domingo, 31 de octubre de 2010

Boedo queda donde estemos nosotros

Fueron la humedad y el empecinamiento quienes la convirtieron en la última tarde de remera. No el calor. A través del plástico térmico que protege las mesas de la vereda, los parroquianos del bar parecen fotos procesadas. Podría reconocer la tuya fácilmente: por la postura, por el color, por algún movimiento. Pero no está. No estás.
Y sin vos soy el de siempre, el que en la otra vereda, en el otro bar, se afana la moneda de 50 que dejaron como propina. El que se acuerda de cada detalle porque no tiene otras cosas para recordar: la mesera que, ocupada dentro del local, no presta atención a lo que pasa afuera cuando la miro para confirmar que puedo caer en la tentación sin consecuencias; la moneda que no se desliza fácilmente entre los pocillos y me obliga a manotear dos veces para tomarla; el contratiempo que desarma la continuidad del movimiento y dispara la paranoia; el semáforo en rojo, que impide cruzar y fuerza una retirada –a paso normal, para no llamar la atención– por la calzada, y no por la vereda. (Alguien caminando por la avenida, junto a los autos que doblan, no debería pasar inadvertido; pero, aunque me invente paranoias, soy invisible sin los ojos que me ven) .
Parecido al Compumap, que marca en rojo el recorrido de la línea de colectivos que le pedís, yo puedo dibujar de memoria casi cada calle, cada vereda, que caminamos en la Filcar que tengo en la cabeza. No habrá sido casualidad, entonces, que eligiera sin notarlo esas calles para ir a la librería donde compraré “Los Lemmings”. El último que queda, dice la vendedora, mientras rompe el plástico que lo envuelve y me priva de ese placer que recuerdo de la época en que compraba discos a mansalva.
Empiezo a leer el libro cuando llego a casa porque se hizo de noche, y la oscuridad no permite que mi lado ansioso lo vaya hojeando por la calle. Tira como su fama hacía prever, lo compruebo a medida que van pasando las palabras. Hasta que leo esto: “Vamos a darles su merecido a esos boludos para que sepan quién manda en Boedo, dice Máximo. ¿El Parque Rivadavia queda en Boedo?, pregunta el imbécil de Chumpitaz. Boedo queda donde estemos nosotros, dice Máximo. Eso me quebró. Esa frase, esa puta frase, dicha en ese momento de la noche, me puso la piel de gallina y los ojos húmedos”.
Esa frase, esa puta frase, me obligó a releerla para estar seguro de que decía eso. Me hizo leerla una vez más, en voz alta, como leo las cosas que no puedo creer que estoy leyendo, que hayan sido escritas. Me recobré, llegué al final del relato, que estaba cerca, y seguí con el siguiente. Pero de tanto en tanto retrocedía unas páginas y la volvía a leer, como queriendo asegurarme de que estaba ahí y era real.
Esa frase quedó vibrando mientras terminaba la cerveza, cuando llegué a la página 72 y me encontré de nuevo con la portadilla y, entonces, con la mala noticia de que el libro estaba mal impreso y tenía que devolverlo. Me quedó latiendo mientras corría en la plaza, un rato más tarde; mientras quería –necesitaba– que alguien tocara mi torso empapado de sudor cuando trataba de recuperar el aliento tirado en un banco, o después de apagar la luz, mientras lloraba infantilmente en mi cama, haciendo pucheros y sintiendo el calor en la cara, en pleno desborde de angustia.
