lunes, 11 de febrero de 2013

Las zapatillas Olympikus son una porquería

Se me rompieron las zapas. Las nuevas. Las que compré hace menos de dos meses. Las que me costaron una larga búsqueda y una más larga evaluación previa, más vanas que nunca, finalmente. Es decir, un montón de energía dilapidada. Y la destrucción definitiva de esa boludez que dije alguna vez, eso de que sabía comprarme zapatillas, pero no sé comprarme pantalones: ¡no sé comprarme nada! Me costaron todo eso y 320 mangos, también.
Me las puse al levantarme. Supongo que me puse primero esta, que era la derecha. Cuando tiré de la lengüeta para ajustarla, y, así, poder atar los cordones, me quedé con ella en la mano. Con la lengüeta en la mano, mostrando los orificios de la más que endeble costura que la unía a la zapatilla.
Se desprendió por un movimiento que en otras zapatillas hice, sin exagerar, miles de veces, como si en vez de cosida estuviera unida con un velcro que de tan gastado no hace ruido ni ofrece resistencia. Además de mi zapatilla derecha, algo quedó roto dentro de mí. Todo lo que uno pone en las cosas, en cosas como estas, me quedó en la mano sin vuelta atrás. Como una muerte súbita, sin un crac, sin un revoleo en un momento de enojo, sin un uso intenso o descuidado, sin ninguna situación que la justificara.
Al rato se me ocurrió que quizá tuvieran garantía. Me fijé en la caja, y dice que te las cambian por fallas de producción o de calidad de los materiales (que habrá que comprobar, claro) dentro de los 30 días. Sabiendo que había pasado más de un mes desde la compra, busqué la factura, y, en efecto, eran algo así como 45 días. De los cuales no todos las usé. Al principio, porque no tenía la certeza de que me quedaran bien y evaluaba cambiarlas; después, porque siempre empiezo de a poco, usándolas sólo en casa, y dejando las viejas para la calle.
El precio fue una variable muy importante a la hora de elegirlas: cien mangos menos que las Reebok. Pero, finalmente, lo barato es una mierda. Las zapatillas Olympikus son una mierda. Una porquería, una bazofia que no volveré a comprar y que espero que nadie compre. ¡Para eso compraba Gaelle!, capaz que duraban más.
Como este era un blog donde uno de los temas frecuentes eran las zapatillas, como un buen número de visitas aún llegan buscando información sobre la equivalencia de los números de zapatillas, trato de encontrar una redacción que agrupe las palabras de modo que Google las vea y dé una respuesta relevante si alguien busca algo relacionado: las zapatillas Olympikus son una porquería.
(De paso, agrego que para Olympikus 40 de Argentina es igual a 39 de Brasil y a 10 de EE. UU., pero que, pese a eso, son más grandes que las Reebok tamaño 41 europeo (y Argentina), 40 de Brasil y 10 de EE. UU.).
Nuevamente, como desde hace varios meses, tengo todas las zapatillas rotas: dos pares esperando una sobrevida poxiranera; otras, irrecuperables y ya desafectadas del servicio, y las otras, pegadas con Fastix y reservadas solo para ir a correr. Y las Olympikus, que son una porquería, casi nuevas, y rotas, sin lengüeta.
Trataré de coserla, para ver si puedo seguir usándolas. Y cada vez que me las pongo, aun sin lengüeta –para andar dentro de mi casa–, tengo que recordarme que la otra lengüeta debe manipularse con sumo cuidado, no sea que me quede también con ella en la mano.
Mientras, pienso en los 420 pesos que se me irán en las próximas Reebok negras, que espero que duren más que las anteriores, unas que tenían algo así como un revestimiento plástico, el cual se resquebrajó irremediablemente en menos de dos años.

Doctor desmedido

Últimamente he estado teniendo unas puntadas en la cabeza que me preocupan muchísimo. Quizá no sean nada grave. De hecho, hasta ahora no fueron nada más que el dolor intenso y la preocupación consiguiente. Tal vez, incluso, sean algo relativamente común, pero cuando suceden temo estar cerca de terminar como Carlín Calvo, y sin haberme cogido a la mejor Luisina Brando.
