viernes, 19 de julio de 2013

Piel marcada

Como parece haberse cumplido la profecía aquella de que ya nadie va a escuchar tu remera, inconscientemente dejé de decir, como decía en ocasiones, “me voy a hacer una remera que diga [tal cosa]” y comencé a decir “me voy a hacer un tatuaje que diga [tal cosa]”. Esa cosa variaba según la conversación que estuviera manteniendo y aquello que necesitara manifestar con semejante elocuencia.
De tanto repetir la frase –que a veces me sale automática, sin que haya pensado decirla–, la idea de tatuarme fue tomando cuerpo y pasó a ser algo a considerar seriamente. Seguro que no me iba a tatuar la cara, como digo a veces, completando la frase del comienzo. “Me voy a hacer un tatuaje en la frente que diga [tal cosa]”, repetí varias veces, las suficientes como para no poder recordar algo dicho con ese nivel de exageración y de liviandad. Está claro que era solo un modo de decir, que nadie –salvo el hijo de Lebón– se tatúa la cara. Bueno, Mike Tyson también. Pero yo no.
¿Y si me hago un tatuaje en serio? ¿Y si me tatúo el nombre de este blog, que tanto dice de mí? O la tapa de ese disco insuperable que se editó hace 25 años… En vez de la cara, el antebrazo izquierdo podría ser un lugar apropiado. Incluso lo imaginé con las letras al revés, para que las lea quien esté frente a mí.
Una noche hice una prueba: agarré un marcador y me escribí cuatro letras en el antebrazo. N S L G. O D I O. P Q T P. C A B J. No importa cuáles. Y ver esos signos en mi piel me generó una sensación parecida al terror. Tanto que rápidamente fui al baño, agarré el jabón y le di con fuerza hasta que la tinta desapareció casi por completo.
No llegué a pensar en cómo quedaría, en si los poros pixelan el contorno, como me pareció ver alguna vez, o si los bordes quedan perfectamente delineados, como hechos con una impresora; en si el resultado depende de la mano del tatuador, de la calidad de la tinta, del color, de la aguja, de la piel…
Ni siquiera pensé en la indelebilidad. Fue una reacción primal, como cuando estoy durmiendo y me ahogo, y, al despertarme casi sin oxígeno, salto de la cama con el sonido horrendo del aire atascándose en mi garganta y, sin decidirlo, no puedo parar de moverme hasta que logro respirar más o menos normalmente. Y no importa si vengo de una serie de días de mal descanso, que cada vez me pegan más cerca de lo que entiendo por depresión. Es un instinto vital que todavía no perdí. De ese estilo fue la forma desesperada en que reaccioné al ver esas letras, como si hubiera flasheado que esos signos iban de algún modo a determinar, o a convocar, lo que nombraban, en vez de –como era la intención– reflejar esta mitad de vida que (se) (me) pasó.
Después pensaba en que las marcas ya las tengo. Las marcas de una enfermedad que tuve y que siguen en mi piel, atenuándose muy lentamente (y suerte que no me puedo ver la espalda, porque creo que allí permanecen como si esa enfermedad hubiese ocurrido hace tres meses). Y las otras, las que ven todos a menudo, y muy fácilmente, y hacen que sigan su camino sin detenerse.
Pensaba en eso y pensaba en que, más que marcarme, necesito desmarcarme, salirme de este lugar, de esta dinámica, de mí mismx, de todo esto. Olvidarme, dejarlo atrás, y no tener que verlo día tras día. Como con los ataques de pánico, tener en una neurona lejana el dato de que existieron, pero no pensar en ellos –o tener que ver un recordatorio de ellos– días.
La diferencia es que todo esto no pasó, y la lamentable primera mitad de mi vida empieza a invadir la segunda. Y a veces el pánico amenaza con volver.

