jueves, 24 de septiembre de 2009

Diablos encienden tu piel, usan tu voz, chupan tu ser

El agresor lastima y humilla a su víctima. Esas heridas y esa humillación son una bomba de racimo, que sigue explotando, lastimando y humillando, entremezclada con la cotidianidad, mucho después de que el bombardeo terminó. A la víctima concreta y a su entorno.
Y concretamente surgen heridas y humillaciones. El odio inoculado en el alma, en el cuerpo, se manifiesta. Aparecen enfermedades (terribles, dolorosísimas), el discurso se plaga de autodegradación, enfrentar la propia impotencia –la no omnipotencia– redirige el odio hacia uno mismo.
El ser siniestro no te abandona, sigue apropiándose de vos en tanto seguís reproduciendo su programa. Ese es su fucking mayor triunfo: tener a la víctima en su poder incluso a distancia. Vuelve a asaltarte, desbarajustando la química de tu cabeza, de todo tu cuerpo. Te descontrola y se pone en control. Esa lucha cotidiana con él-en-vos perfora cualquier espíritu, te come la vida, te enferma. Suma un dolor descomunal, pero no antinatural. (¡Mierda! Eso también forma parte de la naturaleza).
Mientras, y con todo eso, tenés que convertirte en todo lo que tenés que convertirte cuando te estalla el cartucho de dinamita en el orto (tenés que recordarles a todos los que deben hacer algo al respecto que tienen que hacerlo. Y bien). Y tenés que hacerlo despedazadx, despellejadx, mutiladx. Tenés que vivir –o morir– o malvivir con eso. Llevarlo como puedas, llevarte como puedas.
Si, encima, la vida que explota ya venía bombardeada de antes, es no vida lo que sigue. Se quiebra esa esforzada paz, mantenida más con la voluntad que con sólidos roblones, y es un fuego de guerra. Porque la guerra –todavía– no terminó. (Y, ¡no lo pensemos!, puede no terminar como debería).
El alerta permanente del soldado es devastador. Te consume. No te deja dormir, no te deja comer, no te deja confiar, no te deja ser. Pero seguís. A penas, pero seguís. Porque hay un objetivo, al fin. Esa mezcla de reparación con venganza que crearon los hombres y que, en definitiva, no es ni una cosa ni otra. Que esa construcción de los hombres devuelva la paz. Que, además de pudrirse en sí mismo, se termine de pudrir donde corresponde.
El problema –tuve ese mal flash– quizá surja cuando ese motor se apague. Cuando desaparezca ese objetivo obsesivo, esa pulsión que de afuera sólo puede imaginarse torpemente, y cuerpo/mente/espíritu hayan quedado tan contaminados que no puedan acomodarse a su falta –la presencia es fatal, pero la ausencia también podría ser fatal–, me aterra que te abandonen. Que te quedes sin nafta, con la voluntad, la profunda, no la que se enuncia, desarmada.
De todos modos, falta para eso. Todavía hay que enfrentarlo de nuevo. Y vencerlo.
Y soltar la mano del demonio. Es primitivo el deseo de ganarle la pulseada, de torcerle el brazo. Pero en un punto hay que soltar esa mano putrefacta, viscosa, mefítica. Si no, te sigue agarrando, te sigue contaminando.
Es muy barato decirlo desde –acá– afuera, pero si te llenaron la sangre de odio, habrá que hacer la gran Keith Richards y cambiarse la sangre. Y si eso es un mito rocker, tu médula deberá generar sangre nueva, roja, pura.
Una palabra (repetida pero nueva), una mirada (distinta), una alineación (única, como cada uno de nosotrxs) de los universos, una suma palabra+lugar+persona, algo te va a reconfigurar la química de la cabeza. Genuinamente, sin pastillas.
Y te va a determinar a rebelarte contra esa vorágine negra que te lleva. A encapsular el dolor, a dejarlo en el pasado, y a encargarte de lo que quede después del temblor, de la persona nueva que es parida en circunstancias tan nefastas. (Tendrá cosas que se hayan podido salvar, que se hayan podido reconstruir; tendrá cosas nuevas, cosas impensadas. Y tendrá otra cicatriz más. Pero ya no el dolor tan intenso y (casi) permanente, siempre subyacente).
Y a no darle el gusto de que te cague la vida. No más.

