sábado, 18 de noviembre de 2017

D.B.D.

Lo que debe de
ser ser
mirado con
amor por esos ojos.

Una canción mal cantada

Uno de los poemas que Morrison intercalaba entre tema y tema en los shows de los Doors quedó especialmente grabado en mi memoria desde la primera vez que lo escuché, cuando me compré el CD doble "In Concert". En parte por todo lo que me interpelaba esa frase y en parte fundamental por ser accesible a mis escasas skills en listening.
En ese tiempo, si el CD no traía las letras, y no todos traían las letras, menos aún si se trataba, como en este caso, de una reedición que rejuntaba canciones de varios discos aparecidos muchos años atrás, te la tenías que arreglar con la oreja para saber qué decía. O dar con las traducciones no siempre confiables de algún fanzine azaroso o con un programa de radio donde a veces leían las letras en castellano de unas pocas canciones.
La cosa es que escuché "I'm looking for a home in every face I see" y la flasheé. Lo entendí, con la claridad con que aparecen las revelaciones, esas palabras de otros que hablan de uno con más precisión y claridad que uno, y lo guardé en mi memoria definitivamente. Tanta certeza tuve siempre sobre eso que, cuando accedí a Internet y empecé a buscar algunas letras, no busqué esta. ¿Para qué? Si ya sé lo que dice. Como mucho, aprendí que "doing time" es estar en cana y que las interpretaciones rebuscadas no son propiedad exclusiva de los ricoteros.
El otro día, veinticinco años después de aquel tiempo en que recorríamos disquerías con pasión religiosa, vengo a descubrir que el chabón dice "in every place I see". No sé qué googleé, y me salió esa respuesta. No puede ser, me dije, y busqué, ahora sí, esa letra. Una y otra vez. Y todas las veces decía "place". Un cuarto de siglo viviendo en el error, ¿podés creer?
Igual, no importa tanto, porque voy a seguir cantándola mal. No por contumacia, sino porque yo busco en las caras, en esos ínfimos movimientos de los músculos faciales que se decodifican sobre todo en el inconsciente, no sé si un hogar, una cercanía, un incontestable signo vital o qué. Pero algo busco. Desde aquel tiempo en que no lo sabía, en que este error me lo revelaba sin que yo lo supiera.
No hablo de lo que algunos –parece que muchos– encuentran en la falsa empatía que se escapa de la sonrisa forzada de la gobernadora Vidal, cuyo entrenamiento fue tan intensivo que el automatismo impreso se nota aun cuando la ponés en mute y te librás de sus palabras "compromiso", "equipo" o "pelea". Ni de la más basta, pero así de aspiracional, de cualquier vendedor que quiere hacer carrera y toma un curso de PNL.
Me refiero a la genuina gestualidad facial que surge inesperada y pega en un recóndito, casi inaccesible, lugar del cerebro o del alma, si es que alguna de esas cosas existe. Como la de una de mis dentistas, que requeriría una temporada entera de "Lie to me" sin criminales o la creación de una nueva geometría no euclidiana no riemanniana para, tal vez, para poder decir algo de ella objetivamente. Quiero la ecuación que explique cada movimiento de tu cara, la de cualquier día de los que te vi, la del día que me guiñaste un ojo a través de la sala de espera, incluso la del día que tenías cara seria y pensé que te habías enojado conmigo. O la de todos tus gestos y momentos a los que no tengo acceso. Quiero los videos de las cámaras de seguridad que no hay en ese lugar estatal, quiero el video de la cámara que tampoco hay en la esquina donde nos encontramos la otra noche para analizarlos con espíritu bielsista y tratar de descifrarlos. Quiero ver de nuevo ese hogar que nunca habitaré.
Y después, o mientras, no sé si como una invocación –bastante ineficaz, admitámoslo– o como una descripción, voy a seguir cantándola mal y voy a seguir buscando.

Haciendo trámites familiares

–¿Un teléfono de línea?
*Bien, no me va a pedir celular*
–Cuatro…
–¿Un celular?
*Ops*
–No tengo.
–El de papá, mamá, un amigo…
*Papá está muerto, amigos no tengo y el de mamá no lo sé*
–Papá está muerto. Eh… ¿Cuál es tu número?

No saltar

Ahora que finalmente parece comenzar a divisarse el momento de la mudanza (la cual, está claro hace tiempo, no será a una casa con jazmines y rosas chinas), deberé pensar en cómo manejo la claustrofobia de mudarme a un lugar más chico que el patio de mi casa y cómo compatibilizo mi necesidad básica de vivir en un lugar donde nadie me camine arriba de la cabeza con vivir, por primera vez, en las alturas y convivir con el enorme gasto de energía que seguramente implicará tener una ventana a mano y tener que recordarme, a veces conscientemente y siempre inconscientemente, que no debo saltar.