viernes, 21 de junio de 2019

MP3 (III)

Yo sigo dando vueltas a aquella tarde de la placita junto a las vías, cuando me regalaste el mp3. Para mi memoria fue el mes pasado, el año pasado. Podría hacer el esfuerzo y recordarme que no, que fue en enero de 2010. Si tuviera a quién contárselo, habría sucedido más rápido esto de notar que con solo decir mp3 todo se ubica en un tiempo remoto. Porque, aunque no tenga, ahora –hace mucho– la música se escucha en Spotify.

El último de Casas

Crecimos sabiendo de los artistas no solo por sus obras, sino también por sus declaraciones periodísticas. Es algo que habrá comenzado en la segunda posguerra, supongo; tal vez un par de décadas antes. Previamente se los conocía nada más que por su producción o por alguna adscripción explícita a una ideología o a un gobierno, estilo Leni Riefenstahl, o por sus participaciones directas en ciertos hechos, como Ascasubi o Saint-Exupéry.
En esas entrevistas podemos desencantarnos de lo que dice el escritor o la cantante de nuestra preferencia, o podemos reafirmar nuestra valoración, o podemos pasarlas por alto y recordarnos que nos gusta cómo canta, cómo escribe, cómo toca, y que lo queremos en nuestra vida para eso y no para cuñado.
La llegada de las redes sociales –en especial, las que tienen latiendo todo el tiempo, como un taxi en un atasco, los números que indican la aprobación ajena– modificó sustancialmente la situación. Ahora cualquier artista, famoso, conocido, incluso los que entraron en esas categorías a partir de las mismas redes, puede comunicarnos en tiempo real dónde se va de vacaciones, la gracia que hace su gatito, qué cuerdas usa (y conseguirlas por canje), qué dulce de leche le gusta (y conseguirlo por canje) o mostrarnos lo hinchada que tenía la cara cuando se despertó.
Y si están más o menos cerca de la categoría "intelectual", o si pretenden acercarse a ella o, simplemente, mostrarnos su sensibilidad social, también nos (?) compartirán sus opiniones sobre los gobiernos –este y/o el otro– o sobre el aborto, se preguntarán dónde está Maldonado, advertirán –sin más sustento que su mero deseo– sobre la posibilidad de un corralito, subirán una imagen con la bandera arcoíris (y, en el post siguiente, una foto junto a una homofóbica recalcitrante y violenta, pero nacional&popular) y así sucesivamente con lo que les dicte su versión de la actualidad.
La combinación de ambas puede ser letal: Paola Krum quejándose en una entrevista de que la crisis económica le impide pedir delivery todos los días, Paola Krum agregando que su hijo le dice "mamá, sos una famosa pobre, todos viajan y nosotros no" (mamadera con la idea de pobreza que tiene el pibe), Paola Krum olvidándose de que subió a Instagram fotos de sus vacaciones de verano en Río de Janeiro. Paola Krum es famosa desde que salió casi en bolas en Ritmo de la Noche, pero ignotas conocidas solo en el corredor Puan-Fsoc replican la dinámica y lloran macrisis mientras postean fotos de sus vacaciones en el sudeste asiático.
Lo más revelador, sin embargo, es la forma en que interactúan con el resto de la gente. No hablo de las stars que pagan especialistas para que les manejen sus cuentas; hablo del cuatro (o siete) de copas egómano tan incapaz de vencer la tentación de los pulgares como de llevar adelante el intercambio cuando no se le celebra el chiste o si se le señala alguna inconsistencia.
Están los que se excitan con el poder de bloquear; están los que, además, lo explicitan. Está la que se busca en Twitter y responde cuando la nombraron sin arrobarla. Está la que busca su nombre escrito con números y te bloquea. Están los que devuelven una respuesta sobradora cuando les decís algo que no es un halago devoto; están los que en una situación así no te responden, pero dan fav al comedido que te bardea. Están los que lloran trolls. Están los que te borran un comentario en Blogger, están los que ponen la dirección de mail en su blog y cuando les escribís no te responden ni para decirte "no". Están los que, ¿guiénsó?, tienen cuenta privada en Instagram y, doble ¿guiénsó?, rechazan tu solicitud cuando tratás de seguirlos (Instagram es particularmente una mierda, entre otras cosas porque el algoritmo continúa sugiriéndote que sigas a alguien aunque te haya rechazado, y tampoco te avisa del rechazo, con lo cual, y hasta que te das cuenta, insististe dos o tres veces y te convertiste en un ser molesto sin enterarte).
