo que no es la mayor demanda en cuanto a seguridad por parte de los ciudadanos.
Más bien, lo vi como una nueva forma del creciente –apabullante– control social que se vale de la tecnología: el celular, el SUBE, las tarjetas de crédito y débito, el SIBIOS, el acceso a las canchas de fútbol… y con el que, sin querer o queriendo, tanto tiene que ver el eslogan que aparece en aquellos afiches: “En todo estás vos”.
La idea de ese sistema es que todos los autos son sospechosos y tienen que ser identificados. Por las dudas. Obviamente, esta acción no se limita a una respuesta afirmativa o negativa por parte del software respecto de un pedido de secuestro. Fácilmente quedan en una base de datos la patente del auto, el día, la hora y el lugar donde se realizó la identificación. De modo que semanas, meses o años después puede saberse dónde estaba tu auto el 14 de agosto de 2012 a las 12:36.
El primer (y único) resultado de Google donde hago clic es uno que –me doy cuenta después– está en el sitio de la Metropolitana. En la bajada del título de la nota repiten lo de que “reconocerá vehículos que tengan pedido de captura”. Pero en su desarrollo no tienen empacho en admitir que el sistema sirve para eso “entre otras cosas”.
Señalan que también se utilizará para “gerencia del tráfico y del estacionamiento, control del acceso a áreas restringidas e identificación de vehículos cuyas chapas patentes están conectadas con un delito”. Además, explicitan que “todas las identificaciones son registradas con georeferencias (coordenadas de gps), que pueden reconstruir el trayecto analizado por el móvil policial” y que la base de datos se compartirá con la Policía Federal.
Entonces, mi sensación de sagacidad respecto de esta noticia y sus alcances rápidamente se va al tacho de basura cuando la contrasto apenas con el mundo. ¡Ellos mismos dicen más o menos lo que yo había intuido! (Y lo que no dirán…).
De todas maneras, decido publicar este post insomne y-o somnoliento –como tantos, como casi todos– señalando mi certeza (muy obvia, seguro, pero mía: se me ocurrió a mí; bueno, a otros también, seguro, pero no me enteré…) de que en un futuro más o menos cercano los softwares de los patrulleros no solo identificarán patentes, sino que leerán nuestros iris. Para identificar personas con pedido de captura. Entre otras cosas.
Ah, algo más: para consultar el saldo del SUBE tenés que tener CUIL, ya que el sistema te pide dos datos para ingresar: el número de CUIL y la clave del SUBE. De modo que un número de CUIL fácilmente puede asociarse con una IP si se consulta varias veces desde la misma dirección.
El gobierno de esta ciudad acaba de incorporar en la policía metropolitana patrulleros que cuentan con un sistema que reconoce las patentes de los autos con el fin de, según decían en aquel noticiero, identificar vehículos con pedido de secuestro. Me resultaba curioso y, más bien, poco creíble que usaran semejante tecnología presentada como muy novedosa para algo que no es la mayor demanda en cuanto a seguridad por parte de los ciudadanos.
Más bien, lo vi como una nueva forma del creciente –apabullante– control social que se vale de la tecnología: el celular, el SUBE, las tarjetas de crédito y débito, el SIBIOS, el acceso a las canchas de fútbol… y con el que, sin querer o queriendo, tanto tiene que ver el eslogan que aparece en aquellos afiches: “En todo estás vos”.
La idea de ese sistema es que todos los autos son sospechosos y tienen que ser identificados. Por las dudas. Obviamente, esta acción no se limita a una respuesta afirmativa o negativa por parte del software respecto de un pedido de secuestro. Fácilmente quedan en una base de datos la patente del auto, el día, la hora y el lugar donde se realizó la identificación. De modo que semanas, meses o años después puede saberse dónde estaba tu auto el 14 de agosto de 2012 a las 12:36.
El primer (y único) resultado de Google donde hago clic es uno que –me doy cuenta después– está en el sitio de la Metropolitana. En la bajada del título de la nota repiten lo de que “reconocerá vehículos que tengan pedido de captura”. Pero en su desarrollo no tienen empacho en admitir que el sistema sirve para eso “entre otras cosas”.
Señalan que también se utilizará para “gerencia del tráfico y del estacionamiento, control del acceso a áreas restringidas e identificación de vehículos cuyas chapas patentes están conectadas con un delito”. Además, explicitan que “todas las identificaciones son registradas con georeferencias (coordenadas de gps), que pueden reconstruir el trayecto analizado por el móvil policial” y que la base de datos se compartirá con la Policía Federal.
Entonces, mi sensación de sagacidad respecto de esta noticia y sus alcances rápidamente se va al tacho de basura cuando la contrasto apenas con el mundo. ¡Ellos mismos dicen más o menos lo que yo había intuido! (Y lo que no dirán…).
De todas maneras, decido publicar este post insomne y-o somnoliento –como tantos, como casi todos– señalando mi certeza (muy obvia, seguro, pero mía: se me ocurrió a mí; bueno, a otros también, seguro, pero no me enteré…) de que en un futuro más o menos cercano los softwares de los patrulleros no solo identificarán patentes, sino que leerán nuestros iris. Para identificar personas con pedido de captura. Entre otras cosas.
Ah, algo más: para consultar el saldo del SUBE tenés que tener CUIL, ya que el sistema te pide dos datos para ingresar: el número de CUIL y la clave del SUBE. De modo que un número de CUIL fácilmente puede asociarse con una IP si se consulta varias veces desde la misma dirección.
Cam
Las dos veces que tuve unos mangos y consideré la compra de una cámara de fotos digital debí gastar esa plata en médicos, remedios, análisis… La primera fue justo cuando comenzaba este blog; la otra, hace unos meses.
En aquel tiempo traté de consolarme encontrándole una especie de justificación al hecho de no tener una cámara. Se me ocurría que la posibilidad del registro de la cotidianidad que brinda la fotografía digital ayuda a construir una suerte de pasado vip en el cual las cosas coetáneas a la posesión de una cámara, y con la ayuda de estas fotos tan accesibles, pueden ser más fácilmente recordadas que las que nos rodeaban en la época de las cámaras de rollo, ya que estas se usaban mucho menos, en general en ocasiones especiales.
Hace un tiempo apareció una rajadura en la pared del living, la pintura se saltó a su alrededor, y una ligera manipulación dejó a la vista la capa de pintura que estaba debajo de la superficial. Después de no sé cuántos años, tal vez de décadas, volví a ver ese color té con leche que durante años fue cosa literalmente de todos los días. Fue muy impactante encontrar el pasado de esa manera, casi como un pequeño viaje en el túnel de tiempo. Algo similar a la vez en que apareció un retazo de la frazada roja con líneas negras y amarillas que me abrigó durante quince o veinte años. Esos pocos centímetros cuadrados de tela, ese poco de pintura que quedó a la vista cuando se saltó la otra seguramente no me habrían impactado tanto si estuvieran inmortalizados en alguna foto y pudiera ver su imagen cada vez que quisiera.
