En una plaza del sur de la ciudad, de esas que no tienen rejas y a veces parecen trasplantadas de un suburbio porteño, o de un suburbio limeño, ahí, justo enfrente de unos edificios de departamentos, casi a diario se reúnen a ensayar unas murgas cuando el sol ilumina sin ensombrecer.
Incluso, más de una vez, en días de fin de semana, se han realizado “campeonatos de murgas” con la participación de varios grupos de cultores de esta forma de arte popular llegados en micros pagados por quién sabe, con su aspecto de “carne de Devoto”, o de Ezeiza, o de Marcos Paz.
A 10 metros de allí está el área de juegos para niños de la plaza, y chicos y bebés son aturdidos por los bombos y demás ruidos producidos por estas personas venidas de quién sabe dónde, al igual que los adultos que ocasionalmente pasamos por ahí.
En otras oportunidades, con el permiso de vaya a saber quién, o sin él, se instalan parlantes que atruenan reproduciendo discos compactos, o tocan bandas de rock que arman su escenario en el mismo césped de la plaza, enchufan sus equipos no se dónde y brindan su show para una veintena (los conté) de personas, que beben cerveza y fuman marihuana, mientras muchas más personas son espectadoras involuntarias del espectáculo.
Me gustaría saber si alguien hizo una medición de decibeles, tanto de los ruidos producidos por los bombos murgueros como por los parlantes rockeros, y su más que posible consecuencia negativa en los oídos de los niños que allí juegan.
No, no soy Elena Alegría, reclamando “que alguien piense en los niños”: sólo intento que mi reclamo toque fibras más sensibles que las alcanzadas por una apelación a la salud de los adultos, o al derecho al silencio, o al derecho al descanso de los vecinos de enfrente, o a su calidad de vida. Nada de esto tiene peso frente a esas personas, adultos, jóvenes y niños, que nos obligan a escuchar sus ritmos, amparados por el capricho de vaya a saber qué funcionario o puntero barrial, empeñado tal vez en que la cultura llegue a la gente, incluso a la fuerza, incluso a quienes no queremos participar de ella (que, por lo visto –y contado–, somos mayoría).
La salud de los niños, seguramente tampoco.
Si pusieran una plaza así frente a mi casa, me compro un rifle, una mira telescópica y empiezo a practicar tiro al murguero.
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