martes, 16 de octubre de 2018

Salud pública

La neuróloga del hospital público, que me atendió ocho minutos, antes de que pasara ese tiempo harto suficiente para notar el interés que mostraba por mis palabras, me dijo que tenía que hacerme una tomografía. Habrá ocupado un diez por ciento del rato que me dedicó escribiendo la orden. Después de hacerme el estudio, lógicamente, tenía que verla de nuevo.
Cuando pedí turno en el mismo hospital, en la parte de imágenes me dijeron que yo debía comprar el CD y llevarlo. No un CD de cualquier marca: de unas marcas especificadas en el papelito que me dieron. Llegó el día, tras no sé cuántos días de espera, y me hice la tomografía.
Con el resultado en la mano, llamé por teléfono para pedir el turno con la neuróloga, pero en el hospital este, que me queda cerca, no había turnos para esa especialidad. Tampoco en el que me queda no tan cerca, más o menos cerca. Tres veces llamé y a la tercera me conformé con lo que me ofrecieron: un turno en el hospital Álvarez de acá a tres semanas. Acepté porque la persona que me atendió no sabía decirme cuándo era posible que hubiera turno en el hospital cercano y porque, aunque no es cerca, un colectivo que para en la esquina de casa me deja a dos o tres cuadras. Cuestión que tenía turno a las 11.20 con el doctor Sessa.
Salí de casa con tiempo, pero no contaba con que iba a perder veinte minutos acá, en la esquina, esperando que viniera el colectivo. Un colectivo que suele tener una frecuencia aceptable, creo, aunque tal vez lo vea seguido simplemente porque pasa por la esquina. No sé. La cosa es que ya estaba en desventaja, y cada semáforo aumentaba mi ansiedad y mi frustración. Llegando al lugar, lo agarró la barrera de Nazca: toqué timbre, me bajé ahí y empecé a correr. Y llegué 11.10.
Nunca había ido a ese hospital y perdí un tiempo valioso buscando primero la entrada y luego el mostrador donde uno tiene que presentarse y decir "tengo turno". Cuando encontré el lugar, me aboqué a esperar que me dieran el tiquet. Más de veinte minutos tuve que esperar.
Siete ventanillas, tres empleados. Una sola atiende. Otra está en la ventanilla exclusiva para pediatría, pero apenas una o dos personas usan ese servicio ahora, y somos amplia mayoría los pacientes no pediátricos. La discriminación positiva aquí no es como la del supermercado, cuya caja con prioridad para viejos y embarazadas atiende normalmente hasta que aparece un viejo o una embarazada y entonces hay que dejarlos pasar. Aquí sirve para que la empleada no haga (casi) nada.
El tercero no atiende, charla con las otras dos mientras se hurga la nariz y luego se lleva el dedo a la boca. (Lo vi).
Con el tiquet finalmente en la mano, el nuevo desafío fue encontrar el ala del hospital donde estaba el consultorio. Me llevó su tiempo, preguntas, idas y vueltas, una escalera subida de a dos peldaños por vez… Llegué a las 11.40.
Le resumo mi peripecia a la secretaria, y la mina me dice lo que ya sé: que es tarde. También dice que de todos modos va a preguntarle al médico si puede atenderme. Vuelve rápidamente y no, el doctor Sessa "se está yendo, no te puede atender". Después, quiso hacerme sentir culpable: "Tenés que venir más temprano". No, mami, tus compañeros tienen que atender más rápido.
No le contesté eso. No sé qué le respondí o si pude responderle algo. Sí recuerdo lo que dijo ella: "Vas a tener que pedir turno de nuevo". Dale, un mes más con puntadas en la cabeza… El diálogo terminó sin que los puteara como se merecían, y bajé por la misma escalera, arrugando el sobre de papel madera, casi con ganas de tirarlo a la mierda, como tiré alguna vez el cuaderno a la calle Marcelo T saliendo de la fuckultad.
(Tardé años en darme cuenta, debí escribir este post para notarlo: el médico se iba a las once y media, no me iba a atender más de diez minutos).
El día siguiente, en el Santa Lucía, sí llegué con la media hora de anticipación que te indican para hacer el trámite previo. Cuando me dieron el tiquet comprobé, mirando la hora en el televisor, que el reloj del sistema estaba ocho minutos adelantado: uno llega puntual y para el sistema llegó ocho minutos tarde. Esta vez no fue problema porque el trámite fue rápido y porque tuve que esperar media hora después de la hora asignada para que me atendieran con la premura que siempre tienen los oftalmólogos. (Porque es así: si ellos se demoran, vos tenés que esperar; si uno se demora dentro del mismo hospital, ellos no te esperan).
