martes, 8 de octubre de 2019

Mi mirada molesta

La dentista va aplicando la anestesia. Un pinchazo acá, otro más allá y un par en el paladar. Esos duelen más, avisa, como siempre, aunque esta vez no duelen tanto. La miro fijo a los ojos desde abajo, desde mi casi horizontalidad dispuesta en el sillón. No al verde que últimamente me parece más azulado, porque tiene ojos de color variable o porque cambió el tono de los Freshlook. La miro al centro del negro del ojo intentando una comunicación que justificaría este post si pudiera encontrar las palabras para referirla (pero no pude ir más allá de esa cita equivocada de Jim Morrison: I'm looking for a home in every face I see).
"No me putees, Olga", dice, y se ríe. No dice Olga. Usa mi otro nombre, el primero de los que anuncia el documento, y no me molesta: es la única persona en cuya voz está bien escuchar ese nombre. No le respondo más que, tal vez, una risa porque no puedo despegar de la literalidad y no se me ocurre nada, y el momento ya fue, ya es parte de un pasado que solo yo recuerdo.
Ella ya me conoce y ese mediodía notó mi "estrés" (sic). No le dije que no sabía para qué estaba haciendo eso (¿para estar cerca suyo un rato más?, ¿para alimentar la ilusión de que estoy haciendo algo un rato más?) ni que me hacía mucho ruido sentirme en el piloto automático que me llevó a hacerlo, tanto como gastar la fortuna que gasté. En cambio, quise explicarle que ver más equipamiento que las otras veces me hacía sospechar algo más intenso –como en efecto fue–, y también esas cosas que trato de no contar, porque quiero parecer normal, pero que esta vez blanqueé.
Que me baja el azúcar, lo del jugo Ades como talismán y solución empírica, que en la semana había tenido un par de episodios inesperados que me preocuparon, sobre todo el de la tarde-noche anterior, el cual me dejó casi a punto de ir a la farmacia a tomarme la presión, pero no me impidió, un rato después, estar corriendo en la plaza, porque así de incomprensible es mi cuerpo. Que comí mucho esa mañana, antes de salir, para que la energía me durara más (porque palma aproximadamente cuando termina la digestión), y que si poco después de comer me pongo muy horizontal se revela una falla en alguna válvula y se viene esófago arriba el contenido del estómago lleno.
Esto último no se lo dije, pero sí sé que traté de postergar el momento en que debía recostarme aun ya habiéndome ubicado en el sillón. Y fue entonces, conmigo en esa posición –espalda esquivando el respaldo, codos sosteniendo el ángulo del cuerpo–, cuando dijo lo del estrés.
Finalmente, no tuve problema alguno: las empanadas de soja dieron resultado, la glucemia se mantuvo en niveles aceptables el tiempo requerido y tampoco molestó mi esófago o la parte del cuerpo cercana que hace de las suyas.
Días después, en esta internación domiciliaria que acato para evitar resfriarme porque "prohibido resfriarse", según dijo su compañero apenas terminaron, repaso los highlights de esa jornada: las manos encontrándose (twice, una vez las cuatro manos, cuando ella puso la tercera, y yo traté de quitarle intensidad al momento diciendo que qué bueno tener dos odontólogas con las cuales puede suceder ese gesto –y sí, pero con vos es otra cosa–); un leve roce, deliberado y cariñoso, de su mano en mi cabeza; aquella mirada, su frase y su risa.
Y en el encadenamiento de recuerdos vienen del pasado un par de situaciones en que mi mirada fue molesta. Aparte de malinterpretada. Y temo que eso pueda llegar a suceder acá.
Y ahora pienso en cómo será el momento en que este signo vital sea definitivamente parte del pasado y no exista ni la ilusión de revivirlo medio segundo. ¿Será solo un alejamiento profesional porque se acabaron las cosas que quiero hacer en mi boca? ¿Será un enojo explícito? ¿Será porque los fracasos profesionales se suman? ¿Será atravesado por una distancia deliberada para ponerse a salvo de hipotéticas eventualidades derivadas de mi extravagancia e intensidad? ¿Será por lo demandante que (no sé si) soy o puedo ser como paciente? ¿Será un silencio de esos que algunas personas eligen para manifestarme su desprecio, de esos que tanto se repiten en mi vida?
También se repiten los mails que escribo iniciando siempre yo la comunicación, generalmente un poco descolgada; esos que un par de veces le tocó recibir a ella. Pero un día postoperatorio es ella quien escribe, para preguntar cómo estoy, y doy fe de que algo cambia en mi neuroquímica, aunque no exista el medidor que lo registre objetivamente. Y cuando no escribe –todos los otros días–, los niveles caen. Con eso en mente, demoré al máximo el envío del mail donde debía preguntarle cuándo nos veíamos para el control, a ver si ella se acordaba y escribía, y se reeditaba el rush. Fue en vano.