Si uno accede a esta tecnología de chico, quizá la diferencia no sea tan grande. Si uno es un nativo digital, directamente ni la notará. Pero yo sí, y me pega más a partir de cómo cultivo la memoria. Así que mejor no tener cámara, me dije… Que todos los recuerdos estén en igualdad de condiciones.
Aparte, algunas de las cosas que quería fotear y preservar en imágenes desaparecieron poco después de que decidiera no comprarla: el barrio cambió bastante, demolieron un par de casas, los edificios son cada vez más, algunos colectivos tienen otro color, alguna gente ya no está, yo me corté el pelo, alguna ocasión especial ya pasó. Como con tantas cosas, se hizo tarde. Y entonces, como ya se pasó el tiempo de comprar la cámara, mejor no tener cámara.
Algo de mentira habrá habido en esa idea porque este fin de año arreció aquel deseo. En el verano tuve que gastar 750 mangos en estudios médicos, 200 en un remedio y, por seis meses, alrededor de 80 cada mes en otro remedio más. Así que la cámara quedó lejos. No así el deseo, que siguió latiendo y haciéndome pensar. En un momento encontré una correlación que, una vez descubierta, tiene bastante de previsible, o de obvio: en este tiempo donde casi no queda nada y uno busca un lugar donde agarrarse, es lógico que quiera sacar fotos, que son una forma de agarrar algo, el tiempo, y tenerlo ahí, al alcance de las manos y de los ojos.
Luego veo que las fotos y la cámara son un emergente, algo que toma valor de símbolo, pero que por sí solo no es más que un fetiche. ¿Qué sentido tiene sacar una foto si no podés compartir el momento o si no tenés a quién mostrársela? Cuando veo eso es que erradico de mí la idea de comprar una cámara.
Las fotos las sacaré cuando esté en un contexto en el que sacarlas no sea una cáscara vacía, un deseo cumplido que –no tengo que olvidarlo– no tapa la nada que hay debajo. Cuando, aunque sea por un momento, se rompa esta dinámica interminable que tiene como una de sus características la falta de fotos: en los últimos 25 años me habrán sacado no sé si 20 fotos, de las cuales tengo 5 ó 6, de las cuales no sé si hay alguna que me guste.
Así, cada vez que paso por un lugar que me gustaría fotear –y un ser urbano como yo fotearía mucho por la ciudad–, cada vez que estoy en una situación que para mí amerita foto, los veo como recuerdo de la nada en la que estoy (¿que soy?), esa nada de la decido no escapar con la droga brillante de los colores de la pantalla. Y sigo caminando como si nada pasara (como si no me diera cuenta de lo que –no– pasa), como un boxeador que sintió el golpe –otro golpe– y no muestra el dolor.
En aquel tiempo traté de consolarme encontrándole una especie de justificación al hecho de no tener una cámara. Se me ocurría que la posibilidad del registro de la cotidianidad que brinda la fotografía digital ayuda a construir una suerte de pasado vip en el cual las cosas coetáneas a la posesión de una cámara, y con la ayuda de estas fotos tan accesibles, pueden ser más fácilmente recordadas que las que nos rodeaban en la época de las cámaras de rollo, ya que estas se usaban mucho menos, en general en ocasiones especiales.
Hace un tiempo apareció una rajadura en la pared del living, la pintura se saltó a su alrededor, y una ligera manipulación dejó a la vista la capa de pintura que estaba debajo de la superficial. Después de no sé cuántos años, tal vez de décadas, volví a ver ese color té con leche que durante años fue cosa literalmente de todos los días. Fue muy impactante encontrar el pasado de esa manera, casi como un pequeño viaje en el túnel de tiempo. Algo similar a la vez en que apareció un retazo de la frazada roja con líneas negras y amarillas que me abrigó durante quince o veinte años. Esos pocos centímetros cuadrados de tela, ese poco de pintura que quedó a la vista cuando se saltó la otra seguramente no me habrían impactado tanto si estuvieran inmortalizados en alguna foto y pudiera ver su imagen cada vez que quisiera.
Si uno accede a esta tecnología de chico, quizá la diferencia no sea tan grande. Si uno es un nativo digital, directamente ni la notará. Pero yo sí, y me pega más a partir de cómo cultivo la memoria. Así que mejor no tener cámara, me dije… Que todos los recuerdos estén en igualdad de condiciones.
Aparte, algunas de las cosas que quería fotear y preservar en imágenes desaparecieron poco después de que decidiera no comprarla: el barrio cambió bastante, demolieron un par de casas, los edificios son cada vez más, algunos colectivos tienen otro color, alguna gente ya no está, yo me corté el pelo, alguna ocasión especial ya pasó. Como con tantas cosas, se hizo tarde. Y entonces, como ya se pasó el tiempo de comprar la cámara, mejor no tener cámara.
Algo de mentira habrá habido en esa idea porque este fin de año arreció aquel deseo. En el verano tuve que gastar 750 mangos en estudios médicos, 200 en un remedio y, por seis meses, alrededor de 80 cada mes en otro remedio más. Así que la cámara quedó lejos. No así el deseo, que siguió latiendo y haciéndome pensar. En un momento encontré una correlación que, una vez descubierta, tiene bastante de previsible, o de obvio: en este tiempo donde casi no queda nada y uno busca un lugar donde agarrarse, es lógico que quiera sacar fotos, que son una forma de agarrar algo, el tiempo, y tenerlo ahí, al alcance de las manos y de los ojos.
Luego veo que las fotos y la cámara son un emergente, algo que toma valor de símbolo, pero que por sí solo no es más que un fetiche. ¿Qué sentido tiene sacar una foto si no podés compartir el momento o si no tenés a quién mostrársela? Cuando veo eso es que erradico de mí la idea de comprar una cámara.
Las fotos las sacaré cuando esté en un contexto en el que sacarlas no sea una cáscara vacía, un deseo cumplido que –no tengo que olvidarlo– no tapa la nada que hay debajo. Cuando, aunque sea por un momento, se rompa esta dinámica interminable que tiene como una de sus características la falta de fotos: en los últimos 25 años me habrán sacado no sé si 20 fotos, de las cuales tengo 5 ó 6, de las cuales no sé si hay alguna que me guste.
