domingo, 5 de junio de 2016

La imagen de estar acompañado

Momentáneamente separados por la estructura tubular que reduce y bifurca la vereda de Corrientes, paso por el espacio unipersonal que queda bajo los andamios. Ella, que siempre prefiere caminar a mi derecha, va casi por el cordón de la vereda.
Tres pasos después del final del laberinto sencillo de caños celestes está la bocacalle. Mi golpe de vista busca al muñequito bicolor del semáforo y encuentra al volantero de un prostíbulo –que ya me registró–, el mínimo movimiento de sus dedos índice y pulgar con el que separa el pequeño rectángulo amarillo que está en el tope de su mazo.
La disolución de la distancia, una mirada, tal vez una palabra le hacen notar de inmediato que caminamos juntos. Entonces, mi visión periférica capta plenamente la consecuencia: el momento exacto en que su brazo cubierto por un pulóver y una campera tan oscuros como esa esquina de la noche afloja la tensión necesaria para extenderse y ofrecer sus improbables placeres de privado. Y espera al próximo probable prostituyente.
La imagen de estar acompañado no es (solamente) verla. La completa ese ademán interrumpido, es decir, verme visto, al fin, por una vez, diferente en otros ojos.

2 comentarios:

y.o. dijo...

El primero que comente se gana un "poemario" de esos que Olga hizo para vender en el tren o en el subte, cosa a la que, finalmente, nunca se animó.

Anónimo dijo...

Nombres
Victoria es tu nombre.
Victoria es tu único nombre.
Cultores de lo escueto, tus padres le pusieron
un solo nombre
a cada uno de sus tres hijos.
Lo sé porque te googleé.
Tranquila: no es de psycho,
no revela
una patología psiquiátrica el stalkeo.
Más bien, es un signo de los tiempos
(y un poco de aburrimiento)
(y curiosidad por lo que no tengo).
Facebook, Twitter, Buscardatos...
Escorpiana del primer decanato, cuando Diego
recibió de Enrique, la pisó entre dos y arrancó
su eslalom hacia la leyenda,
vos no estabas ni en los planes de tus viejos.

Fotos con nieve en Nueva York, vacaciones
en aguas verdes cristalinas,
un único tipo que -fortuna- parece ser parte del pasado;
del día en que te dieron el diploma, un álbum con familia,
compañeras, unos tacos colosales para mitigar
tu metro y medio y tus manos pequeñitas,
que podrían disparar las fantasías
más perversas de Ciro Pertusi,
sosteniendo en lo alto, desplegado,
el título, tu copa del mundo, frente a esos
edificios de eterno color caca.

Sabés mi edad, y no puedo, entonces,
sacarme años para achicar la brecha generacional.
Sabés mi nombre y lo pronunciás con tanto énfasis,
y sin equivocarte ni una vez, que me da vergüenza
cuando pido por vos en ventanilla y la atracción
paronomástica me pone la oclusiva bilabial
a punto de explotar con el apellido de la
repulsiva señora de Garfunkel.

Un día me rescato: si no muevo,
no va a pasar nada, y te pregunto si con todos
sos tan simpática, si pronunciás todos los nombres
con la misma potencia.
La araña que mora en la tela
urdida junto al botiquín del baño
se mueve
apenas un milímetro o dos
cuando la salpico adrede después de lavarme las manos,
y ese minúsculo movimiento carga
de tensión la zona.
Un movimiento similar percibí cuando te lo dije,
un silencio propio de la extinción del aire,
hasta que el oído, después de unos instantes infinitos,
se acomoda, y empiezan a llegar
voces y pasos
desde lejos.

Rompo el kit de emergencia y activo
la reducción de daños: "¿Todo bien? No pasa nada, che, ¿eh?".
Con un "todo liso, amea..." vuelve tu sonrisa, pero tus músculos
faciales ya no volverán a combinarse de una forma en que pueda
decodificar tus microexpresiones en la frecuencia
de cierta cercanía.
Y mi nombre,
perenne, tatuado,
es Derrota.