domingo, 14 de marzo de 2021

14.03.2019, 19:16:19

Hola. Feliz cumpleaños. (piiiiiiiip).
Sí, feliz cumpleaños. Soy yo, ojalá estés bien, ojalá tengas ganas de… Ojalá no te caiga mal este llamado. Eso.
Si algún día tenés ganas de contestarme aunque sea para ponerles punto final a las cosas explícitamente estaría bien. Y si no, no.
Un abrazo grande, creo.

miércoles, 10 de marzo de 2021

Los que piden

Tengo identificadas algunas esquinas donde suelo encontrar monedas en el suelo, seguramente descartadas por malabaristas, trapitos o mendicantes rasos. En una época eran casi siempre monedas chiquitas, de diez y de cinco centavos; pero últimamente encuentro muchas de veinticinco y de cincuenta. Algo pasa con esas monedas porque en un par de negocios vi carteles donde decía que ellos sí las aceptaban, permitiendo inferir que en otros lugares ya no las reciben.
Hasta antes de la cuarentena, en Coto aceptaban las de diez y las de cinco, de las cuales tenía un montón, y fui bajando lentamente hasta que me quedaron tres pesos y pico. Y mejor que sigan aceptando las de cincuenta y las de veinticinco, porque tengo como cien mangos ahí, y los chinos que compran monedas solo compran las de uno y las de dos pesos.
De uno de esos lugares puedo mencionar la dirección porque hace un tiempo que no encuentro nada allí: es la esquina de Alberti y Moreno. Una vez pasé, vi monedas en la calzada, o junto al cordón de la vereda, y las levanté. La próxima vez que pasé, volví a encontrar monedas y volví a levantarlas. Y guardé en mi memoria las coordenadas. Y cada vez que andaba cerca, que no eran muchas, me pegaba un desvío para ver si encontraba algo.
Una de esas veces, un domingo a la tarde, venía por Alberti y desde lejos vi a un par de lúmpenes sentados en un umbral, tal vez con la caja del escabio a mano. Decidí bajar a la calzada antes de llegar a su campo visual, y activé mi escáner ocular, que pronto detectó un par de círculos dorados en el asfalto. Acercándome a las monedas, calculando el momento y la distancia para agacharme a recogerlas, veo que un viejo sale del negocio de enfrente y lentamente cruza la calle en dirección a los lúmpenes. Me fijo que no venga ningún auto y, a la carrera, para no entrar en el radar de los homínidos estos, las levanto sin hacer un screening exhaustivo que me permitiera, tal vez, encontrar otras.
Ya estoy en la vereda de enfrente cuando el líder me grita que las monedas se le cayeron al viejo. Usa la palabra “viejo” con el viejo al lado de ellos. Claramente es mentira, claramente vi las monedas en la calle antes de que el tipo cruzara. Pero el líder ejerce su liderazgo inventando una realidad para imponerla. Para imponerse. No tengo energía para hablar en voz fuerte, no tengo confianza en mi voz como para que cruce la calle y venza el ruido de algún colectivo que pasa. Y aunque pronuncio la palabra “no”, la reafirmo haciendo el gesto con mi dedo índice mientras sigo caminando, ya a punto de cruzar Moreno.
Estoy en la vereda siguiente cuando el sorete grita algo. Algo que no recuerdo, algo que reaparece en una anotación: “¿Tan rata sos?”. Yo le contesto algo que tampoco recuerdo y que no sobrevive en ningún borrador, y me quedo con la satisfacción de tener la última palabra. Él seguramente comentará algo con los suyos y se quedará con la última palabra delante su séquito.
Nunca los volví a ver cuando pasé por ahí. Y supongo que su ausencia tiene directa relación con que no haya más monedas tiradas. De corazón deseo que se haya muerto. De covid, de sida o de un facazo en su hábitat natural, Devoto, al fracasar en otro de sus intentos de construir realidades.
Estas larvas no quieren plata, no piden por necesidad económica: piden para sacarte algo, para tener ese poder. Como el desdentado que hace un par de años me pidió “un traguito” de mi botella de agua cuando yo iba muy temprano a correr lejos, y le di la botella directamente, porque ni en pedo iba a apoyar mi boca en un lugar donde él hubiera apoyado la suya. (A la vuelta, cortesía de ese sorete y su pedido, llegué a casa al borde de la deshidratación).
O para laburarte la culpa, como el que hace unas tardes tocaba timbres por el barrio pidiendo ropa. Venía yo de correr con la remera empapada de sudor cuando pasé por esa calle, por el edificio donde el chabón tocaba timbres. Y me habla para pedirme. Le digo que vengo de correr, que no vivo cerca, que no tengo nada encima, todo lo cual era verdad. El tipo insiste, varias veces, hasta que le digo “¿Qué querés?, ¿que te dé la remera que tengo puesta?”. Ahí, o pocas palabras después, cortó el diálogo con un gesto de fastidio y volvió a apretar botones del portero eléctrico.
Es curioso: los que piden porque supuestamente necesitan desechan las monedas, y los que no pedimos rescatamos esas monedas. Y cuando yo pido, no monedas o ropa, sino alguna palabra, no me la dan. Ni siquiera las (pocas) personas que me conocen, que se preocupan por la gente y van a marchas y votan al FIT o a AyL; pero no me dan nada, ni siquiera una explicación o una noticia de por qué el silencio. Así que tan mal no debe estar no dar.