Así, cada vez que paso por un lugar que me gustaría fotear –y un ser urbano como yo fotearía mucho por la ciudad–, cada vez que estoy en una situación que para mí amerita foto, los veo como recuerdo de la nada en la que estoy (¿que soy?), esa nada de la decido no escapar con la droga brillante de los colores de la pantalla. Y sigo caminando como si nada pasara (como si no me diera cuenta de lo que –no– pasa), como un boxeador que sintió el golpe –otro golpe– y no muestra el dolor.
Guardia
No sé cuántos días seguidos llevaba sin poder descansar. Hoy llevo nueve, y aunque en un rato pegare un sueño largo y las interrupciones no me impidieren reconciliarlo pronto, y al final del viaje, a eso de las dos o tres de la tarde, sintiere que descansé, aunque en un rato pasare todo eso, dentro de poco recomenzará esta rutina desquiciada que no puedo romper y que me impide vivir razonablemente.
No sé cuántos días seguidos llevaba sin poder descansar, no sé si en los días previos había tenido una de las puntadas en la cabeza que tengo últimamente, que me hacen temer la inminencia de un problema de salud muy grave, el cual, por suerte, nunca se concreta. No sé si en esos días ya se me dormía el brazo, como se duerme ahora a veces.
Pero la asfixia ha de haber sido muy grande, tanto como para ir a la guardia psicológica y psiquiátrica de un hospital público. No porque tuviera confianza en que allí pudieran aliviarme, porque estaba casi seguro de que sólo me iban a sugerir que hiciera tratamiento y de que, como mucho, me ofrecerían una pastilla para dormir. Una. Para ese momento.
Más bien, para no explotar, para decir algunas palabras, para que alguien se entere, porque este blog –casi el único ámbito que pude construir en ese sentido– hace tiempo que no me alcanza. De hecho, mientras pensaba qué iba a decir, me sentía como escribiendo mentalmente un post, que, en vez de publicar acá, iba a contarle al médico que me atendiera.
Corte que me atendió un tipo con mucha cara de sueño y, tras tomarme los datos, incluyendo dirección y número de DNI, me preguntó por qué había ido. Comencé mi monólogo hablando de los problemas que tengo para dormir, consecuencia de vivir en un entorno muy desfavorable para el descanso, y hasta creí encontrar un buen camino cuando soltó una semisonrisa ante mi frase: “El nene de arriba corre todo el tiempo. Es chiquito, uno o dos años, y está dando sus primeros pasos… sobre mi cabeza”.
Le dije claramente que me angustió mucho el dolor que tuve la otra noche en el oído derecho, tan intenso que me obligó a quitarme el tapón con que trato de protegerme de los sonidos. Me angustió no por el dolor en sí, que por suerte no se repitió, sino porque vi claramente que nadie se iba a enterar de eso, que no podía decírselo a nadie. Ni en ese momento ni, seguramente, después. Y si después podía decirlo, iba a fastidiar a mi interlocutor contándole algo que no iba a dimensionar apropiadamente y/o que no le iba a interesar, y que probablemente lo llevara a poner distancia, ¡porque siempre hablo de lo mismo!
Si se lo decía a mi madre, en cambio, todo iba a terminar en una discusión en la cual yo digo que no se puede vivir acá, y ella no sé qué dirá, cambiará la respuesta, tal vez se irá de viaje, pero no hará nada que implique soltar este lugar enfermo, seguramente no hasta que mi padre se muera.
Le hablé de eso, de la angustia que siento cuando me despierto tipo seis de la mañana y sé que si quiero seguir durmiendo tengo que ponerme los tapones en los oídos y dormir en posiciones ridículas para que no se me salgan. Le dije: “Nadie se entera de eso, no sale de mi cama”. A lo sumo, notarán mi postura cada vez más encorvada, mi gesto de dolor físico, pero nadie sabe por lo que paso. Y esa invisibilidad me hace mal. Tenemos dos cosas que me hacen mal: lo que pasa y la invisibilidad respecto de eso. O tres: la imposibilidad de cambiarlo. O cuatro: la invisibilidad en la que caen mis intentos, que cuando tienen que ver con mi madre, por ejemplo, quedan anulados por sus rezos o por el relato que ella hace de mí con sus amigos, y tal vez con mi padre y la persona que lo cuida.
Le dije claramente al médico: “Si no hablo, nadie se entera. Y si hablo es inútil”. El tipo no cambiaba su cara de sueño ni su actitud. Entonces le dije: “Y descubro esa situación repetida en otros contextos, dos de los cuales quiero mencionar porque me afectan mucho”.
Uno es esa cuestión que tengo a veces con la comida, que como un montón pero una parte de mi cuerpo no lo registra y es como si no hubiera comido, no por tener hambre, sino por sentirme débil, como si llevara muchas horas sin comer, y ¡vengo de comer 36 ravioles! U ocho croquetas de papa, o seis empanadas. Pero siento la energía pegada con alfileres, y un rato después, media hora, una hora, tengo que tomarme el jugo Ades que llevé porque ya conozco a mi cuerpo y me di cuenta de que no había cargado la energía.
Ya casi ni hablo de eso con los médicos, porque nunca dan en la tecla, porque me mandan estudios que son cada vez más caros y que no resuelven nada, porque siempre los análisis dan bien (pero yo me siento mal), porque terminan reduciendo todo a lo psicológico… Corte que la otra vez fui a la neuróloga por esas puntadas breves y horribles que tengo en la cabeza a veces, y la mina me hizo hacer una serie de pruebas físicas, una de las cuales consistía en estirar los brazos hacia adelante, lo cual reveló que me temblaban las manos, cosa que yo no había notado.
Ese día era uno de los días en que me siento mal, y tengo que comer de todo, y salir con un jugo Ades, una bolsa de pasas de uva y un paquete de galletitas en los bolsillos aunque salga de casa justo después de terminar de comer y la excursión no me lleve más de ochenta minutos en total.
Como me estaba pasando en ese momento, y como la médica se había dado cuenta de una de las manifestaciones que tiene esto que me pasa, traté de explicarlo. Tal vez por la propia nebulosa mental en la que me sumerge ese malestar no tuve claridad. O quizá sí, pero no le importó lo que decía. Traté de explicarle y me indicó el siguiente paso de la prueba. “Ahí te tiembla, ¿desde cuándo te tiembla?”, preguntó cuando le pareció. A las tres palabras de mi respuesta me interrumpió: “¿Pero te tiembla hoy…?”.
