lunes, 19 de septiembre de 2011

NJ

Mi condición de cibernauta, es decir, de viajero de los cybers, suele llevarme a lugares inhóspitos. Otras veces, apenas son desconocidos. Algo así pasó hace dos años, cuando, al salir del cyber al que había ido, empecé a caminar al garete y llegué a Deán Funes y Caseros.
En la esquina esa vi a una persona, y en cuanto la vi reconocí a mi profesora de Castellano del secundario. (Tuve más de una profesora de Castellano y tuve más de un secundario, pero NJ es mi profesora de Castellano del secundario). La acompañaba otra mina, y, luego de doblar, se detuvieron ante la vidriera de una joyería. Me puse a observarlas desde lejos, tratando de confirmar la primera impresión para asegurarme de que fuera ella, para no hacer el papelón de interpelar a alguien en la calle preguntándole si es, y que finalmente no sea.
Unos pocos días antes había estado hablando de NJ. Era la primera charla, telefónica, que tenía con una persona, y, ya no recuerdo a raíz de qué, me puse a hablar de mi profesora de Castellano del secundario. Y la nombré, del modo que a veces nombro a alguna gente, como si quisiera que el aire que desplazan mis cuerdas vocales llegara hasta ellxs, a través del espacio o del tiempo, y les hiciera saber que no lxs olvidé.
Cuando terminaron de mirar la vidriera, encararon para la esquina. Me acerqué desde el teléfono público que había tomado como atalaya, y el semáforo, al ponerse en rojo, me permitió alcanzarlas cómodamente. Quedamos alineados, un paso o dos sobre la calzada: ella a la izquierda, su compañera en el medio y yo a la derecha. Era tan simple como girar la cabeza con la excusa de ver si dejaban de pasar los autos y los colectivos que tenían luz verde, y que las miradas se encontrasen, y entonces fingir sorpresa y decirle: “Disculpame… ¿Es posible que vos hayas sido mi profesora de Castellano de primer año del secundario?”.
Decirle eso y aclararle de movida que tenía un buen recuerdo de ella, porque, en estos tiempos de alumnos violentos, uno nunca sabe… Y contarle que pocos días atrás la había mencionado en una charla con alguien a quien nunca había visto, que siempre la recuerdo cuando recuerdo mi experiencia colegial, que me acuerdo de que a la tercera o cuarta clase notó algo en mí, algo que no era mi look, y me llamó aparte y me preguntó si leía mucho, y yo le dije la verdad: “Nop. Leo El Gráfico…”. Porque, pese a lo que aún cree la mayoría de los que me conocen, nunca leí mucho. A los 12 leía El Gráfico, no leía “Las tumbas” ni libros apropiados para púberes o adolescentes. Y a los 20 lo mismo.
Y también de cuando estaba en segundo año y escribí en el horario pegado en la puerta del aula de primero: “Profesora J, la extrañamos”. Un plural falso, claro. Un plural que debía ser singular porque de todos mis compañeros el único que la reivindicaba era yo. Por semanas o meses nadie debe de haber reparado en eso, tan a la vista como la carta de Poe, hasta que un día lo leyó, o alguien le contó, y supo fácilmente quién lo había escrito. Y una vez que nos cruzamos en un recreo me hizo una referencia elíptica y sonriente al mensaje aquel.
O de la vez que hablábamos de mis dificultades con algunos docentes, soretes que me redondeaban la nota para abajo, que me perseguían por mi aspecto, que armaban una prueba especial para mí –más difícil– así podían darse el gusto de no ponerme 10, que me pedían la carpeta para dar clase y la devolvían bastante tiempo más tarde y con hojas de menos, o que hablaban mal de la colega que les había conseguido el laburo, y, encima, mintiendo.
(Carlos Bernardo García, ese fuiste vos, pedacito de mierda, a vos te nombro porque tenés un nombre tan común que ni Google te registra, chupamedias. ¡Te vas a morir dando clases y haciendo programas para videoclubes de Lanús, mientras que A. se va de vacaciones a Montecarlo! Un cuatrimestre yo tenía un 8 y un 9, y García me dice que mi nota es 8 –porque es uno de los que nunca me puso 10, ese habrá sido su gran logro docente aquel año–. Se lo hago notar, y me dice que tengo un 9, pero que para él medio punto no era importante. “Para mí, sí”, repliqué, y allí me chorreó con toda su mala leche diciendo: “Entonces tenés un 8”).