Y no, señora empleada estatal, no. No pedí turno de nuevo. Me quedé con lo que dice el informe, que no tengo nada visiblemente anómalo en mi cerebro. Me tuve que quedar con eso y con la tranquilidad de que las puntadas fueron mermando y, sigamos cruzando los dedos, hace rato que no tengo. Porque conseguir otra cosa es muy difícil en la mierda del hospital público, con su organización y con sus empleados, profesionales o no, que después lloran porque los pacientes les pegan o porque quieren recortar el presupuesto. Ojalá no solo recorten, ¡ojalá anulen la salud pública y dejen sin trabajo a todos esos soretes! Porque a la gente hace tiempo que la dejaron sin atención, y por eso se multiplican los "centros médicos" para pobres en las inmediaciones de los hospitales públicos.
La "salud pública" solo es útil para los homeless que usan las guardias como dormideros, para los que vienen del conurbano a que los maltraten en la capital –porque en su distrito ni siquiera los tratan o en las UPA confunden una puñalada con una caída en la calle– y para que alguna médica militante haga el acting de preguntar dónde está Santiago Maldonado.
(Una vez fui a ese lugar, al lugar donde atiende la médica histérica esa, que, no lo olvidemos, milita en la agrupación de Tomada, el amigo de Pedraza. Tardé un rato en comprender que debía sacar número: el "número" es un cartón escrito con marcador que hay que pedir en el mismo mostrador donde atienden a los que ya tienen número, pasando entre ellos. Cuando te lo dan, tenés que hacer la cola, aunque solo quieras hacer una pregunta sobre el análisis del VIH. A la media hora sin que la fila avanzara significativamente, decidí respetarme un poco e irme a la mierda pasando entre portadores de caripelas que parecían salidas del submundo de Futurama).
A mí, por ejemplo, me resultó totalmente inútil muchas veces. Cuando era un monstruo lleno de ampollas y tenía 39°6 de fiebre y me desmayé, y, al llamar por teléfono al SAME, dijeron que la situación no ameritaba una ambulancia. Cuando un médico anónimo me echó sin atenderme de una guardia gritándome "¿cómo vas a consultar por eso un domingo?". Cuando un médico no anónimo, el doctor Acuña, M. N. 99.583 –o alguien que usó su sello, andá a saber–, me llevó a un consultorio apartado, me hizo masajes (?) y de paso me corrió la ropa interior para espiar qué tenía yo ahí abajo. Cuando médicos sin cara –porque nunca abrieron la puerta en las dos horas que estuve ahí– no me atendieron en la guardia la medianoche que fui con puntadas en la cabeza que me despertaron dos veces en una hora y con su consecuencia, el temor de estar cerca de terminar como Carlín Calvo. Cuando, unos días antes de aquel desmayo, y ya con los primeros síntomas de la enfermedad infectocontagiosa, otro profesional anónimo me dijo "vení mañana", pero "mañana" había paro, y cuando, al día siguiente, empleados anónimos dijeron que pese al paro "en la guardia atienden"… y en dos horas no atendieron ni a una persona.
(Pará que tomo aire).
Cuando me dieron turno para un coso descentralizado y me hicieron ir un día que no atendían (y el día que me atendieron había una cucaracha caminando por la silla y la doctora me despachó en doce minutos y medio sin resolverme ni una de las cosas por las que consulté). Cuando el urólogo y la especialista en mano me miraron menos de un minuto y me dijeron que no tenía nada (pasaron nueve años y la muñeca me sigue molestando). Cuando el servicio de Psicopatología de este hospital no da turnos y no saben cuándo van a volver a dar turnos, "pasá de nuevo en tres meses". Cuando el psiquiatra anónimo de la guardia del Piñero me hizo esperar tres horas y entre todo su maltrato me forreó diciendo que yo tenía una "rebeldía adolescente" cuando dije que prefiero acostarme tarde. Cuando la psiquiatra anónima del Alvear, luego de cuchichear indisimuladamente con su colega acerca de mí y en mi presencia, me recetó carbamazepina sin mencionarme las contraindicaciones de esta droga, dándome sólo una orden para un análisis de sangre, que no me hice porque en el hospital cercano me dijeron que tenía que ir otra vez, de madrugada, para que transcribieran la orden ya que no se hacen extracciones con órdenes de otros hospitales. Cuando llamé para quejarme ya no me acuerdo de qué y no me tomaron la queja.
Después de todo esto, y de un etcétera que ya no entra en la memoria, no voy más a un lugar de esos. Y como no tengo plata no voy a ningún lugar. Encima, tengo que aguantarme el verso de los combativos de ATE con su "defensa de la salud pública" y el del gobierno municipal con el de "en todo estás vos"… Fucking mentirosos, yo no estoy en ningún lado porque explícita o implícitamente me echan y nadie me defiende; porque pelotudean a los pacientes y se cagan en nosotros, que no somos más que una excusa para sus curros, los propios de estar en el lugar del Estado, sea como empleado lleno de prebendas, sea como funcionario lleno de prebendas.

