miércoles, 26 de enero de 2011

En la heladería

–Un cuarto para llevar, por favor.
–¿De qué gustos?
–Dulce de leche, dulce de leche con nuez y dulce de leche granizado.

No sé música

El 31 a la noche estaba en el mismo lugar donde comencé el 2010. El mismo departamento, la misma gente. Pero este año estaba todo más para abajo. Tanto que el principal tema de conversación fue acordarnos de viejos vecinos…
Bueno, capaz que era yo quien estaba para abajo, y eso condicionaba mi percepción. Como fuera, el Chandon no me pegó igual que la otra vez; yo miraba sin ilusión la parada del 96 que, desde ese mismo living, el año pasado se veía distinta; no hubo una frase contundente y memorable como la que entonces dijo la anfitriona (“¿Ustedes son felices en ese edificio?”).
En el intervalo que marca el recambio de platos, menos importante para empezar a comer lo dulce que para dar espacio a que surja otro tema y licuar el silencio que sigue al agotamiento del anterior, buscaron animar la reunión con un poco de música. Su hermana se acercó a la PC, y unos momentos después comenzó a sonar una canción. Una de Charly, pensé yo cuando reconocí claramente la melodía en la intro. Las palabras cabían perfecto y venían a mi cabeza de la mano de la música: “Lo que hiciste en mí no tiene perdón… Me siento mucho más fuerte sin tu amor”. La habría tarareado si pudiera entonar.
Cuando volvió a sentarse en la banqueta junto al ventanal, lo dije en voz alta para meter un bocado y no quedar en cero palabras, como la noche de su cumpleaños (ocasión en la que no encontré margen para decir nada, ni siquiera las pocas veces que construía la frase en mi cabeza; y, ante mis nulas intervenciones, ella se refirió a mí en tercera persona: “Hablemos del edificio, así se integra”).
Y también como una forma de expresar mi reconocimiento por no haber puesto LuisMiguelArjonaSabinaMontoto: “Es Charly, ¿no?”. “No”. No. Terminó la introducción, y el que empezó a cantar fue Miguel Mateos. “Un poco de satisfaccióooon, o uoo”…
No sé qué es peor, si haberme confundido o descubrir que recordaba la letra. Toda. Entera. “Ochenta y cinco”, le dije, y ella asintió, tal vez porque se quedó en ese año, lo mismo que su hermana, que tenía unos zapatos re ochenta, más 82-83 que 85, aunque, como la moda es cíclica, tal vez sean muy 2010.
Después hubo un par de canciones más de Rockas Vivas, alguna de Los Abuelos, y no me acuerdo qué otra cosa, porque la lista de reproducción se cortaba a cada rato, y había que pararse y darle manija.
Me puedo hacer cargo, igual. Me gustaba Zas en mi adolescencia. De hecho, el primer recital de rock al que fui en mi vida fue uno de Zas en el Luna Park. Claro que la amiga de mi vieja invitándome porque ella le pidió/le pagó, la chica esta y su amiga levantándose a dos chabones, los cinco en un bar de enfrente del Luna, ellas yendo al baño para ver qué hacían con la situación –de lo cual me di cuenta mucho después, cuando supe que las minas pocas veces van al baño solo para hacer pis–, más el viaje de vuelta en colectivo, con la chica sentada de un lado del pasillo y yo del otro (este último recuerdo no lo tenía tan presente y su corporización me pega mal), conformaron una situación muy lamentable, así que es probable que tenga algunas cosas borradas.
Por ejemplo, hace un par de años, en el programa de Canal 7 que conducía uno de los Pauls Brothers, vi una nota a Mateos donde pasaron una imagen de esa serie de shows en la que el tipo, sostenido por un arnés, “volaba” sobre el público. ¡Y yo no me acuerdo de haber visto eso! O fui el día que no usó el arnés, o estaba muy distraíd@… No sé. Lo que sí recuerdo es que a veces miraba a uno que estaba con un teclado en uno de los distintos niveles que tenía el escenario, y un rato después me rescataba de que no era Mateos, sino el tecladista.
Con todo, puedo defender, incluso de mí mism@, el hecho de acordarme tan fielmente de canciones como esa, “Tirá para arriba” o “Extra, extra”, y, con un poco de esfuerzo y una sonrisa indulgente, superar el escozor que me causa. Lo que me resulta insostenible es acordarme de la letra de la que sonó después: “Perdiendo el control” (trol, trol). ¡Era o rible! ¡Esa batería electrónica, dios! ¡Eso sí que era insoportablemente middleoftheeighties!
Pero el asunto acá es que no sé música, y por lo tanto no puedo saber si son iguales –o, al menos, parecidas– o si simplemente mi error revela el grado de percepción que tengo del lenguaje musical. Entonces, agradeceré a quien pase por este blog en condiciones de quitarme esa duda si lo hace, porque me gustaría saber si flasheé cualquiera o si había alguna razón objetiva en mi confusión.