Si fuese hincha de San Lorenzo, haría una bandera con esa frase. O me la tatuaría en el pecho, algo así… La cosa es que me sería propia, y, más que eso, tendría la certeza de que me es propia. En cambio, en estos armónicos ululantes hay más de anhelo que de cosa concreta, aunque me acuerde bien de una tarde con vos en Boedo, en el medio de la nada. Como la que dice “trampa rota divinamente por la moza caliente”, no pasa de la categoría adolescente de qué-lindo-sería.
No soy de CASLA, y que Boedo quede donde estemos nosotros requiere, de movida, que nosotros estemos. No importa si es en ese barrio de viejos y de transas que apuran la balanza. Que podamos estar.
Como no estás, como no estamos, ni en Boedo, ni en el Abasto, ni en ninguno de los lugares donde quedan trazos de tu paso –los veo, los veo–, y sobre todo porque lo único que tengo en la vida son recuerdos (más bien, la forma en que resonaron en mí esos momentos que recuerdo), flasheaba con que leyeras eso y vos también te acordaras.
Y al final, en vez de querer que estemos, termino queriendo que te acuerdes de mí. Ponele que nadie te lo regala para tu cumple, que tu librero no te lo recomienda, o que no te pega como a mí… Entonces, tan absurdo como la efímera idea de hacértelo llegar de algún modo oblicuo y anónimo, se me ocurre que podría aparecerme en tu memoria si alguna vez pasás por Boedo, al encontrar en la tele un partido de mi equipo o cuando te tomes un 172 tuneado.
Que te acuerdes de mí, y por cosas que no hice yo… ¡Demos la bienvenida a mi lado desastroso! Sería mejor, que me recordaras porque fui tan fuerte como vos para estar no sólo de tu lado, sino a tu lado. Por un gesto amable y una palabra dicha a buen tiempo. Porque conmigo acabaste no ocho veces, como con el flaco aquel, sino nueve; o una: porque la chica que no quería acabar quiso acabar conmigo, porque su alma eligió darme ocho, nueve, un polvo, o la lluvia dorada más tibia y dulce con su concha contra mi pecho. Porque fui tan pulenta como para que no te fueras, para que te quedaras porque era lo mejor que podía pasar: que te quedaras hasta que no nos soportáramos; para hacer una relación extraña, pero menos incompleta, menos encapsulada en el micromundo que construimos. Porque te descubrí lunares en los que nadie había reparado o porque (conmigo) pudiste y te dejaste ser.
¿Ves? No logro sacarlo de ese terreno, no puedo ir más allá de las cosas que se construyen con neuroquímicos (o con palabras). ¡Porque no conozco otras! O porque nunca fui así de fuerte, y todo eso; y/o porque tengo la marca de un planchazo como el de Lamela, pero el recorrido de los tapones, en vez de formar líneas por el muslo, arma letras que dicen “quién pensaste que podías ser”.
Pese a la falta de referencia y de experiencia, o tal vez por ella misma, yo pensé que podía ser. Que yo podía ser. (Y vos, ¿quién pensaste que podía/s ser?). Que podía todo, porque quería todo, quería poder todo. No sé si lo pensé. Estaba ahí, creo --> otra percepción inasible…
(Que sea un buen recuerdo).

