El niño del piso superior al de arriba tiene ataques de nervios cada vez que juega con la Play. Patalea, y hace vibrar mi habitación, y vocifera “es imposible, es imposible”. Y sigue: “No puede ser tan difícil”, “odio este juego, odio vivir”, “quiero ganar, necesito ganar”, maldice a sus jugadores por “troncos”, insulta a su hermana menor diciéndole “gorda” cuando ella se ríe de él y de sus actitudes…
Su padre no está, porque si no lo reprendería con su estilo desencajado, recordándole que tiene 11 años. El pequeño Pelotudo aprovecha su ausencia para jugar, y ya son varias las veces que lo oigo, a mi pesar, en plena crisis, a la mañana o a la hora de la siesta, cuando está sólo con su madre. Por cuarenta minutos la señora lo deja gritar, y llorar, y berrear, sin decirle –casi– nada. Después, de golpe, empezará a gritarle a la nena no sé por qué.
Todos los días de vacaciones el Pelotudito volverá a estar fuera de sí: “Me hace mal la Play”, grita, pero sus padres no registran ese momento de lucidez, que tal vez sólo sea la repetición de algo que escuchó. Y sigue maldiciendo a los jugadores y al jueguito: “Es muy difícil”, “quiero ganar”, “es una mierda este juego”, “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”, clama con esa voz aguda e irritante que se deforma en un llanto desquiciado.
La otra tarde, sin embargo, la madre intervino antes de la media hora, y la hermana pidió gritando: “No le pegues”. Juan Carlitos rápidamente la desautorizó: “Andate, vos”. Entonces ella cambió de parecer y le pidió a su mamá: “Pegale”.
Cuando se calmó, y se aburrió de decirles “hijos de puta” a los jugadores; de afirmar, contra la realidad, que “es imposible” y que “no puede ser”; de mentar “la concha peluda” y de pedir “por dios”, quiso ver tele. Pero ese día habían cortado el cable…
Y su nuevo ataque de nervios interfirió mi almuerzo por una nueva e incontable vez. Ahora monta su número con gritos, y llantos, y golpes contra las paredes, y contra la reja del balcón, y la madre gritándole, y el niño ululando: “Corten el agua pero no corten la tele”, “esta casa es una mierda”, “todos los días cortan la tele”, “me quiero morir”. Y repite varias veces: “Corten el agua pero no corten la tele”, y cambia el lamento por un “corten la luz”, pero al toque se percata de que si cortan la luz tampoco va a poder ver tele, e insiste con el anterior.
Toda su familia vive en un estado de crispación que se contagia por el aire. Y la mina le vende los hechos cambiados a su marido, le disfraza la realidad no sé con qué fin, y el chabón desconoce la mitad de las cosas que pasan, según se desprende de sus dichos, los cuales me obliga a oír con su vozarrón de paraavalanchas. A veces el tipo organiza una suerte de careo con toda la familia, pero cuando parece que va a saltar alguna de las mentiras que le dice, la jermu rompe la situación con algún grito y un oportuno cambio de frente.
Y si uno se queja de los ruidos, la señora Pelotuda (el apellido agrega una a, como los rusos) afirmará tener testigos y amenazará con demandas. Y el matrimonio se quejará a la administradora del edificio diciéndole: “Nosotros somos los Pelotudo. Nosotros tenemos contactos”.
Sí, un falso contacto es lo que tienen. En el cerebro.
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