miércoles, 8 de agosto de 2012

Cam

Las dos veces que tuve unos mangos y consideré la compra de una cámara de fotos digital debí gastar esa plata en médicos, remedios, análisis… La primera fue justo cuando comenzaba este blog; la otra, hace unos meses.
En aquel tiempo traté de consolarme encontrándole una especie de justificación al hecho de no tener una cámara. Se me ocurría que la posibilidad del registro de la cotidianidad que brinda la fotografía digital ayuda a construir una suerte de pasado vip en el cual las cosas coetáneas a la posesión de una cámara, y con la ayuda de estas fotos tan accesibles, pueden ser más fácilmente recordadas que las que nos rodeaban en la época de las cámaras de rollo, ya que estas se usaban mucho menos, en general en ocasiones especiales.
Hace un tiempo apareció una rajadura en la pared del living, la pintura se saltó a su alrededor, y una ligera manipulación dejó a la vista la capa de pintura que estaba debajo de la superficial. Después de no sé cuántos años, tal vez de décadas, volví a ver ese color té con leche que durante años fue cosa literalmente de todos los días. Fue muy impactante encontrar el pasado de esa manera, casi como un pequeño viaje en el túnel de tiempo. Algo similar a la vez en que apareció un retazo de la frazada roja con líneas negras y amarillas que me abrigó durante quince o veinte años. Esos pocos centímetros cuadrados de tela, ese poco de pintura que quedó a la vista cuando se saltó la otra seguramente no me habrían impactado tanto si estuvieran inmortalizados en alguna foto y pudiera ver su imagen cada vez que quisiera.
Si uno accede a esta tecnología de chico, quizá la diferencia no sea tan grande. Si uno es un nativo digital, directamente ni la notará. Pero yo sí, y me pega más a partir de cómo cultivo la memoria. Así que mejor no tener cámara, me dije… Que todos los recuerdos estén en igualdad de condiciones.
Aparte, algunas de las cosas que quería fotear y preservar en imágenes desaparecieron poco después de que decidiera no comprarla: el barrio cambió bastante, demolieron un par de casas, los edificios son cada vez más, algunos colectivos tienen otro color, alguna gente ya no está, yo me corté el pelo, alguna ocasión especial ya pasó. Como con tantas cosas, se hizo tarde. Y entonces, como ya se pasó el tiempo de comprar la cámara, mejor no tener cámara.
Algo de mentira habrá habido en esa idea porque este fin de año arreció aquel deseo. En el verano tuve que gastar 750 mangos en estudios médicos, 200 en un remedio y, por seis meses, alrededor de 80 cada mes en otro remedio más. Así que la cámara quedó lejos. No así el deseo, que siguió latiendo y haciéndome pensar. En un momento encontré una correlación que, una vez descubierta, tiene bastante de previsible, o de obvio: en este tiempo donde casi no queda nada y uno busca un lugar donde agarrarse, es lógico que quiera sacar fotos, que son una forma de agarrar algo, el tiempo, y tenerlo ahí, al alcance de las manos y de los ojos.
Luego veo que las fotos y la cámara son un emergente, algo que toma valor de símbolo, pero que por sí solo no es más que un fetiche. ¿Qué sentido tiene sacar una foto si no podés compartir el momento o si no tenés a quién mostrársela? Cuando veo eso es que erradico de mí la idea de comprar una cámara.
Las fotos las sacaré cuando esté en un contexto en el que sacarlas no sea una cáscara vacía, un deseo cumplido que –no tengo que olvidarlo– no tapa la nada que hay debajo. Cuando, aunque sea por un momento, se rompa esta dinámica interminable que tiene como una de sus características la falta de fotos: en los últimos 25 años me habrán sacado no sé si 20 fotos, de las cuales tengo 5 ó 6, de las cuales no sé si hay alguna que me guste.
Así, cada vez que paso por un lugar que me gustaría fotear –y un ser urbano como yo fotearía mucho por la ciudad–, cada vez que estoy en una situación que para mí amerita foto, los veo como recuerdo de la nada en la que estoy (¿que soy?), esa nada de la decido no escapar con la droga brillante de los colores de la pantalla. Y sigo caminando como si nada pasara (como si no me diera cuenta de lo que –no– pasa), como un boxeador que sintió el golpe –otro golpe– y no muestra el dolor.

1 comentario:

Anónimo dijo...

encontré un par de fotos en las que aparezco (qué manera de decirlo...; es que no me sale decir mías, porque de hecho no son "mías", no las tenía yo).
las llevé a escanear, y el boludo del cyber al sacarlas del escáner, las agarró a lo bestia y les dejó la marca del doblez que les hizo con sus dedos de primate.
y encima los jpg salieron re opacos, nada que ver con el brillo de las fotos originales.

o sea, ni esto me sale bien con las fotos.

:(