Últimamente
he estado teniendo unas puntadas en la cabeza que me preocupan muchísimo. Quizá
no sean nada grave. De hecho, hasta ahora no fueron nada más que el dolor
intenso y la preocupación consiguiente. Tal vez, incluso, sean algo
relativamente común, pero cuando suceden temo estar cerca de terminar como
Carlín Calvo, y sin haberme cogido a la mejor Luisina Brando.
La
otra vez, hará unos seis meses, me desperté una noche con una puntada muy
intensa en la cabeza, lo que me inquietó sobremanera. Más o menos se me pasó y
conseguí dormirme, pero una hora después me desperté de nuevo, con otra puntada
en el mismo lugar, atrás y a la derecha. Esta vez no me inquieté, simplemente
me cagué en las patas. Llamé al SAME, y me dijeron que no tenían ambulancias y
que fuera a una guardia. Luego llamé a mi madre, no sé para qué (bueno, sí,
para preguntarle si se le ocurría qué hacer, porque yo no sabía qué hacer ni
sabía si estaba a punto de palmar). Me dijo que ya venía, creo. Poco después,
tocó el timbre una vecina, a la cual ella había llamado, para tomarme la
presión…
Finalmente,
comí algo y me fui a la guardia del hospital público más cercano. Esperé más de
dos horas y no me atendieron. En ese lapso solo ingresaron para ser atendidos
el tipo que estaba antes que yo y un peruano que llegó con la cara rota en una
riña y cuyo acompañante se mandó sin esperar su turno. A medida que iba pasando
el tiempo, fui comprendiendo que lo mío no era tan grave, que si podía estar
dos horas de pie junto al charco de sangre que había exactamente en la puerta
del consultorio y en un lugar casi irrespirable por el hedor de las personas
que usan los asientos de la guardia para dormir, no estaba teniendo un ACV.
Pasada
la una de la mañana, me empezó a bajar la presión, o el azúcar, o lo que sea,
como suele pasarme, y debí volver a casa. A los pocos días fui a pedir turno
con un neurólogo, y, cuando le conté lo que me pasaba, la doctora que hace las
derivaciones me dijo: “El agudo es la guardia. Aunque seas cefaleico, que
siempre te duela, si cambia, si aumenta, si se modifica, es la guardia porque
lo de Carlín Calvo hay que tenerlo presente”. Por cierto, conseguir turno es un
milagro, o un chiste.
Hace
un mes me pasó lo mismo, salvo que no me desperté dos veces, sino cuatro o
cinco. Y que era muy tarde y tenía mucho cansancio como para ir a la guardia en
ese momento. Cada despertada y cada puntada acrecentaban enormemente mi temor
y, obviamente, decidí ir al hospital apenas me levantara. (Noto ahora que me
preocupan más los episodios que se dan mientras duermo). Ese mediodía, cuando
comía para poder salir, tuve otra puntada, que no reafirmó mi decisión de ir a
la guardia porque era una decisión tomada que no necesitaba reafirmación. Lo
que sí reafirmó fue mi temor.
Llegué,
y había mucha gente. Esta vez daban número, cosa que nunca antes había visto.
Tenía el 51, e iban por el 34… Así que, aprovechando que vivo relativamente
cerca, opté por volver a casa y hacer la espera acá, en un lugar más
confortable y sin tanto calor. Calculé el tiempo para volver, y cuando llegué
casi no había gente esperando, tres o cuatro personas, nada más. Les pregunté a
unas señoras que estaban junto a la puerta por qué número iban, y una me dijo “por
el 52”.
¡Caramba!
¿Qué hacer? Fui hasta la ventanilla y le pregunté a la persona que entregaba
los números, y me dijo que pasara cuando abrieran la puerta, que no daba sacar
número de nuevo. Me ubiqué junto a las señoras y dejé bien a la vista el
papelito con el número para que la que tenía el 53 no protestara, aunque ya le
había explicado que tenía el 51 cuando llegué y le pregunté.
Después
de tomarme los datos, el médico me preguntó qué me pasaba, le conté, me tomó la
presión, me dijo que notaba en mí cierta agitación y me preguntó si tenía
miedo. Le contesté que más que miedo era preocupación, o inquietud. Y que la
agitación era porque había corrido para llegar.