25 años


10 minutos de TV

Cada vez veo menos tele. Mucha compu, todas las cosas que uno se inventa y que allí se canalizan, y, sobre todo, la posibilidad del micromundo que es propicio fabricarse en ese lugar, sin Fariñas ni porteros, aunque Youtube y Twitter sean, a su modo, repetidoras televisivas.
A la hora de comer, sin embargo, el televisor sigue siendo un plato ineludible. Supongo que esta tarde en el Gourmet o en Utilísima habría un cocinero de esos que cantan para ser más simpáticos (o el doctor insoportablemente amigable), que no era la hora de los Simpsons o que pasaban un capítulo que no me gusta, que en TyC había un torneo de atletismo comentado por Bonadeo con el mismo tono suficiente que no cambió en 20 años…
La cosa es que caí en el noticiero de Telefé (ese canal que no es de Telefónica), donde dos periodistas militantes que no cargan con ese mote mostraban una bolsa del pan de diez pesos para convencernos de que se consigue. Y a ese precio. “Ven la etiqueta: 326 gramos, tres pesos con veintiséis centavos”, dijo el tipo, y ambos continuaron con un panegírico de esta decisión del gobierno y una nota en la panadería de enfrente del canal.
A él lo tengo visto de las transmisiones de Fórmula 1, y Google me dice que se llama Adrián Puente. La rubia que lo acompaña es Milva Castellini, una militante por la ley de fertilización asistida, de esas minas tan signadas por sus mandatos que hacen cualquier cosa para ser madre y para que todas “podamos cumplir nuestro sueño”. Estos dos pulcros muñecos con la bolsita en la mano me hicieron acordar a Daniel Hadad, años atrás, comiéndose en cámara, a cambio de una suculenta suma, una hamburguesa de McDonald’s en pleno auge de las denuncias sobre contaminación con bacterias fecales en la comida que vendía esa cadena.
El déjà vu me hizo cambiar de canal, y el zapping me llevó al programa de Rial, donde le hacían una nota a una de sus panelistas, que acababa de recibir el alta luego de unos días internada en terapia intensiva por una afección respiratoria. La demacradísima cara de la chica demoró a mi dedo gordo por un rato: no suelen verse caras así en la tele. Móvil en la casa de la mina, movilero conmovido sosteniéndole la mano, voces quebradas, explicaciones médicas y, de pronto, el agradecimiento de la chica a los medios por “el respeto con que trataron el tema”.
Cualquier imagen del estudio podía mostrarme al agente tercerizado de la SIDE Luis Ventura, el mismo que dos semanas atrás defendía la publicación de las fotos del cadáver de Ángeles Rawson, el mismo que publicó las fotos de un agonizante Javier Portales, los mails de Juan Castro e incontables intromisiones en la privacidad. El mismo que ahora, cuando le toca a una empleada suya, procede con un “respeto” que ella le reconoce.
Se me ocurre pensar qué diría Ventura si se filtraran fotos de sus hijos internados por una nueva sobredosis de estufa, o cuánto pagaría para tener las fotos y publicarlas. O para no publicarlas, para guardarlas esperando una mejor ocasión, como ha dicho que hizo con otras. Pensar en todo esto es demasiado. Basta para mí. Next.
Noticiero, creo que TN. Títulos. “Liberan a la asesina de Las Heras”. La mina esa que, a punto de casarse, mató a una compañera de laburo porque la otra hizo circular un video en el que ella aparecía haciéndole un pete a un tipo que no era su inminente marido.
En el juicio, cuya sentencia fue transmitida en directo por varios canales de televisión, esta mina, Silvia Luna, fue condenada a diez años de prisión. Como de costumbre, esas sentencias terminan siendo para la gilada. La cámara le redujo la pena a cuatro años y medio, y, como ya cumplió la parte correspondiente de la pena, está de nuevo entre nosotros.