Cada una de estas cosas termina, sin querer –sin querer ellos y sin querer yo–, alejándome, tanto de su obra como, más mundanamente, de la posibilidad de que les pague por una clínica o un taller. ¡Yo qué sé qué pensaba Pizarnik del déficit fiscal, del peronismo o de que te pase por arriba una tanqueta de un gobierno autodenominado democrático y socialista! Zafó Alejandra de eso. Y no, no voy a leer su correspondencia para saber si dice algo al respecto, bastante leche le han sacado a esa vaca.
Cuando una de mis dentistas me comenta que su hija necesita algunos poemas de poetas argentinos para llevar al colegio, a ver si le puedo tirar una onda con la búsqueda, termino descartando de la recomendación a algunos –y algunas– por situaciones referidas a la interacción virtual, sea en redes sociales o a través del e-mail. Sin ellas, habrían estado en esa módica selección que no sé si le habrá servido a la piba. Y un par entraron de cabeza por su buena onda; porque, digamos todo, en algunos casos te responden bien, y, además de gustarte lo que escriben, les valorás ese gesto.
Ya no sé en qué lugar de la web me entero de que salió el último libro de Fabián Casas, un libro de poemas del cual había leído un adelanto publicado en otro sitio hace meses, y que, como casi siempre con Casas, me había gustado mucho. Entonces comienzo a rastrear alguna info, si alguien subió algún poema más, cosas así.
La búsqueda devuelve más entrevistas que poemas. Es curioso, estos aparecen como fotos subidas a Instagram, y no como texto en, por ejemplo, un blog. Hay un par que multiplican el entusiasmo, en especial el de New Order, y hasta busco el precio. Después del shock del número, 500 mangos, y pese a él, fantaseo firmemente con comprarlo.
También hay uno con un ruido importante, el que dice "pequeño huevo kinder de chocolate", usando cinco palabras para algo que puede ser dicho con dos o tres: "huevito kinder" o "huevo kinder chiquito". Aparte, ¿qué necesidad hay de usar la palabra "chocolate" si con solo decir "huevo kinder" ya sentís la lengua y los dientes amarronados y dulzones? Perdón, pero necesitaba hacer esta crítica de taller aunque nunca fui a ningún taller.
Le doy play a una de las entrevistas, la de Radio Continental. Ahí habla contra la esperanza, una idea que alguna vez recorrí en este blog. No cita a Weber, pero usa una frase con el ADN de un verso de Casas: "La esperanza tiene el dardo de Daktari", te adormece y te saca ímpetu y acción.
Después se muestra dolido por la desigualdad social, por toda la gente que ve viviendo en las calles, a la cual parece que antes no veía (?). Critica la originalidad, lo cual se patentiza en el hecho de que hay un escritor salvadoreño, Martín Cruz, que en 2013 editó un libro titulado Cuentos y poemas en Prozac, y en un momento dice que está bueno eliminar el ego: "No tiene que venir Marie Kondo para decirte que si tenés cuatro camperas dale dos a la otra gente. Si tenés 3500 libros, repartí los libros, repartí tus cosas" (4:10).
Y esa declaración me quita de inmediato las ganas de comprármelo. No sé cuántos libros te dio la editorial, no sé cuántos entrega como parte de la campaña de prensa previa al lanzamiento, que coincide con la Feria del Libro (la cual hace que ese programa cambie el día de la columna literaria para que Casas pueda ir, la cual lo pasea por programas como si fuera un músico pop promocionando su último disco). Pero, bueno, dale, te tomo la idea. Repartí tus libros, Fabián. Aunque no tengas 3500, repartite algunos. Y vos, Planeta, también: repartí los libros de Fabián, vos sí tenés más de 3500…
Nos podemos encontrar, de casualidad o no, en la esquina de la panadería San Lorenzo, por ejemplo. Seguro la ubicás. Ponés tu ego en mute por un rato y me das tu libro nuevo. Como dedicados valen más, y para mostrar mi desinterés por esa posibilidad de reventa, no te pido que me lo autografíes. El libro y nada más. ¿Te va?
No creo que esto suceda, así que –de paso, mangazo– si alguien que pase por aquí lo compró o encontró en la web otro poem en Prozac, puede dejarlo como comentario de este post. Por mi parte, de tanto en tanto volveré a buscar si alguien sube algún poema más. Y como soy de la vieja escuela, del texto, del html para que lo vea el buscador de Google, dejo acá, tipeados, los que encontré.

