miércoles, 6 de febrero de 2019

Bicicleta

Llevó la conversación hacia su amiga, que se fue de viaje a Chile y le dejó su bici plegable, y contó que la tiene en el balcón, sin darle mucha bola, aunque a veces fantasea con ir a su trabajo, unas 25 cuadras, en bicicleta, pero que le da fiaca, esa palabra que exhumaron los milenials para usar cuando les da vergüenza decir "paja". De inmediato, mencionó a su novio, que le pregunta para qué la tiene ahí, al pedo, y esa referencia alejó la posibilidad de que mi respuesta incluyera una semibroma: "¿Me la prestás para dar un vuelta a la manzana?".
No tanto por la categoría "novio" (aunque también), sino porque ya bastante cosa es admitir la freakez frente a una persona como para admitirla ante dos, una de las cuales es un completo desconocido. Aun así, le dije que hace mucho que no me subo a una bici, desde que era chic@, y me extendí por el pasado cuando acoté que nunca tuve una, salvo la de rueditas, y que solo andaba en bicicleta durante las vacaciones, en Necochea. La alquilábamos en el local que estaba casi pegado al hotel, frente al parque, y por una hora andábamos (el plural incluye a mi madre) por ahí. O, si iba con mi abuela, andaba en singular, sin alejarme demasiado de su mirada.
Ella, al menos, alguna de mis freakeces conoce, y tiene la habilidad o la perspicacia para no hacerme sentir tan freak como otros; por ejemplo, el abogado. Ella puede decirme en la puerta del departamento que es consultorio, justo cuando estoy por irme, que como no tengo celular nos mantenemos en contacto por la web, y repetir esa palabra una o dos veces, mirándome con una mirada en la que no hay burla, sino broma. El letrado, en cambio, pregunta por qué no tengo teléfono con un tono que de tan inquisidor pasa a despectivo y se hace acreedor a una respuesta con la cruda verdad: porque no tengo con quién hablar.
Cualquiera que no me conociera, y una vez superada la sorpresa por mi relación con la telefonía móvil, podría encontrar en eso un argumento para convencerme de tener teléfono y así poder acceder a las bicis que te presta sin cargo, únicamente a cambio de tus datos y tu ubicación, el gobierno de la ciudad. Y yo tendría que mencionar que cuando el teléfono no era obligatorio para acceder al servicio tampoco hice el trámite, quizá porque no tengo ganas de andar frecuentemente en bicicleta, sino, apenas, de dar una vuelta compartiendo ese momento con alguien, tal vez contándole esta historia, tal vez diciéndole que llevo el mismo tiempo sin ver el mar.
Así que voy a relatar lo que no sucederá: que le hice esa semibroma y ella se rio y me dijo que sí. ¿Ves qué fácil es todo? (?). Vamos a quedar para un domingo a la tardecita, cuando debo abandonar mi casa porque viene la murga siniestra a la plaza de enfrente para golpear el aire y, a través de él, a mí con ese odio de clase que cargan. Va a ser domingo y voy a haber descansado bien.
Voy a ir caminando hasta su casa por un camino que ahora no solo incluye el recuerdo de mi cursada en Puan, sino el de la escort tan amable con la que recorrimos esas calles buscando un lugar abierto aquella madrugada del verano pasado.
(Si decido sobornarla o agradecerle con un cuarto de helado de la heladería de acá cerca, que me gusta tanto, iré en colectivo, pero eso lo tenemos que hablar porque no estoy a favor de regalar comida sin saber si a la otra persona le gusta o si, aunque le guste, prefiere evitarla porque quiere cuidarse).
Bajará cargando la bici cuando le toque el timbre, le contaré el recorrido que voy a hacer y agregaré: "Si no volví en cinco minutos, salí a buscarme porque quiere decir que me pegué el palo". Voy a buscar en la memoria el movimiento que me permita subirme, seguramente en la misma vereda porque es muy probable que cerca haya una entrada de garaje que facilite el descenso a la calzada. Acomodaré el cuerpo, tanteando la postura que obligue la posición del sillín, y de un modo olvidado y tambaleante venceré la inercia y como el dicho dice que de andar en bicicleta uno nunca se olvida me lanzaré a navegar entre las fuerzas de la gravedad.
Habrá que tomar Malvinas, mirando que no venga ningún 44. Si viene, lo dejaré pasar para doblar a la derecha en Goyena con comodidad y sin –tanto– peligro. Si me agarra el semáforo en rojo, seguramente cruzaré igual: a esa altura hay poco tránsito porque recién comienza la doble mano y porque en ese sentido no pasan colectivos. Voy a ir del lado derecho, junto a los autos estacionados. Al llegar a la esquina siguiente deberé decidir si doblo o si continúo una cuadra más. En un caso o en otro, doblaré de nuevo a la derecha, seguramente con la tensión en el cuerpo y el reencuentro de viejas sensaciones, hasta Bonifacio. Allí, la última curva, para ingresar al rettilineo conclusivo. Tal vez entonces, con más confianza, pegue un acelerón, con la sonrisa en el cuerpo y con ella en los ojos, indicando el fin de la aventura. O tal vez, con esa misma confianza, vaya despacio para estirar cinco segundos más el paseo.
Esas sensaciones no puedo describirlas demasiado porque pasó tanto el tiempo que se limitan al sonido de frenar sobre la gravilla de los senderos del parque, porque no habrá un marco subyacente de viento marino ni perfume de pinos y eucaliptos. Solo puedo imaginar el trayecto porque esas calles las conozco, levemente, de salir algunas mañanas a respirar un aire menos viciado que el de las aulas o de pasar varias veces por la otra esquina hace unos meses, yendo a –o viniendo de– Flores, cuando buscaba las zapatillas que finalmente encontré en el Solo Deportes de Rivadavia.
Freno, me bajo, le digo "uh, qué bueno, cuántos recuerdos" y le devuelvo la bici ilesa. Tal vez un high five, tal vez dos, si está el novio; un par de risas, un beso, que, con novio o sin él, no será contra un hueso de su cabeza, un gracias, y chau. De vuelta a patas hasta mi casa, entrando (en) la noche antes de llegar. No tengo mucha más imaginación.

