viernes, 30 de enero de 2009

Peor que un (acusado de) corruptor de menores

Mientras almuerzo a la hora del desayuno, los títulos del noticiero de la tele me informan de que liberaron a C*rsi. La imagen lo muestra saliendo en auto de la dependencia policial, y la exclamación surge espontánea cuando veo quién está a su izquierda: “¡Esa es Silvia!”. Sigo el zapping, sin reponerme de la sorpresa, y en otro canal muestran sus imágenes del momento; y en otro, otras, tomadas más de cerca. Y sí, es Silvia. Vuelvo a verla. Escribo otra vez su nombre.
El tipo sonríe, saluda con la mano derecha (?) y su mano izquierda de (acusado de) corruptor de menores se apoya sobre el hombro izquierdo de ella, que mira hacia abajo, algo parecido a unas tarjetas que sostiene entre sus manos. El mismo peinado, el mismo tipo de camisola del mismo color, los mismos antebrazos regordetes y blancos, las mismas manos que buscaba para vivificarme con su energía.
Habida cuenta de cómo me echó de su vida, sin una palabra, sin una explicación, de un modo humillante y perverso, me pregunto si soy peor que un (acusado de) corruptor de menores. Si para ella soy peor que un (acusado de) corruptor de menores. Pero es una pregunta retórica: la respuesta está en su patología mental, es su enfermedad.
La pregunta siguiente, en cambio, no es retórica: ¿esa enfermedad será consecuencia de los avatares de su vida –narrados siempre de modo impreciso y fragmentado– o tendrá que ver con alguna clase de abuso que pudo haber sufrido?
Y hay otra más, que también es imposible de responder y que entreabre la puerta a lo siniestro. Es la que surge de hilvanar ahora, a la luz de estos hechos, dos recuerdos: el de la vez que, hablando de su primo, si es que en verdad es su primo, me dijo que ella era su ama de llaves, con lo cual obviamente sabía que el chabón era puto (no sé si sabía que le gustaban los adolescentes, si le gustaban en esa época, si le gustan, si la acusación podrá comprobarse… Igual, ya no era adolescente cuando fui al departamento de la calle Beruti, no según el documento al menos), y el de la noche en que, poco antes de sugerirme que lo visitara, me preguntó explícitamente por mi orientación sexual.
Así, lo que hasta hace unos meses yo contaba como una anécdota más (porque esa vez me preguntó si me gustaban los tipos, pero otra noche hablamos de que se decía que ella era torta), ahora puede interpretarse de otro modo. La verdad es que no creo. Pero que exista la posibilidad de otra interpretación, como existe, no deja de pasmarme.
Después encuentro la foto de los dos en la página de policiales del diario. Y casi todo el resto del día me queda lo que suele llamarse un mal sabor de boca, que no es sino una combinación de neurotransmisores que provoca dolor, pesar, aturdimiento y una sensación de descolocación.

Necesito mi dosis de madrugada

Hace días que me acuesto temprano, a veces antes del demorado anochecer estival, y me levanto igual de temprano.
Y me falta mi dosis de madrugada. Un espacio donde nadie me golpee a través del aire, o de interpósitas paredes, con gritos, simulacros de demoliciones, peleas, llantos, teléfonos.
Es mi espacio. Y cuando no lo tengo, es como si no descansara. Ya sea al final del día –lo preferible– o al comienzo, levantándome tipo 3.30 a. m., necesito la calma de la madrugada, necesito oscuridad.
Si no, no soy yo.

Películas viejas

La otra noche paso por Volver y encuentro una película, seguramente made in Sofovich, en la que reconozco a Tristán, Francella y Susana Traverso. La veo, a la Traverso, y me acuerdo de lo buena que estaba. Porque estaba MUY buena.
En una escena muestra las tetas, en dos o tres aparece en baby doll, y, pese a la moda pasada de moda y a la estética marplatense de esas películas, me hipnotizo con una belleza de esa época, sin gomas gigantes, fina, delicada, magnífica.
La tarde siguiente, en canal 13 dan otra película de ese tipo, que también transcurre en Mar del Plata y que seguramente se habrá filmado en los días que no tenían función en el teatro. Los protagonistas son Olmedo y Porcel, y las chicas que coprotagonizan, Mónica Gonzaga y, otra vez, Susana Traverso. En la parte que vi no muestra las tetas, pero hay una secuencia en la que tiene un vestido clarito medio transparente, sin corpiño, y tal vez sin bombacha, y la agarra un aguacero. Y por varias escenas está con el vestido empapado, mostrando sus exquisitas aréolas –sería injusto llamarlas patys–, unas preciosas escarapelitas de carne. Un rato después se da vuelta y deja su culazo con el vestido adherido por el agua a la vista de Olmedo y de todos nosotros.
Veo de nuevo lo buena que estaba, porque estaba MUY buena, y veo lo mala actriz que era, pobrecita, y lo mala que era la película, y el director, y el montaje, porque si esas son las mejores tomas, lo que serán las que se descartaron… (si es que descartaban algo, porque bien podría haber ocurrido que dejaran la primera toma).
En un momento me doy cuenta de que Porcel, que también se murió, ni fu ni fa: es tan secundario e intrascendente como Rolo Puente. En cambio, uno lo ve a Olmedo y se alegra; aunque la película sea una bosta y la haya seguido viendo por la Traverso, aunque en ese momento el tipo no haga nada particularmente gracioso. Su presencia produce alegría, una alegría velada por la tristeza de que ya no está. La otra vez, para la época en que se cumplieron veinte años de su muerte, fui a un cyber, y el encargado estaba viendo un sketch de Borges y Álvarez en su PC; y apenas vi esa imagen, sonreí. No sé si estaba haciendo un chiste, si era el famoso día en que se sacó el slip, si se iban a apretar a Silvia Pérez o a Divina Gloria. No importa: verlo provoca una sonrisa.
La cosa es que ella hace de la mujer de Porcel, y esa noche de la lluvia se encuentra con el galán Federico Lupa (sic), protagonizado por Olmedo, quien la recoge y la acompaña al lujoso chalet con vista al mar donde vive la pareja. Corte que en un momento llega Porcel, y Olmedo, que se la quería transar, tiene que salir a los pedos. Decide escapar por la ventana, descolgándose sujetado por una cuerda hecha con una sábana que se había ajustado alrededor de la cintura.
Pasa una pierna sobre el alféizar de la ventana y, con una pierna adentro y otra afuera, le dice a la Traverso “¡agárreme!, ¡agárreme fuerte!”, “tengo una carrera por delante”, y algo más, que no recuerdo, y la imagen siguiente muestra a un evidente doble bajando en rapel. Esa escena, ver a Olmedo con una pata a cada lado de la ventana pidiendo que lo agarren, no deja de resultarme espeluznante. Me impresiona tanto que no puedo dedicarle a la Traverso la que se merece. No faltará oportunidad.