La otra vez, hará unos seis meses, me desperté una noche con una puntada muy intensa en la cabeza, lo que me inquietó sobremanera. Más o menos se me pasó y conseguí dormirme, pero una hora después me desperté de nuevo, con otra puntada en el mismo lugar, atrás y a la derecha. Esta vez no me inquieté, simplemente me cagué en las patas. Llamé al SAME, y me dijeron que no tenían ambulancias y que fuera a una guardia. Luego llamé a mi madre, no sé para qué (bueno, sí, para preguntarle si se le ocurría qué hacer, porque yo no sabía qué hacer ni sabía si estaba a punto de palmar). Me dijo que ya venía, creo. Poco después, tocó el timbre una vecina, a la cual ella había llamado, para tomarme la presión…
Finalmente, comí algo y me fui a la guardia del hospital público más cercano. Esperé más de dos horas y no me atendieron. En ese lapso solo ingresaron para ser atendidos el tipo que estaba antes que yo y un peruano que llegó con la cara rota en una riña y cuyo acompañante se mandó sin esperar su turno. A medida que iba pasando el tiempo, fui comprendiendo que lo mío no era tan grave, que si podía estar dos horas de pie junto al charco de sangre que había exactamente en la puerta del consultorio y en un lugar casi irrespirable por el hedor de las personas que usan los asientos de la guardia para dormir, no estaba teniendo un ACV.
Pasada la una de la mañana, me empezó a bajar la presión, o el azúcar, o lo que sea, como suele pasarme, y debí volver a casa. A los pocos días fui a pedir turno con un neurólogo, y, cuando le conté lo que me pasaba, la doctora que hace las derivaciones me dijo: “El agudo es la guardia. Aunque seas cefaleico, que siempre te duela, si cambia, si aumenta, si se modifica, es la guardia porque lo de Carlín Calvo hay que tenerlo presente”. Por cierto, conseguir turno es un milagro, o un chiste.
Hace un mes me pasó lo mismo, salvo que no me desperté dos veces, sino cuatro o cinco. Y que era muy tarde y tenía mucho cansancio como para ir a la guardia en ese momento. Cada despertada y cada puntada acrecentaban enormemente mi temor y, obviamente, decidí ir al hospital apenas me levantara. (Noto ahora que me preocupan más los episodios que se dan mientras duermo). Ese mediodía, cuando comía para poder salir, tuve otra puntada, que no reafirmó mi decisión de ir a la guardia porque era una decisión tomada que no necesitaba reafirmación. Lo que sí reafirmó fue mi temor.
Llegué, y había mucha gente. Esta vez daban número, cosa que nunca antes había visto. Tenía el 51, e iban por el 34… Así que, aprovechando que vivo relativamente cerca, opté por volver a casa y hacer la espera acá, en un lugar más confortable y sin tanto calor. Calculé el tiempo para volver, y cuando llegué casi no había gente esperando, tres o cuatro personas, nada más. Les pregunté a unas señoras que estaban junto a la puerta por qué número iban, y una me dijo “por el 52”.
¡Caramba! ¿Qué hacer? Fui hasta la ventanilla y le pregunté a la persona que entregaba los números, y me dijo que pasara cuando abrieran la puerta, que no daba sacar número de nuevo. Me ubiqué junto a las señoras y dejé bien a la vista el papelito con el número para que la que tenía el 53 no protestara, aunque ya le había explicado que tenía el 51 cuando llegué y le pregunté.
Después de tomarme los datos, el médico me preguntó qué me pasaba, le conté, me tomó la presión, me dijo que notaba en mí cierta agitación y me preguntó si tenía miedo. Le contesté que más que miedo era preocupación, o inquietud. Y que la agitación era porque había corrido para llegar.
Miento fácil a veces. Le dije que había corrido desde el bar que está enfrente cuando vi salir a la chica que estaba antes que yo con su hija: supongo que me dio vergüenza decir “me fui a mi casa”. Aunque es cierto que me había apurado, porque otra mujer, joven y seguramente extranjera, me pidió que la ayudara a armar el cochecito de su bebé en la calle, tras bajar del colectivo, y perdí unos minutos importantes ahí.
