viernes, 23 de marzo de 2018

Vino Patti Smith

Cuando vino por primera vez, allá por 2006, Patti Smith no estaba en los círculos pequeños de mi radar. Era apenas un nombre de mi enciclopedia incompleta del rock. Después pispeé su libro en la librería de por acá, en la época en que compraba libros, y, como ya tenía una conexión aceptable y podía buscar cosas en Youtube, lo hice y me encontré con un par de canciones que me gustaron mucho. Y con un verso que quizá algún día sea tatuaje.
Así que cuando me enteré de que venía, y encima gratis, lo anoté en mi agenda mental. Dos o tres veces pasé por la web para fijarme cuándo y cómo era la entrega de las entradas y, llegado el día, aun sin haber descansado del todo (¿cuántas veces escribí eso acá?, ¿cuántas veces lo viví?), fui. Iba a ir caminando, saliendo de casa con el tiempo cómodo para llegar a la una de la tarde, la hora en que abría la boletería; pero, al ver en las redes sociales que la cola ya era larga, decidí apurarme. Hasta viajé en subte para meterle pata.
Siempre me confundo los subtes de zona norte, el B y el D, y me bajé mal, pero, si hubiera hecho combinación, habría caminado subterráneamente lo que caminé por arriba al llegar, aparte del tiempo de espera del tren. Así que, después de sacar la cuenta, decidí no hacerme mala sangre: no perdí mucho tiempo por el error.
Llegué al final de la larga cola, que rodeaba la plaza del Correo y comenzaba a caracolear en la bombardeada placita que da a Madero, exactamente a la 11:45. Por suerte, era un sector donde los árboles nos protegían con su sombra. Los que llegaron antes se tostaron horas y, de seguro, sin protector solar.
La fila continuó creciendo sostenidamente. Llegó la chica treintañera de pelo planchado y anteojos tornasolados que nunca se sacó los auriculares. Se sentó casi en el piso, en uno de los cosos alargados de cemento cuya función desconozco, y se puso a leer "Rayuela", aunque la lectura duró poco y pronto reemplazó el libro por el bastidor donde se puso a bordar. Se sumó el cincuentón baqueteado y petiso de entrecana barba candado y una verruga en la cara, que alternaba hablar por teléfono cosas laborales con la lectura de los cuentos completos de Carver. Después, el pibe –o no tanto– que leía "La mujer rota", la gorda que se puso a fumar –por suerte fue la única– y esperaba a su amigo, un gordo veinteañero de jogging y gesto amanerado; la rubia cuarentona de remera azul y anteojos de sol…
Ellos y los que estaban adelante (el de la remera de "Flashpoint" en Japón, el tipo que se fue pronto; el flaco de sandalias y barba menos roja que su camisa, con dos mochilas y pinta de merquero o de violento, que iba por las últimas páginas de un libro gordo sobre Neil Young; la chica lindísima de musculosa negra estampada con la tapa de "Unknown Pleasures" y su amiga, las dos chicas y el pibe que estaban juntos y tenían una onda picnic, y los que estaban más cerca: la rubia de ojos claros, cara alargada, arito en la nariz y varios tatuajes pequeños y su amigo de barba rala bien negra) integraron mi mundo un rato. Un mundo más amplio que el que habría tenido si me quedaba en casa, pero igual de incomunicado.
En las dos horas y media que estuve allí, sólo a una persona pude dirigirle la palabra, a esa chica flaca y joven de flequillo marrón y finos labios rojos con mucha cara de desorientada, la cual aproveché para buscar el contacto visual –como había intentado vanamente con un par de personas antes– y decirle dónde terminaba la fila. No por gentileza o solidaridad, sino para recordarme que tengo lengua, aparato fonador y alguna percepción de lo que les pasa a los otros. El resto fue puro silencio, incluso conmigo, porque claramente no da ponerse a monologar con gente alrededor.
Apenas me parecía que una sola persona, la chica de la camiseta de Joy Division y el short negro y las botitas Caterpillar gastadas y el pelo castaño oscuro recogido sobre la cabeza y la cara preciosa, justo ella, me miraba a veces. Y pensé que cuando la tuviera más cerca, quizá en el momento de llegar, podría mirarla fijo a la remera y decirle "aguante Joy Division" como no le dije "aguante Black Flag" a la chica aquella que encontré una tarde en el 165, con la que intercambiamos algunas palabras no sobre música y que se bajó en Lanús sin que yo pudiera hacer mención a su campera negra con las cuatro barras blancas. Pero ni cerca estuvo de cuajar mi confianza en esa impresión como para sostener la mirada, si es que efectivamente sucedía, y arriesgarme a confirmar el desencuentro o, peor, la desubicación.
Mientras, los de mi mundo iban a avituallarse y volvían con una bolsita de snacks y una lata de Brahma para compartir con su chica el de barba negra o con un sánguche de milanesa completo de más de veinte centímetros de largo al que desde acá se le veía la mayonesa el de las dos mochilas, que se lo comió sin beber nada. El mundo se amplió con la pareja de gordas lesbianas que estaban mucho más atrás y que, luego de hablar por teléfono con la rubia, se vinieron para este lado a charlar y se instalaron en la cola definitivamente con la naturalidad de lo irremediable sin que nadie les dijera nada, ni siquiera la persona que estaba más cerca, que era yo.
Tardé en darme cuenta de su relación porque no se besaban, pero con el tiempo la más gorda le agarraba la mano a la que tenía una verruga en la pera o se le colgaba del hombro de un modo que no dejaba dudas, mientras una contaba que había hablado con el dueño del departamento que alquila para llevar al perro y la otra decía que había ido a una playa cerca de Bombinhas que estaba llena de argentinos. Al rato se acercó un conocido de él, charlaron un poco y, cuando ya me imaginaba que también se iba a quedar, retornó a su postergado lugar.