Teléfonos públicos

Che, ¿alguien sabe qué pasa con los teléfonos públicos?
Porque por acá cada vez hay menos: no sé si la compañía telefónica los está sacando, si se los afanan, o qué onda.
Pero de noche no hay muchos locutorios abiertos… Y no todos tenemos celular (o no queremos llamar desde el celular). Y en la era de la hiper comunicación se hace difícil, entonces, hablar…

Bonaerense TV

Estaba viendo ayer el desagradabilísimo programa de canal 13 “Policías en acción”. No voy a hablar de que muestran a los delincuentes pobres, y a pobres que no son delincuentes, de un modo miserable, regodeándose en su pobreza y en sus carencias. No voy a hablar, tampoco, de lo que no muestran: del pelado que mandó matar a la jermu y sigue libre y en la tele, o de los secuestradores de Bergara.
Voy a hablar de dos cosas que me llamaron mucho la atención porque lo que más me asombra es que lo pasen en la tele y no haya reacciones al respecto. La primera de las historias es la de una señora del conurbano que llama a la cana porque su hijo, que es esquizofrénico, se está comportando de modo violento, amenazando con un palo a un vecino que, si no entendí mal, también es un familiar. Llega la yuta, y lo único que el pibe –de unos veintipico de años– dice es “andá a tu casa”; en un momento lo reducen, le quitan el palo y lo esposan.
El policeman dice a cámara que van a llamar a la ambulancia y recalca que se trata de un enfermo, no de un delincuente. Pero la imagen siguiente muestra que todos van a la comisaría. Se supone que la ambulancia no llegó, aunque nadie nos dice nada sobre eso. De inmediato nos presentan a la madre del muchacho sentada en la sala de espera de la taquería; la cámara panea y vemos al chabón en un calabozo, contra las rejas, no sé si esposado a ellas o no. Al fondo, con las caras pixeladas, se ve a dos pibes en cueros y bermudas, compartiendo el calabozo con una persona que en ese momento estaba en un estado de excitación violenta…
Otro de los segmentos muestra a un chorro que robó un auto y en su huida chocó contra una camioneta que estaba estacionada. El dueño de la camioneta se queja, los vecinos dan su testimonio, todo el show y el color –amarillo– que es habitual. Lo asombroso es que después se ven imágenes del imputado, detenido en un calabozo de una comisaría de Lanús, sentado en un camastro de hormigón y esposado al bloc de un motor que está en el piso, lo cual lo obliga a estar con el torso inclinado, en una posición incómoda y, con el tiempo, dolorosa.
Más alucinante es lo que sigue después: el periodista, que quizá sea el mismo camarógrafo, charla con el pibe y lo empieza a interrogar: que si fue él, que por qué lo hizo, que los vecinos lo acusan a él, que dicen que ya lo hizo antes. Y remata la entrevista remarcando lo paradójico de que un ladrón de autos termine esposado al motor de un auto.
Según tengo entendido, la policía no puede interrogar, tarea que está reservada al magistrado. Menos aún puede interrogarte un periodista, sea policial o cuasipolicial o parapolicial. Supongo que cualquier abogado mediocre logrará la anulación del caso por esa irregularidad flagrante y televisada.
Salvo que todo sea ficción.

Cornelio (XIV)

Creo que no
Creo que no
Creo que no

Creo que no

Fase única,
alguna posición
que viste,
que viste…
Brazos colgando sin acción,
qué principio tan difícil,
tan difícil…

Dureza en todo el cuerpo doblado.
Ya sé que estás lejos,
bien lejos,
y llegar desde allá, tan difícil,
tan difícil…

Creo que no
Creo que no
Creo que no

Creo que no

(Creo que no)

Algo más sobre las pizzas

No es cool cuando la muzzarella se gratina, ni cuando se desborda, ni cuando fue puesta de modo tan descuidado que en algunas partes del borde queda muzza y te engrasás los dedos al agarrar la porción.
No es cool. Es desprolijo.