En el jardín

Podamos la rosa china
fuera de estación.
El colibrí revolotea en vano.

La parada del 96

Habían empezado a caer esas gotas que no mojan y que parecen una lluvia oblicua de alfileres cuando pasan junto a la luz. Así que decidí ir en colectivo. De noche, la frecuencia mengua, ya lo sé, y más la del 96, que viene cuando se le canta el orto, pero no se me ocurría nada mejor.
Encontré la parada y comencé a esperar guarecida bajo el techo del refugio. Una hilera de pelotudos había estacionado sus autos (y sus camionetas altísimas y sus trafics) casi junto a ella, de modo que obstruían buena parte de la visión de la avenida. Maldigo a esos infelices, en especial cuando dejan un espacio de un par de metros entre auto y auto a la altura de la parada para que bajen a la calzada los inminentes pasajeros, de cuya existencia saben, según revelan con ese gesto. Tal vez esperan que les agradezcamos la generosidad…
Y como tenés que bajar a la calzada para ver si viene el bondi, el chofer ni se calienta en arrimar a la vereda aunque tenga lugar para maniobrar. ¡Millones gastados en colectivos de piso bajo para que una banda de automovilistas autocéntricos te obligue a hacer alpinismo bondiero! Esta vez había espacio para que el fercho se detuviera a un pie del cordón, si bien habría tenido que parar varios metros más adelante porque la fila de autos terminaba muy cerca de la parada.
Cuando paso por una situación así y logro tomar distancia y verla como algo que no es natural ni correcto –y esta vez tenía tiempo para pensar en eso y darme cuenta–, no entiendo cómo nadie prohibió estacionar en las cuadras donde paran colectivos. Porque está prohibido estacionar diez metros antes y diez metros después de la parada, pero muchas veces ni un poste hay. Es una parada sobreentendida. Y aunque haya chapas en los árboles, postes o refugios, los automovilistas no suelen registrar que existen los pasajeros de colectivos.
(Ya bastante les cuesta registrar a los peatones, y muchas veces estacionan en la ochava o sobre la senda peatonal, pese a lo evidentes que son, o no les ceden el paso. ¡Y yo pretendo que noten la existencia de alguien que está sobre la vereda, quieto y al margen…!).
En realidad, prohibiría estacionar en toda la ciudad. A todos nos molesta tener que bajar de la vereda porque un grupo de homeless la tomó como su casa y ocupa completamente su ancho con sus enseres, y aun más allá con su olor. Entonces, ¿por qué la ciudad debe tolerar que se ocupe parte del espacio público con un uso particular que sólo beneficia al propietario de ese auto y, en cambio, perjudica a muchos? Si querés tener un auto, también tenés que tener dónde guardarlo. Así como es obligatorio el seguro contra terceros, debería ser obligatorio contar con una cochera. Y si no tenés, jodete, no podés tener auto. Los que –dicen que– quieren desalentar el uso del auto, que empiecen por acá. (Ah, lo suyo es mera declaración, porque no da perder los votos de los que tienen auto. Okey).
Tenía tiempo para pensar en eso porque habían pasado varios semáforos y el 96 no venía. La que vino, al rato, fue una mina que también se guareció bajo el techito del refugio y no salió más de ahí. Solo esperaba, mirando la nada, abstraída en/por sus auriculares. Yo, en cambio, apremiada por la ansiedad, me asomaba cada vez que abría el semáforo, a veces un par de pasos, estirando el cogote, y a veces un par más, hasta el segundo carril.
Y me mojaba un poco, porque las gotas ya habían engordado. Pero, como dijo Sandra Mihanovich, no veía una verga. No solo porque el colectivo no venía, sino porque en esa parte de la avenida hay una pequeña barranca, una cuesta arriba cuya consecuencia inmediata es que lo primero que uno ve del vehículo que viene son las luces altas. Cuando te diste cuenta, ya te explotaron en los ojos, y no ves una mierda. Más ciego quedás si el auto tiene esas luces nuevas, de xenón o no sé qué carajo, que te traspasan la vista, y, por más que frunzas el ceño y achines los ojos tratando de cambiar el foco, lo único que ves es una forma blanquísima y brillante que permanece en la retina por nosécuántos parpadeos.