Los que iban pasando a nuestro lado mientras avanzaba la fila, en la parte donde ambos sectores corrían casi paralelos, pero en sentido inverso, matizaban ese mundo, temporal pero estable, con su fugacidad. Había, entre ellos, gente de todas las décadas, la señora que ya dobló el codo de los 59, el viejo completamente canoso con bermuda camuflada que estaba con otro de (poco) pelo sospechosamente negro, la cuarentona con zapatos de taco chino que casi se tropieza en un cráter de la plaza, la chica de solero marrón y pelos en las axilas y tal vez en las piernas, la señora charlatana con la blusa de colores acompañada por quienes quizá fueran su hijo y la novia de él, la chica de veintipocos clase mediabaja con su nenita rubia que estaba dando sus primeros pasos, la morocha que hablaba en voz alta y atractiva y decía que el recital de poesía le importaba lo mismo que un pedo en una canasta; la familia de padre en sus treintas con pinta de ricotero, su jermu e hija con edad de jardín que quería que le compraran agua, pero el vendedor histriónico era un ladri que cobraba cincuenta pe la botellita y no vendió nada; el que tenía un libro sobre Pappo, la chica medio gordita de remera celeste y mini negra, con piercings en la cara y pelos en las axilas, pero no en las piernas –según podía verse a través de los agujeros de sus medias negras, que permitían entrever algunos tatuajes de colores chillones–, y su novio, vestido todo negro, incluso el sombrero que cubría parcialmente su peinado extravagante.
Más tarde, al irnos, ver de pasada, apenas un instante, a las decenas de personas que quedaban con alguna chance de conseguir su entrada me hizo pensar, también de pasada, en lo infinito e inaccesible del mundo, en cuánto otro había allí, en todo lo que me podrían haber dicho sus caras, sus remeras, sus libros o sus tatuajes si me tocaba un lugar distinto en la fila. O en que también alguna palabra podría haberme dicho alguien si la casualidad lo permitía y lograba que esta enumeración no fuese una de fantasmas.
Del otro lado del alambrado, en el estacionamiento, uno de la PSA nos miraba con desdén, casi sobrador, como buen rati. Después vino otro más viejo, de bigotes canosos, y lo mismo. Hasta que unos diez o quince minutos antes de la una la cola pegó un tirón importante, y, aun cuando veíamos que nadie ingresaba al lugar, adelantamos unos treinta metros. Buen indicio, pensé. La realidad se encargaría de desmentirme. A la una, o poco antes, muchos empezaron a sacar sus teléfonos para tratar de ingresar a la página web con la ilusión de conseguir los boletos por esa vía. Fue imposible. Nadie podía acceder a la página y a los pocos minutos comentaban que aparecía un cartel indicando que "no hay eventos para reservar".
A eso de la una y diez finalmente hubo movimiento: la gente comenzó a entrar, en grupos pequeños, según pudimos ver cuando subían la escalera. La cola fue avanzando con lentitud y entramos en la zona desarbolada. Me empecé a sentir mal, para no variar. Llamativamente, porque había terminado de comer dos horas atrás y aún sentía la comida en la panza. Me temblaban un poco las piernas, y luego el malestar se extendió a las manos, donde apareció algo parecido a un hormigueo, y la inquietud me hizo cambiar el ritmo de la respiración y tal vez encendió algunas partes de mi cabeza vinculadas con la sensación de alarma. Postergué el auxilio del jugo Ades que siempre va en el bolsillo hasta que me pareció estar forzando demasiado el cuerpo, y entonces comencé a beberlo.
Traté de hacerlo durar, mientras bajamos al pedacito de la calle Sarmiento, junto al lugar de las bicicletas, y la cuenta mental que saqué dio como resultado que recién estaríamos llegando a la boletería cerca de las cuatro. Cuando doblamos por Madero, pudimos sentarnos en un borde de cemento que tiene la plaza, aunque seguíamos con la cabeza a merced del sol. La chica del bordado no tuvo mis pruritos y escaló el borde para esperar a unos metros, en el césped y bajo la sombra de un árbol. Los camiones nos pasaban cerca y rápido, entre ellos un inesperado Chevrolet 714 que transportaba sus cuarenta años de antigüedad con entereza y, como los otros, hacía vibrar el aire, la vereda y a nosotros mismos.
Decidí que iría a comprarme otro jugo cuando dobláramos la esquina. Sin embargo, a las dos y cuarto, cuando íbamos por la mitad de la cuadra de Madero, en la parte donde no hay bordecito de cemento, pasaron tres personas –uno con remera del CCK, un policía y otro más, oculto por estos dos– diciendo que se habían agotado las entradas. Que desde la plaza para acá –es decir, al menos una cuadra más adelante– ya no había más.
En ningún lado informaron cuántos tickets (¡tiques!) iban a entregar. El sitio web menciona que la sala tiene capacidad para 1950 personas, pero no aclaraba si todos los asientos estarían disponibles. Tampoco explicaron cuántos había para reservar por la web y cuántos quedaban para la gente que iba a hacer la cola. Solo sabemos que daban hasta dos por persona, no sé si dos para una función y dos para la otra o dos en total.
Menos aún conocemos el rendimiento de los servidores donde se aloja la página del CCK para estimar cuántos usuarios pueden acceder en los menos de diez minutos que pasaron entre la hora prevista para habilitar la página y el momento en que resucitó con el cartelito de "no hay eventos para reservar". Lo que vimos es que no entraron muchas personas a la boletería y que avanzamos unos ciento trece metros, según lo que me dice Wikimapia, antes de que llegaran a nuestro lugar los que traían la mala nueva (que arribaron luego de caminar un buen trayecto durante el cual nosotros seguimos avanzando hasta ese punto). ¿Cuántas personas entran en una fila de ciento trece metros?
Algunos quedaron en el peor lugar, delante del punto de corte elegido para decir que no había más localidades, pero, finalmente, y después de más espera bajo el sol, detrás del último que pudo entrar a la boletería. Por lo que leí, hay gente que llegó a las diez y media de la mañana y se quedó con las manos vacías.
Fue el momento de emprender la vuelta. Caminé dos cuadras para el lado lejano con el único fin de estar cerca de la chica de musculosa negra y verla una vez más, en flashes, porque ni siquiera es que me puse atrás para seguirla y grabarme su imagen, sus movimientos o su aura con la nitidez que permitiera mi memoria. Mucho menos para hablarle. Fue apenas una percepción difusa que duró hasta que las perdí de vista en la esquina del acceso. Cuando esperaba el semáforo de Corrientes, vi de nuevo a su amiga, pero ya estaba sola. Nunca más sabré de vos, chica Joy Division. No es el amor, sino el destino lo que nos destroza.
