jueves, 7 de agosto de 2025
Raíces cuadradas
Algún vecino entra o sale del ascensor con su hijo preadolescente, que, en voz notablemente alta, va repasando las raíces cuadradas. No recuerdo hasta dónde llega, si alcanza el diez por diez, cien. No lo recuerdo porque mi voz –mental– se superpone y sigue de largo: once por once, ciento veintiuno; doce por doce, ciento cuarenta y cuatro; trece por trece, ciento sesenta y nueve; catorce por catorce, no sé; quince por quince, doscientos veinticinco; dieciséis por dieciséis, doscientos cincuenta y seis.
Entonces, quiero sacarme la espina del catorce por catorce, y algo en la cabeza se me acomoda de forma que puedo notar que sumando trece y luego catorce al radicando anterior, que en este caso es ciento sesenta y nueve, llego a ciento noventa y seis, que es el número que estaría buscando. Pruebo con otros números, con quince y con dieciséis, que es más fácil, y funciona: ciento noventa y seis más catorce más quince es igual a doscientos veinticinco, y doscientos veinticinco más quince más dieciséis es igual a doscientos cincuenta y seis.
Otro día me vuelvo a acordar del asunto y empiezo a probar desde números de una cifra y sigo hasta que me aburro, pasando el treinta, comprobando la precisión de mi descubrimiento. Seguro que es re básico, pero se me ocurrió a mí sin siquiera la ayuda de un lápiz y un papel; seguro que hay más de un video en Youtube explicándolo, pero ni lo busqué…
Ahora que, años más tarde, vuelvo a repasar esto para no publicar cosas que están mal, ratifico que está bien y a la carrera veo que catorce por catorce también es igual a siete al cuadrado por cuatro. Pruebo con otros números y ¡funciona! Con los números pares es fácil de comprobar: doce por doce es igual a seis al cuadrado por cuatro; diez por diez es igual a cinco al cuadrado por cuatro; dieciséis por dieciséis, a ocho al cuadrado por cuatro. Con los impares tuve que recurrir a la calculadora, pero también funciona: cinco coma cinco al cuadrado por cuatro es igual a once al cuadrado. Y así con todos: seis coma cinco para el trece, siete coma cinco para el quince, etc.
Entonces, quiero sacarme la espina del catorce por catorce, y algo en la cabeza se me acomoda de forma que puedo notar que sumando trece y luego catorce al radicando anterior, que en este caso es ciento sesenta y nueve, llego a ciento noventa y seis, que es el número que estaría buscando. Pruebo con otros números, con quince y con dieciséis, que es más fácil, y funciona: ciento noventa y seis más catorce más quince es igual a doscientos veinticinco, y doscientos veinticinco más quince más dieciséis es igual a doscientos cincuenta y seis.
Otro día me vuelvo a acordar del asunto y empiezo a probar desde números de una cifra y sigo hasta que me aburro, pasando el treinta, comprobando la precisión de mi descubrimiento. Seguro que es re básico, pero se me ocurrió a mí sin siquiera la ayuda de un lápiz y un papel; seguro que hay más de un video en Youtube explicándolo, pero ni lo busqué…
Ahora que, años más tarde, vuelvo a repasar esto para no publicar cosas que están mal, ratifico que está bien y a la carrera veo que catorce por catorce también es igual a siete al cuadrado por cuatro. Pruebo con otros números y ¡funciona! Con los números pares es fácil de comprobar: doce por doce es igual a seis al cuadrado por cuatro; diez por diez es igual a cinco al cuadrado por cuatro; dieciséis por dieciséis, a ocho al cuadrado por cuatro. Con los impares tuve que recurrir a la calculadora, pero también funciona: cinco coma cinco al cuadrado por cuatro es igual a once al cuadrado. Y así con todos: seis coma cinco para el trece, siete coma cinco para el quince, etc.
Se me rompieron las zapas (las amarillas)
Supongo que las saqué del armario cuando dejé las Pulse para lavar. Esas cosas que uno hace pero no registra con la minuciosidad funesiana que más tarde preferiría haber ejercitado. La idea era –o habrá sido– cubrir la necesidad de recorridos caminados, quizá correr alguna vez, sobre todo días post-lluvia, o cosas así, tipo suplencias, ya que los dos pares de Cumulus tienen las suelas destrozadas, pero son tan cómodas que no quiero darlas de baja, y entonces tengo que maximizar cada uso que les doy.
Poco después de haberlas vuelto a la rotación, una noche llegué a casa y para sacármelas hice lo de siempre: desarmé el nudo del cordón y apoyé la mitad trasera de un pie contra el otro haciendo fuerza. Pero esta vez sentí un crac, o un plop, más un cambio en la resistencia que un sonido. Lo que fuera reveló que algo inesperado había ocurrido. Y eso fue que el formotion se despegó antes de que la zapatilla derecha saliera de mi pie, o mientras salía. Se despegó por completo y quedó colgando apenas sostenido por una de las dos tiras de goma de la suela que se extienden hasta allí en una especie de puente que lo une con el resto de la media suela.
Lo pegué con poxi, pero el arreglo no duró mucho. Volví a pegarlo con el mismo efímero y desalentador resultado una o dos veces más. Usarlas se redujo a probar si el poxi aguantaba, y una de las veces que salí a caminar en ese plan, la noche del primer sábado de agosto, terminé encontrándome con NJ, pero no atiné a hablarle antes de que entrara junto con sus acompañantes en la parrilla de fachada amarilla. (Eso debería ser otro post).
Tengo el recuerdo de la ida, de pisar bien fuerte con el antepié en el cordón de la vereda de la calle de la rima fácil porque en lugares así no era necesario apoyar todo el pie y, por lo tanto, tampoco lo era cuidar la fuerza de la pisada como sí lo hice durante el resto del viaje, sobre todo porque en la vuelta ya lo sentía medio suelto y desencuadrado.
La última vez el pegamento no duró ni dos cuadras. Antes de llegar a la avenida ya estaba flojo, moviéndose, a veces más, a veces menos, y había que ser consciente de la pisada para que el formotion no chancleteara más de la cuenta. Comprobada su ineficacia, las usé así unas pocas ocasiones, para viajes muy cortos, por ejemplo los que hice al banco cuando tuve que hacer un trámite. Uno de esos mediodías, mientras esperaba que me atendieran, y sólo porque había llevado los anteojos, vi que la izquierda también tenía una de las tiras de suela cortada, pero no se había despegado el formotion. Y pensé que cuando se despegara sería el momento de abandonar todo intento de prolongarles la vida.
Al poco tiempo, tal vez la siguiente tarde en que las usé, yendo a plastificar el certificado, di un paso que no llegó a ser malo, apenas un toque más fuerte del talón con el cordón de la vereda al cruzar una esquina, un mal cálculo del ángulo de la rampa, y de la nada el formotion se soltó del todo, de la tira de suela de caucho Continental, y debí renguear el resto del recorrido con el coso ese en el bolsillo, dos cuadras y media que faltaban de ida y cinco casi seis de vuelta.
Después quedaron ahí, aguardando su destino, una decisión mía que fuera su destino, hasta que opté por usarlas igual en recorridos cortos, no sé si para ahorrarles un ínfimo desgaste a las otras o como forma de estirar la despedida. Desafié la cojera en algunas caminatas breves por acá, sobre todo de noche, porque me daba vergüenza andar con la zapa rota a la luz del día, y cada vez que me las sacaba lo hacía con cuidado y notando que también se había despegado una parte de la zapatilla –la trasera– de la media suela; pero siempre me olvidaba de ponerle poxi.
Hasta esa noche, pasado fin de año, en que elegí usarlas para ir al parque a ver si el corte de luz seguía y se lo podía atravesar como la noche anterior, alumbrado sólo por los autos que pasaban. A las doce cuadras –un cuarto de viaje, aprox.– sentí algo raro en un paso cualquiera, y al mirar descubrí que se había despegado la media suela casi hasta la mitad de la zapatilla. Tuve que tomar la decisión de volver o no, y elegí continuar.
El apagón era más grande y se mostraba inaccesible desde la misma esquina del parque. Doblé las dos veces a la izquierda para retornar a casa y sentía la zapatilla cada vez más floja. De a ratos la media suela se desplazaba lateralmente hasta el límite de la incomodidad. Llegando al último cuarto del viaje, esto ya era muy notorio, tanto que pensé en venir saltando en una pata, total eran cerca de las doce y no había nadie en la calle. O arrancar la media suela y pisar apoyando la zapatilla desnuda esas diez o doce cuadras. La otra opción era caminar casi arrastrando el pie para que no se desencuadrara.