Recorridos

Hay veces que paso por algún lugar, por el puente de Billinghurst, ponele, y me acuerdo de la vez que caminé por ahí con alguien que me acompañaba.
Bustamante, Corrientes, Billinghurst, Virrey Liniers, Independencia.
Es más: puedo acordarme de memoria de varios de esos recorridos. (Convengamos que no fueron muchos, más bien lo contrario).
Sarmiento, Pueyrredón.
La otra vez estaba al pedo, estaba cerca, y repliqué uno de los trayectos cuadra por cuadra, calle por calle. Incluso crucé de vereda en los mismos lugares donde cruzamos aquella noche.
Cachimayo, Goyena, Miró, Alberdi.
A veces se me ocurre que si me ubico en el espacio justo, en el mismo lugar donde pasé entonces, poniendo el pie entre las mismas dos baldosas rotas, y si el resto del cuerpo acompaña en la exacta posición que tuvo aquella vez, podría entrar en otra dimensión y volver a ese momento.
Bustamante, Corrientes, Pueyrredón, Jujuy, Belgrano, Lima, Chile, Saavedra, Independencia.
Cada vez que ande por una calle de esas y me acuerde, volveré a intentarlo. Aunque no aparezca en otro tiempo, al menos produciré la combinación y la dosis necesarias de neurotransmisores para mantener mi química cerebral y lo que ella regula en cierto orden. Es lo único que encuentro a mi alcance.

بك

Esta noche tu boca está ocupada de palabras, de risas, de besos, de pija. Mientras, desde antes, y hasta después, mi boca solo se ocupa varias veces de comer para ganarle al malestar hipoglucémico que arrastro desde la tarde. O desde que ibas a la primaria. Hoy, el finde que viene y siempre.
Durante las numerosas horas en que esto sucede, mi neuroquímica no puede vencer al insomnio. Vos ya estás durmiendo, dos o tres polvos adentro (o uno, no sé), sola o no, no sé, y yo sigo dando vueltas en la cama. Hasta que me levanto a comer de nuevo. De vez en cuando, para matar el tiempo, para drogarme un poco o porque es inevitable, pienso en vos, y hasta ocupo mi boca pronunciando palabras que nadie escucha, que solo sirven para mantener aceitado el circuito. Hoy, el finde que viene y hasta que vos te vayas y yo desaparezca (o viceversa).
Entrás en mi cabeza con la naturalidad de aquel al que le dieron las llaves, y te quedás un rato, produciendo neurotransmisores ricos. Cuando se alcanza la dosis necesaria, y luego de un zigzagueante recorrido por otras zonas improbables, me vuelvo a dar cuenta de que yo no estoy en tu cabeza. Ni hoy, ni el finde que viene ni nunca.