Yo voy por escalera

Bajo seis pisos por escalera para complacer a mi fobia (siempre que puedo, evito el ascensor). Sobre un fondo de Hanna Barbera el loop se repite hasta no poder distinguir en qué piso estoy o en cuál hiede la basura.
La circularidad y la inmovilidad son conceptos físicos si el único camino posible es girar para ver la misma puerta y la misma letra D un piso más abajo.
Apuro el paso, impulsándome en el filo mellado de los escalones. No se derrumbaron las torres detrás de mí, no me persigue un tsunami de polvo (pero es difícil ver cuando el groove cardíaco retumba en el palier). Se trata apenas de un cambio de nombre: la incontenible voluntad del desasosiego, que quiere llamarse desesperación.
Cuando la sofocación obliga a pegar un grito que no sale, porque aún impera mantener las formas o porque la garganta está sellada con cemento desde el vientre, justo antes de empezar a correr, el intestino alienante del arquitecto se endereza y me lanza a la luz distinta de la noche.

Un supermercado en el orto

Siempre impune, el muchas veces autodenominado “vendedor de putas” Jacobo Winograd aparece en la tele y, con su proverbial exaltación, pide que a otro personaje de esa laya le hagan “primero, una rinoscopía de la nariz, y, después, ¡una rinoscopía del ano!”. En la siguiente barrida de zapping lo veo diciendo que su interlocutor se metió un pepino en el ano (sic) y que tuvieron que operarlo en el Garrahan (sic) para quitárselo.
Parece que la práctica de meterse cosas en el orto es bastante habitual. Hace poco se hizo conocido un caso porque los médicos y/o los enfermeros, como una gracia del mismo tenor que los comentarios que hacían en el quirófano, filmaron y subieron a Internet la operación en que le sacaban a un tipo la botella de gaseosa que se le había ido para adentro toda entera. Y unos días después, aunque sin tanta repercusión, se difundió en algunos medios que otros profesionales de la salud, en otra ciudad, habían hecho algo similar: esa vez el paciente se había colado un zuquini.
A raíz de estos hechos, y quizá antes, en algún programa televisivo de los que pueden tratar temas así, se entrevistaba a médicos que comentaban la relativa frecuencia con que ocurre que se les pierdan cosas en el upite a las personas. Hasta hablaban de casos que incluían un frasco de Axe…
La verdad es que debe de ser muy espantoso que te pase eso. (Tratá de imaginártelo por un instante). Porque una sesión de placer termina horrendamente, porque te tienen que operar, porque otros se enteran de tu intimidad, porque quedás expuesto a la burla humillante, y, encima, mientras estás anestesiado; porque después vas a tener que explicar la cicatriz… No sabría qué orden asignarles, y seguro que hay más razones, que no se me ocurren, para desear que no suceda.
Entonces, gente, en orden a evitar situaciones de esta desgraciada índole, ¡denle bola a los que inventaron el consolador con base! O con hilito, como los tampones (pero ¡que no se corte cuando tirás!). Y si les da vergüenza ir al sex-shop, la que queda es elegir bien las hortalizas. Ir al súper puede convertirse de este modo en una salida erótica de la pareja: detenerse en la verdulería para elegir el pepino o la zanahoria, o flasharla si hay calabazas baby. El grosor lo manejará cada uno, pero el largo… bien largos, así te asegurás de que no entran por completo.
Incluso se puede desarrollar la imaginación descubriendo usos alternativos para productos de otros sectores: pasás por perfumería, por ferretería, por fiambrería, por librería, y se te pueden ir ocurriendo nuevas ideas… (Y, ¡caramba!, ¿por qué no se venden algunos productos de sex-shop en los supermercados? Si se venden forros, ¿por qué no un vibrador? ¿Eh?).
A falta de experiencia en el tema, es el sentido común el que me hace recomendar sacar las hortalizas de la heladera con anticipación. Pero recuerdo que hay gente que usa cubitos de hielo en sus juegos eróticos, y entonces dudo. Lo que sí diría es que hay que usar forro. Es más sencillo que lavar la hortaliza con cepillo, como debe hacerse con el apio antes de preparar la ensalada.

