En la puerta del ascensor me cruzo con la vecina del séptimo. La reconozco, la saludo, y, como la otra vez, me responde con un gruñido. Estamos mejorando: hubo varias veces que ni me dio pie para el saludo. Suerte que es amiga de mi vieja; si no, tal vez me mordería…
Ya en la vereda, viene el chabón del tercero, que, aunque secamente, solía saludarme. Lo veo llegar con el MP3 de cables blancos embutido en sus oídos; no en los ojos. Lo veo, es evidente que me ve, y, cuando se acerca a la distancia apropiada, preparo el saludo, y el forro sigue de largo. No sólo me pregunto qué carajo le hice a la mina (salvo que haya descubierto a su hija colándose dos consoladores y gritando mi nombre, pero no creo), sino también qué bicho le picó al tarado este.
Un rato después salgo a tirar, fuera de hora, una bolsa de basura maloliente que cayó de arriba. Llega la pendeja del décimo, que suele saludarme, acompañando a su hermanito insoportable a la salida del colegio. La veo y me pregunto si me va a saludar, porque creo que alguna vez no lo hizo, quizá porque no nos encontramos en el edificio, sino en la calle. La cosa es que, cuando nuestros pasos nos ponen a tiro, me quedo con la mirada buscando fallidamente el contacto visual previo al saludo. Pasa y la oigo decirle al pequeño demonio: “¿No es más amigo tuyo Francisco?”.
Regreso a casa de un recorrido más largo. En la esquina baja por la barranca la chica del depósito de la vuelta, donde vendo elementos reciclables. Nos vemos desde hace años, en varias sucursales, incluso lejos de acá. Obvio que la reconozco, y obvio que me reconoce, aunque ella trate con más personas que yo por día. Al pasar a mi lado, sin embargo, tiene incluso menos onda que el viernes, cuando su hermana –mucho más atractiva que ella y, además, la jermu del dueño–, que también estaba en el negocio, tenía un pantalón blanco que le traslucía una bombachita incapaz de cubrir pudorosamente ese culo rescatado de un burdel y un punto de cordialidad profesional que contrastaba con su abstracción riquelmiana.
Esa vez me dio el billete de dos mangos y las monedas con un sonido gutural y sin quitar la vista de su teléfono, con un desdén que contradecía la única empatía que tuvimos, hará dos semanas, cuando le pregunté “¿te ayudo?” y me dijo que sí; y entonces yo sacaba las bolsas con diarios de la balanza y se las pasaba, y ella las arrojaba contra un rincón, donde se amontonaban. En un momento le dije: “¡Qué puntería!”, y, como su tiro siguiente fue malo, me contestó: “Me secaste”, con un tono que interpreté como sonriente.
Debería chuparme bien un huevo. Si no me saludan, asunto de ellos. ¡Que vayan a lavarse el orto! Pero es como una ráfaga del Riachuelo que se te mete en la nariz por unos instantes y te estremece con su emanación mefítica. Y si son cuatro casi consecutivos, parece una cargada del Universo. ¿Se confabularon todos para cortarme el rostro? ¿Qué carajo hice? ¿Qué carajo tengo?
No soporto a la gente, e incluso trato de evitarla, y, si puedo, elijo salir a la calle en la hora de menos tránsito en la entrada del edificio procurando no cruzarme con nadie, ni con el portero, ni con ningún copropietario o inquilino. Si los encuentro, no obstante, trato de ser cordial y educado, aun cuando preferiría no tener que saludarlos porque no me importan. Y porque a algunos los desprecio, y me desprecian, y saludan y después tiran basura abajo. Y porque no me interesa gastar tiempo ni energías pensando en si me va a saludar, si es, si no es, si me vio, si me reconoció, si saluda en el palier, pero en la vereda no, o, en los casos de más confianza, adivinando si tengo que darle un beso o no, si está con la pareja, si está sola, si piensa que me la quiero levantar, si estoy muy chivado para darle un beso…
Y tras que trato de ser caretamente polite, todos me dejan con el saludo interruptus. Fuck off, viejo. No sólo no los soporto, sino que tampoco los entiendo.
En el viaje que me lleva al último desaire paso por una de esas villas que nacieron, y se multiplican hacia arriba, detrás de un prolijo paredón. Cuando levanto la vista, luego de verificar que los próximos pasos serán seguros pese al estado de la vereda, veo en la puerta a una chica. Vuelvo a chequear el suelo, y, cuando mis ojos se ponen paralelos al piso de nuevo, casi junto a la puerta, la miro y noto que no tendrá más de diez años.
Está vestida de blanco, con la ropa y la piel limpias, a diferencia de la pendeja, tal vez más chica que ella, que un rato después, a eso de las 8 de la tarde, encontraré en la avenida cerca de casa, revisando bolsas de residuos con metódico profesionalismo. Desata, saca, elige, guarda, repone y vuelve a atar la bolsa con una escrupulosidad estremecedora ante la no mirada de decenas de transeúntes. Y prosigue su derrota, con el pantalón de gimnasia, las ojotas, la piel y el cabello mal teñido tan sucios que desde la vereda de enfrente se ve la mugre, uno solo la ve, un boludo que se queda en la esquina, asombrado y conmovido, hasta que me pinta la paranoia de que el cana de la cuadra o alguien se pregunte qué hago que no circulo.
La chica de la villa también me había visto desde lejos, y, cuando paso a su lado, ella sí me saluda. Me dice “hola” con una sonrisa a la que le falta medio premolar del lado derecho, que viene bajando. Yo le respondo con otro “hola” y con otra sonrisa a la que le falta medio premolar.
Tengo poca repentización, casi nada, y no encuentro qué decirle. Aunque se queda en mi cabeza por varias horas, no se me ocurre qué más podría haberle dicho. No creo que hubiera margen para algo más. ¿Iba a hacerle una invitación para salir dentro de seis años? ¿Iba a bromear con que la única mujer que me dice algo en la calle es una nena?
El Universo reformula su burla: me saludan, me sonríen… y es menor. ¡Ni una paja se va hacer en mi memoria! Pero seguro que yo también me quedé un rato en su cabeza, como me pasaba cuando era chico y flasheaba con una mina más grande.
Pese a haber crecido, esos mundos paralelos, inintersecables, siguen estando por todos lados.
Y son una garcha.
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