miércoles, 28 de abril de 2021

Inimaginable

Una psicóloga se enorgullece en redes sociales de haberles recomendado a dos de sus pacientes que pese a las nuevas restricciones no disminuyan el contacto social porque “no se puede seguir destruyendo el psiquismo de la gente” ya que “dejar de ver gente, sobre todo en patologías graves del estado de ánimo, es demencial: se terminan brotando”.
Ahí estoy yo desde hace añares. No por la cuarentena: por alguna razón que desconozco. Tal vez porque en mí no hay nada interesante o porque algo se rompió o vino roto de fábrica. Lo que fuere, más temprano que tarde, lleva a alejarse a los pocos que se acercaron. ¿Qué hago con eso, además de seguir esquivando exitosamente el brote, si ni siquiera puedo hacerle llegar mis puteadas a Pedro Chanta por esto? ¿Qué hago? ¿Eh? ¿Cómo hago?
En el silencio de la madrugada llega el rumor lejano de los aviones que despegan de Aeroparque. Yo no necesito hacer silencio para escuchar puertas cerrándose con un eco que no es la multiplicación de un solo sonido. Es el encadenamiento de las diversas, infinitas, formas que tienen de decirme que, no importa lo que intente (lo que me invente), nunca voy a formar parte de la vida de los demás. Se cierran todas y tanto que ya no puedo imaginar cómo sería un diálogo, un llamado o un mail mandado sin ninguna expectativa de respuesta, pero, aun así, enviado. Eso, que servía como sucedáneo, o como placebo, o como entrenamiento para tener más fluidez si algún día era posible alguna forma de comunicación, no me funciona más. Esa parte del cerebro se apagó como si la hubieran rebanado.
Pedir un chau explícito, un final sano, no sirvió para que la persona que más sabe de mí me lo conceda: prefirió enterrarme en el silencio. Como hizo otra gente que supo ser cercana e importante, se fue sin decirme por qué. Es cuestión de esperar que me canse de mandarles mails, ¿no? Así de fácil soy. (Y este año lo lograste: por primera vez, seis o siete años después de decidido tu silencio, no te escribí para tu cumpleaños).
La puerta de escribir “en serio” se cerró igual que el tiempo compartido con una escort: respuestas formales y el límite siempre infranqueable a flor de piel. A flor de mail. (Eso, cuando no te encontrás con un puto resentido que se regodea en maltratar porque algo se le configuró en su cerebro retorcido como para que le caigas mal).
Los libros que regalé se van a perder en la primera mudanza y los otros ni siquiera pude regalarlos porque a las personas en las que pensé no les importó. Y cuando le escribí para contarle a uno de los profesionales a los que les pagué para que dijeran algo sobre eso que escribo, ni mencionó la posibilidad de que le llevara un ejemplar: dijo unas palabras de circunstancias y sin avisarme borró mis cosas del Google Drive.
No hubo palabras sobre eso en el blog –ni en el tuyo ni en el mío–, ni una traducción a otro idioma –como yo sí traduje–, ni sirvió de nada la paja exhibicionista que es Instagram, salvo para que algunas escritoras (Vero Y., Maca PC, etc.) no acepten mi solicitud. Solo distancia, una cortés distancia, un silencio roto fugazmente siete meses más tarde, que ratifica esa distancia y que será la última fisura en la incomunicación. Variantes de la nada misma, de la misma nada.
La música como puerta a la comunicación siempre estuvo cerrada, desde que iba a ver a los Redondos sin compañía y volvía sin compañía hasta ahora, que voy sin compañía a ver a la banda que toca a la gorra en el parque y vuelvo sin compañía. Me invento recitales como punto de encuentro, pero no hay con quién encontrarse. No sería tan difícil, pienso: ni siquiera tenemos que hablar. La música suena en un lugar público, al aire libre, nada peligroso (y no hablo de contagiar el virus chino: a veces me pregunto si no daré miedo). Un momento compartido sin mayores compromisos o consecuencias. Pero no. Nada. Nadie. Nunca.