El cansancio se acumula, el descanso no

El descanso no se acumula porque se consume en el día, a medida que nos vamos cansando física y mentalmente, si es que esta distinción es correcta. Aun cuando nuestro último sueño hubiese sido muy reparador, sólo nos serviría para estar despiertos, activos y lúcidos unas pocas horas más que lo habitual. Luego, inexorablemente, deberíamos descansar para comenzar la próxima vigilia en condiciones apropiadas.
El cansancio se acumula porque el organismo puede funcionar sin haberlo desagotado del todo. Entonces, pese a un descanso que no nos hubiese restablecido por completo, podremos mantener un cierto nivel de actividad, pero este será cualitativamente menor que el desarrollado tras un buen descanso.
Un día de mal descanso se recupera fácil con otro de buen descanso –el cual seguramente será un poco mayor que el habitual–, recomenzando así una continuidad de sueño reparador que redunda en un mayor bienestar psicofísico –para no usar la palabra rendimiento, tan propia de la terminología económica–.
Pero la acumulación de días de mal descanso no se supera con un solo día de descanso, ya que ella nos sumerge en una dinámica de desequilibrio en la cual se van encadenando las alteraciones. Recomponer el ritmo y el funcionamiento normales toma su tiempo. Es por eso por lo que durante un lapso variable se hace muy difícil conciliar el sueño –o mantenerlo por las horas necesarias para descansar– cuando reaparece la posibilidad de dormir bien.
No alcanzan, entonces, un par de días para recuperarse plenamente –no alcanza con decir que por suerte hoy es viernes– si la deuda de descanso es grande. Y aun si ella no fuese considerable, y dos días alcanzaran para despertarse el lunes sintiéndose pilas, el ciclo desgastante que recomienza sigue siendo dañino para la salud, y cada vez más, porque a los cambios orgánicos medibles objetivamente se suma la carga subjetiva de desmoralización e impotencia que puede llevar más rápido a enfermedades físicas o psíquicas.
No sólo es socavador el descanso insuficiente. Aún más lo es la certeza de irse a dormir sabiendo que tenés que levantarte o que te van a despertar antes de que puedas descansar; de que te van a despertar muchas veces si es que podés volver a dormirte. Y más todavía es saber que eso va a ocurrir, pero ignorar cuándo va a pasar.
En el caso extremo, la continuidad del mal descanso lleva a un estado similar al de la alerta del soldado, quien sólo duerme unas pocas horas, casi desmayado, para luego volver a su puesto de combate. Vivir así es insostenible, salvo por un período corto, que igualmente pasa su factura. Pero incluso sin llegar a ese punto, las capacidades cognitivas merman al acumularse el cansancio, y se desequilibran la producción de hormonas, el ritmo cardíaco y un sinfín de funciones orgánicas. Algunos de estos cambios son más notorios, y otros, de modo latente, van preparando el terreno para una manifestación tan palmaria como inesperada.
No sé dónde conocí la frase que titula el post, pero se imprimió en mi cabeza como lo hacen las cosas que me interpelan. Recuerdo que se la dije al psiquiatra que me atendió en la guardia de un hospital público cuando consulté porque llevaba veintidós días consecutivos sin descansar bien. Y el tipo asintió. (De un modo similar a su asentimiento que interpreté comprensivo cuando le comenté que a veces la diferencia entre descansar y no descansar se hacía en el último tramo del sueño, en poder dormir media hora o una hora más después de la última despertada).
Sin embargo, otros profesionales, como el infeliz de mierda que me había atendido el día anterior en la guardia de otro hospital público, no solo no entienden qué quiere decir la frase, sino que son incapaces de imaginarlo, de deducirlo o de construirlo, quizá porque no registran lo que el paciente les dice. Cuando le hablaba de que no podía dormir bien, el pelotudo me contestó que “para dormir hay que cansarse”. En realidad, para poder cansarse hay que haber descansado.
Me acordaba de eso la otra vez, cuando hablaba de mí y, por ende, e inseparablemente, de mis problemas para descansar, con el clon joven de Esther Goris (ya sé que la estoy tirando abajo de un camión con esta comparación, pero los ojos, la nariz, la manera de hablar, o todo el conjunto me hacían acordar a ella).
Mientras sucedía, y más aún después, veía que en la charla con alguien recién conocido no podía bajarme de la autorreferencialidad, y sobre todo me descorazonaba lo engorroso que es presentarme ante los demás, lo intrincado que es todo lo que tengo para decir, lo irremediablemente espantagente que soy, al fin y al cabo.
Cuando me sugirió que me cansara para dormir mejor, recordé que esa conversación ya la había tenido, y no le contesté. Si lo hacía, iba a hablar de aquel sorete que me había dicho lo mismo, e iba a ponerla en un lugar compartido con alguien despreciable, que ella no merecía. Además, si alguien trata de tirarte una y otra y alguna más, y ninguna te sirve, es chocante…
(Gracias por tu onda, y por tu interés; pero a) no me da blanquear mi otro yo y poner mi nombre en mi página web: conozco el paño de mi familia y el entorno, sospecho cómo sería todo (muy incómodo), y aunque la comodidad no es buena, en este caso la elijo (podría poner ejemplos, pero sería sumar más autorreferencialidad, jaja); b) ya probé con tapones para los oídos, también con los que no tienen canuto, y no, no puedo dormir de costado con ellos: se me clavan y me duele, o se me salen, y la otra vez hasta me hacía ruido el oído izquierdo, como un ¡plop!, incluso durante mi vigilia; c) a vos no te lo dije: para cansarme, necesito estar descansado).
Igual, la cosa no arrancaba, y no arrancó. No sé si fue porque dormí y no pude llevar la conversa a un punto de cercanía, donde al menos pudiera pedirle el teléfono (¡ey!, ella tampoco me lo pidió) o un mail; o si no me rescaté de pedirle el teléfono porque vi que no daba, que no iba a arrancar, porque lo intuí, me resultó evidente o era obvio. Eso no lo sé, y pensar en eso es como ver que la historia se escribe a diario.