Pienso, entonces, cuánto me gustaría ver a una feminista (a una sola) indignada por la liberación de Silvia Luna, cuánto me gustaría ver a Florencia Etcheves o a otra mina similar diciendo “Silvia Luna, la femicida de Las Heras”.
En cambio, veo –leo– las declaraciones de Luna explicando los hechos: “Me quedé sin novio, sin vestido blanco para estrenar, con los anillos en el ropero, me quedé sin mi trabajo, me quedé sin estudio, me quedé sin nada”. Ella se quedó sin un montón de cosas; la otra mina, en cambio, se quedó, apenas, sin una sola cosa: sin la vida. Pero eso no importa mucho, parece. Capaz que si la mataba el marido, sí. No sé.

Todo lo que digo es más bien una mierda

Buscando información en un foro sobre escorts, doy con una experiencia en la que el cliente narra que cuando notó –o creyó notar, porque ella no lo dijo– que a la chica le dolía al recibir por atrás, de inmediato suspendió la acción anal. Dos o tres mensajes más abajo postea la encargada del lugar, que dice que la chica está bien y que, sobre todo, también sabe hablar y poner límites.
Pero, por más que sepas hablar, pienso, si nadie te escucha o nadie hace algo respecto de lo que decís, es al pedo hablar. Ya sea adentro o afuera de esa relación, alguien tiene que hacer algo. O vos misma, pero ya no por las palabras. Si a esa chica efectivamente le dolía el orto, y se lo decía al tipo, y él no se la sacaba, no servía de mucho hablar, salvo que la escuchara e interviniera alguien de afuera (la encargada, por ejemplo), o que la misma chica pudiera hacerse valer por la fuerza, pegándole una piña al tipo, mordiéndole la pija o no sé qué.
Hablar de hacerse valer por la fuerza en una discusión me trae una imagen de mis quince años, una discusión con mi madre (¿cuántas hubo en todos estos años?, ¿cuándo y cómo se va a romper esta dinámica enferma y temo que eterna?) una noche en la que estaba en casa su entonces pareja, que es la misma persona que vive con mi viejo desde hace unos años, ya que es quien lo cuida.
No sé cómo vino la cosa, ni cómo siguió: sólo recuerdo que en la puerta de mi pieza, junto al espejo del pasillo, el tipo este me agarró con fuerza el antebrazo, y, como tenía mucha más fuerza que yo, no pude moverlo. No fue una agarrada con fuerza lo suficientemente controlada como para que pudiera moverlo dentro de cierto rango: el recuerdo es que agité el brazo para soltarme y no lo pude mover.
Volviendo al tema de hablar, ¿de qué sirve hablar si hace cinco años que estoy diciendo algo y no me dan bola? Hace más de cinco años que le digo a mi madre que no puedo vivir más acá, que este lugar enferma, cortesía especialmente de los vecinos hinchapelotas que me destruyen el sueño (y la vigilia, como ahora mismo) con sus niños, sus gritos, sus cigarrillos en el balcón, sus corridas en el depto, que retumban en mí como si estuvieran golpeándome la cabeza… Hace cinco años que no cambió nada, salvo su argumento para no cambiar nada. Antes no quería vender el departamento porque “no te corresponde”; ahora, porque no puede hablar con mi viejo ya que él no quiere, la persona que lo cuida hace “interferencia” o lo que sea…
Hace cinco años que no puedo hacer un carajo, que no descanso bien más de tres días seguidos, que no puedo prever ni mi día de mañana, que saco la entrada anticipada para un recital y no puedo ir porque esa mañana no me dejan dormir y a la hora de la siesta, tampoco. O cualquier ejemplo que podría dar, hasta encontrar uno que resuene en vos, pero que no me cambiará nada.