Patio zen

Paso por un edificio en construcción. El cartel anuncia los datos de rigor, las “amenities”, la fecha de entrega, etc. Ofrecen solárium, deck de madera (que no sé qué carajo es), juegos infantiles y, junto a ellos, ¡patios zen!
Cuando vuelvo la vista a la calle, con una sonrisa incrédula, pasan, en fila, cuatro colectivos: un 53 altamente baqueteado con cerca de 15 años sobre sus ruedas; un poderoso y producido 126 de 210 caballos y sibilante suspensión neumática; otro 53, un minibús con el capó rebotando sobre el vano motor, y otro power 126.
Por una ventana de la oficina de ventas se ve el plano de la planta tipo: once pisos, ocho departamentos por piso…
No sé qué entenderán por zen, o qué querrán vender con esa palabra, pero vivir a la vera del estruendo de los bondis, rodeado y atravesado por la energía de siete familias al lado (más otras ocho arriba y ocho abajo, y ocho más, más arriba y más abajo), sus sonidos, sus mascotas, su música, sus aires acondicionados, sus celulares no me parece que le permita a nadie la concentración o la contemplación.
¿Cómo hallar mi centro, cómo abandonar el pensamiento con el aire sacudido por todas direcciones? ¿Cómo relajarme y meditar a metros de unos niños jugando, liberados del techo y las paredes? ¿De qué zen me hablás, pelotudo?
Hacé un edificio en serio, no me vendas boludeces, no me vendas categoría y gilada. Dame calidad de vida, la puta que te parió. Boludo.

Nombres alternativos de este blog (III)

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http://peleadaconelmundo.blogsome.com
http://elnenenomeescupe.wordpress.com
http://demasiadagentehablandohablandoamialrededor.blogsome.com
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Renuncia Moreno

El 22.7.08, pocos días después del voto no positivo, el clarinete publicó varias páginas del comienzo de su edición con un diseño que las agrupaba temáticamente: “La nueva etapa”.
La primera plana informa que “el polémico Moreno se podría alejar del Gobierno”, y en la bajada dice que “anoche aseguraban que la decisión ya estaba tomada”.
En la página 3 la volanta presenta las “derivaciones de la derrota oficialista en el Senado”, y el título anuncia: “El polémico Moreno estaría con un pie fuera del Gobierno”. La bajada amplía: “Distintas versiones dan por seguro su desplazamiento de la secretaría de Comercio, aunque podría demorarse unos días”.
Y el título de la página 8 insiste: “Afirman que para ir a Agricultura, Cheppi pediría que Moreno se vaya”.
Así que ya saben: Moreno renuncia.
Ah, y Russo va a ser el técnico de la selección.

Cliente

Finalmente, llegó la tarde de la última inyección. Desde que cruzo la calle para ir a la farmacia, siento que se me amontona la angustia en la garganta. Camino despacio, no por el calor, ni por un malestar como el del otro día, sino tratando, seguramente, de demorar el final. Porque llegó el final, y, tras un mes de esfuerzo físico, mental y económico, la mejoría no es evidente.
Entro a la farmacia, ya me reconocen. Saco número y voy a comprar el energizante que me recetó el médico. Me atiende la señora que suele aplicarme las inyecciones. Me saluda con un: “¿Qué tal, niño?”. Señora, si supiera mi edad… Me pregunta si ya terminé con las inyecciones: le digo que hoy terminamos.
Alisa contra el borde del mostrador la receta mientras me habla de las bondades del remedio. Va a buscarlo, lo trae, me dice que son 96 mangos y monedas. Saco mentalmente la cuenta de si me alcanza la guita para las pastillas y la aplicación. Ella nota mi vacilación y, antes de que tenga el resultado, me dice que “te hacemos descuento de viejito, lo sacamos por PAMI”, y me ahorra cinco pesos.
La cajera, la menos simpática de todos, no recuerda mi promesa del 24 (“El viernes te devuelvo el cambio”) cuando le pagué la aplicación con un billete de 100 porque no tenían el energizante. Pero hoy está más expansiva: también me pregunta cuántas faltan, y me desea felicidades.
Después de pagar, hay que esperar unos minutos mientras pinchan a otros. Y me largo a llorar: tengo que secarme las lágrimas disimuladamente con la remera y obligarme a no pensar, a no llorar. Cuando llega mi turno, ya tengo los ojos secos. Paso al gabinete, la señora cuyo nombre no sé (en la identificación figura su apellido, pero en las de los otros, el nombre, por lo que supongo que no le gusta su nombre) dice unas cuantas palabras que no empatizan, aunque valoro su intento. Además, ayudan a no pensar en el dolor acumulado en las nalgas.
Saca la aguja, me pone el algodoncito, me sube la ropa interior y el pantalón rozando mi cadera con sus dedos, como siempre. “Muchísimas gracias, felicidades, que tenga un buen año”, tartamudeo, como dándole espacio para que diga algo. Pero no. Sólo un “chau, chau”. That’s all. Ni dice unas palabras de ocasión, ni me da un beso, como vi que hizo con otras personas. Falta que me diga, como Majoh, “yo acá estoy trabajando”…
Abro la puerta y rengueo lo menos posible por el salón. No está la chica de los brackets, que me atendió la primera vez y que el miércoles me dijo: “¡Falta una!”. El gordo de seguridad que viste de civil habla en la vereda con alguien y no me ve. Mejor: no tengo ganas de impostar urbanidad un segundo más. Aparte, la persona con la que voy a asociar ese lugar es ella, y está bien que haya sido la última con quien hablé.
Espero a que pasen los autos punzado de dolor, y necesito cambiar el aire, necesito descargar la rabia y la impotencia y la frustración acumuladas, y pienso en toda la energía malgastada, en todos los que me roban la vida, como el forro del piso de arriba que me despertó con sus hijos de mierda. Me digo que debería impedírselo, que la próxima vez que grite en el balcón no se la dejo pasar, pero no cumplo. Supongo que habré cerrado los ojos, porque el recuerdo es todo rojo y negro, y la congoja venciéndome.
Después de cruzar rengueando, por primera vez sin la cajita del remedio en la bolsita, me miro en uno de los espejos que hay ahí y me veo todo colorado, congestionado, y una mina me clava los ojos notoriamente, sin poder controlar la curiosidad, la sorpresa o el morbo.
Llego acá y todo sigue igual, todo va a seguir igual. Esto no se resuelve con inyecciones: se comienza a resolver siendo dueño de mi tiempo, sin estos vecinos del orto despertándome mil veces e impregnándome de su energía de mierda.