Desiertos

Mi blanca soledad-
aldea abandonada.

Revuelo de perezas
sobre la torre de un anhelo
que tañe sus horizontes.

Pintadas negras de la desolación.
Yunques abandonados y puentes solariegos.

Se ha sentado el dolor como un cacique
en el banquillo de mi corazón.

Las lluvias estancadas de mis sueños
se han cubierto de musgo.

En el horno apagado del silencio
mis frutos maduraron
estérilmente.

Perdí mi itinerario en el desierto.

¡Hospedería triste de mi vida
en donde sólo se aposentó el azar!

En una pradería de cansancios
balan estrellas mis ovejas grises.

Lugarón sin destino;
las calles andariegas
beatas de mi ser
son manos
contemplativas
que van perdiendo soles...

(Jacobo Fijman * “Aldea”)

martes, 12 de octubre de 2010

Cualquier excusa es buena

Un cortocircuito en los cables que van dentro del techo me obligó a estar sin luz dos días. Poco tiempo para desactivar el reflejo de apretar el interruptor cuando atravesás una puerta.
Aunque tengo en la mano la birome china con linterna, trato de encender la luz del baño. Con la falta de respuesta eléctrica me acuerdo sucesivamente del corte, de la birome y del vendedor sin fe que dejó una igual sobre la mesa del bar y la quitó de inmediato, antes de que nuestra conversación pudiera alcanzarla.
Es decir, me acuerdo de vos.

¿Quién se ha tomado todo el vino?

Después de un paso por el baño, volvía a mi lugar, en la grada del fondo, y me rescaté de que podía no quedarme sentado, y de que en movimiento las cosas tienen otra perspectiva. Especialmente cuando una ligera embriaguez la potencia.
Así, un par de veces terminé adelante, saltando lo que mi rodilla jodida y mi maderez estructural (y el pudor que ella me provoca) me permitían. Cuando terminó la canción con la que suele cerrar, los músicos saludaron, todos pedimos una más –algunos con más fe que yo–, cambió la iluminación, recomenzó la música de fondo, empezaron a desarmar, y no quedó otra que aceptar el final.
Entonces fuimos de nuevo hacia atrás, donde habían quedado solas por segunda vez las camperas, su cartera, la botella y las copas. Y ella, que llegó antes, me recibió con la mala nueva: “Nos tomaron el vino”. Así como se lee, sin signos de admiración, como si la sorpresa fuese tan grande que impidiera una reacción grandilocuente. Así como se entiende: esa noche entre el público de Palo había unos rastreros que se bajaron los cinco o seis centímetros de tinto que quedaban en la botella.
Los dos queríamos más. Yo estaba bastante manija con el alcohol, y con la tolerancia que mostraba mi aparato digestivo, y creo que ella estaba compenetrada en la alquimia de agregar centigramos y centilitros en busca de recomponer un equilibrio siempre efímero. No queríamos otra botella, no daba para tanto. Queríamos la copa y media que quedaba, que calzaba justo para nuestras necesidades. Pero tuvimos que quedamos con las ganas.
A ella le pareció que habían sido los que estaban a la izquierda, porque los vio reírse. A mí no me extrañaría que haya sido la mina que estaba abajo a mi derecha, porque en el aparatito donde grabé el show se escucha una voz femenina mientras suena uno de los últimos temas.
Capaz que se les ocurrió cuando fuimos adelante la primera vez y dejamos las cosas solas. Primero ella, que hizo la copa a un lado, cesó de marcar el ritmo con ambos pies, ampulosamente, como si les pegara al pedal del bombo y al del hi-hat, y se fue a bailar “Playas oscuras” cerca del escenario; y después yo, en la canción siguiente. Lo pensaron en ese momento, y la segunda vez ya estábamos regalados.
O por ahí no fueron tan previsores: descubrieron la chance y pegaron el zarpazo. Nos vieron en cualquiera allá adelante y, ¡zas!, vaciaron la botella en sus copas, o quizá directamente en sus bocas, seguros de que no íbamos a volver, de que ni íbamos a mirar para atrás.
El hecho de que el chabón siga tocando en ese lugar ya me hizo aprender dos cosas: que hay que tratar de cambiar la silla, buscando una que sea cómoda –que no esté desfondada, para empezar–, si llegamos temprano y el lugar no está muy lleno; y, ahora, que hay que llevarse la botella en la mano cada vez que se decide abandonar el lugar, aunque sea para ir al baño.