Hace cinco años que gasto energía, tiempo y dinero en médicos y remedios inútiles. Que me estoy lastimando físicamente: los oídos, por los tapones que uso, y la columna, por las posiciones absurdas en las que debo dormir para que no se me salgan. Pero ella, que dice darse cuenta de que me siento mal, solo reza y ahora hace “constelaciones” para sanar la relación con su padre, lo que sanará, también, mi relación con mi padre. Esa idea de omnipotencia mediada por lo esotérico con que practica la negación me irrita hasta apabullarme.
Apenas una discusión de vez en cuando, cada vez menos, porque ya ni sé cómo empezar las discusiones, porque toda palabra lleva a la discusión, y ni discutiendo se cambia nada. Es la misma sensación de mi adolescencia. Es sentir que me tiraron en la habitación del fondo, esa habitación donde ella amontona cajas y cosas que no sé qué son, porque no se puede entrar, porque la puerta sólo puede abrirse en un ángulo de 15°, asomar medio cuerpo y acceder a lo que está cerca.
Puedo usar esa imagen, o decir que me arrojaron al agujero negro de mi infancia, o que me tiraron en un pozo del que no sé cómo se sale. O contar que el invierno pasado quise invitar a una persona a coger a casa, y que, cuando quise sacar la estufa eléctrica de esa habitación, debí abandonar la idea del garche porque la estufa estaba en la otra punta de la pieza, y para llegar a ella había que sacar todo. Y, luego, meterlo adentro de nuevo.
Puedo decir todo. O mucho. O esto. Lo que no puedo es salir.
A veces es inútil hablar porque decís las cosas y no te dan bola. Y a veces ni siquiera puedo hablar, porque las cosas y la gente me pasan por arriba.
Cuando le daba pelota a mi otra página web, una mañana hice un operativo relámpago para sacar un libro de la biblioteca de mi ex laburo, fotocopiarlo y devolverlo a su lugar sin que nadie lo notara. Una librería cerca de casa tenía un cartel que anunciaba fotocopias a 8 centavos, pero, cuando entré, el tipo, que parece que no tenía muchas ganas de laburar, dio a entender que por ser un libro y no hojas sueltas, cobraba 10. Le dejé el libro, me quedé pensando en eso, armé toda una serie de palabras para decirle que en la vidriera decía 8 centavos… Y cuando volví, a la hora que me había dicho, no le dije nada. Pagué los 10 centavos de cada fotocopia y me llevé el libro, del cual sólo había fotocopiado la mitad. Y únicamente pude decir algo en aquella web.
Cuando un sábado de diciembre el vecino cancerígeno del piso de arriba se levanta a las ocho de la mañana, y, con él, su pareja de voz chillona, el hijo pequeño de ambos y los dos hijos de su matrimonio anterior, y me despiertan, no puedo decir nada. Tal vez algún golpe en la pared, símbolo de todos los golpes que querría darles para devolverles los golpes que me dan.
Y cuando a las ocho de la noche siguen hinchando las pelotas, y yo ya decidí que mi cansancio es tal que no da ir al recital al que quería ir, salgo al patio a ver qué mierda están haciendo (no para decir nada, ja), y el boludo, que está en el balcón, me recibe con un sobrador “¿qué pasa, campeón?”. Y mi “ehhh... estamos muy exaltados…” es inútil ante sus “es sábado”, “son chicos”, “qué querés que haga”. “El exaltado debo ser yo”, digo, por decir, porque no sé qué decir. Y él asiente: “Sí”.
No le pude decir que no estamos discutiendo el almanaque (odio a los que justifican el quilombo que hacen porque “es sábado”), o que no hablo del tiempo, sino del espacio, de mi casa, a la cual ellos golpean. Ni pude responderle “que te mueras de una vez, en lugar de envenenarme” cuando me preguntó “qué querés que haga”… No le pude decir nada. Ni tampoco pude ir y cagarlo a trompadas, que es lo que correspondía con un canchero así, porque no puedo pegarle a nadie. (Y todavía la tengo tan adentro, que esta parte es la que más me cuesta escribir).