El doctor me hizo la orden para una radiografía de cuello y cabeza, y me dijo que cuando la tuviera lo esperara junto a uno de los consultorios del hall principal. Eso hice, y pasado un rato me atendió. Miró la placa, me dijo que mi cuello era un desastre, o algo así (no llevé el grabador para tener registro textual de lo que me iban a decir, cosa que veo como un síntoma elocuente del cagazo que tenía), que tenía artrosis, y tal vez algo más, quizá que las cervicales maltratadas presionan un nervio y eso provoca el dolor (“mirá que el dolor no es en el cuello, es en la cabeza arriba, cerca de la coronilla”, consideré necesario aclararle).
Me indicó que me sentara en la camilla, creo que me preguntó cómo me sentía, me tomó la presión nuevamente, la cual ya estaba en niveles normales, y mi explicación a todas sus palabras, a las que recuerdo y a las que no, fue que seguramente la mejoría se debía a que antes había llegado casi corriendo y a que esta sala de espera era mucho más confortable que la de la guardia.
Me dijo que me acostara boca abajo, y entonces empezó a tocarme el cuello y la zona superior de la espalda. Supuse que buscaba comprobar táctilmente lo que se veía en la radiografía. Siguió tocándome la espalda, un poco más abajo cada vez, y ya no era un tacto exploratorio, sino algo parecido a una sesión de masajes. El poder médico reveló nuevamente su incuestionabilidad porque no dije nada. Pero yo notaba que iba bajando, y, a medida que descendía, mi sorpresa y mi incomodidad crecían. “¿Cuándo se detiene?”, me preguntaba. Más bien, “¿dónde?”. Y “¿qué hago?”. Obviamente, no encontré respuestas, salvo los hechos consumados por el doctor, que, cuando llegó a mis nalgas, continuó con su tarea sobre mi malla.
Lamento no haberlo grabado, para recordar si me pidió que me sacara la remera, por ejemplo (creo que sí), y sobre todo para saber si decía algo mientras hacía lo suyo. Algo más que referirse a mis tremendas contracturas, en especial las de las piernas, lugar de mi cuerpo al que también se dedicó. Para ese momento ya me había indicado que me diera vuelta, e iba ascendiendo con sus dedos desde mis pantorrillas. Pasó la altura de las rodillas, y, de nuevo, yo no podía parar de pensar qué hacer y cuándo. (Sip, finalmente no hice nada, sólo aceptar lo que pasaba).
Siguió subiendo por mis muslos hasta la cadera a través de la malla, y entonces me bajó levemente el short, y mis genitales quedaron a merced de su vista. Lo sé, aunque no lo vi, porque mi posición no me permitía verlo. Pero la sensación fue inequívoca. Es más: si la bajó, la bajó un toque, pero lo relevante fue que la separó. Eso sentí, el elástico considerablemente despegado de mi piel, y, seguramente, el doctor mirando.
Muy poco después dio por terminada su acción, llamémosla masajes, llamémosla manoseo, me dijo que tenía que ir a un traumatólogo, me dio el papelito correspondiente, me habló de un kinesiólogo también, y me hizo la receta para que comprara un analgésico.
Decidí simular naturalidad, interpretar todo como buena onda y no como una forma de abuso, y me volví a casa, ya sin dolor, pero con el ruido en la cabeza que deja una situación tan anómala, que sólo pude manifestarle con un “qué buenos los masajes del hospital público”, o algo parecido.
Aún hoy sigo sin poder calificar claramente lo que pasó. Pienso en que el no decir nada sobre lo que iba a hacer pone la acción del doctor Acuña (MN 99583) en el terreno de lo fuera de lugar; pero recuerdo que ese silencio es habitual en los médicos, y entonces sólo me quedó con mi sensación imprecisa, que, al mismo tiempo, no abandona la casi certeza de haber pasado por una situación desmedida.

Tocando el aire

Siempre traté de tomar distancia de las fiestas de fin de año, pero fue cuando llegaba el 2000, con toda su carga simbólica y la amenaza del 2YK –eficientemente desactivada por Claudia Bello (?)–, que pude ver la imagen y decirla: me encantaría agarrar un auto e irme por una ruta hasta el punto donde no se oiga la pirotecnia y quede atrás toda la parafernalia de, por ejemplo, llamar al 113 para saber exactamente la hora en la que hay que brindar. Como si no existiera. Fuera de la existencia, para mí.