30 años pasaron de esto

Así, al momento, me acuerdo de una charla con quien hoy es mi dentista en un cumpleaños de mi madre, cuando éramos adolescentes, en la cual las palabras se encadenaban conformando un diálogo perfectamente cohesionado y coherente, cuyo trasfondo de lejanía y ajenidad estaba apenas debajo de ellas y brilló a tutiplén cuando se despidió, y yo me quedé donde estaba, en mi pieza, y no la vi en años.
Yo me había quedado en mi habitación, como solía hacer cada vez que venía gente, porque era imposible que encajara en el mundo de ellos y de sus miradas contaminadas por la mirada de mi madre. Más o menos como en mi niñez, cuando me quedaba en mi pieza para no participar –del único modo posible, aburriéndome hasta ser invisible o desagradable– de las reuniones donde mi padre desplegaba su vida social, la única vida que tuvo.
(Igual, mejor así, porque la vez siguiente, uno o dos años después, sí salí, y papeloneé un poco, cortesía de la cerveza. Oh, tiempo en que tomaba de litro. O témpera o mariano mores).
Alguna gente habrá venido a saludarme o a traerme comida: esa amiga de mi vieja que se parecía a Pipo Gorosito (que años después, cuando me enfermé, hizo algo que estuvo bien, y que se murió relativamente joven), no sé si alguien más, pero seguro vino Paula. Casi siempre queda una foto mental: esta vez es la de la escalera metálica verde que yo tenía abierta en el medio de mi pieza para apilar en sus peldaños los números de El Gráfico. Tal vez a partir de esa imagen es que puedo señalar con toda precisión dónde se paró ella y dónde yo.
Lo charla no fue especialmente larga y lo único que recuerdo de lo que hablamos es que hablamos de Divididos, que estaba dando sus primeros shows, que estaba sacando su primer disco. No sé si de mis ganas de ir a verlos o del cover de los Doors que hacían o qué. Más que las palabras, lo que imprimió en mi memoria fue lo razonable de la conversación. No: lo que más imprimió fue cómo ese ejercicio de sociabilidad se consumía en sí mismo, como un dibujo animado berreta, de esos donde el fondo fijo se nota totalmente desconectado del personaje que se mueve.
Puedo hablar, ¿no lo ven? Puedo hablar de rock, estoy al tanto. Puedo, incluso, ir a un recital, como fui un par de veces en esa época a ver a Patricio Rey. Puedo ser normal ("Ah, pero es normal", dijo la amiga de la hija del portero, que solo sabía de mí por el relato de mi madre y de su amiga, cuando me vio en persona: imaginate la versión que habrán dado de mí para que alguien que no me conocía, al verme, dijera eso) y sostener una conversación. Pero no puedo pasar de ahí.
Igual, no la estoy criticando. Por el contrario, lo de esa noche logró quedar en la memoria sin dejar mala espina, solo una sensación de inevitabilidad ante los hechos. Pero releer el post que lo menciona la activó distinto. Eso y el poder de los números redondos, notar que sucedió hace exactamente treinta años.
Además del tiempo transcurrido, me impresiona ­recordar esa comunicación incapaz de traspasar cierto límite, como dos conjuntos que no se intersecan, que apenas ponen en contacto, brevemente, un punto de su perímetro. Sobre todo, porque es una sensación que los años hicieron frecuente. O porque capaz (?) que no era sólo la mirada contaminante de mis padres lo que hacía que me resultara imposible encajar.
Ella se fue, siguió escribiendo provocar con be, hizo el CBC, una tarde se subió a su bici para ver al casi cuarentón con el que se puso de novia y debutar, vino alguna noche –de pasada antes de ir al cumpleaños de su amiga y compañera de la facultad– y hablamos de Keith Richards ("si viene Richards, van a venir los Stones"… calculá la época), se recibió, cumplió el mandato familiar mejor que ninguno de los tres hermanos.
Ya en este siglo, vino otra vez y me llevó en auto a su consultorio, y en alguna calle de Palermo me dijo con toda seguridad que yo escribía (??) cuando a este blog le faltaban años para ser. Y me arregló algunos dientes porque ¡hasta me arreglé los dientes! Cuando dejaba de dar una imagen normal porque se estaban rompiendo los de adelante, me los arreglé…
La escalera dejó de ser estantería hace mucho, los Gráficos están guardados, esperando su destino de Mercado Libre, y, aunque mi madre ya no celebra sus cumpleaños acá y yo soy más dúctil en la razonabilidad de mi conversación, sigo, literalmente, en la misma habitación.
No te internaron, pero te internaron igual, dijo alguien –la persona que más supo de mí– alguna vez, hace cada vez más tiempo.