miércoles, 27 de abril de 2011

Twitter

Si tuviera Twitter escribiría: “Once de la mañana del sábado. El vecino me despierta con la música al palo. Escucha ‘Nunca menos’”.
Supongo que está bueno el Twitter para casos así: el desahogo rápido; decirlo al aire, a la web, y no joder a nadie concreto contándole tu peripecia repetida y, parece, infinita; la escritura impulsiva, que no requiere pensar o releer; el punch de una frase certera y la alegría que da encontrarse con ella…
Pero no tengo Twitter, y 140 caracteres son insuficientes para contar todo lo que pasó. Porque necesito contar todo, porque es más que un boludo escuchando (y cantando) esa canción para que todos se enteren de que la escucha. Es la inutilidad de apretar mi oído destapado contra la almohada, el esfuerzo de pensar en el tapón para ese oído y darme vuelta para buscarlo, el baldazo que cae en el patio y me termina de espabilar, como si hubiera caído sobre mi cabeza. Es el vecino dándole repeat a su canción, cuya intro tiene al ex presidente gritando, o enganchando otra, que cantaba con más fuerza, una que solo dice: “Ooooh, yo soy argentino, soy soldado del pingüino”.
Como vi que no iba a poder dormirme de nuevo, al rato me levanté y me fui a la cocina. Ahí era otro el vecino que, como ya es su costumbre los sábados a la mañana, ponía la música fuerte, haciéndola retumbar en el aire y luz del edificio. Esta vez eligió U2. De pronto recordé que yo también puedo poner la música fuerte, que me grabé Metal Machine Music especialmente para casos como este. Aunque las veces que lo usé me pareció que sería más rotundo un poco de hardcore, de grindcore, de metal extremo, porque la deformidad sonora de Lou Reed no es tan contundente y temo que no llegue a destino. Metal extremo o un bajista tirando escalas y saturando hasta que las paredes vibren y los vecinos no sepan de dónde viene el temblor.
Tuve que revolver bastante y superar un par de rápidos desánimos, porque mi pieza está un poco desordenada y no encontraba el casete. Hasta que apareció, entre varios que hay en la mesa de luz. Lo rebobiné un poco y lo puse fuerte. No en máximo, porque a mí mismx me resultaría insoportable. A mitad de volumen, que es bastante. Tanto que preferí cerrar la puerta de la cocina para protegerme. Cuando terminó, volví a mi pieza, y el tipo ya no jodía con su música. No sé si fue por mi respuesta o si simplemente se le consumieron las ganas de llamar la atención.
Entonces aprovecho para tratar de dormir, como me lo reclamaba mi cuerpo. Ni bien me acuesto, cerca de la una, empieza el vecino de arriba. Habla por teléfono en el balcón, le pregunta a su mujer algo respecto de la ropa que lavó, arrastra el ténder, lo golpea. Cierra con –mucha– fuerza el ventanal para fumar en el balcón sin que el humo entre en su casa (pero entra en la mía…), le habla a la mina, que está adentro. Termina el pucho, abre de nuevo, y la oigo a ella hablándole al bebé, cantándole mientras lo cambia: “¡Tengo el culo hecho un asquete…!”, repite con su voz chillona.
Así, una hora, más o menos. De vez en cuando, el soldado del pingüino y su familia discuten, gritan, golpean cosas… Y aunque este fin de semana no vinieron los otros hijos del fumador, que la vez pasada me despertaron con sus gritos y sus pelotazos contra la reja del balcón pese a que tenía los tapones puestos en los dos oídos, es imposible dormir la siesta, y todo el sábado lo vivo hechx mierda, cansadx, aturdidx, con un sopor insoportable nublándome la cabeza, a la altura de la frente.
El domingo me despierta el vecino de al lado con la radio fuerte a las nueve de la mañana. No va a apagarla hasta las tres de la tarde. Encima, escucha radio Mitre, esos locutores clonados que les hablan a todos y a nadie, diciendo nada, salvo lo que les dice su rutina reciclada por productores fotocopiados.
