viernes, 14 de diciembre de 2018

MP3 (II)

Salida de otro tiempo, una vidriera del Deep Constitución exhibe tres MP3. Tienen en rojo, negro y verde claro y brillante, como el que me regalaste esa tarde que tenías la gorrita de Black&Decker y un chupón de tu marido en la triple frontera del cuello, la nuca y la espalda.
Desde que se rompió, hace mucho, más o menos cuando empezamos a no vernos, lo conservo en un cajón con la ilusión de que se puedan recuperar las canciones que le cargaste para mí.
Ese mediodía en la calle Pavón pensé en comprármelo, pero no va a venir con la placita de atrás de la estación, con la nena gorda de lunar cuadrado que jugaba cerca, con el desastrado que te pidió fuego llamándote “amigo”, con esa tarde tórrida que terminó en diluvio ni con tu boca debajo de tus gafas diciéndome “feliz cumpleaños”.
Ni con la consecuencia del drag and drop, que no eran las canciones de Leonard Cohen, Gabo y los demás, sino el cariño concentrado en ese movimiento del mouse: devolverle la música al que no tenía compactera sana ni acceso a Youtube.

¿Cómo se porta?

La pregunta más habitual que escucho dirigida a un niño es “¿te portás bien?”. A veces es una pregunta elíptica, en tercera persona, dirigida a un adulto, pero cuyo destinatario interpelado es el niño: “¿Se porta bien?”.
No importa, parece no importar, si es feliz, si se relaciona con las personas de modo sano y fluido, qué le pasa, cuáles son sus deseos, sus alegrías, sus miedos, sus potencialidades más concretas, si su entorno lo estimula favorablemente…
Lo que prevalece es la disciplina. Más en esta época del año, cuando arrecia esa obsesión avivada por la posibilidad de chantajear a los chicos con el asunto de los regalos.

El primer mandamiento de mi religión siempre dijo NO PROCREARÁS.
Y el tiempo lo convirtió en irremediable.

Cumpleaños

Planificando respuestas plausibles para una conversación hipotética, porque ni en pedo admitiría con esa interlocutora que nunca hago nada para mis cumpleaños, mucho menos explicándole las razones (básicamente, que no hay nadie, y, luego, que a nadie le parece significativo, que cuando sucedió fue al pedo, que es más importante compartir en Facebook una noticia sobre las luchas populares que escribirme), se me ocurre decir que viste cómo es cumplir en estas fechas. Vos cumplís en octubre, tu cumple cae en martes, y te reunís con tus amigas el viernes o el sábado. O con tu familia un día y tus amigas el otro. O con tu novio. (No, a él no lo voy a mencionar). Yo quiero hacer eso y ya es 24. O 25. O 31. O justo tienen una de esas típicas reuniones para despedir el año.
Entonces –mentiré–, si alguien se acuerda y llama y tiene tiempo y ganas de verme, nos vemos. Si no, no. Mejor, desviar la charla hacia el tema regalos, porque eso también tiene sus contras, pero suenan más divertidas: salvo mi familia más directa, nunca recibí doble regalo, por cumpleaños y por nochebuena. En uno solo se condensaba toda la munificencia.
Podría agregar un par de anécdotas sobre mis cumpleaños. (Y omitir que pronto empecé a detestar ir a los cumpleaños de mis compañeritos de colegio, al punto que me transformé en the freak que no iba a los cumpleaños, y ya en cuarto grado ni se gastaban en invitarme. Suerte que no hay testimonio del momento en que madre e hijo decidían las invitaciones y decían "no, a fulano no, si nunca va", aunque alguna vez oí a alguno decir que mis padres no me dejaban ir… y NO. Era yo quien no quería ir a esos lugares donde era imposible encajar. Si me resultaba imposible hacerlo en un lugar estructurado, como el colegio, imaginate fuera de él… En especial, si los recuerdos que perviven son los de algún llanto porque no quería que mi madre se fuera, el de mi inhabilidad e incluso mi desconocimiento a la hora de jugar, o lo absurdo de esa vez que, buscando la calle Elía, donde vivía el cumpleañero, terminamos en Valentín Alsina cuando era en Parque Patricios).
La del mago vestido de payaso que hizo el truco de la guillotina en una zanahoria y, cuando iba a repetirlo en la mano de su asistente, yo me fui del patio corriendo y llorando. O la de Vera, el fantasma de amante de mi padre, y cómo agitaron su nombre mi madre y su madre para que yo hiciera un cumpleaños cuando ya no quería más de eso, porque "si no, tu padre va a ir a verse con Vera". Con todo, no recuerdo la presencia de mi padre esa tarde en mi cumpleaños.
O una que aparece como consecuencia de la activación neuronal, la del revólver de cebita que me regaló el hijo de un amigo de mi padre, que en aquel tiempo tendría veintipico. Al segundo tiro, ya estaba yo otra vez llorando, refugiado en la habitación de mis padres. Porque parece que desde mi temprana niñez –desde esa vez o desde cuando me llevaron al autódromo en el 122 a ver la Fórmula 1 y no soporté el bramar de los motores Cosworth– siempre tuve la tolerancia al ruido de un autista.
¡Me olvidaba!, aunque lo conté acá, del cumpleaños en que me regalaron una armónica y al ratito mi madre o mi padre, no sé quién, mandaron un comando, una amiga de ella, para que me sacara la armónica y la escondieran por años fuera de mi alcance.
Es sorprendente: siempre tuve esos recuerdos, pero nunca los había puesto juntos, nunca me di cuenta de (saco cuentas: el de 10 seguro que no festejé, ese de Vera fue el de 9 o el de 11) que tengo una memoria, aunque sea vaga y sostenida por diapositivas, de siete u ocho cumpleaños, y en cuatro de ellos pasaron cosas que fueron una cagada.
La hipotética conversación, si se da –y para darse debe suceder en el día exacto–, tal vez permita darle uso a esta frase prefabricada: "¿Te puedo pedir algo? ¿Me decís 'feliz cumpleaños'?". O tal vez no. Si me acuerdo de algún llamado que ¡hace veinte años! recibió el casete del contestador, si me acuerdo de que se reveló puro bullshit extemporáneo, seguramente no.
(Estábamos en al auto de A., acá en la esquina, porque no vinimos a casa ni fuimos a tomar nada. Me trajeron, seguro que no casualmente, del acto de fin de curso del colegio y nos quedamos charlando en el 147 un rato con ella y con S., ya que, para variar, mi escasa sociabilidad iba contracorriente: hablaba con las docentes y no con los compañeros. Y como tres veces en el devenir de la charla pasé el aviso de que "mañana cumplo años". La gorda obvio que no llamó. La otra, tan hábil para detectar vulnerabilidades, sí. Dejó ese mensaje cuya vida útil estiré escuchándolo tantas veces y hasta rescatándolo gracias al doble casetera, pero que no era más que un acto social, o un paso en su plan, y pronto se convirtió en un amargo recordatorio de la imposibilidad de cruzar las distancias con gestos como ese).
Quizá me quede con alguna cosa espontánea que suceda en esa hipotética charla, aun sin mencionar la fecha. (Seguramente será lo mejor no mencionarla, hacer como siempre y no darles entidad a esas construcciones sociales ni usarlas para salir de la dinámica habitual, de lejana y limitada cercanía, y tratar de acceder a un lugar imposible, porque lo único posible a través de ellas es una comunicación que tiene la misma consistencia y fecha de vencimiento de los brotes de soja). O quizá me quede sin nada. Como si no existiera. Como suele suceder. No es tan grave, supongo.