Esta semana fantaseé con mencionarle el asunto: decirle "escribime, mandame una carita, un emoji… me voy a recuperar más rápido (?)". Pero ya bastante con que (también) le hablé del asunto manos, de cómo (me) pega cuando nuestras manos entran en contacto ese tiempo que no llega a un segundo en el momento de la despedida, de que me permito pedirle una versión más intensa de ese gesto cuando hay sangre de por medio, de que el resto de las veces trato de hacerlo fugaz y leve con un high five.
Tampoco sé si mencionarle el tema miradas, preguntarle si lo notó, si le molestó, decirle que la miro más en situaciones de tensión, pinchazos, dolor físico; explicarle –si pudiera– qué quiero decir o encontrar en esa mirada; mencionarle, aunque sea brevemente, estos recuerdos del orto.
(¿Cuántas freakeces te voy a mostrar? ¿Cuántas aguanto mostrarte? ¿Cuántas aguantás disimulando, como disimulás, tanto que a veces hasta me olvido de lo freak que soy?). Imagen uno. El colegio, mi segundo secundario, primeros meses, creo que la merquera psicópata aun no es merquera y seguro no sé lo psicópata que es, aunque un par de veces ya mostró la hilacha del desprecio. Ella, sentada en uno de los bancos de adelante de la fila del medio, junto a su novio. Yo, también adelante, pero en uno de los de la fila de la izquierda, a un pasillo de distancia del novio, a un pasillo y un novio de distancia de ella.
Un tema en común a partir de no sé qué cosa mencionada en clase permite una comunicación inesperada. Creo intuir en mi memoria que no era una cuestión estrictamente académica, sino un asunto lateral, derivado tangencialmente de ella. Los dos tenemos palabras para decir sobre el asunto, y hablamos. Se entabla un corto diálogo en el que las miradas coinciden y ratifican la complicidad de encontrar esa intersección.
Al tiempo, ocurre algo similar, y busco repetir la comunicación del contacto visual. Porque yo siempre termino haciendo de nuevo lo que funcionó una vez, aunque los contextos o las personas no sean los mismos. Parece que la miro mucho, o que cuelgo un rato con la mirada apuntando en esa dirección esperando que la suya se encuentre con la mía para asentir tácitamente, porque después escucho a alguien, no recuerdo a quién, mencionando cómo la miro. Lo hace con palabras y un tono que pronto revelan que no entendió mi mirada. No sé si ella o el novio habrán flasheado algo de ese estilo, pero, aunque no lo hayan visto, seguro alguien se lo comentó. Y dos años después Gutiérrez fue más explícito: "Te quedaste caliente porque no te la cogiste".
Imagen dos. Con la señora casada o, al menos, juntada entramos en contacto por redes sociales a raíz de un recital de uno de los artistas favoritos de este blog, al cual no pude ir, y coincidimos luego, en tres o cuatro shows del mismo chabón. Lo anunció allí como parte de esa forma de exhibicionismo que signa estos tiempos, y un par de veces la reconocí, aunque no me acerqué a saludarla porque estaba con marido, hijo, etc., y porque tampoco sabría qué decirle. Sólo soy un manojo de bits y no sé si tengo ganas de hacer el esfuerzo de dejar de serlo.
Luego de uno de esos shows me escribe por mensaje privado y me pregunta si fui, si era yo quien la miraba mucho. La verdad, no creo haberla mirado tanto. Tal vez, antes del comienzo del espectáculo, esperara un momento en que se encontraran nuestras miradas para saludarla de lejos, quizá haciendo la mímica de un teclado de computadora, así me ubicaba más fácilmente y, al mismo tiempo, podía mantener la distancia, sin necesidad de pararme y caminar hacia ella, saludar a su entorno, tener que pensar hasta dónde da sostener el diálogo, cómo integrarlos, cuándo y cómo hay que empezar a darlo por finalizado, tratar de que eso no sea muy brusco, etc.
Como sea, tengo la íntima convicción de que no fue para tanto. Es más –lo veo ahora–: si realmente la miré mucho, las miradas se habrían cruzado en algún momento y entonces habría sido más probable que la saludara con la mímica del teclado. Elijo mentirle, decirle que no pude ir, y no explicarle nada de esto. Menos aun, enterarla de que, incluso si fue como no creo que haya sido, no debería preocuparse porque ideológicamente no me gusta ni un poquito, porque tampoco me gusta físicamente, porque sé que tiene pareja y, quizá aún más decisivo, porque tiene descendencia.