Ese año unas vecinas nos invitaron a pasar el 31 con ellas, y no encontré una forma de negarme sin rozar la descortesía o exponerme al “viste cómo es”, y, en vez de la improbable ruta –no sé manejar–, hubo una mesa, las anfitrionas, el novio –y su padre– de una de ellas, mi madre, yo, la comida y el ritual vacío, como todos los rituales, del brindis y los deseos que generalmente no se cumplen. Que en mi caso no se cumplen.
Desde entonces, algunos años, en especial estos últimos, los comenzamos allí. Lo cual evidencia que: a) en todo este tiempo no pude encontrar una forma que no me sonara descortés para negarme; b) ni siquiera pude decir, como tenía ganas esta vez, “no, prefiero no ir, no tengo ganas de compartir nada con mi madre”; c) lo más importante, aunque no lo haya visto, aunque tenga que decirlo ahora, editando, tres años después: la apabullante y enfermiza repetición que manifiesta cómo nunca pude encontrar ni construir una puta ocasión distinta para empezar el año (la cual, de paso, me habría permitido decirles “no, gracias, tengo otra cosa que hacer” y salirme del lugar donde me pone su mirada, la cual percibo como lindera con lo despectiva).
Yo puedo ser muy sociable. Al menos, puedo intentarlo. En un cumpleaños en esa misma casa, parece que no lo estaba siendo, y la cumpleañera dijo: “Hablemos del edificio, así se integra”. Pero más allá de una noche desafortunada o de una mirada de mí muy pobre –que habla más de quien mira que de mí–, te puedo hablar de la tele. De tele y de fútbol. Esos temas siempre garpan y no pueden faltar en ninguna reunión de este tipo. (Ni ellos ni Google, para saber quién tiene razón).
Por ejemplo, te puedo tirar que Ricardo Fort tiene acromegalia porque se zarpó con la hormona del crecimiento tomándola de grande, y que eso lo deformó y lo obligó a operarse. Aunque respecto del fútbol vengo medio para atrás con las ligas europeas, de las que cada vez se habla más. Igual, en esta reunión, no era necesario…
Supongo que fue la voluntad de ejercitar la sociabilidad, de ser una persona “normal” y amena en un lugar donde me conocen fundamentalmente por el relato de otros (de mi madre), la que incluso me activó neuronas donde se alojaban los nombres de varios actores de reparto de telenovelas ochentosas –esas que veía con mi abuela–, algo muy apropiado en un lugar donde había una fanática de las novelas. La ejercité de un modo que quizá –espero– haya hecho mi presencia llevadera y amena, pero luego me di cuenta de que ese ejercicio no me sirve ni como práctica para la interacción con desconocidos.
En un momento de ese 24 ya 25, nuestras familias, no sé si deliberadamente, nos dejaron a solas, y hablamos en términos más personales, por decirlo así. Habló de su negocio, que debió cerrar, y de su actualidad, y usó las palabras fracaso y frustración. Y aun teniendo menos experiencia vital que ella, sentí una gran identificación. Y debí contenerme –al menos, traté–, porque cuando encuentro una ocasión tan propicia para hablar liberadamente de los fracasos, me subo a la moto y corro el riesgo de mostrar algunos que terminan estando más allá de lo tolerable. Que hable ella de que no quiere enterarse de si su ex tuvo un pibe y a ella le llegaron los 40 sin maternidad o de que le pidió a la hermana que borre del FB a una ex compañera suya de colegio que se transformó en una eminencia médica porque no se lo banca. Pero no yo acerca de cosas que sólo digo en este blog. Y menos de las que ni acá digo.
Lo mismo sucedió el 31. Las mismas personas, los mismos temas, las mismas búsquedas en Google. Y la misma retirada dejándonos solos con el champán, en una situación en la que yo sabía claramente que ni un beso iba a haber, que ni por un beso daba laburar. Esa vez derrapé un poco, y terminé hablando de prostitución, prostitutas, prostíbulos… De la falacia imperante que quiere equiparar toda prostitución con trata de personas, de las clientas de prostitutas, etc. Rápidamente le salió el prejuicio, y dio por sentado que esas prostitutas de las que yo hablaba eran como la mujer del encargado del edificio, que es linda de cara, según ella, pero engordada por los (casi 40) años, las maternidades y una dieta abundante en grasas y carbohidratos. Fue entonces cuando sentí necesario y posible desactivarlo y salirme de ese lugar donde me estaba poniendo… y terminé mostrándole fotos de algunas de esas chicas que conocí.
