Voy por una Almafuerte desierta y tenuemente soleada. Un tipo cincuentón viene medio dubitativo por la perpendicular, y me pregunta dónde queda el Churruca. Aunque no soy del barrio, mi GPS mental se ubica bastante rápido: sólo tiene la duda de cuál está primero, si el Penna o el Churruca. Le digo que vaya hasta Caseros y por esta hasta Pepirí, que yendo por esa calle lo va a encontrar.
En el acto me doy cuenta de que algo de mi explicación no le queda claro; entonces, lo intento de nuevo: le aclaro que Caseros es la primera y que no tendría que dar todo ese rodeo si no estuviera el obrador del subte. Ahí me parece que le resulté más convincente: me agradece, “no, de nada”, “chau”.
Unos metros más allá, quizá al cruzar la avenida, me doy vuelta… y lo veo al tipo hablando con otra persona. ¡La concha de la lora, pedazo de boludo! Sentí un poco de frustración ante la revelación de que mi esfuerzo y mi buena voluntad habían sido inútiles. En el puente de madera sobre la futura estación comencé a repasar mentalmente el diálogo, buscando encontrar la falla en la comunicación. ¿Tuve poca convicción, poca explicitud? ¿No se lo expliqué bien pese a tenerlo bastante claro en mi cabeza? ¿Y si sólo creía tenerlo claro, pero lo mandé a cualquier lado? No; muy lejos no lo mandé: tal vez hubiera un camino más corto sin ir hasta Caseros, pero entonces sí mi indicación habría sido confusa porque no sé qué calles están cortadas.
Seguí con eso en la mente hasta que una nueva vicisitud urbana le puso un “clear”. No recuerdo si fue una persona igual a mí tirada junto a la puerta de un bar, o un perro con la cola peluda, o la pelea entre un tahúr (y su séquito) y su víctima (y su mujer embarazada) en Sáenz, ¡guarda que le pega con el cajón!, o un Puma en la 42.
Cuando llegué a casa, la Filcar me hizo recordar la situación desde el estante y, tras una breve búsqueda, me confirmó que mi indicación era correcta. En ese momento se me ocurrió pensar que tal vez el tipo quisiera una segunda opinión, pero rápidamente deseché la idea: demasiado sofisticada.
Y entonces resurgió la primera reacción, la que me sobrevino cuando giré la cabeza para ver si iba bien encaminado: ¿para qué mierda me preguntás, boludo, si no me vas a creer, si no te resulto creíble? Tras que me siento mal, me obligás a hablar, a pensar, a ser cordial, a tratar de ser claro, a empatizar y darme cuenta de que no te cierra mi explicación y, por lo tanto, a reformularla, y aun así no entendés… La falla en la comunicación existió porque sos un boludo que ni siquiera repregunta si algo no le queda claro.
Hay una cosa del orden de la subestimación ahí, que te la podés meter bien en el culo, y después andate a la concha de tu madre, seguro que alguien mejor vestido te es más creíble.
Y encima sos amigo de la yuta…
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