Dos o tres cuadras más adelante, de alguna forma la situación se me hizo insostenible, y sí: decidí arrancar la media suela. Tuve que hacer bastante fuerza a la altura de los dedos chiquitos, el último bastión del pegamento que en todo el resto había cedido sin dejar huellas. Miré la altura de la calle para saber cuánto me faltaba y seguí rengueando, esperando llegar con la media suela en la mano, pero sin (otra) novedad. En la mitad de ese último cuarto tuve que desviarme porque había otro apagón. Agarré por la avenida, donde al comienzo no era tan cerrada la oscuridad por los autos que pasaban y por algunas luces que sobrevivían, pero el panorama fue cambiando a medida que avanzaba.
Más pendiente de adivinar en lontananza dónde estaba el límite de la luz, si más allá o más acá de la calle de mi casa, que de la zapatilla sin media suela y la cojera que me producía, el normal funcionamiento del semáforo en la esquina de las avenidas me dio alguna ilusión. Pero los edificios como sombras más oscuras en la oscuridad, sin una lamparita que sirviera como signo vital, contrapesaron con creces aquella expectativa.
En el bar de la esquina, una chica de lejos atractivo esperaba teléfono en mano algo o a alguien apoyada en el alféizar de una ventana. Llegué a mi calle y era literalmente imposible caminar si no pasaba un auto. Y no pasaba ninguno. Entonces volví sobre mis pasos –rengos– hasta la otra avenida para acercarme a mi casa por allí. Pensé en cruzar de nuevo para pasar cerca de la chica, pero no era mi mejor versión la de una media zapatilla en la mano. Y mi mejor versión tampoco conseguiría nada. Nunca consiguió nada. Retomé la avenida y al llegar a la próxima esquina volvió la luz. Algunos automovilistas festejaron haciendo sonar bocinas. Y yo caminé las dos cuadras y media que me faltaban con luz. (Mi madre, quejosa, abrió la puerta antes de que yo encontrara la llave correcta, onda que estaba mirando por la cerradura, y después me recriminó que a dónde salgo y no sé qué más).
En su momento, habían perdido la final de mi consideración con las Asics Pulse, tal vez por el hype de esta marca y su gel. Pero siguieron tentándome desde la vidriera del Solo Deportes de Pueyrredón durante dos o tres meses en los que no aumentaron de precio, y también desde Foroatletismo, donde las consideraban aptas para ser zapatillas de entrenamiento y utilizadas prácticamente para todo por gente de mi peso (de entonces), aun cuando mis tiempos eran más de un minuto más lentos que los indicados en el post.
Cuando tuve plata de nuevo, a fines de diciembre de 2015, las compré por 1270 pesos, la mitad de lo que costaban las Supernova Glide última generación. Fueron las últimas Adidas que compré, las últimas zapas blancas que compré… (las últimas zapas que me compré en casi tres años). Antes de abandonar el local, la vendedora me dio un almanaque del negocio, con algún motivo de corazones y animalitos de peluche, y me dijo “para tu señora” (?).
Fueron las menos robustas de todas las que tuve, más livianas –casi un 15% menos peso que las Cumulus–, más finas, más angostas, más ceñidas, con (las) paredes (del upper) de durlock; pero se la bancaron impecablemente y no tuvieron ni una rotura, salvo el formotion, que la otra también lo tiene cerca de la despegada, pero en la mitad inferior, no la pieza entera. Si hubiera tenido más precaución a la hora de sacármelas, quizá podría haberlas usado un tiempo más, aunque sea como *zapas de vestir*. (O si hubiera mezquinado un poco los talonazos que metía para sentir cómo acomodaba la pisada al pegar con el formotion).
Eran sobriamente lindas. Había algo relacionado con la elegancia en sus líneas, y estas tenían la combinación de colores más atractiva de las que veo en la web ahora que googleo para averiguar su peso. Voy a extrañar ese blanco con vivos negros y algo de amarillo en las tres tiras.
El problema mayor fue su ajuste, que pasaba de muy flojo a dolorosamente prieto en un mínimo movimiento de cordón. No sé si por el material de los (larguísimos) cordones, por su ojetera, por su ancho o por qué. Tal vez esa fue la razón por las que no llegaron a desbancar de mi preferencia a las Adidas azules. Y luego compré las Cumulus, que se fueron ganando mi amor hasta convertirlo en devoción. Por eso pasaron parte del tiempo en el placar, siendo suplentes de los dos pares de Cumulus.
Forman parte de un tiempo borroso, y no tengo muchos recuerdos de ellas, salvo el más vívido, ese mediodía que esperábamos al escribano que tardaba y tardaba, y decidimos irnos del banco a un lugar más tranquilo, a los asientos de la parada del colectivo frente a la Kentucky de plaza Italia. Ahí, llenando el tiempo muerto, encontré restos de arena en ellas, arena del cajón de salto en largo de la pista, de cuando unos días antes quise saltar y me resultó mentalmente imposible romper la fuerza de gravedad. Y fue como unir dos mundos.
Y el de la mojada en el parque frente al Garrahan en el charco de la vereda de cemento (mal) alisado. Yo corriendo con la confianza de que si no hay baldosas no hay baldosas flojas que salpiquen, y el espíritu de un tercerizado municipal desmintiéndome con su trabajo mal hecho… Después las encontré en las fotos del club la noche de la entrega de diplomas, cuando no entrábamos en cuadro por ser muchos, y me hinqué cual número 9, propiciando la fila de los agachados, y en dos filas sí cupimos. Y también en primer plano en una foto frustrada una tarde que fui a Ramos.
Todos esos, algunos más que otros, y el lugar donde las compré, son las opciones que tengo para dejarlas cumpliendo el ritual de las zapas cuando mueren (que también incluye este post). Tal vez sean cuatro, uno para el formotion, otro para la media suela, otro para el resto de la zapa y un cuarto para la zapa que quedó entera, que será seguramente la pista del parque, más bien el cajón de salto en largo.
Poco después de haberlas vuelto a la rotación, una noche llegué a casa y para sacármelas hice lo de siempre: desarmé el nudo del cordón y apoyé la mitad trasera de un pie contra el otro haciendo fuerza. Pero esta vez sentí un crac, o un plop, más un cambio en la resistencia que un sonido. Lo que fuera reveló que algo inesperado había ocurrido. Y eso fue que el formotion se despegó antes de que la zapatilla derecha saliera de mi pie, o mientras salía. Se despegó por completo y quedó colgando apenas sostenido por una de las dos tiras de goma de la suela que se extienden hasta allí en una especie de puente que lo une con el resto de la media suela.
Lo pegué con poxi, pero el arreglo no duró mucho. Volví a pegarlo con el mismo efímero y desalentador resultado una o dos veces más. Usarlas se redujo a probar si el poxi aguantaba, y una de las veces que salí a caminar en ese plan, la noche del primer sábado de agosto, terminé encontrándome con NJ, pero no atiné a hablarle antes de que entrara junto con sus acompañantes en la parrilla de fachada amarilla. (Eso debería ser otro post).
Tengo el recuerdo de la ida, de pisar bien fuerte con el antepié en el cordón de la vereda de la calle de la rima fácil porque en lugares así no era necesario apoyar todo el pie y, por lo tanto, tampoco lo era cuidar la fuerza de la pisada como sí lo hice durante el resto del viaje, sobre todo porque en la vuelta ya lo sentía medio suelto y desencuadrado.
La última vez el pegamento no duró ni dos cuadras. Antes de llegar a la avenida ya estaba flojo, moviéndose, a veces más, a veces menos, y había que ser consciente de la pisada para que el formotion no chancleteara más de la cuenta. Comprobada su ineficacia, las usé así unas pocas ocasiones, para viajes muy cortos, por ejemplo los que hice al banco cuando tuve que hacer un trámite. Uno de esos mediodías, mientras esperaba que me atendieran, y sólo porque había llevado los anteojos, vi que la izquierda también tenía una de las tiras de suela cortada, pero no se había despegado el formotion. Y pensé que cuando se despegara sería el momento de abandonar todo intento de prolongarles la vida.
Al poco tiempo, tal vez la siguiente tarde en que las usé, yendo a plastificar el certificado, di un paso que no llegó a ser malo, apenas un toque más fuerte del talón con el cordón de la vereda al cruzar una esquina, un mal cálculo del ángulo de la rampa, y de la nada el formotion se soltó del todo, de la tira de suela de caucho Continental, y debí renguear el resto del recorrido con el coso ese en el bolsillo, dos cuadras y media que faltaban de ida y cinco casi seis de vuelta.
Después quedaron ahí, aguardando su destino, una decisión mía que fuera su destino, hasta que opté por usarlas igual en recorridos cortos, no sé si para ahorrarles un ínfimo desgaste a las otras o como forma de estirar la despedida. Desafié la cojera en algunas caminatas breves por acá, sobre todo de noche, porque me daba vergüenza andar con la zapa rota a la luz del día, y cada vez que me las sacaba lo hacía con cuidado y notando que también se había despegado una parte de la zapatilla –la trasera– de la media suela; pero siempre me olvidaba de ponerle poxi.