El opaco manejo de los organizadores me molestó más que no haber conseguido mi entrada. Escribo en singular porque iba a pedir una sola: no tengo con quién ir ni tengo media expectativa de que eso cambie en una semana. Entonces, ya en casa, repasé un poco las redes sociales, a ver qué se decía del asunto. Lo primero que leí es que había diez cuadras de cola, y no, no fue así: no fueron más de setecientos o, con toda la furia, setecientos cincuenta metros. Como sea, un montón de gente esperando algo que otros, los organizadores, ya sabían que era inaccesible, pero que dejaron crecer para tener la postal de una larga fila de gente interesada en lo que ellos ofrecen.
En Twitter alguien decía que estaba en el lugar 300 de la fila, contado por un policía, y que avisaron que se habían agotado las entradas cuando había unas cuarenta personas delante de ella. Incomprobable, pero más creíble que el que dijo que preguntó por mail al CCK y que le respondieron que habían anulado las reservas vía web.
También encontré muchísimas quejas por la caída de la página. Muchísimas más quejas que la alegría de unos pocos con entrada. Entre ellos, dos chicas celebraban porque les habían llovido entradas del cielo (sic). Una es periodista; la otra, también, en Página 12. La pertenencia a la camarilla apropiada puede salvar cualquier grieta. Una, Carolina Potocar, se ve en la necesidad de explicar que un amigo consiguió en la web y le pasó una de las entradas. La otra, Paz Azcárate, varios días después, dice que un amigo consiguió en el lugar y le dio una entrada como regalo de cumpleaños. Es lo bueno de tener amigos…
Por cierto, la afortunada Carolina, que tuvo la doble suerte de que su amigo consiguiera entradas por internet y de que le regalara una, fue la única persona a la que leí refiriendo de primera mano que alguien había podido reservar on line hasta que, varios días más tarde, cuando yo daba por hecho que no era cierto, di con el post de otra persona que también dice haberlas obtenido por ese medio. Con lo cual ahora son dos (?).
Eso y pensar en que alguno de Cultura, Lombardi, no sé quién, se habrá pajeado con la foto que sacaron desde lo alto de la escalinata, la de los cientos y cientos de personas que fuimos al pedo, y con la repercusión que tuvo la cola, un logro suyo –y de su equipo, claro–, y con cómo le van a dar más presupuesto, le van a aumentar el sueldo, le van a aprobar ese proyecto que presentó o va a ganar lugares en la consideración de su superior, me hizo subir la temperatura. Todo eso y ver los tuits del CCK etiquetando al organismo del cual depende, ese cuasi ministerio de Informaciones, y señalando que había cola desde la madrugada, pero sin una palabra sobre la página caída, ni una respuesta a las quejas, ni una palabra de circunstancias para los giles que nos quedamos sin entrada.
Aprovechando las posibilidades de acortar distancias que dan las redes sociales, escribí en el Facebook de Patti. No había allí ni un post ni una foto ni nada que hiciera referencia a sus shows en Buenos Aires. Entonces dejé un comentario contándole la (mala) experiencia en la parte que dice "escribe algo en esta página". El mensaje no se publica de inmediato, sino que deber ser aprobado por quien maneja la cuenta.
No lo aprobaron.
Días más tarde pasé de nuevo por el Facebook ese y vi que otra gente había comentado desventuras similares en el último post publicado. Como en los tuits del CCK, la respuesta fue nula.
Ella va a venir acá, se lavará la conciencia y/o llenará el lado progre de su currículum con un show gratis en el tercer mundo (que no es gratis porque le redituará unos cuantos miles de dólares que pagamos todos, como suelen decir quienes reniegan por el gasto público) y le chupará un huevo el maltrato recibido por quienes queríamos verla. En especial quienes no tenemos una luca o dos para pagar un hipotético show, en especial quienes no la vimos ni nunca la veremos en Berlín, en Brooklyn o no sé dónde más, lugares a los que sí fueron algunos que comentaban en esas mismas redes.
Entiendo que no sepas cómo se maneja el organizador de tu show en el ojete del mundo. Pero si alguien te lo dice y no considerás su palabra, pasás a ser cómplice, Patti. Como mínimo, por tener al boludo ese de encargado del Face que tiene tu nombre.
Encima, googleando para saber en qué año vino la otra vez, descubro que le gusta el Papa y que lo fue a ver al Vaticano, donde se sacó una foto similar a la de Luis Ventura, ponele (pero sin camiseta de Lanús), y dice que le va a dedicar una canción, la cual bien podría llamarse "La curva de Maldonado".
Completaría mi decepción no si usa la camiseta argentina, que no creo que lo haga, sino si, aprovechando que está en su tierra natal, hace una referencia laudatoria al amigo de Gustavo Vera y Guillermo "Napia" Moreno, al que asistió al funeral de Bernard Law y bancó a los curas acusados de abuso en Chile hace un mes. Si lo hace, no me quedará otra que decir con certeza lo que hoy digo sólo con bronca. Me cago en Patti Smith.
Posdata: todo se soluciona no pidiendo disculpas, no haciendo una referencia a las dificultades, no. Todo se soluciona con una pantalla gigante en la plaza el día del recital.

Cuando se termina

Son cosas que pasan no más de dos veces en la vida. Escaso número como para aprender por repetición.
Encima, ningún emprendedor de la autoayuda vio el filón de convertir su experiencia en libro que balice el camino pragmático de la orfandad.
Nadie sabe cuándo se termina de morir el muerto. Y no hay manera de atribuir con certeza los porcentajes de la demora a la tortuga judicial, a la propia torpeza, al abogado millennial o al jodido legado del causante.
Ni a la intolerable caída de la ficha acerca del reloj sin números que suena más fuerte su tic tac porque ahora marca la propia cuenta regresiva.
Los miles de libros, los cientos de kilos, los papeles que dejó –y los que no dejó–, los trámites infinitos y el último acto de desprecio son la forma del final y también donde empezó: como dice una canción de los Allman Brothers, "no es mi cruz y no tengo por qué cargarla".