Después me di cuenta. (Y me reí). Me dejan a solas con una mina, y me pongo a hablar sobre ir de putas, o sobre la vez que cogí con una sin forro -> lo que me llevó a tomar (intentar tomar, mejor dicho, y fracasar en el intento) la medicación antiviral, que por suerte no fue necesaria; -> lo que la llevó a preguntar “¿pero vos tirás la onda de hacerlo sin preservativo?”.
No solo le salió el prejuicio con respecto a los físicos, sino que cuando hablé de la generosidad que suelen tener las paraguayas con su cuerpo, dijo “¡ay, no!, paraguayas”, o algo así. Luego preguntó por las peruanas, y por los travestis, y en un momento sentenció: “Peor es ser virgen”. No le retruqué “peor es cogerte a tu psicólogo” porque no me acordé de ese hecho. Si me hubiera acordado, tampoco lo habría dicho porque siempre tengo más límites de los que me gustaría. Y porque tampoco sé si es peor garchar con tu psicólogo…
Igualmente, esa frase ingresó en el archivo mental de frases inolvidables. Algunos días después descifré por qué me cayó tan mal. Porque para ella nadie nunca pudo/puede darme bola, nadie nunca pudo/puede tocarme si no hay 200 mangos por hora en el medio. (Lo cual no está muy lejos de la realidad, ja).
Toda esta introducción para llegar al momento en que ya amanecía, y, en el patio, de pie, casi por despedirnos, dijo que había tenido una discusión con su familia el día anterior porque en el edificio pasaban las mismas cosas que antes de irse a vivir con el que era su novio, y que en la discusión dijo: “Vendamos y denme mi parte, y me voy a cualquier lado, a un lugar donde nadie me conozca”.
Dijo esa frase que varias veces dije yo últimamente. Dijo “denme mi parte” y quedó anulado que cuando le hice escuchar una canción de Gabo en Youtube se puso a hablar encima (mentira, no fue ella, fue la hermana, la misma que tocó mi pantalla de LCD con el dedo: no señaló algo en ella, ¡la tocó!). O que cuando les hice escuchar el poema de Rafeef Ziadah que comienza con unas palabras en árabe –porque no soy sólo Silvia Kutica o Marina Skell–, primero dijo: “Ah, pensé que era una onda Carla Conte”, y luego, durante la intro en árabe, dijo “ah, bueno”, con tono de miráloquenoshacésescuchar. O que cuando mencioné –hurgando en mi escaso bagaje de temas de conversación, más escaso aún si me mido para no exponerme en demasía– que había viajado en el subte A el último día que circularon los vagones de madera, pensó que estaba llorando porque parece que me toqué un ojo mientras lo contaba (?).
Quedó todo de lado e instintivamente levanté mi brazo y lo acerqué con la intención de que nuestras manos se encontraran en un high five como se habían encontrado nuestros cerebros en la producción de esas palabras que, pensamos, pueden hacernos salir de aquí. No me parece que haya movido el cuerpo para esquivar el contacto. Tal vez un mínimo movimiento de la parte superior del torso, retirándola, al estilo del mejor Nicolino Locche, pero creo que ni eso. Que solo fue su indiferencia ante mi gesto lo que me dejó tocando el aire. Como toda la noche.

Escribo como con una pila en la mano

Buscando un espejo de agua pura para arrojarla. Con mucha fuerza.
Y si no lo encuentro, tené cuidado de que no te la tire por la cabeza.
(A quien me hable de ecología, le voy a tirar la pila por la cabeza, como no me amino a tirársela a las vidrieras de los supermercados donde unos carteles dicen que “el planeta nos pide que dejemos de usar las bolsas plásticas que están unos minutos en nuestras manos y 200 años bajo tierra”. Cuidar el medio ambiente está bueno para todos, según Coto y Ciudad Verde del GCBA, a quienes el planeta no les dice nada por el aire acondicionado que usan en sus supermercados y oficinas, pequeños, medianos o gigantes. Yo tengo que pagar 15 o 25 centavos por la bolsa, pero ellos pueden usar el aire a full, y con subsidio a la electricidad. ¡Qué selectivo es el planeta! O qué selectivos son quienes dicen escucharlo).
Por lo menos, espero que la pila no me explote en la mano.