PD1: ese malbec era muy astringente, tanto que pensé que se trataba de un cabernet.
PD2: no fue como una primavera; más bien, salvo por lo encendido que estaba el artista, fue una noche cualquiera. Una de esas noches en que ocurre lo que la familiaridad ha dado en llamar “la gran Olga”.
PD3: ningún integrante del público tenía un puto celular como para grabar un tema y subirlo a youtube. ¡Cuatro shows y ni un tema! No te digo que vayas al borde del escenario para ver la lista de temas (porque el chabón no le hace caso, ¡ja, ja!), no te digo que justo grabes “Visores” o “Gris atardecer”… Pero ¡ni un tema! Aunque quizá eso hable bien del público, depende de cómo lo mires.
PD3.1: Bueno, acá, de última, encontré uno. La calidad es pobre, y hasta el nombre del tema está mal, pero todo sea para desmentirme…

Evolución

El zorzal camina por el jardín hacia el tupper con agua. Su cabeza asoma, intermitente, a través de las violetas. Después del chapuzón, mira hacia uno y otro lado. Cuando queda de perfil, veo su cabeza y su cuello, y me convenzo de que los pájaros descienden de los dinosaurios.

Me está cambiando el cuerpo

En estos últimos días noté que me están saliendo un montón de pelos. Me está saliendo la panza también, me está creciendo más de lo tolerable…
Y me molestan mucho los ojos. Tengo la vista cansada, me cuesta hacer foco, me cuesta leer, me cuesta ver; y frunzo el ceño, empujo los ojos levantando los párpados inferiores, me siento muy irritable por eso… Como si el esfuerzo extra que hago para componer una imagen en mi cabeza con la info que mandan los ojos se comiese más energía de la que podría presuponerse. Igual, no es la primera vez que me pasa: ocurre de tanto en tanto –con menos frecuencia que antes, por suerte–, y la consecuencia es un aumento mayor en mis lentes.
Lo novedoso es lo del vello. Me molesta sentir que no alcanza con la pincita, que ella solo me permite arrancar con facilidad los pelos más gruesos, sean negros o blancos, pero que hay otros muchos, aún finitos, que adquirieron un largo excesivo. Me molesta pensar en que voy a tener que depilarme, con cera, o con ultrasonido, o no sé con qué. Me molesta más que el cuerpo me recuerde tan poderosamente que ya no soy quien era, que la panza no baje corriendo, que no pueda correr porque me duele la rodilla…
Y hay algo más, aparte de esas molestias y de lo referido a lo estético; algo que me inquieta: es lo que se está activando en mi organismo, esas líneas de código genético que empiezan a correr en un momento que desconocemos y que me hacen pensar en cuántas otras cosas latentes tiene mi ADN.

Ruido a púa

Después de años –lustros–, vuelvo a escuchar el casete donde grabé el primer disco de Pachuco Cadáver. (Tenía la edición nacional en vinilo, cuya tapa cubría con dibujitos de hojas de parra las partes púdicas de Pettinato y Piccolini).
Me reencuentro con esas canciones, que sin ser de mi palo me siguen sonando extrañamente agradables, tal vez solo por la época en que me sitúan, que no era particularmente buena, pero sí mejor que esta, sobre todo porque parecía estar construyéndose algo.
Lo que más me sorprende, y amerita este post, es el olvidado ruido a púa entre tema y tema. ¡Y eso que el vinilo lo compré nuevo y lo escuché re poco!