Hasta que me propuse no salir yo tampoco, y si se va el bondi, que se vaya. Yo no me voy a mojar por vos, conchuda de mierda. Pasados algunos minutos, mi determinación claudicó, y opté por mojarme de nuevo y ver si aparecía, porque si este tardaba tanto, el que venía después seguro iba a tardar más. Dos o tres veces me ilusioné con una mole blanca recortándose entre las gotas y los brillos, acercándose a velocidad disminuyente, pero era un 49. Y pasaron ochentayochos, y unos, y hasta algunos cientocuatros. El 96, en cambio, no.
Se hicieron las diez, la mina, inmutable, y yo flasheo que por ahí no está esperando el colectivo: capaz que solo se está protegiendo de la lluvia. Aunque realmente no llueve tanto: son gotas de lluvia, sí, de las que dejan su marca en la ropa, pero son pocas. Insuficientes para que su conjunto reciba el nombre de lluvia. Y entonces pienso en irme caminando bajo los balcones de Rivadavia.
Siempre me llama la atención el hecho de que en situaciones como esta, de una espera que se prolonga, me imagino cómo va a ser cuando ocurra lo que espero. Pero, cuando sucede, pasa de pronto, sin darme tiempo a nada que no sea reaccionar sobresaltada. Nunca me queda en la memoria qué hacía cuando pasó o cómo fue cuando vislumbré que comenzaba a pasar: si miraba para el otro lado, no sé qué, o para arriba, a ver cuánto llovía, o si caminaba los tres o cuatro pasos en cada dirección que me permitía el techo del refugio.
Así que no recuerdo si bajé a la calle y lo divisé entre las luces, multiplicadas por el agua y por el asfalto húmedo donde rebotaban, o si me lo encontré de sopetón y lo tuve encima como si se hubiera materializado de golpe. Pero llegó. Más de media hora después llegó. Ramal a Barrio Esperanza. De eso sí me acuerdo.
Subí, ella subió atrás mío, y me volvieron las ganas de putearla al comprobar que efectivamente esperaba el colectivo. Como había bastante gente viajando de pie, me acomodé apoyándome en un caño del espacio para las sillas de ruedas. Abajo, entre las piernas de los pasajeros, sobre el piso mojado y mugriento del bondi, un niño jugaba gateando mientras los adultos con los que viajaba continuaban su charla.
Ella tuvo más suerte que yo: se paró junto a un asiento que se desocupó pocas cuadras más adelante. Y ambos tuvimos más suerte que aquellos que necesitaban un ramal en particular porque se bajan después de que se abre el recorrido, pasando San Justo. Esos capaz que tenían otra media horita de espera. O tuvieron que tomarse dos cosas.
Desde esa noche –me di cuenta ahora– me fijo más en la gente que espera el bondi. Y del mismo modo en que uno repara en la cantidad de gente que usa anteojos el día que empieza a usar anteojos, todo el tiempo descubro autos en las paradas, o muy cerca de ellas, y a la gente bajando a la calzada, hasta el segundo carril, para ver si viene el colectivo.
Mi encarnación peatona es muy militante, y les hace señas a los conductores de los autos que no respetan su prioridad, y hasta arriesga su vida cruzando por la senda sin correr aunque venga un coche. “El que tiene que frenar es él” es su frase de cabecera. Los colectivos tienen otra masa, es más peligroso apostar a que frenen y cedan el paso, y por eso casi nunca repite su hazaña ante ellos. Pero siempre que puede ejercita esa forma de desinvisibilizarse y tratar de hacer respetar sus derechos.
A mi encarnación pasajera de bondi, en cambio, no se le ocurre nada para que el colectivero pare cerca del cordón si hay espacio ni para manifestar su descontento respecto de quienes estacionan en infracción, obligándola a subirse en el medio de la calle. (Que no se le ocurra nada quiere decir que no fue ella la que rayó ese Renault que estaba estacionado junto a la parada del 115 la otra noche. Ella no fue. Fui yo).