Por supuesto que en esas seis horas no solo no pude dormirme, sino que el vecino del “Nunca menos” le dio play a la cancioncita y salió al balcón un par de veces para hablarles a sus hijos o a su mujer, que estaban adentro. Y la mina también salió, y los nenes gritaron y se pelearon y pegaron portazos, y el tipo se dedicó a alentar a algún automovilista de la carrera que veía en la tele o a informarle a su hijo de un gol en el partido de turno.
Otro día perdido. Otro fin de semana perdido. Otro sol que se me escapa. Y en algún punto, mejor; porque, si no, habría sido más evidente que no tenía con quién compartir una tarde al sol.
El sábado siguiente me despertó el vecino de arriba a las siete y media con sus pasos de gliptodonte apurado. Pese a sus hijos, que pasaban el fin de semana acá, y a los otros vecinos, pude dormirme de nuevo con la ayuda de mis tapones para los oídos, aunque me desperté, fácil, media docena de veces. Y entonces me levanto cada vez más tarde, y me acuesto más tarde aún. Y al día siguiente me levanto todavía un poco más tarde, y así…
Al de al lado no se le puede decir nada porque no sé quién es. A los de arriba, tampoco porque mi madre está en buenos términos con ellos, y, comparados con la vieja que vivía antes, no joden tanto; y sobre todo porque no encuentro la manera de salir de la dinámica que se ha impuesto, del saludo todobién en el palier, y decirle al forro que se rescate, mínimo con el pucho. Porque no quiero quedar como alguien que se queja por todo o que le quiere decir al otro cómo tiene que vivir; o porque capaz que ese es el grado cero de la vida en departamento.
Y al kirchnerista tampoco, básicamente porque es para quilombo, porque sería en vano y pudriría la mínima convivencia que los lleva –a él y a su mujer– a saludarme, aunque sea con cara de asco y para actuar buena educación. Además, la vez que mi vieja fue a tocarle el timbre, miró por la cerradura y no abrió, y siguió con Sandro a todo volumen por un tiempo bastante más largo que el de ahora. Y a la nochecita volvió a insistir. Me acuerdo bien: yo tenía 39 y pico de fiebre, y el sorete disfrutaba molestando, vengándose de mis quejas a la administración. Y hasta la vieja del orto tuvo que llamarlo para que se rescatara, la misma vieja conchuda a la que le dijo: “No les dé el gusto, no se mude”…
¿Ves? No me alcanza Twitter para contar todo esto. (Además, ya incursioné en ese género cuando aún no se había puesto de moda, y es tanto el triunfo de la lógica publicitaria como una buena excusa para disimular las limitaciones expresivas con las que impone el formato). Y tampoco me alcanza un blog. No sirve twittear ni bloguear ni decírselo en persona a alguien, profesional o no, porque nada de eso lleva a que cambie.
Y esa certeza de la repetición desmoraliza más que despertarse, como hoy, con los del cable reparando un cable, con la música de nuevo, con los pasos o los ventanazos del vecino, con los parlantes del local kirchnerista de la otra cuadra… O como un nuevo hoy, domingo, con el vecino martillando a las ocho y media.
Hay que buscar otra manera --> de que cambie y de no morir emparedadx de solipsismo.
Sí. Se dice tan fácil…

2 comentarios:

olga dijo...

Ves? Paula Chaves tiene Twitter y entonces puede decir
buen dia!!! entre la obra de enfrente... y la refacción q se le dio por hacer a la del 7mo es imposible dormir en pazzzzzzzz... #malhumor

Anónimo dijo...

A falta de Twitter, ejercito aquí ese desahogo rápido del que hablaba:

Por el brillo hostil de la pantalla, apenas puedo leer en esta PC. Se me desmoronan los ojos y sólo reparo en palabras al azar, sin retenerlas y casi sin que conformen un sentido. Eso cambia cuando leo "gente rota y perdida" en un blog, y es una piña en el medio de la frente.

Igual, me zarpo de caracteres...

De paso, esto que me dijeron hace años y que reencontré el mes pasado: “Tu vida es un eterno conflicto. La historia se repite, cambian los personajes, los lugares, pero ¿los hechos?”.



(4.7.11)