Hasta esa noche, pasado fin de año, en que elegí usarlas para ir al parque a ver si el corte de luz seguía y se lo podía atravesar como la noche anterior, alumbrado sólo por los autos que pasaban. A las doce cuadras –un cuarto de viaje, aprox.– sentí algo raro en un paso cualquiera, y al mirar descubrí que se había despegado la media suela casi hasta la mitad de la zapatilla. Tuve que tomar la decisión de volver o no, y elegí continuar.
El apagón era más grande y se mostraba inaccesible desde la misma esquina del parque. Doblé las dos veces a la izquierda para retornar a casa y sentía la zapatilla cada vez más floja. De a ratos la media suela se desplazaba lateralmente hasta el límite de la incomodidad. Llegando al último cuarto del viaje, esto ya era muy notorio, tanto que pensé en venir saltando en una pata, total eran cerca de las doce y no había nadie en la calle. O arrancar la media suela y pisar apoyando la zapatilla desnuda esas diez o doce cuadras. La otra opción era caminar casi arrastrando el pie para que no se desencuadrara.
Dos o tres cuadras más adelante, de alguna forma la situación se me hizo insostenible, y sí: decidí arrancar la media suela. Tuve que hacer bastante fuerza a la altura de los dedos chiquitos, el último bastión del pegamento que en todo el resto había cedido sin dejar huellas. Miré la altura de la calle para saber cuánto me faltaba y seguí rengueando, esperando llegar con la media suela en la mano, pero sin (otra) novedad. En la mitad de ese último cuarto tuve que desviarme porque había otro apagón. Agarré por la avenida, donde al comienzo no era tan cerrada la oscuridad por los autos que pasaban y por algunas luces que sobrevivían, pero el panorama fue cambiando a medida que avanzaba.
Más pendiente de adivinar en lontananza dónde estaba el límite de la luz, si más allá o más acá de la calle de mi casa, que de la zapatilla sin media suela y la cojera que me producía, el normal funcionamiento del semáforo en la esquina de las avenidas me dio alguna ilusión. Pero los edificios como sombras más oscuras en la oscuridad, sin una lamparita que sirviera como signo vital, contrapesaron con creces aquella expectativa.
En el bar de la esquina, una chica de lejos atractivo esperaba teléfono en mano algo o a alguien apoyada en el alféizar de una ventana. Llegué a mi calle y era literalmente imposible caminar si no pasaba un auto. Y no pasaba ninguno. Entonces volví sobre mis pasos –rengos– hasta la otra avenida para acercarme a mi casa por allí. Pensé en cruzar de nuevo para pasar cerca de la chica, pero no era mi mejor versión la de una media zapatilla en la mano. Y mi mejor versión tampoco conseguiría nada. Nunca consiguió nada. Retomé la avenida y al llegar a la próxima esquina volvió la luz. Algunos automovilistas festejaron haciendo sonar bocinas. Y yo caminé las dos cuadras y media que me faltaban con luz. (Mi madre, quejosa, abrió la puerta antes de que yo encontrara la llave correcta, onda que estaba mirando por la cerradura, y después me recriminó que a dónde salgo y no sé qué más).
En su momento, habían perdido la final de mi consideración con las Asics Pulse, tal vez por el hype de esta marca y su gel. Pero siguieron tentándome desde la vidriera del Solo Deportes de Pueyrredón durante dos o tres meses en los que no aumentaron de precio, y también desde Foroatletismo, donde las consideraban aptas para ser zapatillas de entrenamiento y utilizadas prácticamente para todo por gente de mi peso (de entonces), aun cuando mis tiempos eran más de un minuto más lentos que los indicados en el post.
Cuando tuve plata de nuevo, a fines de diciembre de 2015, las compré por 1270 pesos, la mitad de lo que costaban las Supernova Glide última generación. Fueron las últimas Adidas que compré, las últimas zapas blancas que compré… (las últimas zapas que me compré en casi tres años). Antes de abandonar el local, la vendedora me dio un almanaque del negocio, con algún motivo de corazones y animalitos de peluche, y me dijo “para tu señora” (?).
Fueron las menos robustas de todas las que tuve, más livianas –casi un 15% menos peso que las Cumulus–, más finas, más angostas, más ceñidas, con (las) paredes (del upper) de durlock; pero se la bancaron impecablemente y no tuvieron ni una rotura, salvo el formotion, que la otra también lo tiene cerca de la despegada, pero en la mitad inferior, no la pieza entera. Si hubiera tenido más precaución a la hora de sacármelas, quizá podría haberlas usado un tiempo más, aunque sea como *zapas de vestir*. (O si hubiera mezquinado un poco los talonazos que metía para sentir cómo acomodaba la pisada al pegar con el formotion).
Eran sobriamente lindas. Había algo relacionado con la elegancia en sus líneas, y estas tenían la combinación de colores más atractiva de las que veo en la web ahora que googleo para averiguar su peso. Voy a extrañar ese blanco con vivos negros y algo de amarillo en las tres tiras.
El problema mayor fue su ajuste, que pasaba de muy flojo a dolorosamente prieto en un mínimo movimiento de cordón. No sé si por el material de los (larguísimos) cordones, por su ojetera, por su ancho o por qué. Tal vez esa fue la razón por las que no llegaron a desbancar de mi preferencia a las Adidas azules. Y luego compré las Cumulus, que se fueron ganando mi amor hasta convertirlo en devoción. Por eso pasaron parte del tiempo en el placar, siendo suplentes de los dos pares de Cumulus.
Forman parte de un tiempo borroso, y no tengo muchos recuerdos de ellas, salvo el más vívido, ese mediodía que esperábamos al escribano que tardaba y tardaba, y decidimos irnos del banco a un lugar más tranquilo, a los asientos de la parada del colectivo frente a la Kentucky de plaza Italia. Ahí, llenando el tiempo muerto, encontré restos de arena en ellas, arena del cajón de salto en largo de la pista, de cuando unos días antes quise saltar y me resultó mentalmente imposible romper la fuerza de gravedad. Y fue como unir dos mundos.
Y el de la mojada en el parque frente al Garrahan en el charco de la vereda de cemento (mal) alisado. Yo corriendo con la confianza de que si no hay baldosas no hay baldosas flojas que salpiquen, y el espíritu de un tercerizado municipal desmintiéndome con su trabajo mal hecho… Después las encontré en las fotos del club la noche de la entrega de diplomas, cuando no entrábamos en cuadro por ser muchos, y me hinqué cual número 9, propiciando la fila de los agachados, y en dos filas sí cupimos. Y también en primer plano en una foto frustrada una tarde que fui a Ramos.
Todos esos, algunos más que otros, y el lugar donde las compré, son las opciones que tengo para dejarlas cumpliendo el ritual de las zapas cuando mueren (que también incluye este post). Tal vez sean cuatro, uno para el formotion, otro para la media suela, otro para el resto de la zapa y un cuarto para la zapa que quedó entera, que será seguramente la pista del parque, más bien el cajón de salto en largo.
Algunos nacen con estrella y otrxs nacimos estrelladxs
Había habido saqueos, había estado de sitio y tocaba Don Cornelio en el Parakultural. Unos pibes, aún menores, se vinieron a verlos desde Bernal, en el Roca o en colectivo, y no los paró la cana en la madrugada de San Telmo, y se volvieron sin problemas a su casa en algún bondi que pasara toda la noche.
Y a mí la yuta me paraba en la esquina de mi casa a las cuatro de la tarde.
Y a mí la yuta me paraba en la esquina de mi casa a las cuatro de la tarde.
Exposición de vehículos antiguos
El colectivo tarda mucho en venir. Tampoco pasa el que va para el otro lado y empiezo a pensar si no hay un paro repentino. Finalmente, cruza uno que va para la estación, señal de que funciona. Y de que hay que seguir esperando.
Hasta que llega, más de veinticinco minutos después llega, recontra repleto llega. Somos cuatro los que subimos, yo en último lugar, y no cabe nadie más: tardé varias cuadras en sacar el boleto porque no podía salir del espacio entre el parabrisas y los primeros asientos, donde los colectivos de provincia aún tienen escalones. De hecho, quienes esperaban en las dos paradas siguientes debieron seguir esperando porque no les paró. Vamos tan apretados que varias personas bajan por adelante cuando les llega el momento porque la puerta del medio es casi inaccesible; entre ellas, la señora del primer asiento, donde aprovecho para sentarme. El coche se va vaciando hasta niveles normales, en alguna esquina se desvía porque la calle está cortada debido a un choque, y cuando varios pasajeros le preguntan si va a retomar o si sigue derecho hasta (ex) Humaitá, el chofer, joven y pretendidamente fachero, decide ignorarlos una y otra vez.