Cornelio (XIII)

Sé amenazar, buscapleitos…
Fuiste hecha para amar.
Te resistís, buscarroña,
nena de noche…

Dormís sola,
los ojos bañados en metal.
La tapa de la calle,
la tapa de los cables
va a explotar.
La bola,
el sueño…
Vas a tener miedo
si dormís sola.

Te va a doler,
y a mí me quema el pecho
porque baja y baja el tubo
y dice:
“Licor fino”.
Vos y yo por mal camino.
Dormís sola,
y el veneno.
Dormís sola…
Dormís sola, ¡ey!,
y yo con el trueno.

(Dormís sola)

miércoles, 14 de enero de 2009

Temas de conversación

Yo tengo sólo dos temas de conversación, dos únicos temas que producen en mí un interés real y evidente, dos temas sobre los que creo poder hablar con cierta propiedad. El primero soy yo; el otro es el conflicto palestino-israelí.
Como se ve, es muy aburrido hablar conmigo.

(S. no lo sabe, pero seguro que lo intuyó. En general, siempre; y en particular hace justo una semana de cuando escribo esto).

La Colorada

El primer año estuvimos en cursos distintos y solo nos cruzábamos en el corredor, donde torpemente simulábamos ignorarnos. Al rechazo mutuo contribuía sobre todo Radio Pasillo, en la que se empeñaban compañeros, docentes y directivos.
En segundo se unificaban los sobrevivientes de ambos primeros, y los dos grupos fueron, sin metáfora, como el agua y el aceite. Eso se observaba a simple vista en la forma en que nos habíamos ubicado en el aula: nosotros ocupábamos las tres filas de bancos dobles de adelante y el banco doble inmediatamente posterior en la fila del medio; ellos, el resto, en una suerte de semicírculo, atrás y a los costados. Yo me sentaba en una punta, adelante, y ella, en la otra, al fondo.
La división fue tajante hasta que, unos meses más tarde, una ruptura amorosa y la acumulación de sustancias en algunas narices dinamitó ese statu quo. El realineamiento que lideró la pequeña merquera psicópata fue sencillo: todos contra mí. No solo en nuestro curso, sino en todo el colegio, ya que en los primeros estaban varios de sus amigos, atraídos por su buena performance del año anterior, y en tercero, los novios que tuvo ese año. Entre nosotros le resultó fácil porque conseguía la adhesión de esas sanguijuelas con resúmenes para los exámenes.
La Colo no fue particularmente hostil en aquella época, quizá porque nuestra relación era inexistente, o porque la movida de la otra, con quien conservaba una pica extracolegial no sé por qué asunto, le parecía una boludez. Al tenerla como compañera noté que no se calentaba mucho, que solía estocar con comentarios irónicos y lapidarios, y su desapego respecto de ese lugar, radicalmente opuesto a mi obsesivo compromiso académico. Y que negociaba las faltas con el secretario: un mes nos dieron la planilla de asistencia y ella tenía, digamos, 70% en Lengua; faltó todas las clases de ese mes y en la siguiente planilla tenía… 70%.
El último año quedamos una docena, y en un aula muy pequeña. No recuerdo si fue entonces cuando empezamos a hablarnos, o si fue en segundo cuando la dejé pasar entrando al aula y mi respuesta a su agradecimiento fue del tipo: “No es cortesía, es para verte un poco”. “No hay mucho para mirar”, me siguió el juego desde su jean negro. Quizá había llegado a sus oídos mi comentario de que era la única persona de ese lugar a la que le envidiaba una parte de cerebro. Y era verdad: tenía una rapidez mental y una claridad que sigo sin tener, tanto como su manejo de la ironía y sus respuestas filosas. Como haya sido, la cosa es que podíamos dirigirnos la palabra.
Pasó tanto tiempo que los recuerdos pierden orden cronológico, pero todos están cerca de fin de año. La de Castellano mandó hacer un trabajo grupal y, consciente al fin de que mi relación con los demás era, en el mejor de los casos, distante, tuvo la delicadeza de preguntarme –delante de todos– con quién prefería compartir la tarea. “Con la Colo”, respondí. Después, como yo quería dejar de usar buzos, le ofrecí hacerle un práctico para esa materia a cambio de un pulóver negro con dos líneas blancas, finitas y verticales, que ella usaba, o de otro, violeta con cuello en V. Al final, me pagó con uno bastante baqueteado, que aún hoy uso cada invierno, y lo que le di no le sirvió.
La otra vez que nos sentamos juntos fue por casualidad en el aula de computación, y la música de fondo es “Miss you”, de los Stones. Entonces, por algún motivo que no registré, mencionó la dirección de su casa, y era la misma calle y número donde había vivido mi abuela, pero con un uno adelante. Una sola noche compartimos mesa en el bar: no sé cómo sucedió porque ella y sus amigos no eran habitués. Había otra gente, que no sobrevivió en la memoria, pero sí me acuerdo de que hablamos (mal) de la de Matemática. Creo que ahí me pidió que le grabara un casete, de esos que yo vendía a $ 2,50 con rocanrol y blues de mi fina discoteca.
Flasheo con ella objetando una parte del discurso que yo había escrito para el acto de fin de año: “No, parece que estuvimos sufriendo”, replicó, o algo así. “Y sí…”, le contesté. Igual, fue al pedo porque la directora no nos dejó leerlo.
La veo participando por única vez en clase, usando la palabra “tétrico” para referirse al “Nunca más” en la hora de Castellano; o hablando de Vágina 12 (¿todavía sigue saliendo ese diario?) o sobre dedos en el culo en la última clase de Historia (“todo bien, pero cortate las uñas”). Esa noche la impasible Colorada dijo: “Pensar que este es el último fin de semana”.
En primer año la directora no me había dejado ser abanderado por mi aspecto; en segundo, aprovechó que todos me odiaban y por primera vez se votó para elegirlo; en tercero, uno de los últimos días, a la salida, mientras estábamos en la vereda, surgió el tema, y la Colo propuso: “Lo votamos todos a él”. Fue en vano: había poca gente, su iniciativa no prendió y, llegado el momento, ni siquiera hubo votación. Quedamos los dos solos, y la inercia nos llevó caminando un par de cuadras, hasta la casa del novio que tuvo los tres años, un chabón al que siempre vi con saco y corbata.
Durante el acto nos sentamos juntos, y, sin haberlo planeado, no aplaudimos a la otra turra cuando entró con la bandera. Tampoco aplaudimos al servil compañero elegido por la directora que leyó el discurso escrito por esa bruja. Después deambulé, cerveza en mano, y habré hecho el ridículo tratando de comunicarme con gente que ya me había borrado de su vida.
Unos estaban con sus familias, otros se prometían amistades… Hay gente más capaz para sociabilizar en esas ocasiones, y también para obturar la tristeza. El bullicio era mucho y tapaba la música que llevé. Pese a eso, me di cuenta de que el sonidista había sacado mi casete. Me explicó, con mala cara, que era porque el lado A cerraba con “Los viejos vinagres”.
Finalmente, llegó la hora de irse. Unas palabras dichas a medias por un compañero, antes de frenarse y cambiar de tema, me revelaron que para más tarde habían organizado una celebración propia. No sé qué me causa más gracia, si imaginar a la organizadora bajándoles línea a los demás para mantener el secreto o a cualquiera ahí pensando que yo querría participar de su reunión.
Me despedí de algunos, entre ellos de la Colo. No me acuerdo de si fui especialmente a buscarla, si esperé a que se desprendiera del grupo que la contenía o si nos encontró el azar. Lo que tengo grabado a fuego es el recuerdo del abrazo que me dio, que nos dimos. Seguro que nos dijimos algo, pero la sensación fue tan intensa que no retuve en la memoria las palabras: apenas creo que me llamó “Negrito”.
No nos mentimos un “te llamo” o un “nos vemos”, y quizá eso haya sido lo mejor de todo. Pero ese abrazo no me lo olvido, aunque pasaron casi quince años. Y cada vez que ando por la cuadra donde vivía, pienso en ella y, como en un ritual, me surge la pregunta al llegar a Pavón: ¿dónde andará la Colo ahora?