El viento frío del día previo a mi cumpleaños se lleva los vientos que suenan junto al mástil y me lleva a mí también –a lo que queda de mí–, que miro hacia una esquina desde la cual no va a aparecer nadie, que hace casi treinta años empezaba un cumpleaños sin compañía escuchando una canción que me gusta mucho en la radio del walkman mientras el colectivo que me traía de vuelta a casa pasaba justo por esa calle. Los acumula juntos, en un rincón del universo donde se amontona lo que no fue, lo que no pudo ser.
La del gato amable de los Sugus multicolores también se cerró: cuando me animé a escribirle, en diciembre, me dijo “no sé quién sos, no te recuerdo”, y ya no hay más ilusión de invitarla a comer y devolverle el gesto de aquella madrugada en el bar cerca del parque, cuando pagó ella, o de sentarnos en un umbral a compartir un helado de Nestlé. O la de citarnos en la esquina de Hortiguera y que se dé un encadenamiento de encuentros. Nada de eso sucederá. Con el recuerdo de lo que sucedió cada vez podré producir menos dopamina.
La de coger antes de que los contagios crezcan exponencialmente, antes de que el emperador del AMBA, Axel I de Parque Chas, mande cerrar todo de nuevo, nunca sale como yo quiero. Cargo con este cuerpo que nunca fue mío y hago lo que puedo, que nunca alcanza. Y después de cada intento, de cada esfuerzo, la libido queda vacía por cada vez más tiempo. La de escribirle a la dentista se cerró en un pispás. Le recuerdo que hace seis meses que no nos vemos y le pregunto si convendría hacer un control. Me responde (¡me responde!, no como los últimos mails –que no eran profesionales: el del cumpleaños, el de las fiestas, el de oler jazmines–) que no es necesario, que mejor hacerlo al año. Me responde eso un par de días antes de postear en el Insta del consultorio que hay que visitar al odontólogo dos veces por año.
Como sea, seis meses más sin esa brizna de energía y dopamina que me genera su presencia. Seis meses más sin conexión, sin agarrarme de eso para ir a correr, a ver si bajo aunque sea medio kilo. (Porque un par de veces fui a la peluquería antes de verla para sentirme más presentable, o corrí dos o tres vueltas a la plaza casi en ayunas –o fui a hacer dominadas un rato– antes de ir al consultorio para bajar cien gramos si fuera posible).
Desde ese “te quiero mucho (dentro de lo que puedo quererte)” que le dije en un momento de la charla donde no nos poníamos de acuerdo –y yo me daba de cuenta de que estaba a punto de quedarme sin dentista–, la distancia se hizo de hielo. Al menos, para mi lectura, que reconoce de toque algunos de sus tonos, y, aunque los mails no tienen tono, en ese “todo perfecto gracias” con que respondió mi pregunta por su emprendimiento identifico uno similar al del “ah, Olga, hola” que ya detecté dos veces: una, en la facu, cuando pensé que se había enojado; otra –la última– cuando no leí el mail en el que me pedía que llegara más tarde y llegué a la hora que habíamos quedado, y todavía estaban atendiendo al paciente anterior.
Porque a veces unas manos se encuentran y producen una vibración distinta, o una energía incomprobable sobreviene, y ocurre una forma de comunicación. Pero esta es una construcción que requiere de cierta frecuencia que la realimente y la confirme. Si el virus chino impide que haya un encuentro de manos un segundo en el momento de la despedida, el recuerdo de su vibración va quedando cada vez más lejos. Si no nos vemos en un año, iremos borroneándonos hasta la desaparición, y cuando pasen esos meses –si tengo salud– mi boca va a estar más seca de palabras y mi cerebro, necrosado en la parte que produce dopamina. Vamos a ser casi dos desconocidos, una relación estrictamente profesional. Para tu tranquilidad, que, evidentemente, no pudo ser construida con mi empeño, aunque incluyera frases como “confiá en mi razonabilidad”.
A veces ocurre, y trato de cuidarla, de que se consolide, y, a la vez, de no molestar, de que no se noten las freakeadas que no puedo evitar. Pero parece que siempre hago algo mal, porque nunca prospera –entendiendo por prosperar su continuidad, no que alguien me diga lo que nadie me dijo– y todo termina pronto: nunca dejo de ser fugaz e intercambiable, y, si insisto, termina produciéndose un ruido chirriante. Ahí sí soy memorable, memorablemente horrible.