La próxima escena sucede luego de cruzar el puente. En la primera parada sube una chica llegando a sus treintas y le pregunta si es el 160. De inmediato se siente en la necesidad de aclarar que preguntó porque el reflejo del sol no le dejaba ver el número. El chofer sonríe bajo sus anteojos oscuros y le dice que sí. Ella menciona la calle San Juan, para saber si llega hasta ahí y/o para pedir el boleto, y se queda parada junto al lector de la Sube, pese a que al fondo hay espacio. Teléfono en mano, habla o mira mensajes. En un momento retoma el diálogo para decirle que tardó mucho, y el conductor admite que sí, que están andando “más distanciados”. Después le hace otra pregunta: cuánto tardará en llegar a San Juan. “Diez minutos, más o menos”, responde él, que se fija en la planilla antes de contestar, aunque debe de saber los tiempos de memoria. Entonces ella vuelve al teléfono para dejar un mensaje diciendo que en diez minutos llega.
La tengo a medio metro y la miro de reojo, pero sin mirar mucho, y/porque es claramente atractiva. Atractiva por su presencia y por lo que irradia, no por tener curvas o piel al descubierto, salvo la de la cara, despejada completamente por una vincha color rosa viejo, la cual deja ver unos trazos circulares de total armonía. Más sencillo es ver su pelo oscuro atado en una especie de moño sobre la nuca y reparar en unas canas cerca de la frente que se podrían contar con los dedos de las manos. Más fugaz es la mirada que distingue la cicatriz de un piercing en el bozo.
Nunca se mueve de mi lado, pero claramente, y aunque el pasillo tenga el ancho de un pasillo de bondi, elige estar mucho más cerca del chofer que de mí. Al rato vuelve a preguntarle algo: ahora quiere saber si va por Boedo. Él le explica que no, que es la primera “para allá”, que la deja a una cuadra. Faltando dos paradas suben unas viejas. Les dejo el asiento y cuando una de ellas me dice que no es necesario, respondo, fuerte y claro, justo al lado de la chica atractiva, que bajo en San Juan. Pero ella no se hace cargo, prefiere quedarse junto al chofer, y pienso que si no fuese así de linda sería un incordio. Me paro junto a la puerta del medio y quedan al alcance de mi vista los mensajes de Whatsapp que manda una pasajera mientras sus hijos (6 y 3 años aprox.) terminan una bolsa de papas fritas y tiran al suelo las migas (algunas grandes) de las papas que quedaron sobre sus ropas. Le escribe a “Yesi vesina” diciéndole que tiene pastillas para que venda si le sirve, pero Yesi no contesta antes de San Juan, así que me quedo sin saber qué pastillas son o cómo las consiguió.
Llegamos y la chica baja por adelante; yo, por el medio cuando el chabón abre la puerta, que tarda un toque. Una vez en la vereda la busco con la mirada para ver si está yendo en la dirección correcta, pero no la encuentro. Empiezo a caminar lento, empiezo a pensar en otra cosa, hasta que la reconozco casi llegando a la siguiente esquina y no entiendo cómo se alejó tanto. Cambio de velocidad para estar cerca de ella nuevamente, a ver si me pregunta algo y le puedo responder, pero no: se detiene para prestarle atención al teléfono, y yo con el impulso ya estoy cruzando Boedo. Ahí mismo debo girar a la izquierda y cruzar San Juan, pero justo cambia el semáforo y me tengo que comer toda la onda verde, mientras noto que otra vez la perdí de vista y presumo que cruzó hacia el norte cuando yo cruzaba hacia el este.
La avenida está cortada por la exposición de vehículos antiguos. Lo primero que se ve es un Impala rojo, luego un par de rat-rods, después el gazebo donde los organizadores anuncian el comienzo de la expo y piden a los visitantes que cuiden los coches. Pero yo miro hacia la vereda de enfrente, exprimiendo el aumento de mis anteojos para buscarla con la mirada, hasta que finalmente reencuentro su imagen y la voy observando desde unos veinte metros de distancia. Llegando a Carlos Calvo cambia el paso, baja a la calzada y va a encontrarse con el tipo que la esperaba. Se saludan con un beso estándar y se quedan hablando allí mientras doblo y me doy vuelta para verla por última vez, semioculta por el chabón.
Me vuelvo pensando en las formas de la comunicación (o de la incomunicación), en la indudable atracción que había con el bondidriver, que quedó ahí, sin que nadie moviera para atravesar la distancia; en lo ajena que me resulta esa energía y en lo movilizador que es verla en primera fila, y en que aun cuando sucede nada asegura que no se agote en sí misma. Y en lo afortunado del tipo que la esperaba, que puede invitar a alguien a una exposición de vehículos antiguos.
Y en que cuando puedo responder algo útil, no me lo preguntan; en que si me hubiera preguntado a mí como le preguntó al fercho habría revolucionado mi cotidianidad, pero no habría pasado de ahí; en que no sirvió de nada estar en primera fila porque no me llevé nada útil para aplicar en hipotéticas –improbables– situaciones similares, en cómo (siento que) tengo que medir mi mirada, en cómo se habrán despedido, en si el chofer demoró en abrir la puerta del medio porque hablaron algo más en el momento en que ella estaba por bajar o incluso en si lo hizo para que ella pudiera tomar distancia de mí.
Los de la expo habían puesto unos parlantes y de fondo sonaba Suzi Q, de Creedence.
Hasta que llega, más de veinticinco minutos después llega, recontra repleto llega. Somos cuatro los que subimos, yo en último lugar, y no cabe nadie más: tardé varias cuadras en sacar el boleto porque no podía salir del espacio entre el parabrisas y los primeros asientos, donde los colectivos de provincia aún tienen escalones. De hecho, quienes esperaban en las dos paradas siguientes debieron seguir esperando porque no les paró. Vamos tan apretados que varias personas bajan por adelante cuando les llega el momento porque la puerta del medio es casi inaccesible; entre ellas, la señora del primer asiento, donde aprovecho para sentarme. El coche se va vaciando hasta niveles normales, en alguna esquina se desvía porque la calle está cortada debido a un choque, y cuando varios pasajeros le preguntan si va a retomar o si sigue derecho hasta (ex) Humaitá, el chofer, joven y pretendidamente fachero, decide ignorarlos una y otra vez.
La próxima escena sucede luego de cruzar el puente. En la primera parada sube una chica llegando a sus treintas y le pregunta si es el 160. De inmediato se siente en la necesidad de aclarar que preguntó porque el reflejo del sol no le dejaba ver el número. El chofer sonríe bajo sus anteojos oscuros y le dice que sí. Ella menciona la calle San Juan, para saber si llega hasta ahí y/o para pedir el boleto, y se queda parada junto al lector de la Sube, pese a que al fondo hay espacio. Teléfono en mano, habla o mira mensajes. En un momento retoma el diálogo para decirle que tardó mucho, y el conductor admite que sí, que están andando “más distanciados”. Después le hace otra pregunta: cuánto tardará en llegar a San Juan. “Diez minutos, más o menos”, responde él, que se fija en la planilla antes de contestar, aunque debe de saber los tiempos de memoria. Entonces ella vuelve al teléfono para dejar un mensaje diciendo que en diez minutos llega.
La tengo a medio metro y la miro de reojo, pero sin mirar mucho, y/porque es claramente atractiva. Atractiva por su presencia y por lo que irradia, no por tener curvas o piel al descubierto, salvo la de la cara, despejada completamente por una vincha color rosa viejo, la cual deja ver unos trazos circulares de total armonía. Más sencillo es ver su pelo oscuro atado en una especie de moño sobre la nuca y reparar en unas canas cerca de la frente que se podrían contar con los dedos de las manos. Más fugaz es la mirada que distingue la cicatriz de un piercing en el bozo.
Nunca se mueve de mi lado, pero claramente, y aunque el pasillo tenga el ancho de un pasillo de bondi, elige estar mucho más cerca del chofer que de mí. Al rato vuelve a preguntarle algo: ahora quiere saber si va por Boedo. Él le explica que no, que es la primera “para allá”, que la deja a una cuadra. Faltando dos paradas suben unas viejas. Les dejo el asiento y cuando una de ellas me dice que no es necesario, respondo, fuerte y claro, justo al lado de la chica atractiva, que bajo en San Juan. Pero ella no se hace cargo, prefiere quedarse junto al chofer, y pienso que si no fuese así de linda sería un incordio. Me paro junto a la puerta del medio y quedan al alcance de mi vista los mensajes de Whatsapp que manda una pasajera mientras sus hijos (6 y 3 años aprox.) terminan una bolsa de papas fritas y tiran al suelo las migas (algunas grandes) de las papas que quedaron sobre sus ropas. Le escribe a “Yesi vesina” diciéndole que tiene pastillas para que venda si le sirve, pero Yesi no contesta antes de San Juan, así que me quedo sin saber qué pastillas son o cómo las consiguió.