En esa esquina

En esa esquina la vi por última vez, como a tantas otras. Esperábamos el taxi, y le dije que tenía abstinencia de piel. Le causó gracia y se rio. Realizamos el ritual de la despedida: nos dimos el último beso, me dijo que la llame, le dije que se cuide.
Hasta esa esquina fui el 31 a la noche, cuando ya me esperaban en otro lugar. Desde el teléfono público de esa esquina la llamé al celular, y, en vez de aparecer el contestador, apareció ella.
Tenía nada más que una moneda de 25. Entre el apuro, la sorpresa y el delay de la comunicación, y el bullicio que había a su alrededor oyéndose de fondo, las palabras chocaban.
No le dije quién era. Sólo que llamaba para desearle un feliz año y que pueda dar vuelta esa página de su vida, como dice ella. Me agradeció. Le dije que siempre la recuerdo. Y supongo que mi misma turbación encaminó la conversación hacia el final.
Chau, gracias. Besitos.
Volví a donde me esperaban subiendo la barranca, medio atontado, como llegando de otro mundo.
(¿Quién era? Nadie. No sé. Un gato. Un cliente).
Los días siguientes no llamó (si lo señalo es porque abrigaba esa esperanza). Tal vez me haya recordado, tal vez se haya dado cuenta, un rato después, de que era yo, y haya estado en su cabeza un toque. Ella está en la mía demasiado seguido.

La Colorada (II)

Ayer viajaba con mi hijo sobre mis piernas en el colectivo. Entretenido y cansado, va con su helado (¡me salió un versito!) de frutilla y derramándolo sobre mi camisa nueva Wrangler (trucha, de 25$). Entre risas, mientras tanto, trato con mi dedo de esparcir los trocitos de helado que caían sobre mi atuendo de trabajo.
Charlábamos, hasta que, de un momento a otro y con sus ojitos de Chino Volpato, comenzó a delatar su pequeña historia de sueño. Ya en silencio, yo observaba a través de la vieja y sonora ventana del colectivo de la línea 9. Aún renegaba por los 5 centavos del vuelto que el chofer acaba de guardarse (robarse). Como sea, con mi hijo empalagoso durmiendo sigo observando por la ventana una moto pequeña con dos ocupantes...