Juguete

La niña abre su pequeño huevo kinder de chocolate
y le pide al padre que le lea la frase
que acompaña a su único juguete: No hay nada
que sea tuyo, nada que te pertenezca,
nada sobre lo que puedas reinar.



Surgir

Suele suceder: el Hombre Invisible
no quería ser invisible y se pasaba por la cara
una cinta blanca para surgir… ¡Ah! Ya nadie quiere
soportar la felicidad del anonimato.
El Tiempo sufre la misma tragedia.
Y se vuelve pedagógico y previsible.
Tiene que poner canas en las cabezas,
dentaduras rosas flotando
en un vaso de agua
y sacar de stock a algún animal fabuloso:
todo para hacerse ver.



La historia de New Order

Imaginen a Sísifo con la roca en el piso,
sus brazos agarrotados de cansancio
y fumando un pucho antes de volver al karma.
Cuando Ian Curtis se ahorcó, la banda no se desmembró,
pero tampoco intentó embalsamarse
con un nuevo cantante. Nada de taxidermia.
Establecieron un nuevo orden,
buscando atravesar la angustia
hasta llegar a la libertad. Y casi
nunca cantaban las canciones viejas.



Coloso

Después de un supremo esfuerzo
el tiempo logra separar a los amantes.
Pero el brazo de uno, partido,
queda pegado al sexo del otro.



Aviso

La familia es una patología
que te acompaña toda la vida.
Pongámosla en la heladera
para que no se pudra.



Tomando el té antes de la hora inglesa

El matrimonio que se puede constatar
no es el matrimonio.
El amor que se puede nombrar
no es el amor.
El dolor que no se puede transitar
¡es el dolor!

El ojo

Los hinchas de River quedaron tan pegados a la euforia que les significó ganar la Libertadores que pasan por alto el desempeño de su equipo en el Mundial de Clubes. No es que ahí perdieron con el Real Madrid, no es que –a falta de Ronaldo– Modric o Kroos les pintaron la cara, no es que se comieron una paliza como la que se comió San Lorenzo (como la que se comen hace años los equipos sudamericanos). ¡Ni siquiera llegaron a jugar con el Real!
Les quedó en el olvido haber perdido con un equipo emiratí, que ni siquiera estaba allí por ser campeón de Asia, sino por local. Quizá sea producto de una intensidad incomprensible para alguien que no es hincha de un equipo grande y/o que no tiene un rival con el que complemente un clásico enorme, pero a mí me suena muy mentalidad de cabotaje.
Encima, no perdieron con un equipo que se llama Guerreros del Desierto o Talibanes Decapitadores (?). Perdieron con un equipo que se llama El Ojo. De verdad: no sé si son masones o qué, pero se llaman así. Aunque ese nombre no es tan estrafalario si lo vemos desde el otro lado de las cosas, porque, al fin y al cabo, العين le ganó a النهر.
Y si River perdía el partido en el Bernabéu, la semifinal del Mundial de Clubes, más que un partido de fútbol, habría parecido un consultorio otorrinolaringológico.