Resumiendo: aún no llegué a la adultez

El hombre nace ya inserto en su cotidianidad. La maduración del hombre significa en toda sociedad que el individuo se hace con todas las habilidades imprescindibles para la vida cotidiana de la sociedad (capa social) dada. Es adulto quien es capaz de vivir por sí mismo su cotidianidad.
El adulto ha de dominar ante todo la manipulación de las cosas (de las cosas, naturalmente, que son imprescindibles para la vida de la cotidianidad de que se trate). Ha de aprender a sostener el vaso y a beber de él, a utilizar el cuchillo y el tenedor, por no citar sino ejemplos de los más sencillos. Pero ya ellos ponen en claro que la asimilación de la manipulación de las cosas es lo mismo que la asimilación de las relaciones sociales. (Pues no es adulto el que aprende a comer sólo con la mano, pese a que también de ese modo puede satisfacer sus necesidades vitales).
(…)
Si ya la asimilación de la manipulación de las cosas (y, eo ipso, la asimilación del dominio de la naturaleza y de las mediaciones sociales) es condición de la “maduración” del hombre hasta ser adulto en la cotidianidad, lo mismo se podrá decir, y al menos en la misma medida, por lo que hace a la asimilación inmediata de las formas del tráfico o comunicación social. Esta asimilación, esta “maduración” hasta la cotidianidad, empieza siempre “por grupos” (hoy, generalmente, en la familia, en la escuela, en comunidades menores). Y estos grupos face-to-face o copresenciales median y transmiten al individuo las costumbres, las normas, la ética de otras integraciones mayores.
El hombre aprende en el grupo los elementos de la cotidianidad (por ejemplo, que se tiene que levantar y actuar por su cuenta; o el modo de saludar, o cómo comportarse en determinadas situaciones sociales, etc.); pero no ingresa en las filas de los adultos, ni las normas asimiladas cobran “valor”, sino cuando estas comunican realmente al individuo los valores de las integraciones mayores, cuando el individuo –saliendo del grupo (por ejemplo, de la familia)– es capaz de sostenerse autónomamente en el mundo de las integraciones mayores, de orientarse en situaciones que ya no tienen la dimensión del grupo humano, de moverse en el medio de la sociedad en general y, además, de mover por su parte ese medio mismo.