¿Habrá sido solo silencio y desprecio?

Fue en el siglo pasado, creo que en el año 96. Podría buscar la fecha exacta. Fue un domingo en que jugaban Lanús y Boca. Ganó el Grana con un gol de Gonzalo Belloso. Mi madre había viajado, tal vez con mi padre –de tanto no me acuerdo–, y yo me enfermé. Nada grave: fiebre, dolor de garganta, gripe, esas cosas, que me afligían más porque su consecuencia era no poder ir a la facultad durante algunos días.
O no había remedios en casa o me los había tomado todos sin alcanzar una mejoría significativa. Y en el medio del atardecer del domingo, sin nadie a quién poder contárselo, llamé a Silvia, aunque hacía banda que no me atendía el teléfono; aunque seguramente ya irían mermando mis intentos de comunicación al darme cuenta de que era mentira aquella frase suya de la que nunca se desdijo: "Llamame, que si estoy te atiendo".
Le dejé un mensaje en el contestador diciéndole lo que me pasaba. El recuerdo indica que lo hice manteniendo la moderación, aunque no hay testimonio objetivo. El único realmente fiable sería el casete de ese aparato. Igual, sé que no le dije nada como "¿me podés comprar algo, un nosequé que me baje la fiebre, que me haga sentir mejor?". Pero la verdad es que me habría gustado que llamara y ofreciera hacer eso.
No lo hizo. No llamó, no ofreció. No. Lo único que me dio fue, con su renovado silencio, otra manifestación de su desprecio. En esa duermevela que trae consigo la fiebre, que es casi un atajo que ofrece para escapar un poco del malestar, Víctor Hugo fue la única compañía mientras me dormía y me despertaba alternativamente y se grababan en la memoria el gol de Belloso a Navarro Montoya y una tarde gris, quizá de lluvia.
No sé cuándo bajó la fiebre, si al día siguiente, si dos días más tarde… No era grave, ya lo dije. Lo que sé es que todo su silencio de ese año, y todo el silencio del año anterior, cuando me forreaba en persona, ninguneándome y haciéndome sentir para la mierda, se concentraron en ese momento en el que experimenté en el cuerpo la ausencia, el desprecio y el desamparo.
Ella era la típica docente buena onda y carismática, y, además, linda y exigente. A las pocas semanas de conocernos me tomó como su alumno preferido de ese curso. Usaba la palabra "hijo" para referirse a mí, supongo que como forma de desalentar cualquier posible expectativa vinculada al garche y no porque estuviera tan enferma como su amiga y colega que llamaba "hijo" a su perro. Cuando se fue a vivir sola me dio su teléfono, y varias veces hablamos largo y tendido. Incluso me invitó a comer a su casa un par de noches.
Lógicamente, ganó mi confianza y mi cariño con facilidad, y en una de esas charlas me preguntó por mi orientación sexual. Y como en un secundario para adultos todos somos adultos y como adultos podemos hablar de todo con toda naturalidad, no me sonó chocante ni desubicado. De hecho, sentí la habilitación para, en otra charla, mencionar lo que se comentaba de su sexualidad, que estaba retirada del amor; y ella, sin aclarar ninguna de las dos cosas, comentó que también decían que salía con la gorda amorfa de Matemáticas.
Parece que mi respuesta no le resultó verosímil porque poco después me sugirió que fuera a un psicólogo. No a cualquiera, claro: a uno que ella conocía, su primo, que era una eminencia. Es cierto, era una eminencia. Y también un pederasta. De esto me enteré muchos años más tarde, cuando cayó preso por cogerse a (y hacerse coger por) un pibe de 14 y la noticia apareció en la tele y en los diarios.
Seguí su consejo, lo llamé y el tipo me citó en su casa. El reconocidísimo especialista en abuso no se me insinuó esa noche, tal vez porque yo no era menor, o porque no le gusté (?) o porque alguien con su experiencia habrá notado pronto que un intento de esa índole no prosperaría.
No sé si ella solía recomendarles tratamiento con el psicoviolín a sus alumnos, si solo a los jóvenes, si solo a los destacados, si solo a aquellos a los que se había acercado (quizá) estratégicamente. Por ejemplo, a la otra buena alumna de aquel curso, la merquera psicópata (con quien siempre fue tan indulgente, incluso cuando mandaba a sus sucesivos novios a amenazarme porque quería que yo dejara el colegio, quizá para llevarse el reconocimiento que su capacidad no le permitía), que yo sepa, no le sugirió visitar al psicólogo en sus momentos de crisis, allá por la primera mitad de segundo año.
Nunca supe fehacientemente –ni nunca lo sabré– si lo hizo a propósito o no: si fue casualidad o si a sabiendas me mandó a la casa de un pervertido para que me tirara onda. Pero la mera posibilidad de que algo así haya sucedido, que gana fuerza si uno acomoda todos estos hechos con el diario del lunes –ese que tenía al primo en la sección de policiales–, es, de por sí, una reverenda mierda.
Desde esa vez, desde que la llamé por teléfono al llegar a casa para contarle cómo me había ido con el psicólogo y ella lloró del otro lado del tubo, comenzó una distancia que se extremó un par de meses después, cuando terminaron las clases: nunca más me atendió el teléfono. El año siguiente –el último que compartimos– me prodigó un trato indisimuladamente gélido, pero, a la vez, mantenía encendida la (falsa) posibilidad de una comunicación.
De una de esas veces tengo foto mental: desde la puerta del aula del medio le pregunté con un gesto si podía llamarla y me contestó que sí: "Llamame, que si estoy te atiendo". Pero no atendió. Ni esa vez ni nunca. Siempre pasaba algo que se lo impedía: o no estaba, o llegaba muy tarde, o se había acostado temprano… De otra tengo fotocopia: el día del acto de fin de curso nos entregó un sobre con una cita de Galeano: a la mía le agregó unas palabras manuscritas que incluían, otra vez, la palabra "hijo" y una despedida "hasta otro lugar y otro momento". Cuando, unos años más tarde, comprendí que ese lugar y ese momento nunca llegarían, saqué una fotocopia para conservar un recuerdo concreto, fui a la casa y le dejé el original en el buzón, pidiéndole que me lo diera de nuevo cuando fuera verdad y no palabras de ocasión.