Cerati

Cada vez que veo “Gustavo Cerati” entre lo más popular de Yahoo search, lo primero que pienso es que palmó.

(El sexo es definitivamente no popular, porque seguro que está entre lo más buscado aunque nunca aparezca en la lista).

Recuerdos de la fuck (VII) * No sé la bancó

No recuerdo si algún boludo docente voluntarista la dijo aquella mañana, pero la frasecita de mierda esa, saliendo de la boca de casi todos lxs profesorxs del CBC, es el soundtrack que no para de sonar al activarse la parte de mi memoria que quedó en PuTán: “Cuando ustedes se reciban…”. ¡Hasta me la dijo la doctora que me atendió durante el payasesco examen de salud de la UBA!, una infeliz que me psicopateaba con que podían no darme el título cuando me recibiera si no me arreglaba los dientes.
Como siempre tuve el presentimiento de que no me iba a recibir, me reía para mis adentros cuando la repetían, unx tras otrx, supongo que para alentarnos, en vez de ser realistas y decir: “De los que empiezan el CBC para Económicas se recibe un 18%”. O de dar data concreta de las materias y las cátedras cuyos porcentajes de deserción eran más altos. Bueno, ahora lo pienso y se me ocurre que algunos alumnos podrían usar esa información para tratar de evitarlas, y yo lo imaginaba como un aviso, para estar más atentos… (Pedir ese tipo de organización en un lugar donde cada cátedra ponía sus reglas respecto de la asistencia, las promociones, las notas; donde “un 6 equivale a un 4”… Toy en pedo, disculpen).
Siempre que la decían, me volvía a topar con que no me estaban diciendo algo a mí, lo cual ocurrió (casi) todo el tiempo que pasé allí. Y sumaban el desánimo que me causan las mentiras como esa, con muchos destinatarios y dichas desde un lugar de poder, y a la vez derramando condescendencia. Más desagradable e irritante resultaba en un ámbito donde a cada rato se manifestaba un mecanismo deliberadamente ajeno y desmoralizador cuyo fin es expulsarte de ese lugar; en especial porque los que vienen con la sonrisita y el tono m/paternalista son partícipes de esa lógica.
Volviendo a la mañana aquella, era la primera clase de Economía. Más de doscientos pibes sentados hasta en los pasillos, en el suelo, y el calor de marzo multiplicándose entre la multitud. Atrás mío había unos chabones que seguro se conocían del secundario. Y apostaría a que venían de un colegio privado, aunque esto es pura intuición: el vago recuerdo que tengo y las palabras con que podría describirlos no serían tan inequívocos como la impresión que me causaban.
Hablaban a los gritos, se reían a los gritos, y eran insoportables. Daban ganas de rescatarlos de una buena puteada, por forros y desubicados. Cuando el profesor dijo el apellido del titular de la cátedra, previsiblemente preguntaron “¿cómo?”, y encontré un espacio para darme vuelta y decirles “¡BASTA… rrica!”.
En un momento, ahora creo que antes de que el tipo se presentara diciendo: “Mi nombre es Enrique. Enrique Silva”, y yo anotara Enrique Enrique Silva, como si nos hubiera dicho su nombre completo y su primer nombre fuese igual al segundo, se me sentó al lado una pendeja. Tengo para mí que vino especialmente desde el pupitre donde estaba, y empezó a hablarme. Quizá fue por el poder de seducción de mi medio metro de pelo. No sé.
Y hablamos.
Hablamos las boludeces que se pueden hablar en ese momento, las que puedo hablar yo, que no tengo mucha repentización, que no trato de sacarte el teléfono si no estoy segurx de que querés dármelo, que no me rescato de preguntarte el nombre, que me olvido de que hay gente que tiene familia y que ese puede ser un tema de conversación… No me acuerdo de qué hablamos. Me acuerdo de lo que pasó cuando puse en duda nuestro futuro.