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La Primaria.....

Si tuviera que posar frente al espejo y preguntarle quién es el más lindo del reino, con obviedad no estaría entre las primeras 15.000 respuestas. Pero si la pregunta se orientara a lo opuesto, el espejo reflejaría la nariz de Diego Peretti para recordarme que la estética no es lo primordial en este planeta. Hasta ayer, que lo vi en la TV, podría jurar que esa nariz tiene vida propia, aunque hoy, que estoy un poco resfriado y congestionado, ya me quedan dudas (¿?).
Volviendo al tema “espejeril”, pude ver no sólo el paso del tiempo, sino los rastros dejados por la pubertad, marcas del acné, de peleas callejeras, de las cañitas voladoras de Navidad, etc.
Suficiente cantidad de bombardeo nostálgico para observar el calendario y retroceder 14 años.
Allí estábamos todos, Daniel, Cristian, Ariel, Patricio, Ángel y yo, frente a nuestra querida escuela. Mis amiguitos... compañeros de pandilla... Hacíamos las mil y una en las siestas tucumanas. Es que sabíamos que este tipo de amistad pura (y cruel algunas veces) derriba cualquier obstáculo social.
Basta decir que mi escuela era igual a cualquier otra, de barrio, donde muchos chicos de clases media y baja tratábamos de cultivarnos con un poco de números y libros de lectura.
Escuelita... donde aprendemos a sumar, a restar, a jugar a las figuritas y a presumir.
Aquí los varones nos damos cuenta (pero sin reconocerlo) de que en crecimiento y maduración estamos a años luz de las niñas.
¡Cómo será que pasa el tiempo que el panchuque no existía! Y Alperovich no era más que un bigote en remojo en algún lugar del peronismo antiguo.
Pero, apuntando a los sentimientos, alguna vez fui niño, y en séptimo grado conocí a una niña muy especial. No solo por su cabello, que era colorado como “cachete de gordito insolado”, sino porque, a esa edad, nadie siendo varoncito se atreve a dialogar con una nenita. Es que, por más que a uno le guste una niña, actúa como un imbécil con boligoma.
Si te gusta una niña, uno se acerca y en vez de decirle decentemente: “¿Necesitas la plasticola? ¿Te gustaría ir a cenar conmigo dentro de 15 años?”, prefiere actuar como el más vil de los villanos: “Pendeja, tenés el cabello seco... Aquí te traigo la crema”, mientras le untas el cabello con la goma de pegar y le das tirones de oreja en simultáneo.
¡Eso era presumir! Un patetismo absurdo... Bah... Eso es ser niño.
Un pequeño no razona, no sabe que lo menos atractivo y sensual es maltratar a una niña. Pero qué se puede esperar de alguien que todavía usa las tapitas de gaseosa para “sumas de dos cifras”.
Y en ese panorama conocí a Estela, la chica colorada que venía del turno tarde y ese séptimo grado sería nuestra nueva compañera.
Lo mágico fue que terminé siendo amigo de ella como quizás no esperaba ni esperé serlo con alguna niña, menos a esa edad. Tanto fue así que podíamos dialogar... ¡SÍ! ¡DIALOGAR!... como si nos conociéramos de toda la vida. Compartíamos los lápices, las gomas (no ser mal pensados), las reglas, los deberes de la escuela, y, sobre todo, nos prestábamos atención.
Para final de año ya estaba encantado, enamorado de aquella pequeñísima y dulce niña. Ese año pasó rápido. No puedo negar mi deseo de que quedásemos de grado para poder compartir más tiempo. Pero era una utopía: tenía todas las materias aprobadas, y si no era así, mis padres me colgarían del oxidado mástil del patio.
Esa niña resultó ser mi asignatura pendiente, aquella que no figura en ninguna libreta, pero sí en mi cabeza.
Hoy tengo voz de Fabián Cubero, cara de latita de Brahma y cabello de esponja de acero. No sé si son cambios buenos o malos, pero algo no se ha modificado, y es que, cada vez que la veo (y no son muchas veces), retrotrae a mi mente a la frase de la última fiesta de grado:
–Sos el mejor amigo que he tenido.
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Y vas pasando frente a mi ventanilla, de acompañante con un muchacho que sólo Dios sabe qué hizo para ganarte. Quizás no sepas que te he querido varios añitos después de despedirnos de 7mo. Mirá cómo ha pasado el tiempo que ya tengo un hijo, y vos... ya no tienes el cabello rojo que llamaba mi atención. Pero aprovecho este rincón anónimo para decirte... ya a lo lejos del tiempo: Me gustabas mucho.



Este post lo publicó El Piñatero en su efímero blog “Sin piñata no hay posada”. Me impresionó tanto cuando lo leí que decidí guardarlo; y ahora que no está más en la web, lo devuelvo a ella para que algún otro trashumante cibernético lo encuentre y se conmueva. Y, tal vez, piense en otra Colorada.

Lucecitas

La aparición de las guirnaldas de luces navideñas en los balcones, en las ventanas, en las vidrieras siempre me resultó ominosa por ser anunciadoras del fin de año, un símbolo del paso del tiempo.
Pero desde hace unos años, esos días se me pasan muy rápido, y en vez de detestarlos, o aun detestándolos, a ellos y a todo el circo navideño, sintiendo la tristeza que emanan, no quiero que se vayan, quiero seguir viéndolas cada noche que salgo a la calle.
Cruzaba Independencia/Alberdi y flasheé con las luces de los autos, los cientos de luces de posición, los stops apagándose y prendiéndose, las balizas de algún patrullero o de una ambulancia, las luces de los taxis; con las luces de giro, con el rojo y el verde de la entrada de los garajes; con la rutina de los semáforos y las luces de los autos que cruzan las transversales, y hasta con el alumbrado público.
Esos miles de puntos luminosos en el valle de la calzada, reforzados por las luces de los negocios y los edificios, tenían una reminiscencia de guirnalda navideña, más caótica y poderosa a la vez.
Pero seguro que estoy sugestionada. No se me representaría eso a fines de febrero; no sin el latido de las lucecitas reales desde los edificios, marcando el pulso en el inconsciente, como un buen bajista.