Cuando voy al médico y tengo que contar qué me pasa, muchas veces no hablo sobre mis descensos bruscos de presión, azúcar, lo que sea, porque ya sé que me van a mandar unos análisis, que los resultados van a estar bien, y que nada va a cambiar. Y cuando finalmente decido hablar nuevamente de eso y se lo cuento a la médica, y elijo poner un ejemplo contundente, el de la otra vez, cuando iba a coger y cinco minutos antes tuve que comprarme un alfajor para sentir algo de energía en el cuerpo, la mina me dice que es porque me presiono demasiado para demostrarme no sé qué. Y todas las otras veces, ¿por qué es doctora? No, no se lo pregunté. Porque era una pregunta retórica, porque ya me di cuenta de que no vamos a llegar a ningún lugar distinto. Y entonces, ¿para qué? (Y ya bastante en ridículo me siento cuando hablo de mis problemas para dormir, de los ruidos, los vecinos y la concha de la lora. Y ya ni de eso quiero hablar).
Cuando voy con mi encarnación cartonera a vender diarios viejos, el tipo del lugar me dice que no tiene cambio. Como conozco el verso ese, con el cual siempre te zarpan las monedas, llevo cambio de diez pesos. Y se lo digo. Me repite lo mismo, cambia el monto de la deuda (ya no me debe 40 centavos, como me dijo hace unos segundos: ahora me debe 20) y me dice que la próxima vez me los da. Vuelvo a decirle que llevé monedas, y mis palabras vuelven a ser inútiles. Tres veces creo que se lo dije. La última, el tipo salió del cuchitril que funciona como caja y me explicó cara a cara que no tenía monedas. Y ahí me quedé sin palabras. Porque las que tenía no sirvieron, como tampoco mis previsiones.
Al día siguiente volví, aprovechando que tenía más cosas para vender. El tipo ese y dos empleados le dicen que no tienen cambio a otro vendedor, hablan por teléfono para ir a buscar, mandan a uno… Finalmente, el tipo se va con algunos pesos menos de los que debería. Finalmente, se revela que era una mentira. Esta vez, el cajero sí me pregunta si tengo cambio de diez, le digo que sí, anota 6,40, me pide cuatro pesos, me pide veinticinco centavos más, y yo, que veo lo que anotó, que incluso recibo, al final de la transacción, el papelito, no le digo nada. Ni por las monedas de ayer, ni por las de hoy. Pasó toda la situación delante de mis ojos y no pude hacer nada. No me pude defender, escribí entonces.
Cuando mi dentista me dice una cosa, y otra distinta, y otra más, y hasta una extra, que me resulta más increíble que las demás… Que después del tratamiento de conducto hay que hacer un “perno y corona”; que hay que dejarlo así, con una restauración, y ni en pedo hay que hacer el perno y la corona; que está todo bien, aunque le digo que me duele y que hay cada vez más espacio entre ese diente y el contiguo; que se acuerda de que la mina que me hizo el tratamiento de conducto le dijo que no había podido poner la medicación completamente… No se acuerda de cosas que tiene anotadas, y se va a acordar de eso, que no está anotado y que pasó hace más de tres años… ¡Dale! Entonces, como hoy, que me duele ese diente, lo único que puedo hacer es escribirlo acá. O quejarme delante de algún ocasional interlocutor, que me recomendará que vaya al dentista o se cansará de mis dolores y mis quejas.
Cuando el idiota ese lava su enorme camioneta, que es casi un camioncito, un domingo a la hora de la siesta, ocupando la mitad (¡qué considerado!) de la bicisenda, y atruena con el sonido del motor de la hidrolavadora, su mujer dice: “No sé de qué se queja. Si fuese ella, todavía, que vive al lado…”, y él dice: “Es una hidrolavadora”, y agrega, como resignado, “qué va a hacer”... Cuando pasa eso y yo paso junto a ellos, veo otra situación que me pondría en un lugar de mierda, en una de esas situaciones conflictivas que, evidentemente, no puedo manejar. Y agradezco ser un peatón, y no su vecino.