Nos vimos

Te vi permitiéndole a la señora militante el gesto de afecto que me impediste un rato antes, esa vez que fue la última que nos vimos.
Te escuché cuando llegué a casa con la demora propia de reemplazar el segundo bondi por mis pies y al llamarte, como me habías pedido, tu voz fue la forma sonora del cariño.
Te vi por el borde finito sin contact esmerilado de la puerta del consultorio la mañana que me acompañaste a la dentista: yo salía porque era el momento de pagar y te había dejado la campera con la billetera, vos esperabas que terminara el tratamiento de conducto leyendo el libro de Murakami, y me detuve un par de segundos ante esa imagen desconocida. Como me detengo cada vez que voy, sobre todo si es de día y hay sol, justo antes de abrir la puerta para irme, así puedo mirar de nuevo por esos pocos milímetros transparentes y viajar hasta aquel mediodía.
Te vi antes de entrar, poniendo tu mano en mi pecho, sobre el buzo de Georgetown, mientras apurabas el cigarrillo después de una hora de viaje y abstinencia.
Te vi darme un alfajor Vauquita en la estación cuando esperábamos el tren de vuelta. Te vi reírte cuando lo comía con la boca dormida. (Te vi varias veces sacar de la cartera/mochila comestibles que habías llevado para que mi glucemia no jodiera).
Te vi subiendo cosas de Cordera, de Ciro Pertusi, de Miriam Lewin, de Trimarco. Y me dio un poco de risa.
Te vi subiendo cosas de una golpeadora y abusadora de menores a la que reivindican solo porque tenía concha. Y me dio tristeza.
Te vi descartar al pibito del Fotolog más o menos como me descartaste a mí.
Me vi el desconcierto una de las primeras veces que hablamos por teléfono y aludiste a la escalera de la entrada de mi edificio cuando aún no habías venido a casa (y el Street View no existía).
Te vi militando como si quisieras ser más militante que tu amiga o como si buscaras un lugar de pertenencia.
Te vi de reojo la primera vez que fuimos a ver a Palo, y fue una revelación ver a alguien a mi lado.
Te vi temblar la pera debajo de los anteojos oscuros cuando te pregunté qué era lo que había pasado con el delincuente. Y te vi no decírmelo.
Te vi un 31 al mediodía en la plaza de Jujuy, y también vi que te quedaste un poco más cuando en el momento en que llegaba la despedida hablé de algo que había pasado con mi padre.
Te vi contener la risa cuando te saqué una foto con tu teléfono en el bar de Boedo (aunque sabía que la ibas a borrar para que no quedaran huellas digitales del encuentro). Te vi poner cara de orto cuando hice lo mismo en la pizzería mediocre de la otra avenida. Y no entendí.
Te vi siempre –casi siempre– vestida de negro.
Te vi desde la esquina opuesta a la de la librería donde nos citamos la primera vez que nos vimos, mientras hablabas por teléfono con los auriculares puestos. Con los años vi tu nombre escrito con fibrón en esa pared cada vez que caminé por ahí. Porque lo escribí yo.
Te vi la única vez que te miré durante el recital –porque me habías pedido que no te mirara–, sentada en la butaca que estaba a mi derecha, cuando Gabo cantó la de "crol adelante y crol atrás". Y siempre que escucho esa canción, aunque sea en Youtube, miro hacia mi derecha.
Te vi venir a verme más pronto de lo que la frecuencia de nuestros encuentros permitía esperar cuando te conté que en el hospital me habían dado carbamazepina.
Te vi siempre sin tacos.
Te vi abrirte el relicario para mostrarme las fotos de tus viejos. Te vi usarlo otra vez y entendí que te lo ponías para sentirlos cerca cuando las papas (te) quemaban.
Te vi en la parada del 96 cuando me dijiste que me rescatara de mis muestras de afecto, aunque no recuerdo que hayan sido especialmente intensas esa noche. Lo mejor fue que ninguno de los dos lo tomó a mal.
Te vi de perfil esa vez y me cayó la ficha de lo linda que eras.
Te vi cuando volviste de las vacaciones y la piel se te despegaba como papel araña gastado.