La Colorada (III)

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Déjà vu

Este blog y yo somos militantemente antisionistas. En ese sentido, no quería dejar pasar la ocasión de hacer algunos comentarios sobre la situación en Gaza y, en general, en el Cercano Oriente.
Sin embargo, me cuesta encontrar qué decir; y eso ocurre porque (casi) todo ha sido dicho antes. En especial en la última guerra del Líbano: como hace poco más de dos años, hay que hablar de masacres de civiles, del uso de armamento prohibido, de bombardeos arrasadores sobre ciudades y también del de refugios de la ONU y de camiones que transportan víveres, de que todo eso constituye crímenes de guerra; del silencio execrable de Occidente, de la inacción escandalosa del Consejo de Seguridad de la ONU…
Para borrar aquella derrota de la memoria ante la inminencia de las elecciones, los gobernantes israelíes se embarcaron nuevamente en una acción sádica sobre la población palestina. Con excusas increíbles que repiten hasta el hartazgo, supongo que ya despreocupados de si les creen o no, porque su impunidad es total, justifican sus actos monstruosos, su regodeo con la destrucción.
Así, los mismos criminales de guerra impunes que bombardearon el refugio de Qana, como lo habían bombardeado 10 años antes, ahora bombardean el de Jabaliya. Y sonríen perversamente, como el corrupto Olmert; ponen cara de circunstancias, como la cínica Livni, o usan anteojos, como el psicópata Barak. Porque no se trata sólo de Ariel Sharon; no era este la encarnación del Mal: se trata de la ideología sionista, para la que la vida de un israelí equivale a la de cien palestinos, se encarne en quien se encarne y la ejecute quien la ejecute.
La finalidad declarada, el cese del lanzamiento de cohetes por parte de Hamas, no puede ser alcanzada, y creo que no es el verdadero objetivo. Creo que este es abonar la idea de inviabilidad de la solución de dos Estados, seguir alimentando el odio para reforzar el statu quo y saciar la voluntad de sangre y la necesidad de sentirse el macho del condado que tienen los sionistas.
Vemos las bombas de racimo, vemos las ambulancias bombardeadas, vemos las imágenes editadas; no vemos las imágenes completas, no nos operan sin anestesia, no nos matan al azar.
Sólo el presidente Chávez dice claramente las cosas (más allá de cierto tono grotesco que bordee a veces, o de su voluntad de autocracia); por acá, apenas Felipe Solá alza la voz entre los pulcros políticos del mainstream y dice que Israel parece alguien cazando en el zoológico y que quien no hable ahora será cómplice.
El Consejo de Seguridad de la ONU se revela inútil y tarda 13 días y más de 700 muertos para emitir una declaración que no sea vetada por EE. UU. El dictador y represor Mubarak no abre la frontera de Rafah. El genuflexo gobierno de Abu Mazen controla a los palestinos que viven en Cisjordania y los disuade de comenzar una tercera intifada esperando vaya a saberse qué, salvo las palmaditas complacientes –y la ayuda financiera– de Occidente.
Todos son impotentes ante el poder de los Estados Sionistas y, salvo Chávez, nadie quiere dejar de serlo. Y se ve palmariamente a cuántos les conviene la prolongación del conflicto: no sólo a Israel, para mantener funcionando su maquinaria militar, seguir recibiendo dinero y armas de EE. UU., afianzar sus ideas fundamentalistas y convertirse en la primera línea de contención contra la incomprensible otredad árabe y musulmana; también a los países árabes, que desvían el descontento de sus pueblos hacia el Estado ocupaSionista para poder seguir siendo corruptos y totalitarios fronteras adentro.
Vemos la guerra psicológica, no vemos sus consecuencias. No vemos a los mutilados. Ya veremos cómo se manifiesta el odio en una nueva generación de palestinos despojados.
Veíamos en 2006 a los pobladores del sur del Líbano, bombardeadas sus casas, amenazados por los volantes de advertencia que arroja el Ejército israelí, huir con lo puesto, a veces a pie, por las rutas y los caminos. Sin importar la edad ni el sexo, todos escapaban, y esa imagen representaba en mí la imagen de la Catástrofe palestina. Habrá sido así, pero más grande, me decía entonces.
Ahora vemos nuevamente los volantes amenazadores, pero, a diferencia del 48, de los libaneses, los palestinos de Gaza no tienen a dónde ir. Las fronteras están cerradas, los refugios son bombardeados, y ellos deambulan a merced de la voluntad de exterminio de los sionistas, de la decisión de confinarlos a una cárcel eterna a falta de otra solución, de humillarlos permanentemente, de recordarles aterradoramente quién manda, de matarlos como a hormigas.
Encima, nos encontramos con el periodismo pago que de la marcha de Fearab sólo muestra a D’Elía y que repite la valiente declaración de Chávez para asociar a esos personajes desprestigiados con lo que machaconamente llaman el “terrorismo de Hamas”. Feinmann, Longobardi, una “periodista venezolana” a quien sacan al aire para que despotrique contra Chávez; el sorete mal cagado de Pilar Rahola diciendo, por suerte en España, que “si Israel fuera derrotada, serían derrotadas la modernidad, la cultura y la libertad. La lucha de Israel, aunque el mundo no quiera saber, es la lucha del mundo!!!!”. Claro, los otros están fuera del mundo, su cultura no es cultura… y para llegar a la paz hay que matar a los que se oponen a ella.
En C5N Tognetti parece conservar algo de dignidad: presenta a un “periodista e historiador” de apellido judío aclarando que fue vocero del Ejército de Defensa de Israel (sic). El muchacho de labio caído dice que si los civiles se quedan en lugares desde los que Hamas lanza cohetes, por ser rehenes de Hamas, que no los deja irse, o porque no tienen a dónde ir, “no son inocentes” (sic). Pasan unas imágenes. Tognetti dice que la sociedad israelí es una sociedad en armas y pide que repitan las tomas en que la gente, de civil, lleva su Uzi al hombro. La vuelta a estudios los encuentra hablando, y la nota tiene un final extrañamente precipitado.