Distanciamiento preventivo

El otro día fui a Parque Centenario a ver una banda que descubrí de pedo hace un tiempo. Tocan a la gorra todos los fines de semana, y, aunque no son nada respetuosos de los horarios que anuncian en su Instagram, lo cual redunda en que la mayoría de las veces que fui a verlos me volví sin encontrarlos, esta vez los agarré. Empezados, porque salí con tiempo de casa, pero parece que caminé muy lento, ya que en cierto punto de Díaz Vélez se habían hecho siete y veinte, y me faltaban como diez cuadras.
Los pibes tocaban en la entrada al parque donde está el mástil. Parte del (escaso) público se acomodó frente a ellos, algunos sentados en los escalones, otros de pie. Pero estaban quienes decidieron quedarse en la vereda, super transitada por runners, gente con chicos, con perros, etc. Me dio un poco de vergüenza ponerme en la primera fila, aunque llevé diez pesos para dejar en la gorra, y en un momento quedé demasiado atrás, con varias personas tapándome la visual. Entonces encaré hacia el límite de la vereda para tener una mejor ubicación.
Una piba rubia teñida de piel blanca que en ciertos sectores había virado al color camarón estaba cerca y era la más notable del público porque bailaba como empepada con su guitarra enfundada en la espalda y su tapabocas verde abortero. Al verme, inmediatamente se alejó y se ubicó a tres o cuatro metros, cerca de donde estaba yo antes, pero con vista despejada a los músicos.
¿Tengo olor a homeless? ¿Tengo olor a alcohol o a faso?
No.
Simplemente fue un distanciamiento preventivo. Evolución del aislamiento preventivo al que me someten todos todo el tiempo.
No era especialmente atractiva, así que ni podía sospecharse que mi acercamiento tuviese que ver con eso. Tampoco puede decirse que la haya mirado mucho, que se me haya escapado la mirada (porque ya sabemos que mi mirada molesta) como tal vez habría sucedido si no llevara barbijo, permitiéndome así recordar el contorno de una cara.
Pleno Parque Centenario, todavía es de día, hay un montón de gente alrededor, y hacés eso… O sos otra integrante de esta generación de empoderadas miedosas o sos una prejuiciosa de mierda más pendiente de maltratar que de escuchar música, buscando encontrar cualquier ocasión que se pueda convertir en propicia para demostrar tu poder y humillar.
Otra gente que conozco lo hace en otros lugares de otras maneras: no respondiendo los mails, despachándome en siete minutos los médicos, ignorándome sine díe (¿nunca te acordaste de mí y te pintaron ganas de saber cómo estaba?, ¿nunca soñaste conmigo?), cortando quirúrgicamente la comunicación cuando termina el dinero que pagué por ella, o maltratándome el segundo que me tuvieron cerca, como todas las forras desconocidas que se regodearon en eso, a cuya lista se suma esta infeliz.
A cuya lista se sumó noches después la piba bien empilchada, con barbijo al tono y bolsita con regalo, que caminaba en sentido contrario al mío cerca de casa y que sin duda iba a alguna reunión. Cuando me vio sin la tela en la cara, se alejó notoriamente de mí, casi al punto de hacer equilibrio en el cordón de la vereda para poner toda la distancia posible y para que fuese evidente que ponía toda esa distancia. (Porque seguro que en la reunión a la que ibas todos usaban barbijo, ¿no, forra?).
Ni da desearte que te violen cuatro taxistas o que te contagien el virus que vino de China. Aparte, ya sé que cualquier excusa es buena para alejarse de mí.