Llegamos y la chica baja por adelante; yo, por el medio cuando el chabón abre la puerta, que tarda un toque. Una vez en la vereda la busco con la mirada para ver si está yendo en la dirección correcta, pero no la encuentro. Empiezo a caminar lento, empiezo a pensar en otra cosa, hasta que la reconozco casi llegando a la siguiente esquina y no entiendo cómo se alejó tanto. Cambio de velocidad para estar cerca de ella nuevamente, a ver si me pregunta algo y le puedo responder, pero no: se detiene para prestarle atención al teléfono, y yo con el impulso ya estoy cruzando Boedo. Ahí mismo debo girar a la izquierda y cruzar San Juan, pero justo cambia el semáforo y me tengo que comer toda la onda verde, mientras noto que otra vez la perdí de vista y presumo que cruzó hacia el norte cuando yo cruzaba hacia el este.
La avenida está cortada por la exposición de vehículos antiguos. Lo primero que se ve es un Impala rojo, luego un par de rat-rods, después el gazebo donde los organizadores anuncian el comienzo de la expo y piden a los visitantes que cuiden los coches. Pero yo miro hacia la vereda de enfrente, exprimiendo el aumento de mis anteojos para buscarla con la mirada, hasta que finalmente reencuentro su imagen y la voy observando desde unos veinte metros de distancia. Llegando a Carlos Calvo cambia el paso, baja a la calzada y va a encontrarse con el tipo que la esperaba. Se saludan con un beso estándar y se quedan hablando allí mientras doblo y me doy vuelta para verla por última vez, semioculta por el chabón.
Me vuelvo pensando en las formas de la comunicación (o de la incomunicación), en la indudable atracción que había con el bondidriver, que quedó ahí, sin que nadie moviera para atravesar la distancia; en lo ajena que me resulta esa energía y en lo movilizador que es verla en primera fila, y en que aun cuando sucede nada asegura que no se agote en sí misma. Y en lo afortunado del tipo que la esperaba, que puede invitar a alguien a una exposición de vehículos antiguos.
Y en que cuando puedo responder algo útil, no me lo preguntan; en que si me hubiera preguntado a mí como le preguntó al fercho habría revolucionado mi cotidianidad, pero no habría pasado de ahí; en que no sirvió de nada estar en primera fila porque no me llevé nada útil para aplicar en hipotéticas –improbables– situaciones similares, en cómo (siento que) tengo que medir mi mirada, en cómo se habrán despedido, en si el chofer demoró en abrir la puerta del medio porque hablaron algo más en el momento en que ella estaba por bajar o incluso en si lo hizo para que ella pudiera tomar distancia de mí.
Los de la expo habían puesto unos parlantes y de fondo sonaba Suzi Q, de Creedence.
miércoles, 6 de agosto de 2025
Crossfit
Los crossfiteros (y las crossfiteras) entrenan estimulados por el punchi punchi que sale del parlante que llevaron al parque con las pesas, las colchonetas y el reloj de pie con números led que les dice cuánto tiempo de esfuerzo les queda por delante.
A tres metros, bajo la autopista, una mujer tiende la bolsa de consorcio sobre el banco donde va a dormir esta noche de siete grados.
Todos proceden como si los otros no existieran, y la única conexión entre ellos son mis ojos, que los registran sucesivamente y necesitan contarlo (contar que ven). Mis ojos, que ven pero son invisibles. Que se vuelven a preguntar si existe la mirada cuando nadie ve a los ojos que miran.
A tres metros, bajo la autopista, una mujer tiende la bolsa de consorcio sobre el banco donde va a dormir esta noche de siete grados.
Todos proceden como si los otros no existieran, y la única conexión entre ellos son mis ojos, que los registran sucesivamente y necesitan contarlo (contar que ven). Mis ojos, que ven pero son invisibles. Que se vuelven a preguntar si existe la mirada cuando nadie ve a los ojos que miran.
Fui al cine (la película de Don Cornelio)
Después de décadas fui al cine. A ver la película de los Cornelio. Después de un par de intentos fallidos, porque las entradas para el Bafici se habían agotado y porque el 78 tardó una banda, aun cuando ahora hay “metrobús” en la avenida San Martín, y llegué tarde a la función en el cine de San Martín, lugar que volví a pisar también después de décadas. Habría sido una especie de guiño a mi historia ver la película en un lugar donde, por el aire de la radio cercana, sonaba Don Cornelio cada vez que yo operaba y había margen para poner un tema que me gustara.
Corte que ahora encontré otra función gratuita y fui. En el CC Borges, cerca de Florida. Corte que medio medio la película, de a ratos mejor, de a ratos peor…
Son dos grandes grupos de cosas, cuya articulación no siempre es fluida. O coherente y cohesiva. Por un lado, el material de archivo, que también se puede dividir en dos: recitales y boludeces en la sala de ensayo (la parte de los recitales obviamente es la mejor, la más interesante; las boludeces en la sala de ensayo sobran: no me aporta demasiado verlo a Claudio con una cacerola en la cabeza). Por el otro, el material actual, que, a diferencia de películas similares, documentales, etc., donde hay gente entrevistada hablando a cámara, se presenta en una reunión/ágape con muchos asistentes en un lugar de La Boca al que concurren los músicos y otras personas de las que nunca se dice quiénes son: hay que (re)conocerlos o ignorarlo hasta el final, cuando salen en los créditos. Así, aparece la exmujer de Palo, y si nunca viste a Los Visitantes o no sabés quién es, es una mina a la que invitaron y nada más.
Esa parte es un poco desprolija, y a la vez permite que sea un poco emotiva también, lo cual de otra manera no habría sucedido, y la hace ganar en puntos: por ejemplo, cuando Colombo se emociona hasta las lágrimas hablando de “Ella vendrá, la mejor canción de la historia”. Aunque justamente esa espontaneidad hace que la cámara tarde en reconocer lo que pasa y llegar a un buen plano porque estaba prestando atención a sus interlocutores. Alguna cosa que dice Varela también va para la columna de lo emotivo, pero el resto no suma demasiado. Y lo que gana por un lado lo pierde por el otro: están hablando entre ellos, y no al público, y sus palabras no ordenan o enmarcan la historia.
Dentro de las imágenes actuales, también hay otro segmento, que son cosas que no entiendo. A veces son escenas casi de relleno (del mismo modo que en la parte de archivo también hay relleno, v. gr., las imágenes de los músicos yendo en auto a un recital), como la del comienzo, con una murga haciendo sus ruidos frente al lugar donde los invitados van llegando a la reunión. No sé qué quiere decir, y consume unos cuantos, demasiados, segundos. Salvo que quiera expresar por contraste la decadencia cultural acaecida en estos años, ahí bancaría (?). La escena del señor con el instrumento de percusión que tocan los bagualeros, o la de la persona andrógina al final, mientras suena un hit de la banda, eso tampoco lo entendí. Lo mismo la escena de Claudio barriendo la terraza de la casa/sala de ensayo.
Entre la gente que participa en la reunión hay personas que compartieron la época: Graciela Mescalina, Aranosky y otra gente que no reconocí, pero no sé hasta dónde tienen especialmente que ver con los Cornelio, salvo por la contemporaneidad. En cambio, no aparecen músicos de bandas que compartieron gigs con D.C. (Los Muertos, Los Guarros, Los Pillos). Cada uno de los invitados tiene su momento para hacer su numerito, como justificando por qué está ahí, pero no aportan demasiado para mí, salvo Graciela Mescalina, que canta una canción, que no sé cuál es ni por qué ni nada, pero la escuchás y decís “ah, sí”. La mina canta, Claudio la acompaña con una especie de cajón peruano, y es de esos momentos en que algo sucede, algo que está bien. No tendrá mucho que ver, pero se justifica porque está bien.
Una cosa que me llamó la atención fue el uso de un audio de Palo contando sobre la creación de Ella vendrá, que me sonaba conocido, y claro, está tomado de una entrevista que se puede ver en Youtube. Lo raro es que no aparece la imagen, como material de archivo ponele, ni dicen de dónde lo sacaron: sólo está la voz del chabón, sin más contexto. No sé si es una cuestión de derechos o qué.
Después, lógicamente, lo más emotivo, lo más impactante, es ver a Palo en escena otra vez. Volver a ver a la banda para quienes los vieron en los 80 o volver a ver Palo para quienes lo vimos durante los años posteriores. Lo curioso sobre el ítem recitales es que la reunión de Martínez fue totalmente omitida, no hay ni una imagen de ese show (y, por ende, ni una imagen mía en el público, ja).
