Aunque fuera intuitivamente, yo no quería avalar esa payasada. Mis viejos llevaban tiempo durmiendo en habitaciones separadas (de hecho, una vez, bastante más adelante, me di cuenta de que nunca los había visto besarse), y ya sabía que mi vieja tenía otro, al cual se lo había presentado mi viejo. Y si lo sabía, no era por ser Sherlock Holmes precisamente.
Pero era Nochebuena, y la puesta en escena de la familia era un deber. ¡Mierda, cómo es la memoria! No logro recordar si el quilombo se armó esa misma noche o si esa vez fue una previa del real one, que habría pasado, entonces, el 31.
La cosa es que me llamaron a la mesa, y dije que no quería comer. Insistencias recíprocas preanunciaron el escándalo: enojos, gritos, insultos y todo el rocanrol. Tampoco me acuerdo de si, finalmente, fui al comedor o no. Tengo una imagen de estar bajo la mesa, como escondido y a la vez protegiéndome; pero tal vez sea de una trifulca anterior.
Sí recuerdo que mi viejo se fue de casa, y volvió recién a la mañana siguiente. Y que ese fue el comienzo del fin de esa puesta en escena, o, al menos, un hito en su desenmascaramiento puertas adentro.
Menos aún recuerdo cómo fue la vuelta a la deforme normalidad que practicábamos. Lo que tengo bien presente es que en un estante de la biblioteca de mi habitación dejé a mano la trincheta que usaba en actividades prácticas, de hoja troquelada y breve, con la intención de usarla para defenderme si había cachengue de nuevo.
Después empezaron a desfilar los psicólogos (García Coto, Méndez y los demás ameritan sus buenos posts liberadores), y mis viejos seguían en su mentira, diciendo que se querían. Tres meses después calculo que se separaron. Digo “calculo” porque mi viejo se fue de casa y ya no volvió, pero a mí nadie me avisó de nada.
Seguramente para esa época fue cuando quisieron regalarme una camisa muy blanca, con las mangas muy largas para atármelas a la espalda, como decía Geniol. Pero tampoco me avisaron, y ya sólo es parte de la leyenda.
Esto lo posteó Leonor Silvestri en su blog:
Estoy hablando con mi amigo uruguayo Aquiles. Aquiles, qué bello nombre, es mi amigo dominante uruguayo, que nunca ha querido ser mi dominante, pero es mi mejor amigo BDSM, es el que me cuida siempre, y me protege y me asesora desde el otro lado del río.
Aquiles, nunca me cansaré de escribir ese nombre y escucharlo en mi cabeza, tiene un nene de 6 años a quien durmió una vez con una canción de Zitarrosa sobre el hijo de una negra esclava. Drume, drume negriiiitoo, que tu mamá está en el campo, negrito, trabajando sí, trabajando todo el día, trabajando sí.
No me acuerdo cómo sigue la canción, pero esa canción es uno de los pocos recuerdos felices con mi propio padre, a su vez descendiente de africanos (mi abuela Helena contaba la historia de su bisabuela comprada en Cabo Verde y traída a la Argentina, aunque ya debo estar yo también inventando y la abuela ya no está para preguntarle). Drume, drume negrita, me cantaba mi papá, y es cierto que yo entonces me veía más mulatita que ahora. Y mientras Aquiles me cuenta esto, yo no puedo evitar el deseo irresistible de largarme a llorar, y de escribirte esto, para no olvidarme de que yo me merecía otra cosa, otro padre, un padre quizás como el que tiene el hijo de Aquiles. Escribirlo para no olvidarme, y no perdonar jamás los abusos de poder, la violencia física, las vejaciones psíquicas y verbales a las cuales ese tipo me sometió durante todo lo que viví y me comuniqué con él y que empezaron desde mi más tierna infancia, no olvidarme y no perdonar jamás, a pesar de que alguna vez me cantó esa bella canción sobre esclavas negras.
A raíz de ese post y de las fechas que atravesamos, pensaba en el par de veces que coincidimos en su casa mi viejo, yo y su “asistente”, a quien, cuando recién apareció, yo llamaba “his boyfriend” entre mis conocidos, y resultó que era puto nomás, pero ahora tiene otro macho, activo y no platónico.
O que coincidimos allí, o en su oficina, él, yo y mi vieja, y alguna vez también la persona que lo cuida, que es aquel ex de mi vieja. Y un par de veces se reunió sin proponérselo toda la familia extendida: mis papás, mi ex nuevo papá, el novio de mi papá y yo. Y me sentí sucio, sentí un repelús que podría medirse con un electroencefalógrafo, y traté de no pensar mucho en eso. Trato de no pensar en eso y de vivirlo con la naturalidad del olor que golpea cuando se cruza el Riachuelo.
Sin duda, era más sano cuando revoleaba cosas y manifestaba, del único modo que podía, su caretez, su enfermedad contagiosa. Pero seguir en esa línea llevaba a la muerte a alguien, y nunca me animé a dar ese paso: siempre primó en mí un instinto de autoconservación.
Ahora sé jugar su juego de “acá no pasa/pasó nada”. Y callo. Pero no quiere decir que no vea. Y a veces no da para más la caretez: se hace difícil la simulación cuando pasás una Navidad sin pan dulce, un cumpleaños sin sanguchitos, tres meses sin otra piel, una veintena de inyecciones sin mejoría, un año y pico sin descansar reparadoramente, un laburo en negro en el que te comen el último sueldo y medio y la garca del orto estafadora quiere llevarte a la Justicia (sí, ella a mí).
¿Y vos querés que siga diciendo que estoy bien, que me siento mejor? Trato de ser polite con quien lo merece y de mostrarme “normal” (“¡ah!, pero es normal”, dijo la amiga de una de las personas a las que mis viejos les pagaban para que me dieran bola, y “dar bola” siempre excluyó coger), porque la pregunta “¿cómo estás?” no es más que formalidad. Pero ¡está todo mal, la puta que lo parió!
No sé si lo posteo para recordarme, justo hoy, dónde estoy, y que soy la mierda que ellos armaron y que no pude desarmar. Para recordarme las humillaciones, el odio y mi fracaso vital.
Que aún no salí del agujero negro de mi infancia.
O quizá para invocar al universo, o a mis neuronas, a ver si se alinean y configuran –o me presentan el know-how para configurar– lo que nunca tuve, lo que no sé cómo se hace porque nunca lo vi, y puedo hacer algo yo. Si resueno en alguien y nos realimentamos, y me confirmo que merezco otra cosa, que puedo construirla, y arranco.
Y me libero.
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1 comentario:
Esto es demoledor.
Podría decir miles de cosas pero no tienen sentido.
Por obvio que suene, y disculpame la torpeza, siempre se puede estar mejor porque siempre se puede estar peor. Y viceversa.
Y viceversa...
Agarrémonos de eso y adelante, nomás.
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