Quise poner en contexto la respuesta, porque no sé desde cuándo me tiembla, porque el temblor es una manifestación menor de todo esto, tan menor que muchas veces, como esta, ni lo noto. A los trece segundos, y sin que yo pudiera decir lo que quería, me interrumpió de nuevo, mientras yo me perdía enumerando todos los comestibles que tenía en los bolsillos. Me preguntó si tenía problemas de tiroides, le contesté que no, y siguió con su rutina despachadora de pacientes en ocho minutos sin que pudiera decirle, por ejemplo, que el último tercio de mi vida lo viví así.
Tonces, de nuevo, si no hablo, nadie se entera (salvo la –poca– gente que tiene la desgracia de estar conmigo cuando me pasa eso). Y si hablo es al pedo.
Más o menos terminé de contarle esto, y el psiquiatra o psicólogo somnoliento no me dejó llegar a la otra cosa que quería decir, a la otra situación medio asfixiante que no sé cómo encarar porque si no digo o hago nada, no pasa nada, y se diluye inevitablemente, y lo que digo o hago no cambia casi nada.
Me preguntó: “¿Y por qué viniste acá?”. Eso me desanimó mucho: lo que acababa de decir tampoco había servido de nada. El tipo no había registrado nada de lo que dije ni tampoco ese ejemplo in situ que contribuyó a crear. Por algún motivo que desconozco no le contesté “te lo acabo de decir” o “por cosas como las que acaban de pasar”. Pareciera que la interacción personal me lleva puesta, que solo puedo decir algunas cosas por escrito, y no cara a cara. Y cuando intento el cara a cara me voy al carajo, me acerco a la violencia, quedo mal y, lo más importante, tampoco cambia nada.
Traté de explicarle de nuevo, y hasta usé palabras que no se me habían ocurrido antes: de un lado está el silencio; del otro, la inutilidad de hablar, y en el medio estoy yo. Y me aprietan. Y no puedo salir de ahí.
Me dijo que hiciera tratamiento, no en ese hospital, sino en uno que esté cerca de mi casa “para no venir hasta acá, que es tan lejos” (¡qué considerado!) y que también podía ir a la guardia del hospital cercano.
“¿Te parece?”, me preguntó, con una pregunta retórica que estaba de más. A mí lo que me parecía era que ese largo viaje había sido más al pedo de lo que yo preveía. Habré asentido con cara de idiota, con la resignación que vence cuando antes de sacarte la ropa te das cuenta de que el gato con el que estás no tiene onda, y en siete minutos se terminó la entrevista. Con un gesto y un tono oficinescos, y sin moverse de la silla, me dijo “que andes bien”.
No puedo.
De movida, deberías verlo, pedazo de desganado, porque si me voy exactamente igual a como vine (o peor, con una ficha menos por jugar), si te deshacés de mí en un trámite municipal, no puedo andar bien.
(Cuando fui al hospital cercano para averiguar por los tratamientos que dan allí, de cuatro meses con sesiones de veinte minutos cada una, me dijeron que hace tres meses que no dan turnos, que vuelva en un mes porque quizá empiecen de nuevo, y entonces podría conseguir turno para dentro de dos meses. Y la guardia psicológica de ese hospital atiende solo hasta las cuatro de la tarde. Así que los ataques de furia o de angustia o de lo que sea hay que programarlos para antes de esa hora).
No sé cuántos días seguidos llevaba sin poder descansar, no sé si en los días previos había tenido una de las puntadas en la cabeza que tengo últimamente, que me hacen temer la inminencia de un problema de salud muy grave, el cual, por suerte, nunca se concreta. No sé si en esos días ya se me dormía el brazo, como se duerme ahora a veces.
Pero la asfixia ha de haber sido muy grande, tanto como para ir a la guardia psicológica y psiquiátrica de un hospital público. No porque tuviera confianza en que allí pudieran aliviarme, porque estaba casi seguro de que sólo me iban a sugerir que hiciera tratamiento y de que, como mucho, me ofrecerían una pastilla para dormir. Una. Para ese momento.
Más bien, para no explotar, para decir algunas palabras, para que alguien se entere, porque este blog –casi el único ámbito que pude construir en ese sentido– hace tiempo que no me alcanza. De hecho, mientras pensaba qué iba a decir, me sentía como escribiendo mentalmente un post, que, en vez de publicar acá, iba a contarle al médico que me atendiera.
Corte que me atendió un tipo con mucha cara de sueño y, tras tomarme los datos, incluyendo dirección y número de DNI, me preguntó por qué había ido. Comencé mi monólogo hablando de los problemas que tengo para dormir, consecuencia de vivir en un entorno muy desfavorable para el descanso, y hasta creí encontrar un buen camino cuando soltó una semisonrisa ante mi frase: “El nene de arriba corre todo el tiempo. Es chiquito, uno o dos años, y está dando sus primeros pasos… sobre mi cabeza”.
Le dije claramente que me angustió mucho el dolor que tuve la otra noche en el oído derecho, tan intenso que me obligó a quitarme el tapón con que trato de protegerme de los sonidos. Me angustió no por el dolor en sí, que por suerte no se repitió, sino porque vi claramente que nadie se iba a enterar de eso, que no podía decírselo a nadie. Ni en ese momento ni, seguramente, después. Y si después podía decirlo, iba a fastidiar a mi interlocutor contándole algo que no iba a dimensionar apropiadamente y/o que no le iba a interesar, y que probablemente lo llevara a poner distancia, ¡porque siempre hablo de lo mismo!
Si se lo decía a mi madre, en cambio, todo iba a terminar en una discusión en la cual yo digo que no se puede vivir acá, y ella no sé qué dirá, cambiará la respuesta, tal vez se irá de viaje, pero no hará nada que implique soltar este lugar enfermo, seguramente no hasta que mi padre se muera.
Le hablé de eso, de la angustia que siento cuando me despierto tipo seis de la mañana y sé que si quiero seguir durmiendo tengo que ponerme los tapones en los oídos y dormir en posiciones ridículas para que no se me salgan. Le dije: “Nadie se entera de eso, no sale de mi cama”. A lo sumo, notarán mi postura cada vez más encorvada, mi gesto de dolor físico, pero nadie sabe por lo que paso. Y esa invisibilidad me hace mal. Tenemos dos cosas que me hacen mal: lo que pasa y la invisibilidad respecto de eso. O tres: la imposibilidad de cambiarlo. O cuatro: la invisibilidad en la que caen mis intentos, que cuando tienen que ver con mi madre, por ejemplo, quedan anulados por sus rezos o por el relato que ella hace de mí con sus amigos, y tal vez con mi padre y la persona que lo cuida.
Le dije claramente al médico: “Si no hablo, nadie se entera. Y si hablo es inútil”. El tipo no cambiaba su cara de sueño ni su actitud. Entonces le dije: “Y descubro esa situación repetida en otros contextos, dos de los cuales quiero mencionar porque me afectan mucho”.