Pero ella tiene la moral muy alta y cree que anda rompiendo corazones o calentando cuerpos por ahí, y en el siguiente mensaje me dice "moderate" (!!!!). Con lo cual revela que no me creyó. Es imposible explicarle a cada uno y más inútil es cuando las pocas explicaciones que puedo dar no imprimen. Pensarán lo que quieran. O lo que puedan. Pero quien queda mal soy yo.
De todos modos, es impactante cómo todos piensan lo mismo y nadie puede ver otra cosa, un intento de comunicación, una búsqueda de pruebas de mi existencia, cualquier idea que esté fuera de sus cerebros de personas adaptadas para las cuales la in-comunicación no es un escollo insuperable.
Creo que hay una tercera mirada de estas, que la memoria, piadosa, no me deja recordar. Tan piadosa no es porque persiste esa sensación de inquietud que sucede cuando hay algo en segundo plano en la cabeza, pero no podés recuperar ni una de sus características concretas.
De la que me acuerdo es de otra, que en realidad fue una no-mirada. Eran mis 14 o 15, cuando dejé el colegio, y una mañana vino a casa un docente que vivía cerca. No entiendo cómo ni por qué lo hice pasar, más allá de que, claro, lo conocía del colegio: era Fernet, el de sexto grado. Pero aun así…
Creo recordar que mi vieja no estaba, supongo que mi abuela ya habría muerto. Ahora pienso si no habrá sido una aparición orquestada con mi madre a ver si yo me copaba y volvía a estudiar. Lo que recuerdo con toda precisión es dónde estábamos sentados, para dónde miraba cada uno, el tono matinal del sol en el living, que sonó el teléfono (esos negros viejos de disco) y no atendí porque sabía que no era para mí, lo cual le expliqué cuando reparó en el hecho con desconcierto. Y que aún más le llamó la atención el hecho de que no lo mirara a la cara. Estábamos yo en la cabecera, de espaldas al jardín, el tipo a mi derecha, del lado largo de la mesa, y parece yo miraba muy notoriamente hacia la pared de enfrente en vez de mirarlo a él. En este caso, no recuerdo qué respondí cuando lo mencionó.
Con las décadas supe que la evasión del contacto visual es una característica de los autistas.
Aún hoy siento que me cuesta mirar a los ojos, salvo cuando conecto con alguien a cierto nivel, como con la dentista (aunque esa conexión sea bien asimétrica). Ahí quiero quedarme mirando un rato largo. Mirarla a ella, o mirar el aire que mueve, o cada mínimo movimiento de sus músculos faciales, sobre todo cuando esos microgestos pegan bien. Para drogarme con la neuroquímica que (se) (me) produce o para tratar de descifrar qué, cómo y por qué la produce. No mucho más que eso.
Las formas dicen cosas. Lo saben los diseñadores de autos, entre tantos otros profesionales de los trazos. Ves (veo) una cupé 125 en bastante buen estado y no puedo dejar de mirarla, y, a la vez, no puedo atrapar toda la información que transmiten esas líneas. Lo que dicen per se, desde 1972, y lo que dicen hoy, cuando es una rareza hallar una máquina de esas.
Y si algo que está quieto dice tanto, cuánto no dirá cada uno de los movimientos de las personas, en especial aquellas que, por motivos incognoscibles, transmiten más que los demás. Bueno, no sé si es lo que transmiten o si es la antena mía y cómo recibe esa transmisión. El resto del tiempo, con el resto de la gente, tengo que andar recordándome a dónde estoy mirando, si miro los ojos, la boca, un punto impreciso y desviado unos centímetros de la cabeza del interlocutor; obligándome a pasar de nuevo por los ojos, aunque sea por las cejas, como para marcar una presencia, etc.
Si pudiera medirse el gasto de energía que tengo en eso, como miden los teléfonos la app que más consume, nos sorprenderíamos. Y si, además, sumamos el gasto que implica tener en mente todo el tiempo que tampoco debo mirar excesivamente, pilotear las ausencias de reciprocidad, considerar si para esa persona o para terceros puede resultar molesto, saber que pueden interpretar que busco algo que no busco –entre otras cosas porque sé que no sucederán ya que nunca sucedieron–, que pueden sancionar por eso, es agotador. Capaz que ahí se va buena parte de la energía que me falta.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Las formas en que todos me dicen, a su modo, que el mundo es mejor sin mí.