Jamás mostró la educación ni la personalidad necesarias para decir claramente: "No me llames más. Por esto y por esto". No dijo nada, aunque, si lo hubiera hecho, podría haberse evitado mis muchos llamados y podría haber evitado, también, que yo me convirtiera en un ser molesto. Fue tan pilla que logró quitarme de su vida con un larguísimo fade, sin pagar el precio de poner la cara y plantear las cosas.
Y el año subsiguiente, cuando yo no tenía con quién mierda compartir mi experiencia en el mundo nuevo e inhóspito del CBC, su única comunicación fue acceder a mis reiterados pedidos y cumplir su promesa de mandarme las fotos que había sacado en el acto de fin de curso. Aunque el colegio estaba a dos cuadras de mi trabajo, las mandó por carta certificada en un sobre que contenía solo dos fotos y una hoja en blanco. ¿Cuánta perversidad hay en mandarle a alguien una hoja en blanco? ¿Qué mierda querés decir de esa manera que no te da la nafta para decir de otra, explícita, forma?
Y cuánta perversidad hubo en agitarme, en alentar mi intensidad al pedo, en darme manija en mis disputas con la directora de mierda, que me negaba ciertos reconocimientos solo por mi aspecto; con los alumnos de mierda, que me detestaban porque no se bancaban a alguien tan sobresaliente que ponía en evidencia su ramplona apatía; con los docentes de mierda, que hacían la plancha y emparejaban para abajo, en especial el sorete que, además, mentía cuando hablaba mal de la profesora a la que había reemplazado, que era amiga de ella y mía.
Nunca dijo "relajá, no es para tanto, esto es de paso, poné la energía en otro lado", nunca lo dijo con palabras ni tampoco con el ejemplo. Se regodeaba llamándolos "mediocres", pero convivió con esos mediocres por años, y en silencio ante ellos. Y hasta los reivindica en el Facebook del colegio, que ella maneja. Mientras, yo me comía los cascotazos de la directora, de los otros docentes y de los alumnos, que me hacían un vacío sideral, que me querían fajar y que incluso me siguieron una noche para amenazarme a diez cuadras del colegio. Y ahí, sin avisarme, intervenía ella para decirle a la merquera psicópata que parara la mano con eso de instigar a sus novios.
En cambio, lo que dijo que iba a hacer nunca lo hizo. Dijo que iba ayudarme a elegir qué seguir estudiando, pero no. Una sola vez hablamos del tema, palabras a las apuradas junto a la escalera, que no significaron nada porque no sugirió una carrera, ni propuso hacer alguna materia de UBA 21, ni nada que me modificara favorablemente.
Dijo "lo hablaríamos" cuando, en una de esas charlas telefónicas, salió el tema de un eventual amor mío hacia ella (¡caramba!, no recuerdo que mencionáramos la posibilidad inversa, ni la recíproca). Y tampoco. Nunca hablamos nada, ni de eso ni de nada crítico. Aquello con lo que yo contaba simplemente se reveló falta.
Nuestra amiga común fue casi una portavoz cuando justificó su proceder acusándome de estar enamorado de ella y, enojada, me rebajó por eso, como si fuese algo condenable (como si fuese algo que uno decide). ¿Tan de la B soy para vos? ¿De verdad te creés que es la virgen María? ¿Qué patología importante debe tener alguien para enojarse porque otra persona supuestamente se enamora de ella? No estamos hablando de entregarte a mis amigos por plata (?), de entregarte a desconocidos por plata (??). Estamos hablando de algo que sería lo mejor que tengo. ¿Eso te ofende? ¿Lo mejor que tengo es una ofensa? Matate, ENFERMA.
Cuando, tiempo después, encontré su dirección de mail y le escribí algunas de estas cosas (no lo del abusador, eso aún no se conocía), su retorcida respuesta fue reenviárselo a nuestra común amiga, que, obviamente, me cagó a pedos y hendió la relación, que pronto se interrumpió. No conforme con quitarme su palabra y la posibilidad de la mía, hizo lo necesario para privarme también de una de las poquísimas palabras que tenía.
Me gustaría saber su versión de los hechos, pero los mortales, los alumnos, no tenemos acceso a su palabra (salvo los clichés que les dispensa a todos: "Queridísimos exalumnos"). Y si alguien, no sé quién, un deus ex máchina, lo tuviera, descuento que le daría una versión muy distinta de la mía. Y seguro que resultaría mucho más convincente que esta, aun sin tantas cosas en la memoria ni tantas cosas escritas –ella no escribía porque, como me dijo una vez, lo que se escribe queda y lo que se habla no, o algo así–.
Un día, una noche, mi madre me pidió que le llevara la gacetilla de alguna actividad que estaba por hacer a una amiga suya para que el marido, que laburaba en Clarín, gestionara su publicación en el diario. A la vuelta me desvié unas pocas cuadras para pasar por la casa de Silvia. Miré desde la calle si había luz en el tercer piso y, al ver la ventana iluminada, fui hasta el teléfono público de Gorriti. La llamé y, por supuesto, no atendió. El "llamame, que si estoy te atiendo" se descubría irremediablemente falso.
Ante tanto desprecio es inevitable que uno se pregunte qué hizo mal, si es (si soy) tan monstruoso como para merecer tal destierro. Lo radical del hecho oblitera la posibilidad de una respuesta y, luego, al notarlo, las meras ganas de intentarla. Y todo queda sin responder: lo que hice mal, la versión que habrá dado de mí a los otros, el porqué de sus ganas de humillar así a la gente, de sumar angustia, incertidumbre o dolor, más aún en un momento de tantos cambios como era aquel…
Y ahora, que en una situación crítica me encuentro con un silencio similar, todavía deseo que quien lleva un largo tiempo de mutismo no me desprecie como ella, que su acercamiento no haya sido parte de una estrategia y, sobre todo, no detestarla tanto como detesto a Silvia.