Te vi diciéndome que te gustaría no haber empezado a fumar.
Te vi/leí decirme que el tiempo que compartimos tuvo un gran valor para vos. Te vi/leí, acto seguido, ponerte en forra diciendo que nunca más me lo ibas a decir.
Me viste siempre en la partición oculta de tu disco.
Te vi en el bar de Ramos, cuando atrás tuyo pasaban los colectivos que por viejos ya no podían entrar a Capital y que las empresas reciclaban en sus líneas provinciales, y te conté que desenfocar la mirada me llevaba varios años atrás en el tiempo.
Me viste esa noche preguntarte por el año y pico en que no nos habíamos visto, y te dije que no quería que fuera como con mi viejo, con quien nunca mencionamos el tema cuando volví a verlo, después de varios años, para trabajar con él.
Me viste diciéndote que eras la persona que más sabía de mí en el mundo.
Te vi/leí diciendo que te estaba boludeando, y no era así. Bah, eso digo yo, y no hay un deus ex machina que desempate nuestras opiniones.
Me vi explicándole a Paula, esa noche que llegué tarde y no me atendió, que la causa de mi demora fue haber estado seis horas hablando por teléfono con vos. Vi cómo le cambió la cara, del fastidio al entusiasmo, y entonces me vi explicándole que no era lo que ella pensaba.
Me viste cuando te mandé una foto que fui a escanear especialmente para mostrártela, esa en la que estoy, a mis diez-once años, con uno de mis cobayos en la mano.
Te vi esa tarde en que saliste de la boca del subte en Congreso y a los diez metros de caminar juntos ya te habías dado cuenta de que no me sentía bien: lo que a los médicos les lleva infinitas consultas –porque nunca lo ven–, a vos te llevó una mirada.
Me vi como un payaso amenizando por un rato un margen de tu vida.
Te vi en la tele el día del fallo, cuando el camarógrafo y el editor se enamoraron de vos, y en cada flash del noticiero aparecía tu imagen.
Me viste la sorpresa infantil cuando descubrí al articulado de la 180 en el semáforo de Viel y te expliqué que era la primera vez que veía uno en persona.
Te vi/leí diciendo que "me desperté y me di cuenta de que quería tenerte a mi lado" cuando el que estaba a tu lado era tu marido.
Te vi/leí lamentar repetidamente la pérdida del deseo y vi tu silencio sobre el tema una vez que lo recuperaste.
Te vi entrar desencajada a la estación después de que te fueras del teatro sin avisar cuando me acerqué a saludar a la iluminadora de Gabo, después de buscarte media hora por las calles de Once sin saber dónde te habías metido.
Te vi/leí decir esa frase de palmaria lucidez, "no te internaron, pero te internaron igual", que espantosamente sigue vigente.
Te vi coincidir con todos los que me abandonaron sin tomarse el trabajo de decir por qué. Te vi coincidir con todos los que así contribuyeron a la vigencia de la frase.
Te vi llorar una vez que te hice masajes en la espalda sentados en un umbral de la cortada, y preferí no mencionarlo para que no te sintieras expuesta.
Te vi mantener nuestra relación extraña en un micromundo integrado solo por vos y yo (y, quizá, tu psicóloga), donde no había una referencia externa y vos tenías el poder, te vi decir "lo que yo quiero cuando yo quiero".
Te vi la inquietud cuando una abeja se acercó a merodearnos la tarde que viniste a casa. Y, aunque tenía plena certeza de lo que te dije –que las abejas de mi jardín son buena onda–, también vi que mis palabras fueron insuficientes para devolverte la calma.
Me viste juntando volantes de papel blanco, de esos que dejan en las puertas de las casas, de esos que junto para vender, y dijiste que te causaba gracia no saber cuándo iba a tirar el manotazo y cuándo no.
Te vi convertirme en una piedra, en un monstruo al que no se le puede –ni debe– hablar. O ratificando que soy eso.
Me vi la otra noche agarrando el teléfono para dejarte un mensaje por tu cumpleaños, que no respondiste. Como no respondiste ningún mail en todo este tiempo. Por qué no sé quién carajo te creés que sos para no responder, aunque sea para decir "ya fue".