Otra escena medio descolgada, pero que sí aporta, es el casamiento de Claudio: es algo más familiar, de la esfera íntima, pero al mismo tiempo tiene una trascendencia hacia lo general, porque toca la banda y también porque se puede ver que el vínculo entre los músicos excede por mucho lo profesional. Lo mismo vale para la escena de un ensayo, o una zapada, donde Varela toca algo más propio de King Size que de Cornelio, y me sorprendió para bien. Fue algo distinto y me gustó.
El ritmo de la película a veces se hace lento, a veces pensás “esto lo pusieron para sumar minutos”; de hecho, por la mitad se fueron varias personas del público, y hasta yo pensé en irme, pero, como siempre, en mi caso influyó sentir que la glucemia se me estaba yendo al descenso. Había veinticinco personas aproximadamente, de las cuales se fueron seis durante la proyección, y de esas veinticinco no sé cuántas eran público y cuántas eran de la organización o del lugar. Y yo pensaba “atrapame (atrapanos) con canciones, atrapame (atrapanos) con imágenes de los recitales, dale”.
Otra cosa que me pareció desacertada es que la película termine con Celebration, de Kool and the Gang, sobre imágenes del casamiento de Claudio, los asistentes haciendo trencito y cosas así. Terminá con un tema de Cornelio. Con dos temas de Cornelio en Medio Mundo, terminá arriba y dejame bien manija, la concha de la lora. Pero no.
En resumen, y como dije, de a ratos mejor, de a ratos peor. Lo mejor son las canciones… y cuando te enganchás con una canción la cortan antes de que termine. (No hubo público agitando ni gritando por Palo en esta función: yo en un momento pensé en gritar algo, pero no percibí que hubiera quórum).
Como sea, no pagaría por ver la película. Y no volvería a verla gratis, creo. Y no invitaría a alguien (si eso fuese posible, ja) aunque fuese gratis. Le doy 5 puntos. Porque soy fan. Lo cual no sé si hace la mirada más generosa con la puntuación o más exigente.
Corte que ahora encontré otra función gratuita y fui. En el CC Borges, cerca de Florida. Corte que medio medio la película, de a ratos mejor, de a ratos peor…
Son dos grandes grupos de cosas, cuya articulación no siempre es fluida. O coherente y cohesiva. Por un lado, el material de archivo, que también se puede dividir en dos: recitales y boludeces en la sala de ensayo (la parte de los recitales obviamente es la mejor, la más interesante; las boludeces en la sala de ensayo sobran: no me aporta demasiado verlo a Claudio con una cacerola en la cabeza). Por el otro, el material actual, que, a diferencia de películas similares, documentales, etc., donde hay gente entrevistada hablando a cámara, se presenta en una reunión/ágape con muchos asistentes en un lugar de La Boca al que concurren los músicos y otras personas de las que nunca se dice quiénes son: hay que (re)conocerlos o ignorarlo hasta el final, cuando salen en los créditos. Así, aparece la exmujer de Palo, y si nunca viste a Los Visitantes o no sabés quién es, es una mina a la que invitaron y nada más.
Esa parte es un poco desprolija, y a la vez permite que sea un poco emotiva también, lo cual de otra manera no habría sucedido, y la hace ganar en puntos: por ejemplo, cuando Colombo se emociona hasta las lágrimas hablando de “Ella vendrá, la mejor canción de la historia”. Aunque justamente esa espontaneidad hace que la cámara tarde en reconocer lo que pasa y llegar a un buen plano porque estaba prestando atención a sus interlocutores. Alguna cosa que dice Varela también va para la columna de lo emotivo, pero el resto no suma demasiado. Y lo que gana por un lado lo pierde por el otro: están hablando entre ellos, y no al público, y sus palabras no ordenan o enmarcan la historia.
Dentro de las imágenes actuales, también hay otro segmento, que son cosas que no entiendo. A veces son escenas casi de relleno (del mismo modo que en la parte de archivo también hay relleno, v. gr., las imágenes de los músicos yendo en auto a un recital), como la del comienzo, con una murga haciendo sus ruidos frente al lugar donde los invitados van llegando a la reunión. No sé qué quiere decir, y consume unos cuantos, demasiados, segundos. Salvo que quiera expresar por contraste la decadencia cultural acaecida en estos años, ahí bancaría (?). La escena del señor con el instrumento de percusión que tocan los bagualeros, o la de la persona andrógina al final, mientras suena un hit de la banda, eso tampoco lo entendí. Lo mismo la escena de Claudio barriendo la terraza de la casa/sala de ensayo.
Entre la gente que participa en la reunión hay personas que compartieron la época: Graciela Mescalina, Aranosky y otra gente que no reconocí, pero no sé hasta dónde tienen especialmente que ver con los Cornelio, salvo por la contemporaneidad. En cambio, no aparecen músicos de bandas que compartieron gigs con D.C. (Los Muertos, Los Guarros, Los Pillos). Cada uno de los invitados tiene su momento para hacer su numerito, como justificando por qué está ahí, pero no aportan demasiado para mí, salvo Graciela Mescalina, que canta una canción, que no sé cuál es ni por qué ni nada, pero la escuchás y decís “ah, sí”. La mina canta, Claudio la acompaña con una especie de cajón peruano, y es de esos momentos en que algo sucede, algo que está bien. No tendrá mucho que ver, pero se justifica porque está bien.
Una cosa que me llamó la atención fue el uso de un audio de Palo contando sobre la creación de Ella vendrá, que me sonaba conocido, y claro, está tomado de una entrevista que se puede ver en Youtube. Lo raro es que no aparece la imagen, como material de archivo ponele, ni dicen de dónde lo sacaron: sólo está la voz del chabón, sin más contexto. No sé si es una cuestión de derechos o qué.
Después, lógicamente, lo más emotivo, lo más impactante, es ver a Palo en escena otra vez. Volver a ver a la banda para quienes los vieron en los 80 o volver a ver Palo para quienes lo vimos durante los años posteriores. Lo curioso sobre el ítem recitales es que la reunión de Martínez fue totalmente omitida, no hay ni una imagen de ese show (y, por ende, ni una imagen mía en el público, ja).
Otra escena medio descolgada, pero que sí aporta, es el casamiento de Claudio: es algo más familiar, de la esfera íntima, pero al mismo tiempo tiene una trascendencia hacia lo general, porque toca la banda y también porque se puede ver que el vínculo entre los músicos excede por mucho lo profesional. Lo mismo vale para la escena de un ensayo, o una zapada, donde Varela toca algo más propio de King Size que de Cornelio, y me sorprendió para bien. Fue algo distinto y me gustó.
El ritmo de la película a veces se hace lento, a veces pensás “esto lo pusieron para sumar minutos”; de hecho, por la mitad se fueron varias personas del público, y hasta yo pensé en irme, pero, como siempre, en mi caso influyó sentir que la glucemia se me estaba yendo al descenso. Había veinticinco personas aproximadamente, de las cuales se fueron seis durante la proyección, y de esas veinticinco no sé cuántas eran público y cuántas eran de la organización o del lugar. Y yo pensaba “atrapame (atrapanos) con canciones, atrapame (atrapanos) con imágenes de los recitales, dale”.
Otra cosa que me pareció desacertada es que la película termine con Celebration, de Kool and the Gang, sobre imágenes del casamiento de Claudio, los asistentes haciendo trencito y cosas así. Terminá con un tema de Cornelio. Con dos temas de Cornelio en Medio Mundo, terminá arriba y dejame bien manija, la concha de la lora. Pero no.
En resumen, y como dije, de a ratos mejor, de a ratos peor. Lo mejor son las canciones… y cuando te enganchás con una canción la cortan antes de que termine. (No hubo público agitando ni gritando por Palo en esta función: yo en un momento pensé en gritar algo, pero no percibí que hubiera quórum).
Como sea, no pagaría por ver la película. Y no volvería a verla gratis, creo. Y no invitaría a alguien (si eso fuese posible, ja) aunque fuese gratis. Le doy 5 puntos. Porque soy fan. Lo cual no sé si hace la mirada más generosa con la puntuación o más exigente.