Un pueblo gozoso de sangre israelí

Uno de los portavoces del sionismo más recalcitrante se llama Julián Schvindlerman, quien se presenta como “analista internacional” y cuya opinión fue requerida por ciertos medios en algunas de las últimas ocasiones en que los conflictos que involucran a Israel recrudecieron lo suficiente como para atraer la atención de la prensa.
Tendrá unos 40 años, y posee una facilidad graciosa para las citas incomprobables y una argumentación lógica tan impecable como falsas son las premisas que la componen, características que mantiene desde el tiempo en que lo veíamos en canal Menorah. Con todo, es la gran esperanza del sionismo en su afán de presentar a la opinión pública un relato persuasivo sobre lo malos que son los árabes y los musulmanes (no todos, claro, sino solo los fanáticos, los “islamofascistas”, aclararán) y cómo se merecen lo que les pasa, y que recuerde y explique la eterna condición de víctima de Israel, obligado a defenderse de sus vecinos abominables.
Claro que a veces se come unos vapuleos históricos, como el que le pegó Pedro Brieger en el programa de Majul en 2006 a propósito de la guerra contra Hezbollah. Aquella vez Brieger desarticuló cada uno de sus argumentos fraudulentos y lo llamó racista.
En su última aparición en las grandes ligas mediáticas –un artículo publicado en Clarín en el mes de junio–, justificó el ataque israelí a la Flotilla de la Libertad, la cual trataba de llevar ayuda humanitaria al territorio palestino de Gaza, víctima de un bloqueo internacional desde que Hamas tomó el poder y de un virtual sitio llevado a cabo por Israel y Egipto desde 2007. Con el objetivo declarado de impedir que Hamas se rearmara, Israel permitía el ingreso de apenas un centenar de productos, entre los cuales no se contaban los garbanzos, los crayones ni el papel (nunca pude conseguir la lista de artículos permitidos).
El abordaje se realizó en aguas internacionales y tuvo como consecuencia el asesinato, a manos de los comandos israelíes, de nueve civiles que integraban la misión caritativa. A raíz de la condena generalizada que suscitó el asalto, Israel se vio en la necesidad de aliviar las restricciones, y ahora integran la lista los elementos prohibidos –cerca de un centenar–, mientras que los artículos que no están en ella pueden, teóricamente, ingresar a Gaza.
El artículo de Schvindlerman en Clarín se titula “Israel puede justificar sus acciones militares”, y se reproduce en una docena de páginas web vinculadas con el sionismo y también en dos sitios oficiales: uno, de la cancillería argentina, y otro, de la cancillería brasileña (¡ay, caramba, con las consecuencias del acuerdo Israel-Mercosur!).
Sin embargo, el texto no habla de las justificaciones israelíes, sino que es el propio autor quien justifica el ataque, del mismo modo que él y la canalla sionista son capaces de defender un bombardeo con aviones de guerra sobre población civil en la zona más densamente poblada del mundo, el cual resultó en la demolición, producto de las bombas, de un edificio de departamentos y la muerte de quince personas, entre ellas nueve niños. Todo para matar a una persona sindicada como terrorista por el Estado de Israel.
Por cierto, cualquiera puede justificar las acciones militares israelíes. El gobierno israelí, Marcos Aguinis, el AJC o quien sea pueden. Un psicótico puede. El tema son los argumentos con que se las justifica, y, también, si efectivamente esos argumentos pueden constituir una justificación fuera del micromundo sionista.
Detenerse en las falacias y en el tono ofensivo de Schvindlerman, similares al que emplean los de su laya, ya no es divertido. No para mí. Ante la frase “Israel retiró unilateralmente a la totalidad de sus tropas y colonos poniendo término así a la denominada ocupación”, no me dan ganas de preguntarle, o de preguntar retóricamente, de qué otra manera se podría denominar si no la llamáramos ocupación.