En algún punto de la conversa ella habrá dado por sentado que íbamos a recibirnos, que en cinco o seis años… Y le mandé un “si tenemos suerte”, o “si no pasa nada”. No fue un cuestionamiento a la propia capacidad, ni a la voluntad o a la determinación. Mucho menos, una negación de la posibilidad. Apenas un recordatorio –insoslayable, para mí– de los avatares que pueden afectarnos durante un tiempo tan prolongado.
Y la mina se levantó y se fue. Sin decir nada. Sin que hubiera recomenzado la clase, sin que la llamaran, sin despedirse. Nada. Se fue. Calculo que no se la bancó, que no soportó ver lo frágil que es todo, desde la salud hasta el laburo (el propio o, si te mantienen, el de tus viejos), y el resto de cada una de las bases necesarias para encarar una carrera universitaria y persistir en ella.
No se la bancó o no entraba en su pequeña cabeza de pendeja recién salida del secundario, andá a saber. O capaz que tenía una percepción tan profunda como la mía, pero antitética, sobre su futuro estudiantil; o que esa actitud fue un desborde de su soberbia o de su pelotudez. Y, soberbia, pelotuda o intuitiva, quizá logró recibirse en el tiempo mínimo previsto. Si supiera su nombre y la buscara en Google, tal vez me encontraría con la prueba de su éxito, como encontré la otra vez a la chica musulmana que, envuelta en su hiyab, no hablaba con nadie, y ahora es licenciada; al chico judío, que sí me hablaba y que era –o parecía– más ratón que yo, y que también se recibió; a la chica rubia que es periodista, al que se googleó y se encontró en este blog…
Igual, ella fue solo una de todxs lxs que no se la bancan, de lxs que se van apenas les bajás un poco de realidad. Como mi dentista, que me insistía con que yo tenía que conseguir un laburo. Hasta que –a partir de la confianza que supuestamente había por años de conocernos– le hice saber con palabras de este blog que tengo carencias más apremiantes. Y no me contestó ese mail ni me volvió a hablar de cosas que no fueran profesionales o banales.
Como alguien que me conoce a través del relato de mis xadres y se sorprende de las palabras que tengo o como alguien a quien recién conozco por mi cuenta. Te tiran su solución, la desestimás con el mayor cuidado –porque ya lo intentaste, porque no pasa por ahí, porque no estoy hablando de eso… aunque parezca–, y chau (posibilidad de) comunicación. Por suerte, hace tiempo que no me dicen “no te querés ayudar” o “tenés que salir, conocer gente”, ja.
(Y, ¡fuck!, las pocas ocasiones en que estoy en una circunstancia donde da decir algo y me interesa, caigo yo también en liviandades opinológicas).
A veces, viendo la densidad del mar de mi realidad, la remo olímpicamente y trato de decir una cosa distinta. Incluso hablo de lo único que hice y puedo mostrar con algo de orgullo, y tampoco tira. (Después de comentarle a la xilógrafa sobre ese sitio web que es my pride and joy, puse la dirección de mail en la página principal. Por supuesto, no escribió).
Ni los profesionales se bancan adentrarse en lo que unx les dice, y responden con el piloto automático: que los análisis están bien, y que yo me sienta mal queda encapsulado en el silencio; que me canse si tengo problemas para dormir, cuando ¡ya estoy cansadx! Y aunque corra 3 km sin sentirme 100% descansadx, no me duermo al toque de acostarme porque está activado algo que no se apaga así. Encima, desde las alturas de su título, el coñemu de guardapolvo blanco dice que no duermo porque el ruido está en mi cabeza. ¡Sorete!
Entonces, me tironean la aceptación de ser tan invisible como en la fuckultad, dejándome arrastrar por el relato ajeno, o por la casi nada de un diálogo condenado a muerte, y las ganas de pelar mi yo desbordado, como un signo vital, como un estertor (pen)último, para ver qué onda la gente; para ver cómo se las toman, como se borran los comentaristas cuando dejo constancia de mi ser oscuro aquí mismo.