Vigna

Encontré tu dirección en la web y espero que aún no te hayas muerto para poder decirte que fui alumno tuyo en el colegio ese, ámbito propicio para torturadores de almas infantiles como vos, Rut…, los racistas Faz… y Car… y la hija de mil putas de la Bri…, que llevó su hostigamiento contra mí incluso al terreno físico.
Cada vez que me acuerdo de ese lugar siniestro –y trato de que no ocurra a menudo–, me acuerdo de vos y de tu manera ridícula de dar clase: dictar preguntas para responder con el libro, como tarea para el hogar, y después lección oral, porque ¡nunca explicaste nada!; de tu disfrute en hacer preguntas imposibles de responder “correctamente” porque sus respuestas eran totalmente subjetivas (“¿cuáles fueron los tres acontecimientos más importantes del siglo XX?”); de cuando corregiste una prueba que hice más tarde porque había faltado y me dijiste “usted ni con un 10 se salva”, y más que esas palabras fue el tono despectivo con que las dijiste; de la sensación horrenda al descubrirme a merced del azar en esa prueba, porque las preguntas del otro tema sí las sabía.
O de tu hit, las palabras enardecidas que empezaste a vociferar cuando me caí porque el gerente de recursos humanos de Unilever, o alguno de su pandilla, me puso la pata mientras volvía de pasar al frente, donde ejercías tu patético despotismo. Por suerte –por autodefensa– no las recuerdo, pero sé que no terminaban nunca y me generaban un profundo y literal deseo de que me tragara la tierra.
Ni vale la pena decirte quién soy, porque no te acordarías de mí, pero yo sí me acuerdo de vos. Estás entre los peores recuerdos de mi niñez. Todo ese lugar ominoso lo está, y vos sos uno de sus highlights. Pasaron los años y sigue siendo así. Esto es para que te enteres, para que sepas que no me olvido, que los odio y los desprecio.

Para conseguir algo hay que desearlo intensamente

Esta es una pavada de las que pueden decirte los boludos que, después de leerse un par de libros de autoayuda, se ponen a hablarte en plan ínclitos aconsejadores.
Pavada maliciosa que pone el peso de los hechos en una presunta responsabilidad de uno y atribuye a un deseo insuficiente el malogro de lo deseado. (Pavada similar, aunque no tan siniestra, a la que responsabiliza a algunos enfermos de su enfermedad porque “vos te lo generaste”).
Si eso fuese cierto, yo ya me habría garchado a Demi Moore, a quien deseo intensamente desde la época de “Échale la culpa a Río”, cuando era muy bonita, casi tanto como hace diez años –cuando publiqué por primera vez este post–, y muy distinta, vistas todas las cirugías a las que se había sometido (y a las que se siguió sometiendo, la última de las cuales la dejó casi deforme).