Uno es esa cuestión que tengo a veces con la comida, que como un montón pero una parte de mi cuerpo no lo registra y es como si no hubiera comido, no por tener hambre, sino por sentirme débil, como si llevara muchas horas sin comer, y ¡vengo de comer 36 ravioles! U ocho croquetas de papa, o seis empanadas. Pero siento la energía pegada con alfileres, y un rato después, media hora, una hora, tengo que tomarme el jugo Ades que llevé porque ya conozco a mi cuerpo y me di cuenta de que no había cargado la energía.
Ya casi ni hablo de eso con los médicos, porque nunca dan en la tecla, porque me mandan estudios que son cada vez más caros y que no resuelven nada, porque siempre los análisis dan bien (pero yo me siento mal), porque terminan reduciendo todo a lo psicológico… Corte que la otra vez fui a la neuróloga por esas puntadas breves y horribles que tengo en la cabeza a veces, y la mina me hizo hacer una serie de pruebas físicas, una de las cuales consistía en estirar los brazos hacia adelante, lo cual reveló que me temblaban las manos, cosa que yo no había notado.
Ese día era uno de los días en que me siento mal, y tengo que comer de todo, y salir con un jugo Ades, una bolsa de pasas de uva y un paquete de galletitas en los bolsillos aunque salga de casa justo después de terminar de comer y la excursión no me lleve más de ochenta minutos en total.
Como me estaba pasando en ese momento, y como la médica se había dado cuenta de una de las manifestaciones que tiene esto que me pasa, traté de explicarlo. Tal vez por la propia nebulosa mental en la que me sumerge ese malestar no tuve claridad. O quizá sí, pero no le importó lo que decía. Traté de explicarle y me indicó el siguiente paso de la prueba. “Ahí te tiembla, ¿desde cuándo te tiembla?”, preguntó cuando le pareció. A las tres palabras de mi respuesta me interrumpió: “¿Pero te tiembla hoy…?”.
Quise poner en contexto la respuesta, porque no sé desde cuándo me tiembla, porque el temblor es una manifestación menor de todo esto, tan menor que muchas veces, como esta, ni lo noto. A los trece segundos, y sin que yo pudiera decir lo que quería, me interrumpió de nuevo, mientras yo me perdía enumerando todos los comestibles que tenía en los bolsillos. Me preguntó si tenía problemas de tiroides, le contesté que no, y siguió con su rutina despachadora de pacientes en ocho minutos sin que pudiera decirle, por ejemplo, que el último tercio de mi vida lo viví así.
Tonces, de nuevo, si no hablo, nadie se entera (salvo la –poca– gente que tiene la desgracia de estar conmigo cuando me pasa eso). Y si hablo es al pedo.
Más o menos terminé de contarle esto, y el psiquiatra o psicólogo somnoliento no me dejó llegar a la otra cosa que quería decir, a la otra situación medio asfixiante que no sé cómo encarar porque si no digo o hago nada, no pasa nada, y se diluye inevitablemente, y lo que digo o hago no cambia casi nada.
Me preguntó: “¿Y por qué viniste acá?”. Eso me desanimó mucho: lo que acababa de decir tampoco había servido de nada. El tipo no había registrado nada de lo que dije ni tampoco ese ejemplo in situ que contribuyó a crear. Por algún motivo que desconozco no le contesté “te lo acabo de decir” o “por cosas como las que acaban de pasar”. Pareciera que la interacción personal me lleva puesta, que solo puedo decir algunas cosas por escrito, y no cara a cara. Y cuando intento el cara a cara me voy al carajo, me acerco a la violencia, quedo mal y, lo más importante, tampoco cambia nada.
Traté de explicarle de nuevo, y hasta usé palabras que no se me habían ocurrido antes: de un lado está el silencio; del otro, la inutilidad de hablar, y en el medio estoy yo. Y me aprietan. Y no puedo salir de ahí.
Me dijo que hiciera tratamiento, no en ese hospital, sino en uno que esté cerca de mi casa “para no venir hasta acá, que es tan lejos” (¡qué considerado!) y que también podía ir a la guardia del hospital cercano.
“¿Te parece?”, me preguntó, con una pregunta retórica que estaba de más. A mí lo que me parecía era que ese largo viaje había sido más al pedo de lo que yo preveía. Habré asentido con cara de idiota, con la resignación que vence cuando antes de sacarte la ropa te das cuenta de que el gato con el que estás no tiene onda, y en siete minutos se terminó la entrevista. Con un gesto y un tono oficinescos, y sin moverse de la silla, me dijo “que andes bien”.
No puedo.
De movida, deberías verlo, pedazo de desganado, porque si me voy exactamente igual a como vine (o peor, con una ficha menos por jugar), si te deshacés de mí en un trámite municipal, no puedo andar bien.
(Cuando fui al hospital cercano para averiguar por los tratamientos que dan allí, de cuatro meses con sesiones de veinte minutos cada una, me dijeron que hace tres meses que no dan turnos, que vuelva en un mes porque quizá empiecen de nuevo, y entonces podría conseguir turno para dentro de dos meses. Y la guardia psicológica de ese hospital atiende solo hasta las cuatro de la tarde. Así que los ataques de furia o de angustia o de lo que sea hay que programarlos para antes de esa hora).
sábado, 7 de julio de 2012
Las redes sociales no escapan a la dinámica de las modas. Facebook mató a Fotolog (y el nuevo diseño de Fotolog terminó de enterrarlo), Twitter mató al blog, My Space murió de muerte natural, Google + nació muerto. Tumblr es la nueva atracción…
De todas ellas, la que está en su apogeo es Twitter, tal vez porque usarla no requiere articular dos oraciones, o porque opera sobre un impulso similar al que buscan los productos expuestos junto a las cajas de los supermercados. Y porque se transformó en un campo de batalla virtual en el que se enfrentan a diario partidarios y detractores del gobierno.
Parte de ese enfrentamiento consiste en instalar TT's, es decir, frases o palabras que por usarse masiva y novedosamente en un corto lapso son identificadas por el programa, el cual las hace aparecer en un costado de la pantalla. Meter un TT es una demostración de poder en este micromundo, es un espacio conquistado, es como hacer correr a una banda rival, o mojarle la oreja, si uno es más viejo.
Para eso, y como mariscales en una batalla, se alientan tuiteando cosas como: “Que Pasa Kumpas que no esta Primero en el TT #DondeEstaMacri ?? Vamos!!!”. Una vez logrado su objetivo, los tuiteros se regodean explícitamente con su logro y escriben frases de autoelogio (“Les re cabió. Dos TT en veinte minutos le metimos”) o retuitean las felicitaciones que reciben. Esto no es patrimonio exclusivo de tuiteros oficialistas u opositores, sino que también lo hacen los fans de cualquier personaje de las troupes televisivas o los hinchas de cualquier equipo de fútbol.