Escáner

El domingo a la noche fui subrepticiamente a la oficina de mi viejo para imprimir unas cosas y para tratar de instalar el escáner que donaron porque quería escanear una foto.
La impresora no tenía tinta, la otra computadora estaba muerta, el CD con los drivers y el manual de instrucciones del escáner no estaban por ningún lado, el aparato servía de apoyapapeles…
Cada vez que voy ahí, donde laburé siete años a full y otros dos más o menos, me impresiona y hasta me duele lo venido a menos que está ese lugar. No por el lugar en sí, sino porque a cada rato me choco con vestigios de la energía que puse en él, y ver que fue tan al pedo es una cagada.
Todo se va cubriendo de abandono, salvo lo que es útil para que mi viejo se desplace por la –pequeña– parte del mundo que le resulta cómoda, y que él acomoda a medida con sus justificaciones; salvo lo que les puede servir a los advenedizos que acoge desde siempre.
Lo demás se estropea, tan ignorado como mi paso por ese lugar, que apenas para cuatro o cinco personas en todo ese tiempo fue perceptible, que sólo en la enunciación vacía de algunos obtiene un reconocimiento que se da de frente con su silencio ante la desidia y el desapego que no pueden no ver.
Siempre me sentí allí como si estuviera prostituyéndome. Como si vendiera no sólo mi fuerza de trabajo, sino también mi alma. Así que ni por asomo fue el lugar donde puse más de mí: podría haber hecho más de lo que hice, reorganizado aún más la biblioteca, leído más, propuesto más cosas. Además, me resultaba evidente que no había margen, que era al pedo sugerirle cualquier idea que implicara revisar lo que construyó, el guion que lo llevó a construirlo. Pero si estoy todo ese tiempo en un lugar, es imposible que no se impregne de mi presencia.
Salí y pasé por la zona de la facultad. Previsiblemente, todos los negocios estaban cerrados. Cuando agarré la avenida, recordé que en una esquina cercana había un cyber. Llegué, vi que en la vidriera anunciaban sus servicios, que incluían el escaneo, y entré para preguntar cuánto costaba escanear mi foto. Era bastante más barato de lo que preveía: 50 centavos.
Entonces apoyé la bolsa sobre una banqueta que había a un costado, de este lado del mostrador; saqué el sobre de la bolsa, saqué la foto del sobre, y se la di a la mina. “Ese soy yo. Bueno, ese era yo”, le informé, procurando la empatía. La mujer miró la foto. Me miró. O viceversa. Tal vez buscó una confirmación en la imagen que tenía en la mano. Y dijo: “No cambió mucho. Salvo las canas…”.
La escaneó, le di el disquete para guardarla, quizá haya pasado algo más. Al sacarla de la máquina, volvió a mirar la foto, y arriesgó: “¿Tenías ocho años acá?”. “No. Diez u once, creo. Hace veinticinco años”. “¿36 tenés?”. “Sí”, le mentí.
No dijo nada de quien me acompaña en la foto. Descifré una sensación de sorpresa, o de extrañeza, en su mirada, como si la comunicación que yo imaginaba posible no terminara de consumarse. De todos modos, me había mirado, un par de veces, y también a aquel que fui.
Me la devolvió. Le pagué, guardé todo, me despedí y abrí la puerta.
No era tan tarde, pero la brisa solitaria de la noche me envolvía como si fuesen las tres de la mañana. En el largo camino de vuelta a casa encontré varias monedas en la calle. Cincuenta centavos en monedas.