Y casi nunca hay margen para decir lo que significan para mí una mano en el pecho o en mi mano. O ir a oler jazmines a alguna vereda cercana. O una fucking palabra. Ni para pedir algo de eso. O una mirada (un día voy a decirte “mirame”). Y nunca es tan importante para los demás como lo es para mí. Y ponerse a explicar puede ser arduo. Y ni siquiera hay tiempo ni espacio para adentrarse en eso. La puerta se cierra antes. (Bah, una sola vez sucedió lo de poder decirlo).
Igual, no me enojo: si se alejan seguramente es porque fui un plomazo, un pelmazo, medio goma, lo que sea; porque saben que no van a encontrar nada acá, en esta energía insignificante que me constituye. Pero es lapidario ver que no quedan más lugares donde intentar nada. Y vivir con la neuroquímica que queda en el cuerpo después de mirarlo el poquito rato que se puede soportar mirarlo.

Cristo era RE capitalista

No sé qué es peor: si un zurdo que matiza sus ideas con toques católicos o un católico que se escuda en la sotana para ser zurdo. Como sea, hay pocas cosas peores que cualesquiera de ellas. Entre esas pocas cosas peores está, sin duda, profesar en simultáneo ambas religiones.
Una de las falacias más repetidas por estos personajes es el supuesto cuasi-socialismo de Cristo. El estatuto del Consejo Mundial de Boxeo tenía, según su propio creador y mandamás, José Sulaimán, por cada artículo, otro, cinco artículos más adelante, que lo contradecía. Del mismo modo, la Biblia tendrá por cada cita cuasisocialista otra que la contradirá.
Siempre me quedó en la cabeza una de ellas, una parábola que leyó el siniestro cura que daba la misa en la siniestra cripta –perfumada siniestramente con incienso– de la siniestra iglesia donde mis siniestros padres me llevaron a hacer el siniestro curso para tomar la comunión. Siniestro el cura, entre tantas cosas, porque en el sermón que dio en alguna misa llena de niños de ocho o nueve años contaba como real la historia de unos ladrones que había dormido, ya no recuerdo cómo, a toda una familia para entrar a su casa y robarlos. Pasaron décadas y me acuerdo de sus palabras y de que entre las cosas que yo pedía en mis rezos estaba que no nos sucediera algo así.
Entre tanta mierda de ese lugar de mierda recuerdo con mucha indeleblez una misa en la que el cura leyó una parábola del palestino más famoso donde contaba que les había dado unas monedas a unos tipos, a tres tipos, y tiempo después volvía a verlos y les preguntaba qué habían hecho con esa plata. Y el que más felicitaciones se llevaba era el que había obtenido más ganancias.
Por años tuve eso en la cabeza sin saber cómo buscar la cita textual. No me iba a leer la Biblia por eso: gracias que me leí el libro de Josué para juntar data sobre la raigambre mítica del sionismo. Sin embargo, hace pocos años, cuando todavía podía ver a cierta distancia, viajaba de pie en un tren, y uno de los pasajeros sentados leía una revista. Tratando de matar el tedio del viaje, miré desde mi altura para ver qué leía, y era una revista cristiana, o evangélica, algo así. Justo leía un artículo que comentaba la parábola de los talentos, que de ella se trata, y así pude identificarla.
La googleo y ya en el segundo versículo Yisus Craist derrumba otro mito de los que tratan de enredarnos en su trabalenguas de igualdad y equidad: justifica que le hayan dado más plata al más capaz y menos al menos capaz. Los dos versículos finales son contundentes: “Porque al que tiene, le será dado, y tendrá más; y al que no tiene, aun lo que tiene le será quitado. Y al siervo inútil [el que no multiplicó el dinero que le dieron, sino que lo guardó bajo tierra] echadle en las tinieblas de afuera; allí será el lloro y el crujir de dientes”.
Hay que recordárselo a todos los birreligiosos y sobre todo a su cabeza visible, ese aspirante a Firmenich siglo XXI que es Juan Grabois, el cual responde, nunca lo olvidemos, al futuro San Francisco de Buenos Aires. A él y a todos los que quieran corrernos con la culpa de tener algo (que siempre es menos que lo que ellos tienen). Y también hay que dejar de tener culpa de “clase”. Al menos por dos años.