Ahora bien. ¿Con cuántos tuits se logra un TT nacional, y, por consiguiente, la chapa que eso otorga y la posibilidad de creerse que “todos hablan de nosotros” y/o la de jactarse de ello? Un sábado a la tarde (no un martes a las tres de la mañana, un sábado a los cinco de la tarde) un jugador de un equipo de la B Nacional hace un gol y es TT. Un equipo que no es River, que no juega contra River, que ni siquiera pelea directamente la punta con River. Un jugador desconocido, salvo para el que es bastante futbolero, que no es el goleador del campeonato, que no tiene ninguna cualidad extraordinaria.
Un partido más, en la fecha 25, bien lejos de las instancias definitorias. Y con 20 tuits en 15 minutos Facundo Diz es TT. Una hora después del gol, seguía siendo TT, y acumulaba ¡24 menciones!
Otro día Ricardo Caruso Lombardi es TT. No sé cuál de todas sus incontinentes y verborrágicas apariciones mediáticas es la causa, pero aparece en el efímero cuadro de honor tuitero. ¿Qué hizo esta vez?, ¿qué dijo, con quién se peleó? Me fijo, y el buscador de Twitter me devuelve siete tuits que lo nombran en los últimos diez minutos. Con siete tuits y un poco de conocimiento acerca del algoritmo tuitero cualquier nardo puede chapear con que fue TT, con que estuvo entre los diez temas más comentados en (Twitter en) la Argentina.
Ahora Floppy Tesouro acaba de bailar en el programa de Tinelli y está quinta en el ránking: la nombran 64 veces en media hora. El país habla de ella…
Obviamente, un domingo a la noche, cuando el programa de Lanata hace explotar Twitter, la cosa cambia, y se necesitan muchas más menciones para instalarse en el top ten. Pero eso no les importa (y si les importa, lo callan) a los que alardean con su logro, a los que, tratando de vencer la intrínseca fugacidad tuitera, hacen una captura de pantalla del momento en que su artista favoritx, sea actor, modelo, gato en ascenso o altx mandatarix, es TT. Ni a los que, contagiados de esa fugacidad, solo pasan un segundo por Twitter para ver la lista y decir “se habla mucho del tema en las redes sociales”, sin detenerse a ver, a buscar, cuántos son los que hablan.
De todas ellas, la que está en su apogeo es Twitter, tal vez porque usarla no requiere articular dos oraciones, o porque opera sobre un impulso similar al que buscan los productos expuestos junto a las cajas de los supermercados. Y porque se transformó en un campo de batalla virtual en el que se enfrentan a diario partidarios y detractores del gobierno.
Parte de ese enfrentamiento consiste en instalar TT's, es decir, frases o palabras que por usarse masiva y novedosamente en un corto lapso son identificadas por el programa, el cual las hace aparecer en un costado de la pantalla. Meter un TT es una demostración de poder en este micromundo, es un espacio conquistado, es como hacer correr a una banda rival, o mojarle la oreja, si uno es más viejo.
Para eso, y como mariscales en una batalla, se alientan tuiteando cosas como: “Que Pasa Kumpas que no esta Primero en el TT #DondeEstaMacri ?? Vamos!!!”. Una vez logrado su objetivo, los tuiteros se regodean explícitamente con su logro y escriben frases de autoelogio (“Les re cabió. Dos TT en veinte minutos le metimos”) o retuitean las felicitaciones que reciben. Esto no es patrimonio exclusivo de tuiteros oficialistas u opositores, sino que también lo hacen los fans de cualquier personaje de las troupes televisivas o los hinchas de cualquier equipo de fútbol.
Ahora bien. ¿Con cuántos tuits se logra un TT nacional, y, por consiguiente, la chapa que eso otorga y la posibilidad de creerse que “todos hablan de nosotros” y/o la de jactarse de ello? Un sábado a la tarde (no un martes a las tres de la mañana, un sábado a los cinco de la tarde) un jugador de un equipo de la B Nacional hace un gol y es TT. Un equipo que no es River, que no juega contra River, que ni siquiera pelea directamente la punta con River. Un jugador desconocido, salvo para el que es bastante futbolero, que no es el goleador del campeonato, que no tiene ninguna cualidad extraordinaria.
Un partido más, en la fecha 25, bien lejos de las instancias definitorias. Y con 20 tuits en 15 minutos Facundo Diz es TT. Una hora después del gol, seguía siendo TT, y acumulaba ¡24 menciones!
Otro día Ricardo Caruso Lombardi es TT. No sé cuál de todas sus incontinentes y verborrágicas apariciones mediáticas es la causa, pero aparece en el efímero cuadro de honor tuitero. ¿Qué hizo esta vez?, ¿qué dijo, con quién se peleó? Me fijo, y el buscador de Twitter me devuelve siete tuits que lo nombran en los últimos diez minutos. Con siete tuits y un poco de conocimiento acerca del algoritmo tuitero cualquier nardo puede chapear con que fue TT, con que estuvo entre los diez temas más comentados en (Twitter en) la Argentina.
Ahora Floppy Tesouro acaba de bailar en el programa de Tinelli y está quinta en el ránking: la nombran 64 veces en media hora. El país habla de ella…
Obviamente, un domingo a la noche, cuando el programa de Lanata hace explotar Twitter, la cosa cambia, y se necesitan muchas más menciones para instalarse en el top ten. Pero eso no les importa (y si les importa, lo callan) a los que alardean con su logro, a los que, tratando de vencer la intrínseca fugacidad tuitera, hacen una captura de pantalla del momento en que su artista favoritx, sea actor, modelo, gato en ascenso o altx mandatarix, es TT. Ni a los que, contagiados de esa fugacidad, solo pasan un segundo por Twitter para ver la lista y decir “se habla mucho del tema en las redes sociales”, sin detenerse a ver, a buscar, cuántos son los que hablan.
Beso
Cuando finalmente el colectivo llegó y trajo el momento de la despedida, nuestras bocas, por su cuenta, apuntaron al mismo punto del espacio. La contraorden cerebral llegó a tiempo, y el ABS de nuestros cuellos respondió a la perfección.
Terminé con los instantes de vacilación que siguieron a los movimientos descoordinados de la frenada brusca agarrándole la cabeza con mi mano derecha, a la altura del occipital, y acercándola con firmeza hacia mí para que imprimiera su beso contra algún hueso del lado derecho de mi cara.