Asimetría

Siempre pensé que los músculos de mi brazo derecho estaban más desarrollados que los del izquierdo porque era mi brazo hábil. Y porque el codo izquierdo tiene alguna disfunción que me hace sentir incomodidad y a veces dolor cuando flexiono el brazo haciendo fuerza, como si un hueso se saliera ligeramente de la articulación. Entre otras razones.
La otra vez vi en la tele unos ejercicios para mejorar la postura y el equilibrio. Uno de ellos consiste en pararse sobre un pie durante cierto tiempo (tal vez un minuto) manteniendo el torso derecho y dejando el otro pie suspendido a 45° aproximadamente.
Lo intenté, y descubrí que parado sobre el pie derecho resisto mucho más que sobre el izquierdo. Este lado rápidamente comienza a temblar, pierdo el equilibrio, y debo mover mucho el cuerpo para evitar caer.
Y las razones que me explicaban la asimetría de mis brazos no sirven para explicarme la de las piernas.

La cara llena de dedos

La chica volvió a su casa tarde. Más tarde de lo que su padre toleró. Tal vez se lo reprochó, acaso discutieron. Puede ser que ella le haya dicho que estuvo con su novio, puede que su padre lo haya deducido.
Cerca del mediodía sucedieron los gritos, comenzaron los golpes, y al fin ella salió corriendo al palier con la cara llena de dedos. Dedos impregnados de su sangre, dedos de su padre que quedaron como pinturas rupestres en su mejilla.
Terminó refugiada en un departamento vecino. Terminó llorando en un patio desconocido.
Quizá haya sido la segunda vez en el día que un hombre la hizo sangrar.
Lo que es seguro es que nadie hizo la denuncia. (Yo tampoco, pero era chicx).
Pronto se mudaron.

Metáforas dentales

Fui a la dentista. La segunda vez en quince años.
Imaginate cómo tengo el comedor…
Alguna vez descubrí, y siempre la tengo presente –e incluso la mencioné aquí–, la analogía que hay entre la destrucción de mis dientes y la otra destrucción. Eso de que a los seis años mi dentadura estaba sana, según el certificado del colegio que encontré una vez, y que en pocos años se hizo mierda.
No sé si hay una relación directa entre ambas cosas, pero la metáfora es poderosa.
Ella me habla de la otra vez que la visité, le recuerdo que fue en 2001, se sorprende de que haya pasado tanto tiempo, le digo que me acuerdo todo de esa tarde, que ocurre una vez cada tanto y que así es fácil recordar.
Finalmente, abro la boca y callo. Cuando termina la inspección me dice que no es tan terrible. Que para mí puede serlo, pero que para ella, que por su profesión está acostumbrada a ver dientes todo el tiempo, no está tan mal. Y enumera: tengo una buena dentadura, buenas raíces, la higiene es buena, no tengo placa bacteriana, el arco de la dentadura está conservado, con un tratamiento de conducto tal vez podrían salvarse algunas piezas poniendo un perno y una corona…
No habla de todo lo que falta. Es cierto.
Y se lamenta de que haya llegado a este punto. Le digo que hubo un momento en que todo se rompió. Y ella, que conoce la historia, una versión de la historia, asiente comprensiva y compungida. (Cuando se lo digo, otra vez, la tercera o cuarta en el ratito que llevo allí, siento que mis ojos están a punto de rebalsar. Y ella me toma las manos, como ocho años atrás, cuando me rendí ante su intento de extracción).
Esperando el tren, o esperando el bondi, o durante el viaje, veo que en esa conservación también hay una metáfora.

Arrugó

María hizo el CBC de Diseño Gráfico. Después de cursar segundo año se cansó de la prevalencia de lo técnico sobre lo humano y decidió cambiar de rumbo.
Pensó y repensó, y finalmente decidió seguir la carrera de Periodismo en la UCA. Ahí encontró el clima de secundario que, según ella, es propio de las universidades privadas. Volvió a desanimarse, pero esa vez siguió adelante.
Todo esto lo contó en un trabajo práctico en el que debía escribir sobre sí misma. En el borrador que hizo decía que entre otras cosas había evaluado el nivel académico: ella creía que el pago de una cuota tenía una directa correlación con la jerarquía del cuerpo docente.
“Sí, me equivoqué”, admitía inmediatamente después. Estas palabras no aparecen en el trabajo que presentó.