Lo no dicho sale (décadas después)
Cuando salís con alguien con quien no vas a coger –porque no te gusta, porque tiene 14 años, porque es una amiga, porque se revela un plomazo– no andás levantándote tipos enfrente de esa persona. Si aceptaste salir, o lo despachás o te lo fumás hasta que termine la velada. Salvo que tengas el elástico de la bombacha inconteniblemente flojo. Y que seas una irrespetuosa que se caga en los demás. Eso fuiste vos.
domingo, 29 de septiembre de 2024
Las zapatillas Asics son una porquería (las industria argentina)
Cinco años después de comprarme zapatillas por última vez –mi segundo par de Asics Cumulus 19, las mejores y más cómodas zapatillas que tuve y tendré–, me di cuenta de algo que ya sabía: que ellas y sus hermanas compradas en 2018 tenían toda la suela morfada a la altura del antepié, al punto de que no sólo no hay más negro suela a la vista, ni tampoco blanco mediasuela, sólo un color gris que no sé qué es. Acepté que ya no daban para más y fui al placar, donde esperaban su turno unas Mizuno Wave Legend 3 que compré en diciembre de 2018 porque había una buena reseña en Foro Atlestimo y porque coincidió que estaban a buen precio y que yo tenía unos pesos.
Ellas esperaban su turno y yo esperaba venderlas, porque las usé una vez, seis kilómetros caminados, y me resultaron muy incómodas dados su ajuste holgadísimo y su dureza, que me hace sentir como si corriera sobre hielo, o como si un ESP mental estuviera corrigiendo todo el tiempo la ubicación del pie dentro de la zapatilla.
Pero nunca supe dónde venderlas (¿en Marketplace?, no sé cómo es), y quedaron guardadas durante años. Ahora las saqué de su letargo y sentí las mismas incomodidades. Así, empecé a pensar en comprarme zapas, idea ayudada por el hecho de haber podido vender unas fotos antiguas –el comienzo de una colección que nunca fue– que había comprado hace varios años. En aquel entonces saqué la cuenta y vi que había gastado el equivalente a un par de zapas caras. Y ahora, que las vendí por un precio parecido al de un par de zapas caras, quedaba servida en la cabeza esa posibilidad.
Lo primero que miré fue Asics, donde encontré casi todos modelos nacionales, algunos con gel y otros sin; alguno bastante caro, como las Meteora; otros más razonables, como las Pacemaker. Y entre las importadas, de las cuales hay reseñas de sitios extranjeros, las cocolichescas Noosa, las carísimas y altísimas Nimbus 25 y las que rápidamente pasaron a ser primera opción, las Cumulus 24. Curiosamente, no hay reseña de las 24 en Foro Atletismo, pero la de las 25 muestra un mamotreto que sigue la moda de las mediasuelas enormes, y me digo que mejor comprar ahora las 24, porque las 25 seguramente serán más incómodas y sin duda son horribles para mi gusto. También consideré unas New Balance 880, prontamente descartadas al leer sobre la anchura de su horma (y por encontrar algunas diferencias visuales entre las fotos del aviso y las del test de Foro Atletismo) y unas Supernova de Adidas, que siguen viniendo con el Boost y su peligro de fascitis.
Doy por sentado que las Cumulus son importadas, el precio, 170/180 lucas, así lo indica. De hecho, son más caras que las Noosa. En algún sitio no lo mencionan, en otro sí, pero torpemente no reparé en ese dato en el momento debido, o sea, antes.
Busco lugares, comparo precios, y decido comprarlas en el Bompie de Once, donde están más caras, pero toman los dólares a un valor más alto. (Porque las fotos me las pagaron con dólares).
La pista que pasé por alto fue la sutil diferencia en la nomenclatura: no son Cumulus 24, sino Cumulus 24 SE. Y eso es importante porque a los cuatro o cinco días, cuando las saco de la caja y me las estoy por poner, veo el papelito pegado en la plantilla que dice "industria argentina". La concha de mi madre, las cobran como importadas, pero son nacionales.
Me las pongo y la izquierda me ajusta más tight que la derecha. Supongo que se debe a que esta última es la que estaba en exposición y seguramente alguna persona la probó y aflojó los cordones para ponérsela. Cuando las miro de cerca y sin anteojos veo que la izquierda venía notoriamente sucia en el gel a la altura del talón, como si hubiera estado mucho tiempo fuera de la caja, y tuve que pasarle un dedo húmedo para limpiarla. También noto que las terminaciones son un poco toscas, lo que contribuye a generarme poca confianza sobre su calidad. Miro un poco más y descubro que la izquierda tiene tres pinchazos, como si le hubieran clavado un alfiler en la media suela a la altura de los dedos en el lado exterior del pie. Una mierda total eso. En menos de dos minutos me arrepiento de haberlas comprado en ese lugar. Pero el Solo Deportes de Once cerró, el de Acoyte no tenía nada interesante, y no había otros lugares cerca.
Me las pongo y ratifico la sensación que tuve en el negocio: el ajuste es muy bueno, aunque no tanto como el de las 19, que dan más sensación de sujeción a la altura de los alrededores del tobillo. Salgo a caminar un rato y el pie viaja enguantado, pero en la zapa izquierda empiezo a notar una molestia, como si tuviera algo bajo la plantilla –una moneda, ponele (?)–, en el antepié, apenas detrás del comienzo del dedo mayor.
En ese primer uso, de unos cuatro kilómetros caminados, fue mermando la molestia, y también, promediando el recorrido, vi dónde se van a romper. El upper, a la altura de la uña del dedo gordo del pie derecho, tiene escrita su sentencia de muerte: es notable cómo sobresale el dedo elevándose en cada paso. En verdad, esa revelación tiene una contendiente: lo flojito que parece el contrafuerte, y cómo siento que sufre cuando me calzo y me descalzo debido a lo angosto de la boca: habrá que tener cuidado con eso y no sacarlas haciendo fuerza y sin aflojar los cordones para evitar lo que me pasó con las Boston 3, que me quedé con el ForMotion en la mano. Dos puntos de duda para la durabilidad, aparte del tercero, prejuicioso, de la nacionalidad. Y un cuarto, los cordones no parece que vayan a bancarse muchas estiradas en busca de un ajuste fuerte.
Después de días y días de cansancio y mal dormir, una mañana temprano me siento en condiciones para correr y decido estrenarlas en carrera. Se repiten las sensaciones buenas al ponerlas, pero al segundo paso, aún en mi habitación, reaparece la molestia en el pie izquierdo, que no cesará durante los tres o cuatro kilómetros que corrí. Ahí me acuerdo, y toma otra dimensión el hecho, de que cuando las compré me dieron una sola para probarme, la derecha, y entonces no pude notar este problema que tienen en la izquierda.
En carrera, el ajuste está bien, pero no tanto en los puntos donde a mí me gustaría que ajustaran, sino uno o dos centímetros más acá o más allá. La amortiguación se siente bárbara, sea mérito de estas zapas o sea que las comparo con unas que uso hace cinco años. Pero es hermoso propulsarse por el asfalto antes de que salga el sol con el grado justo de rebote.
Al terminar, siento que casi no hay espacio para que los dedos se muevan, para despegarlos de las medias húmedas de sudor subiendo el dedo gordo encima del mayor, por ejemplo. Pero no es algo que moleste, salvo en esa única situación.
Llego a casa, ya no con molestia sino con dolor en la planta del pie, y me fijo si hay algo raro en la zapatilla, pero no. Ni a la vista ni al tacto: paso el dedo, aprieto y todo está literalmente liso. Pero me las pongo y siento esa presión. El pie me seguirá doliendo/molestando horas, y pienso en cambiarlas, pero no se ve que tengan nada malo, y además ya están sucias por el uso de estos kilómetros.
Otro día vuelvo a usarlas caminando unas veinte cuadras y sigue apareciendo la molestia. Merma cuando camino en una calle cuesta abajo, tipo la cuesta de Centenera, y de pronto pienso en que tal vez lo que molesta es el punto donde flexiona la zapa, los pedazos horizontales y discontinuos de suela pegados sobre la media suela, la cual no es plana, sino que tiene una ondulación longitudinal. No sé si es ahí donde me jode, no entiendo por qué me molesta una y no las dos, pero lamento haber comprado estas Asics industria argentina.
Ahora vengo de darles un uso más intenso, corriendo seis kilómetros en asfalto y pista. Y ¡me duele el pie izquierdo! A veces parece una moneda, a veces, un grumo de FlyteFoam; otras, un lomo de burro; de a ratos, un apelotonamiento de la media (a veces, un tumor plantar (?)). Pero no es ninguna de esas cosas. No sé qué es. Sólo sé que usarlas es como ponerse un cilicio. Y que tiré 125 dólares a la basura.
Y que me cago en la industria argentina.
Ellas esperaban su turno y yo esperaba venderlas, porque las usé una vez, seis kilómetros caminados, y me resultaron muy incómodas dados su ajuste holgadísimo y su dureza, que me hace sentir como si corriera sobre hielo, o como si un ESP mental estuviera corrigiendo todo el tiempo la ubicación del pie dentro de la zapatilla.