(Historia y vida cotidiana * Agnes Heller)

Lo sabés

No, no lo sé. No sé si está bueno, si hay algunos buenos pero otros maso, ni cuáles. No sé si con algunos se puede formar algo más o menos coherente u homogéneo, como se supone es menester. No sé, tampoco, si es menester, o si la coherencia y unidad están dadas, finalmente, porque esas cosas me pasaron a mí y porque yo las escribí y en algún lugar –más allá de mí– se nota. No sé si soy muy freak, o definitivamente Asperger. No sé cómo romper esta perversa dinámica familiar que lleva años, donde todos se cagan en mí, desde el más allá o el más acá. No sé si me despierto con una mano dormida porque me está dando un ACV o porque duermo en posiciones tan inverosímiles que me aprieto un nervio o me corto la circulación. No sé si me va a bajar la presión de golpe, no sé si me va a alcanzar la comida que llevo por si pasa eso, no sé hasta dónde está todo bien y desde dónde empiezo a ser molesto, no sé si con un poco más de normalidad del afuera podría ser más "normal" yo, no sé si mi cuerpo va a volver a responder como el de una persona normal, no sé si se me jodió un implante, no sé si las cosas o si tal vez las palabras. Y menos adentro.
Perdón, me fui de tema. Volviendo… No sé si son "interesantes", como para el Señor de las Elles; si son nada, como para la FSOC' girl que llora crisis mientras sube fotos de sus vacaciones en Río de Janeiro o en Tailandia, si son algo que merece el desprecio que me prodigó la peronista pelotuda esa que borró mi comentario en su blog o la mala educación del criador que no contestó mi mail y que puso privado su blog, donde estaba su dirección de correo (me reiría mucho si lo hizo por mí).
O si hay un par buenos, pero no tener celular ni Facebook con nombre real (sino con el del proyecto lingüístico que encaré hace unos años) genera "inseguridad" incluso para una clínica virtual, como sucedió con la señora que, después de un intercambio de mensajes tan moroso, histérico y finalmente vano como el chat con una gorda de Contactos Sex (me contaron), me hizo acordar a aquella gente que cruzó de vereda para evitarme a la salida de un recital de Dancing. No sé si es inevitable mostrar lo que no quiero mostrar, no sé si hay que curtir la honestidad brutal y terminar hablando de un posible TGD (cuya mención, encima, no mueve el amperímetro).
Tampoco sé si es inevitable pasar por los castings que se fijan en los cromosomas, en la edad, en el color del pañuelo, en el apellido, en el nombre que usás o la cantidad de amigos que tenés en un Face que no usás porque… ¿quién me agregaría? (y ¿para qué querría que me agregaran?), en la recomendación o no de alguien, en todo lo que no puedo responder. Y todo eso antes de pasar por el casting de las palabras que pudiste juntar para mostrar.
Realmente, no sé si es como vos decís, y, al fin y al cabo, lo que decís no es otra cosa que una mirada más. Pero la tuya es la mejor respuesta de las que pedí, la más dedicada en su momento, y de todos esos vos sos la que más me gusta cómo escribe.
Así que decímelo de nuevo, por favor… jajaja. (Te prometo que no se lo cuento a nadie si no querés). Mientras no pase nada extra que lo confirme, me drogaré releyendo eso. Igual, sin apuro: supongo que después del último fiasco la parte de la cabeza que maneja este asunto se me va a desconectar por un buen rato.