Una buena

Una lluvia de primavera en el desierto.
Un brote que asoma en la arena.

Hoy puedo escribir algo distinto.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Medialuna

Los domingos es el día en que salen más cartoneros a laburar. No sólo los organizados, que vienen en sus colectivos todos los días, con su ropa reflectante y sus celulares, sino los independientes, los que tiran de su carro todo el trayecto, los que salen a veces, para completar la semana o porque la situación apremia.
Hincada entre las bolsas de consorcio, un manchón apenas diferente, la señora seleccionaba algún material de valor en la vereda del edificio. En la calle estaban el carro y quien presumo sería su hija. La nena, de unos diez u once años, me ve cuando paso caminando y me sonríe cuando nuestras miradas se encuentran. Apoya las manos en el asfalto y hace una perfecta medialuna que termina detrás de un auto estacionado.
Yo, que no dejé de mirarla, agrando mi sonrisa, y compruebo que una chica de esa edad tiene su capacidad de comunicación más desarrollada que la mía. Estoy superando el lugar donde está, sólo podría seguir viéndola si girara la cabeza, ya pasó el momento.
Y no pude decirle nada. Calculo que no daba, a ver si piensan –ella o la madre– que soy un abusador o algo así. Como fuera, no pude decirle lo primero que se me ocurrió cuando terminó su cabriola (“yo nunca pude hacer eso”) porque me pareció que podría no entender, que la comunicación verbal podía no encontrar fácilmente una continuidad. Pero eso quizá haya sido prejuicio mío. No descubrí la manera de hacerle saber que la vi, y que vi su habilidad y su sonrisa. No pude decirle “chau”, ni nada.
Entonces vengo, y lo escribo acá.

¡En esta vida! (No hay más allá)

Cuando desperté,
la sensación de hablar ahí
con los que no están
permaneció dentro de mi.

Nadando en el mar
que hay que cruzar para nacer,
la mujer y yo
nos dimos para comprender.

Siempre hay que empezar
de nuevo, siempre hay que seguir.
Necesito estar contigo
antes de morir.

Voy, a través de los sueños,
a encontrarte de nuevo, amor,
en esta vida o más allá…
Tuyo es mi corazón
y mi alma.

Esta noche oiré
muy lenta la respiración,
lejos a escuchar
ojos cerrados tu canción.

Y al amanecer,
tu voz del bien me llegará,
juntos como ayer…
Abrazo a los que no están.

Siempre hay que empezar
de nuevo, siempre hay que seguir.
Necesito hablar contigo
antes de morir.

Voy, a través de los sueños,
a encontrarte de nuevo, amor,
en esta vida o más allá…
Tuyo es mi corazón
y mi alma.

(A través de los sueños * Palo Pandolfo)