Eso pasó poco antes de que terminara el último año. Seguramente habíamos coincidido en la salida y charlamos el trayecto hasta la parada del bondi que se tomaba, la cual me quedaba de paso. Fue una de las primeras veces que me tuteó, si no la primera, y en un momento me dijo: “Yo tengo un recuerdo tuyo en primer año: estabas vos solo por un lado protestando [una de las notas que me habían redondeado para abajo], y el resto por otro. Y yo decía: ‘Ya vas a aprender, Quijote’”.
O de la que es un highlight de mis recuerdos, esa vez que nos encontramos en la puerta, al comienzo de un recreo, cuando ella se iba a su casa y yo, a dar una vuelta por ahí. En esa época, los adolescentes tardíos que éramos estábamos casi todos peleados, y el único chabón con el que compartía los recreos –y una cerveza en el bar de la esquina– seguramente habría faltado, y no daba clavarme una Imperial yo solo y después volver a clase. Entonces, como en los primeros meses de primer año, mataba el tiempo caminando por el barrio.
Nos pusimos a hablar, y la charla continuó las dos o tres cuadras que había hasta la parada del colectivo y el tiempo que tardó en venir el 6. Cuando lo veo acercarse, azul, negro y amarillo, como era entonces, le aviso y me preparo para terminar la conversa, para saludarla, para despedirme. Ella no se hace cargo: aunque la charla no era en absoluto impostergable, sigue hablando y lo deja pasar.
Alguna vez la había visto tomarse el 50, y pensé que ese era el bondi que iba a tomarse esa noche. Pero llegó un 50 y también lo dejó ir. Lo mismo con el próximo 6… La charla continuó, y paulatinamente dejé de prestarles tanta atención a los colectivos que pasaban. Hasta que en un momento, inesperado e inexplicable mientras sucedía, tomó la iniciativa de la despedida (¿será posible que no estuviera de frente al tránsito, sino de espaldas o, como mucho, de costado?) y se subió a un 6 que se había detenido allí…
Crucé la calle para volver al colegio, miré la hora, y eran menos veinte. Era la hora en que terminaba el recreo. N me había bancado los veinte minutos. Se dio cuenta de mi situación y, sin darlo a entender nunca, sin mirar el reloj ni una vez, manejando el tiempo con el cronómetro mental que dan años de docencia, se quedó conmigo todo el recreo.
O podría poner el recuerdo estrictamente en lo profesional y decir que con ella entendí el análisis sintáctico y las clases de palabras, o que no era unx de esxs profesorxs que apostaban por la mediocridad para tratar de disimular su propia mediocridad e incompetencia, o su resentimiento.
Algo de todo esto le podría haber dicho, lo que me hubiera venido a la cabeza en ese minuto. Pero no lo hice. No sé qué me paralizó, pero no pude hacerlo. Oí que le hablaba de un “flaco” a su compañera, y quizá haya dicho la palabra “alumno”. De esta última no estoy seguro, y tampoco sé si el flaco era yo, si me reconoció y tampoco dijo nada.
Vi que su destino era el cajero del banco de la esquina, en cuya entrada vivía un linyera, doblé por la avenida y seguí un rumbo que no era tal. Un par de cuadras después, me rescaté y decidí volver sobre mis pasos, y hasta corrí, a ver si la encontraba, lo cual, lógicamente, no sucedió.
Algo le dije en su momento, al menos. Cuando terminó la última evaluación, entregué la hoja y le dije a esa profesora, la de Historia, que sin ella no sé si habría sido imposible que yo terminara el colegio, pero que sin duda fue mucho mejor habérmela cruzado en el camino. Y fui al aula donde estaba N y le dije lo mismo. Porque ellas dos, y también la profesora de Computación, ayudaron a hacer menos hostil ese tránsito, y su reconocimiento y su valoración fueron fundamentales.