Y a veces, en el medio de lo que digo cuando todavía digo, surge como un rayo ominoso la pregunta acerca de eso que digo. Cuando la persona que cuida a mi viejo dice que no le conté nada de un incidente que tuve en la calle, y yo sé positivamente que sí le mencioné el hecho, me pregunto si me está tirando de la lengua –y, en ese caso, para qué–. Lo mismo con cada persona que me conoce a través de mis viejos porque, ya no recuerdo cuándo ni qué, varias cosas que dije en un lugar llegaron a oídos de mis padres.
Y cuando la otra vez salió hablar de los objetos que me gustan, en un momento me di cuenta de que no paraba, de que hablaba con un entusiasmo que me hizo ver cerca del ridículo y lejos del interés de la persona con quien hablaba. Temí estar en una conversación de esas que más bien son monólogos alternados, como las entrevistas televisivas donde el conductor hace una pregunta, el entrevistado empieza a responder, largamente, y, de pronto, un plano equivocado muestra al conductor mirando hacia otro lado, haciendo un gesto o cualquier cosa, menos prestándole atención a su interlocutor.
Otras veces hablo y es insuficiente para los demás. Y hasta me dicen que los pelotudeo, que me hicieron una pregunta, que por casi una hora no entendí y que cuando tuve una respuesta fue de cinco o seis palabras. Y que jamás resonó en mí lo que me dijeron o que simplemente sentí que tenía todo el derecho del mundo a cagarme en eso. Eso también me deja sin palabras. Y sin saber a ciencia cierta cuánto de razón hay en eso, cuán idiota o cuán sorete soy (ciencia cierta, cuánto… uffff).
Después de la desesperación y desolación gigantes de aquella tarde en que no pude ir al recital para el que ya tenía la entrada porque los vecinos del orto no me dejaron descansar, decidí esmerarme para no decir nada las próximas veces que pase algo así, porque no da caerle a alguien con semejante angustia. Y porque quien recibe esos mails no puede resolver nada. Y porque escribirlos tampoco resuelve nada.
Debería tener el mismo esmero para no caer en la trampa de hablar con los manipuladores, o en la reunión de consorcio, o con los que se cagan de risa de mis argumentos, como Nelson Muntz se caga de risa de Martin Prince, porque no está en juego hablar, sino ser el macho –o la macha– alfa y hacérsela caber al otro. O para no estar en conversaciones donde alguien dice: “Rayuela, ese libro que ahora cumple 50 años”, o donde la gente va contando lo que hizo o lo que le pasó, casi como si hubiera estado en esas situaciones sólo para contarlas, para tener algo que decir.
Y a veces quiero cortarme la lengua y ya, como el personaje aquel de Federico Luppi. Porque nunca puedo cambiar nada, porque nunca pude cambiar nada significativo con lo que dije. Y porque siento cada palabra mía como un ruido molesto. (Digo yo, después de escribir 13000 caracteres, ja ja).

Una generación que se crió en el dolor

A un año del espanto de Once, el exfuncionario de Grosso y de Telerman, exjefe de campaña de Macri y exsecretario de Transportes kirchnerista, Juan Pablo Schiavi, decidió reaparecer en los medios con una entrevista que dio a la radio Vorterix.
Esta lacra, que se fue entre aplausos pedidos por el ministro De Vido –y brindados por los obedientes aplaudidores ocupantes de sillas en actos oficiales–, dijo una sarta de previsibles pelotudeces, ruido que no merece análisis porque con la enumeración basta: que el Sarmiento tiene un problema crónico;  que no abre juicio sobre los familiares de las víctimas “porque están en la búsqueda de la verdad, en la búsqueda de la justicia”; que tiene un amigo judío, ah, no, que el hijo viaja con frecuencia en ese tren; que no aún tiene claro qué fue lo que sucedió, que “las pericias se hicieron, y el tren tenía oxígeno”, que “los frenos de la locomotora funcionaban”… (pasó un año y no aprendió que los trenes eléctricos no tienen locomotora. Bueno, el eficiente Randazzo tampoco lo sabe).