That’s life

Ah, tengo que llevarle eso a mi viejo. Pero puedo ir mañana. ¿Voy hoy o mañana?
El pronóstico dice que mañana va a hacer mucho calor; mejor voy hoy. ¿Es por el calor o porque no puedo manejar la ansiedad ni siquiera en una boludez como llevarle los mails?
Vamos hoy. Tengo que llevar el disquete y las llaves de la oficina. Y monedas para el ciber.
Vamos.
En la esquina de casa se me viene encima un perro suelto y tengo que cruzar dos veces para esquivarlo. ¡Quiero vivir en una ciudad sin perros!
A las siete cuadras, más o menos, me paraliza la duda: ¿agarré el disquete que tenía que llevar o agarré otro? En realidad, la duda que me paraliza es la que surge cuando compruebo que en el bolsillo había un disquete equivocado. Por varios segundos me quedo mirando el cuadradito de plástico negro y tratando de tomar una decisión, mientras mi pose de Hamlet cibernético llama la atención de un tipo que está en un camión estacionado.
¿Vuelvo a casa a buscarlo o dejo todo para mañana?
El sol ya está subiendo y el sudor humedece mis axilas, pero decido volver, lentamente, para no chivar demasiado, y llevar el disquete donde tengo los mails que llegaron.
Un rato después vuelvo a pasar por el mismo lugar, y sigo viaje hasta el ciber. Allí estreno una de las sillas nuevas que pusieron, y estoy 48 minutos, porque fraccionan de 12 en 12. A los 47 me pregunto si me voy o si me quedo una hora. La respuesta es “vamos”. Garpo, y ahora sí me voy a la oficina de mi viejo. En vez de seguir por la calle de la esquina del ciber, llena de bondis, opto por evitar el humo y el ruido, y voy por la paralela. No importa que tenga que caminar un poquito más.
Me agarra el semáforo en la avenida; después cruzo, quedan tres cuadras…
Cuando llego a la esquina final, una señora que está comprando algo en la verdulería y el niño pequeño que la acompaña entorpecen mi camino junto con el verdulero. Para esquivarlos, me abro un par de pasos a mi izquierda, y miro al piso para ver el estado de la vereda.
Y en un solo movimiento noto que hay algo en el suelo, que parece un billete de 10 pesos, me agacho sin dejar de caminar y lo manoteo sin confirmar de qué se trata. Cruzo la calle rápido, pero no tanto como para llamar la atención, tratando de llegar a destino antes de que la mina note que le falta guita, de que vea el billete y lo reclame aunque no sea de ella, de que se dé cuenta de que no le alcanza para pagar, de que mi cabeza siga imaginando posibilidades.
Un apropiado encadenamiento de la cotidianidad me permite el mayor ingreso del mes. Y me recuerda de qué está hecha la vida.

Paradoja putañera (II)

Un día me di cuenta de que siempre salía frustrado del hipódromo. Si perdía, porque perdía. Si ganaba, porque me atormentaba diciéndome “tenía que haberle jugado más”, “¿cómo no me di cuenta de que esta era la fija?”.
Y dejé de ir.
Con las putas me pasa algo similar. Si la mina es fea, tiene poca onda o no hace lo que dijo que iba a hacer, la xp es mala, y me voy de mal humor, con la sensación de haber tirado la guita. Y no sólo la guita: el tiempo, la energía, la expectativa.
Si es linda, tiene onda, hace todo –o casi todo– lo que quiero y sabe laburar, flasheo con qué bueno sería que eso fuese “de verdad”… Como no lo es, cuando se hacen las 12 y Cenicienta debe marcharse, la vuelta al mundo real me impregna el sinsabor de la no-cotidianeidad. Y el disfrute queda incompleto.
¡Pero no puedo dejar de ir!

Ensaladas

Ya que tengo una seguidora (¿vieron que me siguen?, ¿vieron que no es mi paranoia?...), decía, una seguidora vegetariana, menciono una combinación que me gusta mucho: ensalada de lechuga y mango.
El mango, la verdad, no me resulta muy agradable. Y en ensalada de frutas, menos: siento que la arruina. Ahora, con lechuga va como trompada. Probá.
Hay otra que es más conocida: remolacha cruda y cebolla. Con esa tengo una historia. Yo no comía remolacha. No sé por qué cuestión de la infancia que queda fuera de la memoria no estaba dentro de mis alimentos. Pero esa vez, en el lugar donde trabajaba (15 días duré…) y donde me hice vegetarianx, la dueña estaba haciendo milangas de soja con ensalada. Con ensalada de remolacha y cebolla.
No daba ponerme en exquisitx y decir “esto no como”, sobre todo cuando estaba comiendo milanesa de soja, que en esos años no era lo conocida que es ahora. Y porque ese lugar se me aparecía como una oportunidad para cambiar para mejor, para hacer pie y re-construirme dejando atrás taras antiguas, siendo algo parecido a lo que quería ser.
Así que rallamos la remolacha, cortamos la cebolla, y compartimos la ensalada.
La última sugerencia es bien tradicional: lechuga y cebolla. No cualquier lechuga, claro. Mi favorita es la arrepollada, y acá, sólo acá, en esta ensalada, se me hace indispensable un buen toque de vinagre, aunque sea berretón y de alcohol.