La puerta abierta del colectivo en la parada, las luces violetas de su interior, el cigarrillo inconcluso arrojado al piso, las últimas palabras, automáticas e impotentes, todo fue fugaz, salvo la sensación de ese beso contra un hueso de mi cara.
Los besos como ese –como el que le di un rato antes en el medio del pecho–, que se dan haciendo fuerza y apretando la boca, que siguen haciéndose sentir un rato después de dados, son los que más me gustan.
Bueno, este fue el primer beso así que me dio. También fue el último que nos dimos.
Fue el último beso así que me dieron.
Warnes
Tenía que ir a un lugar al que ya había ido una vez, así que miré la Filcar casi por compromiso, para ratificar lo que ya sabía. Me tomé el mismo colectivo de la otra vez, me bajé en el mismo lugar, comencé a caminar las ocho o nueve cuadras por la misma calle, pasé por la misma plaza…
Después de cruzar la avenida, el entorno no me resultó tan familiar, pero lo atribuí al hecho de que ya se había hecho de noche, y la vez anterior fui al mediodía. Llegué al paso bajo nivel, busqué con la vista por dónde cruzar, y no encontré el lugar. Busqué en mi memoria por dónde había cruzado las vías dos años y medio atrás, y no obtuve una respuesta atendible. Busqué empíricamente, adentrándome por una callecita curva que se hacía paralela a las vías, y tampoco…
Una chica volvía de haber caminado unos metros más por esa calle, y me preguntó por dónde se entraba. Pensó que yo iba a un lugar que hay ahí, donde seguramente había un espectáculo, y no la desmentí. Le dije: “Creo que por ahí”, señalándole una gran puerta de entrada. Cuando volvía sobre mis pasos vi a dos cuidacoches con chaleco que hablaban junto a una valla. Y decidí preguntarles.
“Hola, disculpá, te hago una pregunta: ¿sabés cómo hago para llegar a Warnes?”. “¿A Warnes? Buena pregunta…”, me dijo, interrumpiendo su conversación mientras el partido seguía sonando en su radio portátil. “Te tenés que tomar el 111”, comenzó su respuesta tras un silencio pensativo. No sé cómo siguió. Creo que no me dijo dónde pasaba, que sólo lo indicó con un gesto que quería decir “para allá”. No me salió explicarle que quería ir a Warnes, acá, a dos cuadras, del otro lado de la vía.
No quise desengañarlo acerca de la inutilidad de su explicación y de su buena onda. Así que le agradecí, caminé por la calle que me había indicado con su gesto y a las dos cuadras, cuando supuse que ya estaba fuera del alcance de su vista (porque cuando me preguntan algo así, yo miro para saber si siguen el camino que les indiqué), doblé y traté de volver a la calle por la que había llegado. No lo conseguí. La oscuridad, las calles que terminan en paredones y la ausencia de cualquier negocio donde preguntar hicieron que debiera caminar seis o siete cuadras desoladas no sólo sin saber dónde estaba, sino sin saber cómo mierda salir de ese lugar.
Finalmente, divisé una calle iluminada, que resultó ser una avenida, y en ella encontré una parada del 113. Seguía sin saber dónde estaba, pero al menos sabía cómo salir y que a Flores o a Belgrano iba a llegar.
No sé por dónde crucé las vías la otra vez que fui. Tengo una imagen, bastante difusa (pero es la única que tengo), de ver el paso bajo nivel ya habiendo cruzado –eso seguro– y desde un costado, como llegando a su desembocadura en diagonal. Apenas eso. Capaz que remodelaron el lugar y sacaron el cruce peatonal, capaz que después de aquella avenida yo me desvié porque había visto en la Filcar algo que no vi esta vez. No sé.
Lo que sé es que me resultó conocida esa sensación de saber muy rápidamente que la respuesta a mi pregunta no iba a llevarme a un lugar mejor. Como cuando voy a un médico y me despacha en ocho minutos. Cuando incluso nota que estoy temblando, que me tiemblan las manos, y hace referencia a eso, de modo que puedo decirle lo que ya casi ni les digo a los médicos: “A veces me pasa, que como y es como si no comiera, y me siento débil, con la cabeza nublada, cerca del desmayo a veces”. Y no hace ni un comentario sobre eso que dije, como si no fuese relevante o no lo hubiese oído.
O como cuando llamo a un gato y antes de ponernos en bolas sé que no va a haber una comunicación como la que pretendo. O como cuando hablo con alguien y de inmediato se evidencia que estamos en mundos fuera de contacto. O como cuando llamo a alguien por teléfono y a las primeras palabras, al primer tono de voz, sé que la comunicación que busco no se va a dar. O como cuando me levanto y antes de vestirme ya voy reconociendo que el día va a ser igual a todos los días desalentadores que vivo.
Había una pregunta, un intento, una persona, y salió mal. Y hay que seguir caminando en la oscuridad. Esperando encontrar un bondi.
Cuando no conocía a Olga
¿Cuándo van a pasar cosas que me gusten? ¿Cuándo voy a estar bien con una persona? ¿Cuándo me voy a sentir contenido, querido? ¿Cuándo va a pintar alguien que me quepa? ¿Cuándo alguien va a decir algo sensato? ¿Por qué las cosas no pasan con naturalidad y uno tiene que subirse al techo para que miren hacia acá? OK, cada uno toma su opción, pero ¿por qué nadie toma esta opción? ¿A nadie le resulta interesante lo que hay aquí?
No es la idea desviar de su ruta a nadie, coaccionar mostrando “si vos hacés esto, yo, que estoy mal, voy a estar mejor”. ¿Desde dónde puedo decir algo? Ey, no soy una planta, y siento que me estoy quedando sin pilas. Digo, si no tenemos un par de cosas, ¿qué sentido tiene quedarse aquí? No, otra vez sopa no. Ya me probé que no me voy a matar, pero, una poca de luz, ¿sí?
Me tienen agarrado. ¿Dónde me van a pagar tres gambas por laburar cuatro horas? Aunque yo, no sé, me ganara el prode, lo que fuera, y me fuese a vivir solo, voy a tener que cargar con todo lo que me pusieron en la cabeza durante 22 años. Digo, este lugar tira para atrás, no renueva la sangre. Es una historia esta casa, el desorden, la desidia, la casa que se cae a pedazos, pero mi madre habla todo el día por teléfono, o duerme, o está en la nube del control mental.
Es imposible, tira para atrás. La omnipresencia de los libros que nadie lee y arruinan llenándose de polvo, las habitaciones cerradas porque todo está tirado por el piso. Las preguntas pelotudas: “¿Cómo estás?”. Mal, pelotuda, cómo querés que esté, pedazo de forra.