Tal vez solo quede decir BASTA DE MATAR. Es en vano: el Poder llevó a cabo la invasión a Iraq pese a millones de personas manifestándose en múltiples ciudades del mundo. No es dable esperar nada.
Pero aún así decir basta de genocidio, basta de argumentos, BASTA, ISRAEL, BASTA. Manifestar de alguna forma el rechazo y la repugnancia por los masacradores, y mantenerlos cuando el conflicto se vaya de la vista de los medios, como se fue el genocidio del neozar Putin en Chechenia; como nunca están las decenas de conflictos en ese lugar fuera del mundo llamado África.
En este sentido vemos con agrado el repudio de un grupo neocelandés a la tenista israelí Peer. Deben saber a cada paso que no son bienvenidos quienes no condenen explícitamente el terrorismo de Estado sionista, deben saberlo hasta que caiga este apartheid como cayó el sudafricano. Deben saber que no creemos sus mentiras, ni sus excusas, ni sus argumentos. Deben entender que ya BASTA.
Son doblemente monstruosos; lo son por serlo, por lo que hacen, y lo son por su impunidad. Son uno de los cánceres de la humanidad.

Comprándome zapas

Después de todas las zapatillas que se me rompieron este año, más las que están medio maltrechas, decidí comprarme unas con la esperanza de cortar la seguidilla de, con este, cuatro años seguidos gastando guita en eso.
La búsqueda inicial me llevó a varias casas de deportes, por varios barrios, y en todos lados hallé el mismo precio para el mismo modelo. En algún lugar encontré un modelo distinto, que en los otros no estaba, pero esa era la única diferencia.
En cuanto a marcas y precios, Nike no compro después de la garompa con la que me ensarté hace dos años. (¡Uy! ¡Las tengo puestas justo ahora! ¡Ah!, es que más o menos las emparché). La cosa, en última instancia, se definía entre Adidas y Reebok. Las Adidas de 190 mangos son feas; el resto, en general, son más lindas que las Reebok, con diseños más llamativos y colores más variados y atrayentes, y arrancan en 220. Pero ese diseño no es funcional, y no sujetan el pie como me gusta, tal vez porque la parte del costado es más corta que antes, o porque tiene menos agujeros para los cordones, lo que, justamente, está condicionado por el diseño.
Un solo lugar tenía las Reebok más baratas, de 165, y no eran muy lindas, onda llanta grasa brillosa. Las de 190 zafaban en cuanto a styling, pero carecían de colores atractivos: azul, celeste, gris, blanco, y nada más. Y suman la ventaja de tener una buena cantidad de agujeros y, por ende, la de sujetar bien el pie al atar los cordones.
Después, con la ñata contra las vidrieras, emprendí un sesudo análisis cuyo fin era descubrir cuál tenía mejor estructura, cuál podía contener mejor el pie sin vencerse, cuál tenía la cantidad de agujeros necesaria para atarlas y sentirlas cómodas, cuál tenía la punta mejor protegida, de modo que no se despegara como las anteriores. Finalmente, llegué a la conclusión de que las más lindas podían no tener el mejor chasis, y elegí otras del mismo precio.
Venía postergando la compra, y un día paso por la casa de deportes que está acá cerca, y las de 190 se habían ido a 200 en plena desaceleración de la economía. La uniformidad de los precios me hizo temer que en todos los lugares repitiesen la movida. Esa misma tarde, pese al cansancio, me fui hasta Once, y con alivio encontré un lugar donde aún estaban a 190, y en la cuadra siguiente, otro. Hice una cuadra más, ya por inercia, y no solo seguían a 190, sino que encontré las mismas que me compré el año pasado, al mismo precio del año pasado: 150 mangos. Habida cuenta de lo bien que salieron, la decisión se tomó en el acto: mañana vengo y las compro.
El mismo modelo en diferente color: todas blancas con unas líneas en azul. Apenas si me pruebo una; va bien. El tipo saca la otra de la vidriera y, como el año pasado, me dice que son las últimas que le quedan, que ya no vienen más. Le comento mi deseo de que salgan tan buenas como aquellas, y me dice que sí, que son buenas, y que “yo me acuerdo, te las vendí yo”.
Que yo me acuerde del lugar, bueno; que crea que el vendedor es el mismo, bue… Pero que él se acuerde de mí… Eso me alimentó la paranoia un poco.
Volviendo a las zapas, todavía no las exigí mucho, pero están lindas y confío en que se la banquen como sus hermanas.