Acabo de ver a Narda Lepes haciendo un programa justamente sobre ensaladas. Y como ella es muy moderna, las suyas incluyen quesos, lo que está fuera de la idea que yo tengo de una ensalada. Pero, bue… Me siento habilitadx, entonces, a dar una recomendación más, que puede usarse como ensalada, entremés o, por qué no, merienda salada: tofu con albahaca.

La fiscal Mónica Cuñarro se parte de buena

Bonelli y Sylvestre entrevistan a la impresionante fiscal Cuñarro. El tema, previsible, es la despenalización. Mucho no me acuerdo qué dicen porque siempre se dicen giladas sobre eso y porque la imagen de la doctora me lleva la cabeza hacia otros lugares.
Sin embargo, en un pasaje de una respuesta, la milfísima fiscal se refiere a la ley vigente, que permite actuar aun cuando no medie un delito. Usa la expresión “adicciones complejas” y pone como ejemplo el caso de Charly García. Actuar, está claro, implica la privación de la libertad. La complejidad es algo que no describe, quién la establece es algo que no sabemos.
Resulta preocupante la vaguedad de sus afirmaciones porque la página web de alguno de los lugares en los que podés caer enumera los siguientes “síntomas” a identificar: “Cambios bruscos en el estado de animo, descuido del aseo personal, amistades desconocidas e inadecuadas, cambios negativos en el rendimiento escolar, olores raros en su cuarto, dificultades para dormir, problemas para expresarce sobre todo en los sentimientos, cambios en la forma de vestir, desaparicion de dinero o objetos de valor, ojos irritados, mirada perdida, lagrimeo nasal, quemaduras en la mano y labios, falta de motivacion, mentiras frecuentes, rebeldia y situaciones de violencia, alucinaciones”.
Más allá de los errores ortográficos, que revelan los problemas para expresarse que tiene esta gente, y que dejé adrede, me alucina que puedan decir algo así alegremente (y que alguien pueda creerlo), que tengan poder para privarte de tu libertad, para disponer de tu vida. Digo, la mitad de esas cosas puede corresponderse con la menstruación. Y dos terceras partes, con unos vecinos ruidosos que no te dejan dormir…
Así, uno puede ser encerrado en centros donde te reducen a la servidumbre, donde el trabajo físico, la degradación y la religión son parte del tratamiento, donde unos descerebrados desdentados quemados “rehabilitados” están a cargo, donde los grupos de sentimientos son ocasiones para que una decena de infelices te reputeen con las tres únicas palabras que tiene su vocabulario y te avasallen con la abismal mala onda que emiten.
En esos sitios te comen la cabeza, te hacen sentir mierda y te tratan como mierda, y acaban transformándote en mierda. Le dicen a tu familia que no crea nada de lo que les contás para asegurarse total impunidad, y terminan de arruinarte creándote una “conciencia de la enfermedad”. Se trata de convencerte de que estás enfermo y sos impotente, de que solo no podés, de que necesitás ayuda (la de ellos, no otra) y de que, si no aceptás su “ayuda”, no te querés ayudar y estás en riesgo. De que aceptes, cabizbajo y colmado de culpa, que necesitás un cambio, y que ese cambio pasa por cambiar tu conducta. No el contexto enfermante. Vos.
Como tu vida está en juego, están habilitados, tanto en el imaginario del familiar como por la ley, a disponer de ella. (Porque, como todos sabemos, no somos dueños de nuestro cuerpo ni de nuestra vida, que le pertenecen al Estado). La finalidad es transformarte en un rehén sine díe de su poder y en un rehén eterno de su lógica, según la cual vas a ser adicto para siempre, aunque no consumas. Su paradoja es férrea: sos un esclavo, y te obligan a liberarte; pero nunca lo lograrás del todo.
A liberarte con sus reglas, que son las únicas que valen y que aconsejan la internación completa en comunidad terapéutica de personas “cuyo compromiso con las drogas o el alcohol es tal que ha complicado severamente sus relaciones familiares y se hallan con síntomas físicos y psicológicos de consideración, han perdido su relación laboral-educativa y, frecuentemente, poseen causas legales”. ¿Me internarán a mí también, que ahora mismo puedo tildar cada uno de los ítems que señalan, salvo “drogas o alcohol”?
Todo porque sos “un adicto complejo”. O porque te tocó un juez convencido de que si te agarraron con algo, no sos un delincuente, sino un enfermo y, entonces, tenés que curarte. Pero no curarte de cualquier forma: la única cura pasa por la internación, tal vez porque es el castigo a tu torpeza. Así, puede (¡podía!... ¿podía?) decidir tu privación de la libertad aunque seas un consumidor tan ocasional como desafortunado. O porque sos menor y tu familia quiere sacarse el bardo de encima (como el hijo mayor de Soldán, arruinado y recluido hasta la muerte en esas mazmorras) o tiene la cabeza comida por este discurso. O porque, mayor o menor, incluso vos mismo consideraste que necesitabas ayuda.
Algunos de estos institutos no se limitan al tratamiento, sino que abiertamente buscan presentar “un planteo integral, científico, ideológico y político en el campo de la adicción a las drogas”. Y, como parte de su ideología, confunden maliciosamente el uso de sustancias con su dependencia, buscando desarrollar una forma de control social sobre los jóvenes, vinculándolos preferentemente a ellos, al estereotipo del adolescente rebelde y desgreñado, con el consumo de drogas ilegales.