(Me vi venciendo el repelús que me dan los recuerdos de mierda de tantas veces que llamé a gente, al pedo y molestando, poniendo la cabeza en la guillotina de su desprecio. Me vi caminando por la calle Gascón hace veinte años o en el ascensor de este mismo edificio cuando tenía quince, dejando papeles escritos con palabras que buscaban una comunicación imposible con quienes ya me habían excluido de sus vidas sin avisarme).
Te vi/escuché decir "tuviste tu oportunidad" y también, una vez, que no daba vernos porque "ni vos sabés si te vas a sentir bien".
Te vi riéndote después de empujarme en el borde de la escalera mecánica del Spinetto esa noche en que Palo tardaba en empezar.
Te vi un rato más tarde invitándome a comer unas porciones de pizza a ver si así se me pasaba el malestar hipoglucémico.
Te vi/leí decir que preferías dedicar tu tiempo a "hacer con gente real con necesidades reales", como si yo y lo que me pasa no fuese suficientemente real.
Te vi en el Fotolog aquel del cual dejaste, adrede o no, todas las pistas para que lo encontrara.
Te vi en la parada del 96 la noche que te enojaste, pero no te vi durante esa hora de viaje que habrá sido una mierda.
Te vi/leí mencionar tus ganas de ir a ver a Dancing algún jueves conmigo (al pedo, porque nunca estuvimos ni cerca de ir) en el mismo mail donde dijiste que no admitías una despedida (?).
Me viste cuando pasamos por una veterinaria y me quedé un rato fuera del tiempo mirando los cobayos que había en la vidriera.
Te vi tratar de compartir una canción que no sonó en tu mp3 justo antes de salir de la pizzería de la pizza bizcochuelo.
Te vi diciéndome "feliz cumpleaños" la tarde en que me regalaste el mp3. Te vi regalarme el disco de Gabo el cumpleaños siguiente.
Te vi venir desde allá para pasar un rato de tu cumpleaños 33 conmigo.
Te vi entender todo cuando cruzamos la 9 de Julio de la mano y dijiste que lo hacías porque ese gesto me animaba, y yo mencioné la relación entre ese verbo y la palabra "alma".
Te vi una gota de helado de dulce de leche en el pelo después de darte un beso en la cabeza, cruzando Boedo. Te vi tocarme la cabeza con un gesto tan afectuoso –que nunca se repitió– un par de cuadras antes.
Te vi en mis palabras cuando, ya no sé por qué, hablé de vos con la médica prima de mi madre y le dije que me habías visto.
Te vi los ojos chinos de la risa de Mariana Briski esa madrugada en el cordón de la vereda.
Te vi apoyar tu cabeza en la mía, tu hombro en el mío, en el 181 mientras yo manejaba el entusiasmo de haber descubierto que ese interno antes había laburado en la vieja 6 azul.
Te vi siempre del lado de la ventanilla.
Me viste y, como dice el dicho, a los cinco segundos o a los cinco minutos, supiste si ibas a coger conmigo o no.
Te vi en el colectivo cuando tu hermana te llamó para contarte que acababa de parir. Te vi cuando bajamos, sentada en el umbral de ese edificio –que ahora para mí incluye otra referencia en un contexto bien distinto–, mirando conmovida el teléfono.
Me vi en la casa de la dentista, aceptando su invitación a cenar únicamente para poder pedirle la computadora y leer los mails porque me ganaba la ansiedad de saber cómo te había ido con la punción. Y resultó que el asunto no era la punción, sino que ese día había audiencia con el delincuente presente. Y me enteré allá, así.
Te vi un 24 (o 31) en los créditos de un blog donde una vez había leído un poema que me gustó, y esa noche sin brindis en que volví a pasar por ahí para ver un poco más encontré una foto que sacaste y tu nombre. Y fue una forma de estar un instante con vos. (Y te escribí para contártelo. Al pedo).
Te vi esa última vez, después de no sé cuántos meses y mails en vano, sólo porque se había muerto mi viejo.
Nos vi incapaces de darnos una despedida razonable.
Todo esto lo vi siempre, lo digo recién ahora porque necesité cinco casi seis años para prepararme.