Digo, me llenaron de miedos, me armaron de un modo tal que sin ellos no pueda conseguir nada. ¿Te acordás de San Andrés? Yo estaba luchando heroicamente para romper con un par de cosas y la hija puta “¿A dónde vas?, ¿A qué hora volvés?”. Siempre sumando mi mamá.
Yo puedo actuar de un modo “tranquilo”, no romper demasiados ceniceros o lo que sea, pero me gasta por dentro, me rompe no poder mandarlos a la mierda, asumir que lo que intenté por las mías salió mal, que soy un fucking fracasado. Ellos están contentos: soy un muchacho responsable, volví a la vida, ayudo a mi papá –como cuando tenía siete años, ¿viste?–, lo volví a ver después de siete años y eso me hizo mucho bien…
Loco, es como si me hubiera armado así, para que en los momentos grosos, para que cuando hay que tirar el penal decisivo, no pudiera. Me llenaron de miedos, de inseguridades. Digo, si crecí entre enfermos, ¿cómo querían que saliera? Abrieron heridas que no cerrarán jamás. Ni olvido ni perdón, odio y rencor!!!, ja.
Cuando luchaba con mis problemas –que les debo, sin duda–, o cuando estás con una mina, o lo que sea, te tildás y lo hacés mal. Gracias, che, son unos amigos… Aquí uno se llena de tics, de cosas que parecen normales, pero que cuando te cotejás con otros afuera, te miran con una cara…
martes, 14 de febrero de 2012
Te dieron la vida. (Me dieron la muerte)
Me escucho a mí misma gritando “¡ey, ey, ey, ey, ey!”. Eso es lo primero que escucho. No sé si me despierta ese grito apremiado y apremiante porque el dolor es continuo o si es el dolor, en el pecho, apenas más arriba de la línea de los pezones, apenas a la derecha del eje de simetría, el que me despierta.
Sentada en la cama, con la mano –con la yema de los dedos– en el lugar del dolor, trato de ubicarme en tiempo, espacio y circunstancia.
Ya pasó, me digo, ya no duele.
Recién ahora, escribiéndolo, pienso en si no fue un sueño. Pero ninguna de las veces que me despierto ahogada, incluso a metros de mi cama, tratando desesperadamente de respirar, es un sueño: sucede algo antes de que me despierte, y yo, aun dormida, respondo a eso que sucede. No creo que haya sido un sueño, además, porque mis sueños suelen ser intensos y lo habría tenido presente en ese mismo momento.
Mi madre, que se despertó con los gritos, abre la puerta sin tocar y desde el límite entre el pasillo y mi pieza me pregunta qué pasó. Dice que tengo una angustia de puta madre (sic) y me ofrece un vaso de agua. Me acuerdo de un hecho que me contaron una vez, y pienso: lo único que falta es que traiga el agua en un vaso de whisky, tallado, retacón y cilíndrico como los que hay en el living. Nop. Tienen demasiado polvo encima, solo son decorativos. Seguro que trae uno de la alacena.
Cuando recién me despierto, apenas si puedo hablar. Mucho más si la vuelta a la vigilia es tan abrupta. Alcanzo a decirle que no. No por el vaso, quizá por la historia que recordé, sobre todo porque no tengo sed. Me doy cuenta ahora, y me pregunto qué puto poder se depositará en un vaso de agua para que sea casi un reflejo ofrecerlo en una situación así.
Ya está, ya pasó. Me saco el tapón del oído izquierdo, el único que me quedaba puesto, y pienso en que un día no va a ser así. En que el dolor no va a pasar, en que el “ey, ey, ey” va a ser no sólo inútil como este, sino que va a ganar en desesperación; en que voy a sentir cómo se me rompe el cuerpo, en que ya no voy a poder agarrarme más, en que se va-me voy-me lleva. En que me voy a morir.
Alguna vez me han dicho (probablemente yo estuviera despotricando contra mis xadres) que ellxs me dieron la vida. Se la podrían haber guardado, no se la pedí, una cosa así habré respondido. Ahora agregaría que dar la vida implica dar la muerte. Dar la enfermedad y la muerte. Y la probabilidad de la agonía. Más allá de toda la mierda que los xadres pueden darte, te dan la muerte.
Y todavía hay gente (de mierda) que insiste en la patología y tiene hijxs…
Sentada en la cama, con la mano –con la yema de los dedos– en el lugar del dolor, trato de ubicarme en tiempo, espacio y circunstancia.
Ya pasó, me digo, ya no duele.
Recién ahora, escribiéndolo, pienso en si no fue un sueño. Pero ninguna de las veces que me despierto ahogada, incluso a metros de mi cama, tratando desesperadamente de respirar, es un sueño: sucede algo antes de que me despierte, y yo, aun dormida, respondo a eso que sucede. No creo que haya sido un sueño, además, porque mis sueños suelen ser intensos y lo habría tenido presente en ese mismo momento.
Mi madre, que se despertó con los gritos, abre la puerta sin tocar y desde el límite entre el pasillo y mi pieza me pregunta qué pasó. Dice que tengo una angustia de puta madre (sic) y me ofrece un vaso de agua. Me acuerdo de un hecho que me contaron una vez, y pienso: lo único que falta es que traiga el agua en un vaso de whisky, tallado, retacón y cilíndrico como los que hay en el living. Nop. Tienen demasiado polvo encima, solo son decorativos. Seguro que trae uno de la alacena.
Cuando recién me despierto, apenas si puedo hablar. Mucho más si la vuelta a la vigilia es tan abrupta. Alcanzo a decirle que no. No por el vaso, quizá por la historia que recordé, sobre todo porque no tengo sed. Me doy cuenta ahora, y me pregunto qué puto poder se depositará en un vaso de agua para que sea casi un reflejo ofrecerlo en una situación así.
Ya está, ya pasó. Me saco el tapón del oído izquierdo, el único que me quedaba puesto, y pienso en que un día no va a ser así. En que el dolor no va a pasar, en que el “ey, ey, ey” va a ser no sólo inútil como este, sino que va a ganar en desesperación; en que voy a sentir cómo se me rompe el cuerpo, en que ya no voy a poder agarrarme más, en que se va-me voy-me lleva. En que me voy a morir.
Alguna vez me han dicho (probablemente yo estuviera despotricando contra mis xadres) que ellxs me dieron la vida. Se la podrían haber guardado, no se la pedí, una cosa así habré respondido. Ahora agregaría que dar la vida implica dar la muerte. Dar la enfermedad y la muerte. Y la probabilidad de la agonía. Más allá de toda la mierda que los xadres pueden darte, te dan la muerte.
Y todavía hay gente (de mierda) que insiste en la patología y tiene hijxs…
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