Monedas nuevas de uno

Hoy me dieron una moneda nueva de un peso. El diseño es confuso y el relieve no resalta. Es mediana, livianita y opaca aun con su brillo de novedad: es intrascendente. Perderemos varias sin notarlo. Después me di cuenta de que vale menos que una de cinco centavos en su momento.
Cuando agarro quince moneditas de cinco de las decenas que tengo para ir a Coto –el único lugar donde aún me las aceptan– y pagar con ellas una parte de lo que cuesta la bandeja de brotes de soja, me pregunto por qué no decidieron acuñar, aunque sea para llamar la atención, una moneda cuadrada.

No nos dimos nada menos que un buen gesto

Como las otras dos veces que nos vimos, decidió quedarse en el telo hasta el último minuto del turno. No sé en qué momento se dio por terminada la acción escasa e insatisfactoria que tuvimos y pasamos a charlar. Del cliente que se le había caído a último momento, tal vez porque la jermu no quiso saber nada con la idea de trío (o porque sólo se trataba de un pajero que decidió bloquearla de WhatsApp cuando llegó el momento de concretar); de lo que había comentado apenas entramos: su experiencia del otro día con el tirador de caracoles, que le confirmó su antiguo pacto con la Pomba Gira; de la discusión en la clase de teatro porque se comió una empanada que había en la heladera, que la profesora zanjó echándola; de la propuesta para protagonizar un cortometraje absurdamente erótico por el que no le pagarían nada (pero a la que había dicho que sí llevada por sus ganas de actuar, por la posibilidad de poder actuar) y sus cuestiones sobre con quién dejar a los perros los días que estuviese filmando en la costa.
Mientras, masajes en la espalda y Eugenia Zicavo en la tele. Y el aire acondicionado que ya no respondía a las presiones del dedo en el display. La hora del sistema del telo estaba desfasada de la hora que mostraba la tele, y la temperatura que mostraba la tele, que comenzaba con 3, estaba desfasada de la temperatura real, culpa del recorte presupuestario de los canales, que no tienen un empleado para actualizarla un domingo a la noche.
Quedó tiempo para mostrame la foto de sus chihuahuas, la de la supuesta chica del hipotético trío, las que publicó en el sitio y las que no publicó porque eran selfies tomadas en la cocina, donde se veía de fondo la bolsa del lavadero con la ropa. Para hablar de heladerías o del precio del perfume Salvador Dalí, para cargar la botellita de agua, que bebió de un trago, y para lavarse los pies, sucios por la plantilla que destiñe, en el mismo lavabo; para acordarme de que me había olvidado de pagarle y evitar el papelón.
Salimos pasadas las dos y media porque, finalmente, el turno era de tres horas, y no de dos, como la vez pasada. El bar al que me invitó aquel domingo de hace tres meses para comer unas papas fritas cierra a las tres, y entonces, antes de que pudiera mencionarlo, ya no era una opción, la única que se me había ocurrido para reciprocar su gesto. Tampoco tenía claro si ella iba a tener ganas: lo que sale bien una inesperada vez difícilmente salga bien otra deseada y preparada vez.
En la esquina del hotel creo que no manejé la suficiente explicitud al respecto porque respondió a mi alusión sobre el asunto con un "pagamos cada uno lo suyo". Allí, esperando el verde del semáforo o que ella tomara la decisión de qué hacer, comprobamos en la piel el error de la tele sobre la temperatura. La noche estaba perfecta. No así mi cuerpo, que, pasadas cuatro horas del momento en que había comido el último bocado antes de salir de casa, ya daba señales de flaqueza. Cuando estaba buscando el jugo Ades que siempre llevo en el bolsillo, me dijo que conocía un lugar que estaba abierto toda la noche. Y dejé el movimiento de mi mano incompleto y el jugo en su sitio.
Por Cachimayo hacia el sur, los edificios y el aire quieto de la madrugada eran una inesperada caja de resonancia que seguramente llevaba nuestras voces a los pisos más altos. Ella caminaba con paso de esquiador por las veredas rotas de los edificios en construcción sobre las plataformas con que trata de disimular su metro y medio, y cuando cruzamos por la bocacalle empedrada debió tomarse de mi brazo, como una vieja, para afirmarse mejor. Seguía hablando del cortometraje, del pobre catering que imaginaba por conocer a los que filmaban, puros sánguches de miga preveía, mientras yo le decía que tiene cuidar su herramienta de trabajo, esa cintura postadolescente, y miraba cómo la caída de la remera le disimulaba las tetas sobreinfladas y las hacía pasar inadvertidas, resolviendo mi inquietud sobre cómo disimularía lo que porta cuando no da usar la campera que tenía las otras veces que nos vimos para andar tranquila y no concitar todas, y digo todas, las miradas del mundo.
Unos homeless dormían en la esquina previa al Barrio Inglés. Allí le llamaron la atención que un lugar como ese existiera tan cerca de donde estábamos y las casonas, sobre las que dijo que son muy lindas, pero que se deterioran pronto y mucho si no les ponés plata. Supuse que hablaba por experiencia propia, por la casa que alquila, a la que había aludido un par de veces. Paramos en una esquina a mirar las fachadas, espiamos por alguna ventana abierta, comprobamos que la garita de seguridad estaba vacía. Y retomamos la marcha.
Llegando a Goyena no pude evitar una referencia a mi (ex) dentista y le dije que por ahí vivía su mejor amiga, lo cual sé no porque me lo haya dicho, sino por la inevitable stalkeada que le pegué y por la facilidad con que (me) quedan algunos datos, tan diferente de cómo se escurren otros similares. El comentario no imprimió y no pude extenderme hablando de mi residente de ojos verdes que hacían juego con su delantal de quirófano.
Nos detuvimos en la esquina. Todo estaba cerrado y desierto. Luego de mirar hacia uno y otro lado, exhibió una llamativa desorientación cuando me preguntó para dónde quedaba Flores. Le respondí, y, tras unos segundos, cruzamos la avenida y doblamos en esa dirección.