N, un poco conmovida, me contestó algo así como que no esperaba que le dijera eso, y durante la breve charla pensé en pedirle el teléfono, en tirar una para continuar en contacto porque eso era lo que buscaba una vez que me di cuenta de que terminar el colegio era no sólo posible, sino cuestión de tiempo. Construir relaciones que trascendieran ese ámbito, eso quería. No lo logré. La conversación se fue endureciendo sin ir para ese lado, y me pareció que ni daba mencionar el tema. Ella tampoco dijo nada al respecto, onda que “gracias, pero muere acá, ¡obviamente!”.
Igual, no era la última vez que íbamos a vernos. Quedaba el acto de fin de curso. Esa noche yo estuve muy pendiente de la profesora de Historia, que eligió mostrarse deliberadamente distante, como casi todo el último año, cuando ya había quedado lejos la época en que me dio su teléfono y me invitaba a su casa. Pendiente y fastidioso y frustrado porque hasta parecía disfrutar su exhibición de frialdad, y porque de nuevo se terminaba el tiempo y era evidente que no iba a haber nada más allá.
N notó mi excesiva inquietud, y algo dijo, algo que no recuerdo textualmente, pero que registré de inmediato. Como también tengo pleno registro, por ejemplo, de que no le cayó nada bien el comentario que hice luego del dictado de la primera clase, el cual entregué “perfecto”, según dijo. A lo que repliqué: “Por supuesto” ;D
Seguramente fue antes de esa rispidez alejante que nos sacamos una foto, una de las poquísimas fotos que tengo de la última mitad de mi vida. Ahí estoy junto a ellas, exhibiendo el fucking papelito que me costó tres años conseguir. Después nos habremos despedido. Sin embargo, no recuerdo cómo. No sé si hubo un chau, o un hasta siempre, que en ese entonces –lo sabía– significaba hasta nunca y que en esta época puede haber cambiado su significado por un “hasta Facebook”. No sé si hubo alguna palabra, o un beso, como el que creo que nos dimos cuando fui a hablarle al aula. Ahí falta algo en la memoria, y tal vez haya faltado algo esa noche, o quizá la ausencia viniera de antes y fuese no saber qué hacer o cómo proceder en la despedida.
Sólo pude reconocer un motivo de mi silencio, el mínimo porcentaje de incertidumbre sobre si era ella o no, pero está claro que hubo más. Tal vez sigue faltando ese saber qué hacer, y por eso no me animé a decirle ni las palabras de approach que se me habían ocurrido. Porque, tantos años después, tampoco iba a saber cómo despedirme ni por cuáles caminos no daba llevar la conversación.
Quizá prevaleció la seguridad y la perfección de este solipsismo construido de recuerdos y relatos de recuerdos, esa cuestión tan arraigada en mí de estar afuera, como espectador, contando lo que pasa, pero no lo que hago, porque no hago demasiado, salvo contar lo que no hice…
O por ahí fue la búsqueda inconsciente de la preservación del recuerdo, porque si me acuerdo de gente a la que no vi más, como N, la sensación que produce la memoria está teñida por la nostalgia, pero no pierde la sonrisa o la emoción. En cambio, al acordarme de gente con la cual la relación avanzó un poco y luego terminó estrellándose, como aquella profesora distante de la noche del acto, los buenos recuerdos quedan anegados por una avenida de neurotransmisores vinculados con la tristeza y la decepción.

1 comentario:

(Y) O. dijo...

La googleé hace un tiempo, y en una página donde la nombran dejé un comentario como aquel del horario en la puerta. No el link a esta entrada, aunque supongo que me gustaría que la leyera, seguramente porque a mí me gustaría que me recuerden como yo la recuerdo a ella. Pero sería exponer esto que soy, y que sigo siendo, que está bien lejos de lo que parecía que podía ser entonces. Y creo que no estaría bueno. Sería, de nuevo, esa sensación de vacío que descubro cuando tengo que hablar de mí, acentuada por que ocurriría frente a alguien que me conoció un poco mejor, en una época donde parecía que había cerca un futuro construible.
Pensaba en eso hace poco, cuando mi encarnación cartonera pasaba por la esquina del colegio donde da clases ahora: mirá si me la encuentro y ve que su mejor alumno de entonces ahora es esto.