Me causó cierta gracia que en la sala de espera de la guardia de un hospital de oftalmología hubiera un televisor. Estaba sintonizado en canal 9, según reconocí el logo en la única mirada que le pegué, y pasaban una película de acción, tal vez con efectos especiales.
Después de unos minutos, su alto volumen, que competía con los gritos de unos niños y con el murmullo de los muchos adultos que esperábamos, más que gracia, me provocaba fastidio e irritación. En eso, identifiqué la voz de quien doblaba a un personaje: era el mismo tipo que hace hablar a Montgomery Burns, y encontrarlo fuera de su hábitat, y reconocerlo, le dio a mi cerebro un baño de esos neurotransmisores que se disparan con la ligera sonrisa que surge a falta de otra cosa.
Finalmente, luego de esperar que atendieran a los quince pacientes que estaban antes, llegó mi turno, cuando ya había veinte esperando. El doctor G me despachó en menos tiempo del que necesita Monty Burns para pedirle a Smithers que suelte a los perros. De hecho, no me dijo qué tenía, aunque era evidente. Me miró un solo ojo, el más deteriorado, y sólo en ese momento encontré un resquicio para traspasar su lenguaje corporal expulsor y decirle que “en el otro también tengo”.
Sin mirarlo me dijo que sí, y me dio una receta preimpresa por un laboratorio en la que había hecho una cruz en el ícono del antibiótico, otra en el del lubricante y una raya vertical simultánea, y tal vez equivalente, a una indicación verbal imposible de recordar íntegramente con certeza. “Cada 4 horas”, seguro. Pero no pude registrar si era una gota o dos, aunque la duda me hace pensar que eran dos. De continuo agregó que en la farmacia de la esquina lo conseguía con descuento.
El tique (¡ticket!) no habla de descuento, pero, al menos, el empleado terminó aclarándome la cosa: una gota cada cuatro horas, con diez minutos de diferencia, y es indistinto cuál te instilás (¡instilar!) primero, si el lubricante o el antibiótico.
Teniendo en cuenta la voluntad de simplificarle la atención al profesional y la onda que tienen algunos médicos, la receta podría traer impresas también opciones de frecuencia de instilación, así el chabón hace un par de crucecitas más y uno no tiene que andar repreguntándole, y quitándole tiempo, obligándolo a repetir lo ya dicho y, al fin, molestándolo, o quedándose sorprendido y sin la chance de repreguntar, despedido por su ademán y su palabra.
Doctor G, con una atención de perros.
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