No voy a detenerme en sus palabras, que mañana pueden ser otras, según le convenga, como demostró en sus intentos de responsabilizar al conductor, que pasó de tener una foja de servicios buenísima a distraído, borracho o epiléptico. Ni voy a extenderme recordando la pantomima patológica de la presidente que no especula con la muerte mostrando por cadena nacional, como un trofeo, a una militante que viajaba en el tren, que sobrevivió y que, en el momento de ser convocada al estrado, tenía puesta la remera de la agrupación K en la que milita…
Lo que quiero resaltar, porque me molesta más que todo eso, es la justificación que intenta Schiavi apelando a un presunto dolor propio: “Yo comparto el dolor, todos los dolores son distintos, no contesto nunca a los familiares, aunque han dicho cosas que me han dolido mucho. Soy parte de una generación que se crió en el dolor y entiendo lo que puede ser”.
Doy por sentado que sus palabras aluden a la violencia política de los años 70. Y, la verdad, me parece agotada la referencia a esos tiempos y a esos hechos. Me parece una estampita insufrible, miserable y enferma. En especial por todxs los que han lucrado con ella, por todxs los que se subieron a una historia de la que ni siquiera participaron sólo para aprovechar sus beneficios y porque ya fue, porque no se pueden justificar acciones públicas con el dolor (si no, mirá a los familiares de Cromañón), menos aún cuando pasaron más de 35 años.
Y sobre todo porque es una forma asquerosa de negar todo el dolor posterior, todos los dolores posteriores, de los cuales podrían anoticiarse, él y quienes transformaron aquel dolor en una pyme, simplemente levantando la vista y saliendo del ensimismamiento sectario que arrastran por décadas: Once, Cromañón (y Kheyvis), las bombas en la embajada israelí y en la AMIA, las inundaciones en Santa Fe y en La Plata, los accidentes aéreos (Sol, Austral, Lapa), el dolor inconmensurable que gotea en cada muerte debida a lo que se llama “inseguridad”, el dolor aún más oculto de cada muerte por hambre, por abortos mal hechos o por enfermedades curables…
¡Esta generación es una generación signada por el dolor, la concha tuya! Mirá toda la gente que pide justicia porque le explotó la vida con una tragedia, hijo de… Schiavi, mirá las remeras, los carteles hechos a mano, mirá las caras de esa gente, mirá esas marchas espontáneas, sin aparato y casi sin repercusión, y sin la continuidad propia de la militancia o el negocio.
Pero no, el único dolor producido desde el Estado es el que ocurrió hace ¡35! años. Los demás no existen en la mirada de estos soretes, tal vez porque estas víctimas no formaban parte de una vanguardia iluminada y armada dispuesta a matar (o morir) en nombre de sus altos ideales: apenas iban a trabajar, a divertirse, a guardar el auto en el garaje…
Igual, es una fucking mentira todo lo que dice este tipo. Si conociese el dolor, le importaría –salvo que fuera un psicópata–, y habría hecho algo para evitarlo desde su poderoso lugar en la función pública. Y, sobre todo, podría haberlo expresado con palabras propias, y no dar sus condolencias, como hizo, repitiendo lo que dijo el alcalde de Los Angeles a raíz de un accidente que ocurrió en esa ciudad estadounidense.
Bueno, para chequear un dato veo de nuevo el video de su conferencia de prensa, veo su relación con el sufrimiento ajeno, su culpabilización de las víctimas, su impasibilidad, y no descarto que sea un psicópata.

Quiero prender fuego todo


Ella ya lo hizo.