Miento
fácil a veces. Le dije que había corrido desde el bar que está enfrente cuando
vi salir a la chica que estaba antes que yo con su hija: supongo que me dio
vergüenza decir “me fui a mi casa”. Aunque es cierto que me había apurado,
porque otra mujer, joven y seguramente extranjera, me pidió que la ayudara a
armar el cochecito de su bebé en la calle, tras bajar del colectivo, y perdí
unos minutos importantes ahí.
El
doctor me hizo la orden para una radiografía de cuello y cabeza, y me dijo que
cuando la tuviera lo esperara junto a uno de los consultorios del hall
principal. Eso hice, y pasado un rato me atendió. Miró la placa, me dijo que mi
cuello era un desastre, o algo así (no llevé el grabador para tener registro
textual de lo que me iban a decir, cosa que veo como un síntoma elocuente del
cagazo que tenía), que tenía artrosis, y tal vez algo más, quizá que las
cervicales maltratadas presionan un nervio y eso provoca el dolor (“mirá que el
dolor no es en el cuello, es en la cabeza arriba, cerca de la coronilla”,
consideré necesario aclararle).
Me
indicó que me sentara en la camilla, creo que me preguntó cómo me sentía, me
tomó la presión nuevamente, la cual ya estaba en niveles normales, y mi
explicación a todas sus palabras, a las que recuerdo y a las que no, fue que
seguramente la mejoría se debía a que antes había llegado casi corriendo y a
que esta sala de espera era mucho más confortable que la de la guardia.
Me
dijo que me acostara boca abajo, y entonces empezó a tocarme el cuello y la
zona superior de la espalda. Supuse que buscaba comprobar táctilmente lo que se
veía en la radiografía. Siguió tocándome la espalda, un poco más abajo cada
vez, y ya no era un tacto exploratorio, sino algo parecido a una sesión de
masajes. El poder médico reveló nuevamente su incuestionabilidad porque no dije
nada. Pero yo notaba que iba bajando, y, a medida que descendía, mi sorpresa y
mi incomodidad crecían. “¿Cuándo se detiene?”, me preguntaba. Más bien, “¿dónde?”.
Y “¿qué hago?”. Obviamente, no encontré respuestas, salvo los hechos consumados
por el doctor, que, cuando llegó a mis nalgas, continuó con su tarea sobre mi
malla.
Lamento
no haberlo grabado, para recordar si me pidió que me sacara la remera, por
ejemplo (creo que sí), y sobre todo para saber si decía algo mientras hacía lo
suyo. Algo más que referirse a mis tremendas contracturas, en especial las de
las piernas, lugar de mi cuerpo al que también se dedicó. Para ese momento ya
me había indicado que me diera vuelta, e iba ascendiendo con sus dedos desde
mis pantorrillas. Pasó la altura de las rodillas, y, de nuevo, yo no podía
parar de pensar qué hacer y cuándo. (Sip, finalmente no hice nada, sólo aceptar
lo que pasaba).
Siguió
subiendo por mis muslos hasta la cadera a través de la malla, y entonces me
bajó levemente el short, y mis genitales quedaron a merced de su vista. Lo sé,
aunque no lo vi, porque mi posición no me permitía verlo. Pero la sensación fue
inequívoca. Es más: si la bajó, la bajó un toque, pero lo relevante fue que la
separó. Eso sentí, el elástico considerablemente despegado de mi piel, y,
seguramente, el doctor mirando.
Muy
poco después dio por terminada su acción, llamémosla masajes, llamémosla
manoseo, me dijo que tenía que ir a un traumatólogo, me dio el papelito
correspondiente, me habló de un kinesiólogo también, y me hizo la receta para
que comprara un analgésico.
Decidí
simular naturalidad, interpretar todo como buena onda y no como una forma de
abuso, y me volví a casa, ya sin dolor, pero con el ruido en la cabeza que deja
una situación tan anómala, que sólo pude manifestarle con un “qué buenos los
masajes del hospital público”, o algo parecido.
Aún
hoy sigo sin poder calificar claramente lo que pasó. Pienso en que el no decir
nada sobre lo que iba a hacer pone la acción del doctor Acuña (MN 99583) en el terreno de lo fuera de lugar; pero recuerdo que ese silencio es habitual en los médicos, y
entonces sólo me quedó con mi sensación imprecisa, que, al mismo tiempo, no
abandona la casi certeza de haber pasado por una situación desmedida.