A menudo hablan del “combate” contra este “flagelo”, desplegando una semántica mesiánica que rápidamente revela su obsesión con el cuerpo y con la conducta adolescentes, procurando operar sobre ellos para sujetarlos en nombre de su normatividad neovictoriana.
De esta manera, consideran que tanto el adicto como su familia son “transgresores” y que deben aprender a decir “no”. Más bien, a que les digan que no, porque el “no” del privado de la libertad, todo él, carece de valor, derecho y entidad en esos presidios siniestros. Una de las clínicas –una de las clínicas más caras de Buenos Aires– declara tener tres leyes fundamentales en su comunidad terapéutica: “NO drogas, NO sexo y NO violencia”. Esta privación se repite por doquier y hace imposible no preguntarse cómo se cumple la no violencia cuando la misma privación de la libertad implica una violencia y, más aún, cuando los mismos responsables médicos explican que “la primera medida a tomar para intentar su rehabilitación es crearle un conflicto: generamos conflictos para poder empezar a trabajar terapéuticamente”.
Tampoco se entiende el porqué de la privación de sexo, salvo por esa obcecación conductista. Ni se termina de comprender qué implica: si se limita a la prohibición de coger, si uno tampoco puede pajearse, si te drogan tanto que hasta perdés noción de que tenés pene o clítoris, o si te los cortan cuando entrás. Ni se aclara cuál es el castigo por infringir esas leyes. Ni en este ni en ningún caso se aclaran los castigos. No se detallan las privaciones ni las humillaciones extra que se infligen, el envilecimiento y la ignominia, la cultura de la delación y el sinfín de prácticas que exceden el calificativo de carcelarias para merecer el de soviéticas.
Ante el silencio y el desinterés de los organismos de derechos humanos, pueden, a su arbitrio, prohibirte las visitas o el contacto con otras personas, humillarte públicamente en los “grupos de confrontación”, restringirte los movimientos atándote a la cama o drogándote con una dosis mayor de las drogas que usan…
Como “el adicto y su familia deben aprender leyes, límites que implican el NO”, aplican, con perversidad fanática, reglas enloquecedoras, o enloquecidas, por las cuales los retenidos deben suprimir ciertas palabras de su vocabulario, cambiar su aspecto y cubrir los tatuajes que pudieran tener.
Según dicen, el fin de esas imposiciones es la necesidad de enseñarles a los pacientes a controlar los impulsos y la agresividad. Pero no es nada casual que los límites que enumeran sean los que tienen que ver con los placeres que perturban a quienes detentan el poder, y que no se refieran a otros, como, por ejemplo, la comida.
En ciertos lugares de esta índole podés conseguir faso. En otros, no: son muy estrictos, y el personal, muy confiable. Eso sí, tres celdas más allá pueden estar dándole tratamiento electroconvulsivo a un depresivo. (¿No, Kalina, sorete torturador diplomado?).
Ese mismo psiquiatra mediático se jacta de que en Villa Guadalupe las tareas terapéuticas son realizadas por un gran número de personas, lo que evita “la simbiotización característica de la forma de relacionarse de este tipo de personalidades” y “favorece la desimbiotización”. Suprime de esta forma la posibilidad de la empatía, y propicia el anonimato y la despersonalización, obliterando cualquier intento de comunicación o de construcción de un lugar donde hacer pie desde la singularidad y la subjetividad.
Y ninguna de estas reclusiones, las más estrictamente profesionales o las que se basan sobre todo en lo religioso, puede cumplir el objetivo que declaran. Favorecen el consumo –y la finalmente la adicción– a los tranquilizantes y al tabaco. Construyen un micromundo alienante e irreal que impide cualquier forma de adquirir recursos para manejarse en el mundo real sin consumir (si es lo que querés), sin consumir excesivamente (si es lo que querés), e incluso en situaciones donde no está en juego el consumo. Y enquistan en sus víctimas el resentimiento y el estrés postraumático debidos a haber vivido un hecho de encierro y humillación.
Por lo demás, nadie parece reparar en que la situación de consumo puede complejizarse por circunstancias ocasionales y que son esas las que deberían observarse. Por ejemplo: yo soy un pajero ocasional, pero como el orgasmo es colinérgico, y el único orgasmo que puedo tener últimamente es el que tengo a la mano, suelo masturbarme con más frecuencia cuando mi cerebro necesita la reacción química que se produce en esos casos. Al saber de esto me expliqué por qué a veces necesitaba hacerme una antes de levantarme y otra antes de dormirme. Y por qué me masturbo más cuando estoy hecho mierda por el mal descanso al que me someten desde hace demasiado tiempo mis vecinos del orto.
Después de escuchar a Cuñarro, de ver que esos son los progres que defienden la despenalización de la tenencia para consumo personal, tenía ganas de curtirme una rayita sólo como acto político. Pero no tenía, y mejor no. Así que la próxima vez que vea en la tele a la despampanante fiscal, voy a poner el volumen en mute para realizar sin distracciones el acto político que tengo más a mano: dedicarle la que se merece sobradamente.