miércoles, 5 de enero de 2011

Niñxs (otro post sobre zapatillas)

–¡Ey, señor!...
Dos palabras refrescan todos los temores que me hacían dudar de ponerme ese jean recortado y remendado. Y casi en un movimiento vuelvo a repasar lo que ya chequeé varias veces en esas cincuenta cuadras durante las que nadie me dijo nada. En el bolsillo de atrás que está sano, el sobre con los 110 mangos sigue en su lugar. En el bolsillo de adelante que está sano, el peso de las llaves ratifica su presencia. En el bolsillo chiquito, que está roto, las pocas monedas se amuchan en el fondo –donde está sano– junto a un billete de 5. Miro para abajo y la remera sigue enganchada en el pantalón.
No perdí nada, no se me cayó nada, no se despegó ni se descosió el pantalón dejando a la vista mi trasero… Con esa tranquilidad me doy vuelta y me hago cargo del llamado de esos chicos que hace menos de una cuadra caminaban delante de mí, y ahora me ven alejarme.
–Tenés las zapatillas de distinto color –me advierte ella, que tendrá ocho o nueve años y es la mayor de los dos.
Con una sonrisa enorme le digo que sí, y comienzo a contarle. Pasa que se me rompió la izquierda de un par y la derecha del otro, y entonces, hasta que las arregle, las uso así. Porque son el mismo modelo: sólo cambia el color. “¿Ves que tienen los mismos dibujos? En una son azules y en la otra, transparentes, pero son iguales”.
La nena me mira con más asombro que el chiquito que la acompaña. Con más asombro que el provocado por descubrir que alguien se puso dos zapas distintas, no sé si porque ese alguien le dice que se las puso a propósito o porque se pone a contarle tantos detalles.
Supongo que habremos seguido caminando mientras hablábamos porque la próxima imagen me sitúa en la esquina, ya en la calzada, agradeciéndole de nuevo. No sé si le agradecí explícitamente que me hubiera visto, pero las gracias eran por eso. No por rescatarme de un error o de un descuido, que no eran tales. “Sos la única que se dio cuenta”, le digo en voz alta cuando noto, por sus palabras, todo el silencio anterior.
Ella sigue mirando, con una falta de empatía que atribuyo a la incredulidad, y se acerca a dos tipos que hablan acodados en el contenedor de basura. Nos están observando, y al verlo me rescato de lo anómalo de la situación. Pero no puedo dejar de insistir –“Bueno, no sé si la única que se dio cuenta: la única que me lo dijo”– antes de despedirme, condicionado por la mirada ajena.
Cruzo y pienso en que sólo un niño podía reparar en eso. Rápidamente cambio la proposición y considero más probable que sólo un niño podría tener la inocencia de decirlo. Porque capaz que las minas de la oficina a donde fui, o todas las personas con las que compartí el ascensor, o la chica joven y bien vestida que mascaba chicle enfáticamente mientras leía “Rayuela” en el colectivo, lo notaron y siguieron en su mundo. Ellos o alguien a quien no registré. (La chica que se ataba el pelo con una gomita negra, disparándome la nostalgia capilar, no; ella no porque se sentó en el asiento de adelante del bondi).
En la cuadra siguiente, o en la otra, como un gato asustado que va a refugiarse en el baldío estirándose bajo la cerca, se me cruza una analogía referida a este blog, donde cada vez hay menos comentarios. Quizá el silencio no quiere decir que no me ven, que no leen, sino sólo que no lo manifiestan. La mudez de los comentaristas se presta a confusiones, y así como uno va por la vida con dos zapas distintas, corriendo el riesgo de que te vean como un freak aunque no te digan nada, también es posible terminar exponiéndose acá más de lo apropiado al creer que no se es visto, que no hay nadie. Guarda.