Pero nunca supe dónde venderlas (¿en Marketplace?, no sé cómo es), y quedaron guardadas durante años. Ahora las saqué de su letargo y sentí las mismas incomodidades. Así, empecé a pensar en comprarme zapas, idea ayudada por el hecho de haber podido vender unas fotos antiguas –el comienzo de una colección que nunca fue– que había comprado hace varios años. En aquel entonces saqué la cuenta y vi que había gastado el equivalente a un par de zapas caras. Y ahora, que las vendí por un precio parecido al de un par de zapas caras, quedaba servida en la cabeza esa posibilidad.
Lo primero que miré fue Asics, donde encontré casi todos modelos nacionales, algunos con gel y otros sin; alguno bastante caro, como las Meteora; otros más razonables, como las Pacemaker. Y entre las importadas, de las cuales hay reseñas de sitios extranjeros, las cocolichescas Noosa, las carísimas y altísimas Nimbus 25 y las que rápidamente pasaron a ser primera opción, las Cumulus 24. Curiosamente, no hay reseña de las 24 en Foro Atletismo, pero la de las 25 muestra un mamotreto que sigue la moda de las mediasuelas enormes, y me digo que mejor comprar ahora las 24, porque las 25 seguramente serán más incómodas y sin duda son horribles para mi gusto. También consideré unas New Balance 880, prontamente descartadas al leer sobre la anchura de su horma (y por encontrar algunas diferencias visuales entre las fotos del aviso y las del test de Foro Atletismo) y unas Supernova de Adidas, que siguen viniendo con el Boost y su peligro de fascitis.
Doy por sentado que las Cumulus son importadas, el precio, 170/180 lucas, así lo indica. De hecho, son más caras que las Noosa. En algún sitio no lo mencionan, en otro sí, pero torpemente no reparé en ese dato en el momento debido, o sea, antes.
Busco lugares, comparo precios, y decido comprarlas en el Bompie de Once, donde están más caras, pero toman los dólares a un valor más alto. (Porque las fotos me las pagaron con dólares).
La pista que pasé por alto fue la sutil diferencia en la nomenclatura: no son Cumulus 24, sino Cumulus 24 SE. Y eso es importante porque a los cuatro o cinco días, cuando las saco de la caja y me las estoy por poner, veo el papelito pegado en la plantilla que dice "industria argentina". La concha de mi madre, las cobran como importadas, pero son nacionales.
Me las pongo y la izquierda me ajusta más tight que la derecha. Supongo que se debe a que esta última es la que estaba en exposición y seguramente alguna persona la probó y aflojó los cordones para ponérsela. Cuando las miro de cerca y sin anteojos veo que la izquierda venía notoriamente sucia en el gel a la altura del talón, como si hubiera estado mucho tiempo fuera de la caja, y tuve que pasarle un dedo húmedo para limpiarla. También noto que las terminaciones son un poco toscas, lo que contribuye a generarme poca confianza sobre su calidad. Miro un poco más y descubro que la izquierda tiene tres pinchazos, como si le hubieran clavado un alfiler en la media suela a la altura de los dedos en el lado exterior del pie. Una mierda total eso. En menos de dos minutos me arrepiento de haberlas comprado en ese lugar. Pero el Solo Deportes de Once cerró, el de Acoyte no tenía nada interesante, y no había otros lugares cerca.
Me las pongo y ratifico la sensación que tuve en el negocio: el ajuste es muy bueno, aunque no tanto como el de las 19, que dan más sensación de sujeción a la altura de los alrededores del tobillo. Salgo a caminar un rato y el pie viaja enguantado, pero en la zapa izquierda empiezo a notar una molestia, como si tuviera algo bajo la plantilla –una moneda, ponele (?)–, en el antepié, apenas detrás del comienzo del dedo mayor.
En ese primer uso, de unos cuatro kilómetros caminados, fue mermando la molestia, y también, promediando el recorrido, vi dónde se van a romper. El upper, a la altura de la uña del dedo gordo del pie derecho, tiene escrita su sentencia de muerte: es notable cómo sobresale el dedo elevándose en cada paso. En verdad, esa revelación tiene una contendiente: lo flojito que parece el contrafuerte, y cómo siento que sufre cuando me calzo y me descalzo debido a lo angosto de la boca: habrá que tener cuidado con eso y no sacarlas haciendo fuerza y sin aflojar los cordones para evitar lo que me pasó con las Boston 3, que me quedé con el ForMotion en la mano. Dos puntos de duda para la durabilidad, aparte del tercero, prejuicioso, de la nacionalidad. Y un cuarto, los cordones no parece que vayan a bancarse muchas estiradas en busca de un ajuste fuerte.
Después de días y días de cansancio y mal dormir, una mañana temprano me siento en condiciones para correr y decido estrenarlas en carrera. Se repiten las sensaciones buenas al ponerlas, pero al segundo paso, aún en mi habitación, reaparece la molestia en el pie izquierdo, que no cesará durante los tres o cuatro kilómetros que corrí. Ahí me acuerdo, y toma otra dimensión el hecho, de que cuando las compré me dieron una sola para probarme, la derecha, y entonces no pude notar este problema que tienen en la izquierda.
En carrera, el ajuste está bien, pero no tanto en los puntos donde a mí me gustaría que ajustaran, sino uno o dos centímetros más acá o más allá. La amortiguación se siente bárbara, sea mérito de estas zapas o sea que las comparo con unas que uso hace cinco años. Pero es hermoso propulsarse por el asfalto antes de que salga el sol con el grado justo de rebote.
Al terminar, siento que casi no hay espacio para que los dedos se muevan, para despegarlos de las medias húmedas de sudor subiendo el dedo gordo encima del mayor, por ejemplo. Pero no es algo que moleste, salvo en esa única situación.
Llego a casa, ya no con molestia sino con dolor en la planta del pie, y me fijo si hay algo raro en la zapatilla, pero no. Ni a la vista ni al tacto: paso el dedo, aprieto y todo está literalmente liso. Pero me las pongo y siento esa presión. El pie me seguirá doliendo/molestando horas, y pienso en cambiarlas, pero no se ve que tengan nada malo, y además ya están sucias por el uso de estos kilómetros.
Otro día vuelvo a usarlas caminando unas veinte cuadras y sigue apareciendo la molestia. Merma cuando camino en una calle cuesta abajo, tipo la cuesta de Centenera, y de pronto pienso en que tal vez lo que molesta es el punto donde flexiona la zapa, los pedazos horizontales y discontinuos de suela pegados sobre la media suela, la cual no es plana, sino que tiene una ondulación longitudinal. No sé si es ahí donde me jode, no entiendo por qué me molesta una y no las dos, pero lamento haber comprado estas Asics industria argentina.
Ahora vengo de darles un uso más intenso, corriendo seis kilómetros en asfalto y pista. Y ¡me duele el pie izquierdo! A veces parece una moneda, a veces, un grumo de FlyteFoam; otras, un lomo de burro; de a ratos, un apelotonamiento de la media (a veces, un tumor plantar (?)). Pero no es ninguna de esas cosas. No sé qué es. Sólo sé que usarlas es como ponerse un cilicio. Y que tiré 125 dólares a la basura.
Y que me cago en la industria argentina.
Lo no dicho sale (décadas después)
Qué sorete hay que ser para poner un 3 en el boletín en una materia de mierda como Dibujo: ponele Lengua, ponele Matemática, te la tomo. Pero ¿en Dibujo? Hay que ser sorete o hay que creerse demasiado importante, vos o tu materia.
Aparte, vos no sabías qué consecuencias podía tener un 3 en un boletín. Pero te chupó un huevo; te importó más cumplir con tu superyo, o con tu voluntad de poder, que si me fajaban, me castigaban, o simplemente me sentía una mierda por tu puto 3.
Seis de los siete años de la primaria te padecí como docente... Digamos, hay que tener un talento muy especial para lograr que los chicos detesten la materia Dibujo. Vos lo tenías. Lamentablemente no pude decírtelo en vida, pero al menos me saco la ganas de decirlo ahora.
Ojalá hayas sufrido mucho antes de morirte, ojalá algún otro ex alumno te haya dicho algo de esto.
Aparte, vos no sabías qué consecuencias podía tener un 3 en un boletín. Pero te chupó un huevo; te importó más cumplir con tu superyo, o con tu voluntad de poder, que si me fajaban, me castigaban, o simplemente me sentía una mierda por tu puto 3.
Seis de los siete años de la primaria te padecí como docente... Digamos, hay que tener un talento muy especial para lograr que los chicos detesten la materia Dibujo. Vos lo tenías. Lamentablemente no pude decírtelo en vida, pero al menos me saco la ganas de decirlo ahora.
Ojalá hayas sufrido mucho antes de morirte, ojalá algún otro ex alumno te haya dicho algo de esto.
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