De todos modos, no deja de ser un alivio andar por la calle con una persecuta menos.

Olas

La primera imagen es la de un niño (10, 11 años) en la playa, en Necochea. Parado en la orilla, mira el mar. Espera que rompa la ola, y, cuando lo supera, mojándole las rodillas (porque creció, y se anima a meterse hasta esa altura), él siente que quisiera atajarla, agarrarla.
La otra es del mes pasado, en Catamarca y Moreno, pero puede ser en cualquier lado. Abrió el semáforo y la gente comenzó a cruzar. De aquel lado venía mucha más gente que de este (siempre voy a contramano). Todos pasaron a mis lados, esquivándome, apurados para llegar a la plaza, entre ellos un par de chicas oncemente atractivas.
Cerca del cordón, una mina se deja agarrar por los brazos de un chabón. Y ella también agarra. Del otro lado, más rezagada, una nena se suelta de la mano de su madre y, junto a la puerta del locutorio, se zambulle en el pecho de un señor que seguramente será su padre, quien la ataja sonriente.
Yo, que soy aquel niño veinticinco años después, me limpio el garzo espeso y marrón que el destino me acertó en el medio de los ojos y sigo caminando, como si nada. Siendo nada. Como siempre.

……………………………

Los ojos de la gente
me disuelven la cara
con su láser.

El breve haz no precisa hacer foco.
Deja su huella de carne fundida
y se redirige.

Cada rayo afianza la forma
que la piel ha adquirido
a fuerza de miradas.

Treinta y
tantos años de huesos derretidos,
úlceras y jirones superpuestos
–los despojos incesantes de una vigilia abandonada–
soportan su mensaje.

(Yo no puedo verme.
Perdí las referencias.
No hay manos que me recuerden
el contorno de mi cara).

Seguro que dice NO.