Dedicatoria

Antes de integrar el seleccionado subcampeón mundial, antes de soñarlo, incluso, o de imaginarse jugando –ya no ganando– los Juegos Olímpicos de Atenas, Rubén Wolkowyski jugó en Estudiantes de Olavarría. El técnico era el Oveja/Obispo Hernández, y el equipo ganó la Liga Nacional.
En el medio de la celebración, en el medio de la cancha, un periodista de TyC entrevistaba a los campeones cuyo festejo podía interrumpir por un momento: le tocó el turno a Wolkowyski, y, al final de la entrevista, el chaqueño aprovechó la ocasión para dedicar su logro: “Se lo dedico a todos los hijos de puta que no confiaron en mí”.
Ojalá algún día yo pueda hacer la misma dedicatoria.

Hijxs no voy a tener. El tema es irme de acá (nopoder-nosaber)

Tus viejxs te cagaron.
Fue sin querer, pero así fue.
Te llenaron de sus propias fallas
y agregaron algunas extras, solo para vos.

A ellxs también lxs cagaron en su momento
tontos con sombreros y abrigos pasados de moda.
La mitad del tiempo eran sentimentaloides-severos,
la otra mitad se degollaban el uno a la otra.

El Hombre llena de miseria al Hombre.
Se profundiza como geografía costera.
Andate de ahí tan pronto como puedas
y nunca tengas hijxs.

(“Sea este el verso” * Philip Larkin, traducción de Leonor Silvestri)

Un mail viejo

Otra vez empiezo un intento de comunicación con alguien sintiéndome casi sin palabras.
En estos días, llamé a los dos teléfonos que diste en los mails. Primero, al 831 no sé cuánto de tu amiga Alejandra, que, evidentemente, no podría laburar de recepcionista. Luego, el martes anterior a tu partida, llamé a tu amiga Clelia. A las dos les dije lo mismo: que era yo, que quería comunicarme con vos, y les di mi teléfono. Pero tu respuesta fue santagatesca: nothing.
Hace poco, hablando de ella, dijiste: "Hay cosas que Silvia nunca te va a decir". Yo entonces te pregunté –y no me respondiste– cómo manejarme durante ese tiempo en el que ella ya había tomado la decisión de expulsarme de su vida y yo no lo sabía. Y también te preguntaba cuándo tenía que darme cuenta de su decisión: a la semana, a los quince días, al mes. ¿Cuándo? Tampoco respondiste.
En lo que a ella respecta, deseo que se la coman los cangrejos lenta y dolorosamente.
En lo que a mí atañe, no tengo ganas de que me reduzcan nuevamente a la categoría de ser desaforado, desequilibrado, molesto, etc. No quiero que me humillen haciéndome llamar mil veces porque "si estoy, te atiendo", ni recorrer la calle Gascón para llevar una notita en la que, como siempre, trataba de comunicarme.
Estoy podrido de los enfermos, de la gente que no tiene huevos para decir las cosas, de los que se cagan en mí, de los que me dañan adrede. Ojalá pueda ver sus caras cuando mueran.
En lo que a vos respecta, quiero saber cómo interpretar este fucking silencio que, por ahora, sólo puedo sentir como una puñalada en las bolas, como una amputación traumática, como una desconexión del mundo.
Si durante tres semanas no tuviste cinco minutos para llamar por teléfono, me siento especialmente excluido, me siento de la B y frustrado e impotente (como mi equipo de fútbol), me siento relegado, desconcertado y desolado.
Toda mi fucking vida estuve tratando de construir lugares que me conectaran con los demás (afines), y toda mi fucking vida, todos mis fucking xx años, fracasé. Toda la vida anhelé estar incluido en la vida de los demás y no morir asfixiado en el aislamiento y el solipsismo. Toda una fucking vida tratando de que "alguien en el mundo piense en mí". Toda una fucking vida fracasando.
Cuando parecía que al fin una relación había trascendido el lugar donde se gestó, me encuentro con este silencio, con esta desolación; con que, como siempre, todos tienen que hacer algo más importante que darme bola, lo que, traducido, significa que no tengo nada que esté bien para ninguno de Uds. Que soy de la B, que soy una mierda, una nada, menos que nada. FUCK. (Porque no es así: si Uds. no lo ven, jódanse. Lástima que si no lo ven me jodo yo también).
No tengo más palabras que no sean puteadas, y no quiero putearte.