Ahora hablaba de un cliente al que había atendido en su casa para hacerlo limpiar, porque al tipo le cabe ser mucama, y de las obsesivas fantasías del chabón, y pensé en cómo se referiría a mí en una situación homóloga. Me contó de la vez que le tocó el timbre y ella estaba con otro, volvió a colgar mirando por la ventana abierta de una casa cerca de La Nave, mencionó a su clienta de Recoleta, esquivamos el cadáver chorreante del cucurucho que se suicidó recién servido en la esquina de la heladería de Emilio Mitre, que aún mantenía algo de su consistencia y que, sin embargo, no había convocado a ninguna alimaña nocturna, y entramos en la zona más top de Goyena.
Los de seguridad de los edificios nos miraban desde la pantalla o en persona, y me divirtió notar que había más gente vigilando que personas transitando por la calle. Comentó que lugares así son sus preferidos para hacer domicilios y que si no hay seguridad pone más condiciones: teléfono de línea que figure en guía entre ellas, como en la vieja época de los privados. Mientras, el flaquear de mi cuerpo llegó a un límite, y comencé a comer las pasas de uva que casi siempre llevo en un bolsillo para darme un poco de azúcar cuando es necesario.
La vez anterior ya me había visto en el borde de la crisis, y eso ayudó a que no tuviera tanta vergüenza en mostrarme en ese estado. En un momento se detuvo a elongar porque le dolía el coxis, lo cual, lamentablemente, no podía atribuírseme a mí, y seguimos caminando por esa vereda que tantas veces caminé yendo o viniendo de Puan. Hasta que, a lo lejos, reconoció el lugar al que quería ir. Era Sócrates.
De inmediato sobrevino la decepción: estaban baldeando la vereda, y, dentro del salón, la ausencia de parroquianos y las sillas sobre las mesas indicaban que habíamos llegado tarde. "¿Y ahora qué hacemos?", me preguntó, supongo que retóricamente, porque era ella quien llevaba la iniciativa. Le señalé la fuckultad y le dije "podemos ir y cursar alguna materia". Como un rato antes con la dentista, no pude evitar la referencia, aunque no dije que pasé un tiempo allí ni la micromilité hablando contra les imbéciles feministes que escriben con la e y que, si tuvieran poder, me señalarían como delincuente y le impedirían trabajar de esto. Ni le dije que algunes de les no abolicionistes que publican en Tumblr cobran no sólo por garchar, sino también por la compañía que, otra vez, ella me daba gratis.
Cruzamos la calle, le preguntó al empleado de las botas de goma si estaba abierto y, ante la previsible respuesta, le repreguntó qué días abren las veinticuatro horas (viernes y sábados) mientras yo la miraba: su postura, la remera, el pelo atado, la forma de agarrar la cartera, el maquillaje escaso –pese a ese labial medio rosa que no sumaba–, y la vi realmente linda, mucho más de lo que suelo verla. Y vi algo distinto en mí, aunque la vidriera no me reflejara.
Se lo comenté cuando retomamos el camino sin rumbo determinado, pero no se detuvo en mi halago. Me dijo que, pese a haber cenado antes de verme, también se sentía flaquear. Entonces le ofrecí unas pasas, que le resultaron útiles y ricas. En una esquina propuso volver a Alberdi porque "acá no hay nada, no pasa nada". Alardeé, sin mencionarlas, de mis lecturas de la Filcar y le dije que Alberdi estaba a dos cuadras para allá (hacia el norte), pero también estaba a dos cuadras para allá (hacia el oeste), y que ahí el taxi le iba a resultar más barato. Se lo aclaré porque tenía bien presente en la memoria que la otra vez fue explícita cuando, al salir del bar, me dijo que quería caminar unas cuadras para gastar menos en taxi.
Sin embargo, eligió ir hacia al norte. Supongo que entendí mal y no es que se confundió, pero me pareció que dijo algo como si estuviéramos yendo otra vez por Cachimayo. Seguimos charlando y comiendo, mientras a lo lejos, en una esquina, vi a unos homeless que no dormían, sino que se movían nerviosamente, como discutiendo. Le sugerí cruzar, justo frente a un caserón moderno y muy iluminado que le hizo decir "¿cuánto cuesta esto, cómo se hace para comprar algo así?".
Finalmente, llegamos a Alberdi, donde hay una estación de servicio. No sé si la tenía en mente y por eso eligió ese camino o si solo nos llevó el azar. El dependiente del lugar parecía un poco sordo y otro tanto desganado porque no escuchaba claramente lo que ella le preguntaba (si tenía helado, cuáles, etc.) y porque tardó bastante en acercarse a la ventana para que el diálogo y la venta fluyesen. Ella eligió un torpedo de naranja, me adelanté para pagar, y esa fue mi escasa posibilidad de devolverle su invitación de la vez pasada.
Entregué los 35 pesos, me ofreció la primera chupada, el primer mordisco (ey, no sé comer helados industriales), y cruzamos la avenida medio por inercia. No quise desmentirla cuando afirmó que "es de Nestlé, se nota el sabor a naranja" y la seguí cuando decidió sentarse en el umbral de una casa frente a la estación de servicio. "Parecemos adolescentes", dijo, y pensé en que, si no estábamos pendientes del volumen de nuestras voces, alguien podía salir a quejarse.
Yo había guardado las pasas y me sentía cada vez peor porque el helado no me levanta. No me levanta el de heladería, seguramente menos el industrial. Pero preferí no decírselo porque a ella sí le estaba pegando bien y no quería que se preocupara ni, tampoco, revelar la poca productividad de su intento. Es curioso lo que me resucita o lo que no: el jugo Ades es la salvación; el Gatorade, en cambio, no mueve el amperímetro en casos así.
Ella manejaba el helado como lo había hecho con el camino o con el tiempo del telo. Mientras, el malestar avanzaba rápido. Mi cabeza, sobre todo la frente, un poco arriba de la frente, era el lugar donde se focalizaba la crisis. Supongo que mi postura algo revelaría, la falta de recuerdos sobre lo que hablábamos en ese momento se revela ahora. En un movimiento impulsivo di por terminada la simulación, me paré y saqué el Ades del bolsillo. Bebí el jugo rápidamente y, como me sentía tan en crisis, le dije que después, cuando se fuera, iba a cruzar a comprarme un alfajor en la estación de servicio.
Por suerte, el azúcar hizo efecto pronto. Ella retomó la idea de que tal vez lo mío sea un trastorno por déficit de atención, similar al suyo. Me contó que en la niñez no se lo diagnosticaron porque en esa época no era tan conocido, pero que ahora, desde hace un tiempo que no especificó, toma Atentto, que "tiene aceite de pescado", y que siente la diferencia si no se clava su sobrecito diario. En el momento me pasó inadvertida la contradicción que encuentro entre esto y el frecuente consumo de marihuana que me dijo que hace.
La refuté dentro de mis posibilidades: nunca tuve este problema ni nada que afectara mi atención ni mi rendimiento estudiantil hasta aquella mañana fatal de la facultad en que casi me desmayo. Se dio cuenta de cómo podía dar más data, sacó el teléfono de la cartera y se puso a googlear el prospecto. Y me lo leyó. Componentes y acción terapéutica: el aceite de pescado era el omega nosecuánto.
"No es que sea tonta, tiene este problema", dijo, parafraseando alguna palabra dicha sobre ella en aquel tiempo. Masculló ininteligiblemente el nombre de la otra droga que le recetó la psiquiatra, pronunció las palabras mitosis y meiosis, a partir de las que entendí que trató de estudiar algo relacionado con eso, tal vez luego del diagnóstico.
En cierto momento, a cuento ya no sé de qué, mencioné que no como carne, y largó una exclamación, pero tuvo el tino de no profundizar cuando le dije que todo el mundo hace la misma exclamación y tiende a relacionar una cosa con la otra. Agregó que quizá yo sea como los bebés, que necesitan comer cada tres horas, ¡pero los bebés no necesitan laburar, madre! Ni siquiera charlar un rato con alguien…
Terminó el helado, usó el palito como mondadientes. Una pareja pasó paseando el perro. El perro tenía la cola peluda. Bueno, tal vez no. En el telo se le había escapado su nombre verdadero y le pregunté cómo prefería que la llamara, si por ese nombre, por el que me había dicho la primera vez y no había desmentido la segunda, por alguno de los nombres con los que publicó…
Guardó el teléfono en la cartera, sacó el vuelto de algún chino, tres Sugus de colores cálidos, y me los dio para el regreso, como la vez pasada me había dado las gomitas de Mogul. Sugerí pararnos y comenzar a esperar el taxi porque no pasaban muchos autos y no sabía cuánto tiempo nos iba a llevar. Ni cuánto margen de acción le quedaba a mi cuerpo. Dejé el envase rojo del jugo en el cordón de la vereda y bajamos a la calzada mientras seguíamos charlando de no sé qué.
De golpe, mi visión periférica registró un taxi. Le hice señas –quizá ella también–, pero siguió de largo. Estaba saliendo la primera palabra con la que íbamos a lamentarnos por cómo se había ido cuando vimos que frenó, se encendió la luz blanca al apagarse el stop y se acercó a nosotros marcha atrás. La rapidez de los hechos no dejó espacio para un uso diestro de la función fática del lenguaje. Unas palabras apresuradas, un pico propiciado por ella y chau. Se subió y se fue. Y nunca más nos vamos a ver.
(Bueno, no sé: depende de mí). (Pero no creo).
Crucé a la estación de servicio. En lugar de encarar hacia la ventanita del minisuper, pasé por el costado, me acerqué para ver la hora en el televisor, 3:27, y al caminar y no tener que hablar con nadie, el cuerpo cambió un poco y sentí que podía animarme a los cincuenta minutos que me separaban de mi casa con los caramelos y las pasas que quedaban.
Apenas al abandonar la vereda de la Shell me sobrevino una angustia abrumadora, unas ganas de llorar inmensas e inexplicables. Casi como las que vienen ahora que escribo esto y que no prosperarán porque el cansancio del mal dormir de hoy y de ayer tiene una parte de mi cerebro y del resto de mi cuerpo apagados y no quiero encenderlos a fuerza de adrenalina.
Lo primero de lo que me acordé fue de la gente que me maltrató, que me despreció desde que tengo catorce años –o tal vez antes–, que me hizo creer que compartir un rato hablando de nuestros problemas psiquiátricos, metabólicos o neurológicos está fuera del mundo (y no sólo me hicieron creerlo: lo hicieron realidad). De los que hicieron que sea una rareza lo que pasó recién y de los que hicieron que sea imposible lo que ni recién ni nunca, y digo nunca, ocurrió.
No sé si fue por eso, por sumar un umbral a la escasa lista de umbrales compartidos y el recuerdo grato de aquellas situaciones, o porque a partir de ahora es otro umbral vacío; por el gesto de sacar algo de la cartera y dármelo o porque, nuevamente, la despedida miraba hacia el oeste, como cada vez que se iba el 96.
No sé qué mierda fue, pero por varias cuadras, frente a la repetida mirada de los de seguridad, que seguían vigilando la nada, el calor de la angustia subió por mi pecho y mi garganta hasta los ojos, y las palabras, aprovechando la desolación de la noche, no se preocupaban en disimular el volumen y trataban de intentar una explicación.
Un caramelo, dos –el de frambuesa, el más rico, me llevó de viaje a la niñez–, los tres. El patrullero que viene rápido y sireneando por Centenera cuando comienzo el tercero me inquieta, pero dobla y se va en silencio. Encaro la subida, como tantas veces, siempre empinada. El camino y los zombis que lo pueblan –la voluntad de evitarlos– van disolviendo la angustia, pero no la dilucidan.
No sé qué mierda fue, pero por varias semanas sigo buscando pistas que me lo aclaren: si fue la expectativa por los cuerpos, diluida en un garche quisquilloso; si fue la expectativa por los símbolos y elegir ponerme mi remera favorita, esa que usé una sola vez en seis años, y que solo yo supe eso. O por que en todo ese recorrido no hubo chape ni la vibración del deseo, solo palabras: ese gran remedo de lo que somos, que, por más aceitado que lo tengamos, siempre y pronto revela sus límites y los míos. O la fugacidad del momento, condicionado por la hora y por los cuerpos que no responden.
O porque se reafirmaba la palmaria verdad que sin querer dijo la dentista de los ojos verdes y el ambo azul: cuando los otros se van, yo desaparezco.