No me dan ganas de leer caracterizaciones peyorativas y unidimensionales de la sociedad palestina, “la que festejó haciendo sonar las bocinas de sus autos, repartiendo caramelos y flameando banderines” cuando hubo “disparos de cohetes y ataques terroristas suicidas (…) tal como en los años noventa cuando Saddam Hussein lanzó misiles Scud contra ciudades israelíes”. Y supongo que no tener ganas de leer eso es mi forma de expresar mi protesta ante esa mierda, como cuando no detengo ni un minuto el zapping en una película que muestra a los árabes como malos y a los estadounidenses como buenos.
Lo central, lo indignante, lo inadmisible es el exabrupto discriminatorio lanzado con la naturalidad del que se sabe impune. Dice Schvindlerman: “Israel no está obligada a proveer asistencia a una entidad ofensora ni a atender las necesidades humanitarias de un pueblo gozoso de sangre israelí”.
Empecemos por el principio: Israel es el Estado ocupante, que, violando las resoluciones de la ONU, ocupa ilegal e impunemente territorios palestinos con los que se hizo en la guerra de 1967. Sigamos desmintiendo a Schvindlerman: Israel, como toda potencia ocupante, tiene que garantizar la integridad y la seguridad de los pobladores de los territorios ocupados, y su acceso a los suministros. No se me ocurrió a mí, lo dice la Convención de Ginebra (1), que no se detiene en consideraciones subjetivas como qué hace gozar a los que viven bajo ocupación.
Releo el artículo, y en particular esta frase, y me sale, de nuevo, detenerme casi en cada unidad de sentido, en cada mentira, en cada tergiversación, en cada trampa discursiva. Pero acá es corta la bocha. Lo central, si es que alguien lo leyó y se le pasó, si no lo notó, si lo vio natural, es eso de “un pueblo gozoso de sangre israelí”. No dice que algunos palestinos gozan con el derramamiento de sangre israelí. Ni siquiera, que Hamas (un grupo de malos malosos malototes) o que determinados grupos u organizaciones armadas palestinas gozan con el derramamiento de sangre israelí. Dice que el pueblo palestino en su conjunto goza con el derramamiento de sangre israelí.
Una generalización de esta índole, que demoniza a la totalidad de un pueblo, me resulta escandalosa, y no debería ser pasada por alto. Sin embargo, que yo sepa, no trajo consecuencias. El diario no pidió perdón ni publicó una palabra que se detuviera en esto, no tengo conocimiento de que se lo haya denunciado en el INADI, dos cancillerías la reproducen, varios otros sitios de internet también lo hacen (incluyendo dos que usan el servicio de Blogger), y en ninguno hay una voz que señale la barrabasada del autor…
Me pregunto qué ocurriría con una frase análoga referida al pueblo judío. ¿Llegaría a ser publicada por un diario de alcance nacional? Y, en caso de publicarse, ¿cuánto tardaría en oírse la voz alarmada de las instituciones israelitas?, ¿cuántas denuncias, judiciales o no, caerían sobre quien dijera que el pueblo judío es un pueblo noséqué?
Por mi parte, no tengo nada para decir sobre el pueblo judío. Apenas voy a hacer una consideración de tipo teológico, a ver si me sale… Quiero señalar lo que veo como una raigambre genocida en la religión judía, que en su libro sagrado relata como fundacional el exterminio de una treintena de pueblos (2). De paso, digo lo mismo del catolicismo, cuyo libro sagrado está integrado por el mismo texto.
Aprovecho para mencionar el repelús que me produce encontrar la misma generalización, la misma voluntad totalizadora, en las palabras de Schvindlerman y en la narración bíblica de los genocidios. Y también para decir que leer “mató a todo viviente (como se lo tenía mandado el Señor Dios de Israel)” me hace recordar las declaraciones del vicecanciller del genocida comatoso Sharon durante la segunda intifada: “Esta es una tierra sagrada para tres religiones, pero dios se la prometió sólo a los judíos”.
¿Puedo hablar de esa continuidad religioso-genocida? ¿Puedo decir todo esto o mejor me callo? Me lo pregunto porque el multimedio hegemónico dio de baja varios blogs al considerar que contenían “expresiones antisemitas y contenidos ofensivos”, lo que generó amplia satisfacción en diversas entidades de la comunidad israelita. Entre ellos se contaba un blog en el que se decía que Héctor Timerman era un sionista militante, lo cual, sea verdadero o falso, no debería ser ofensivo para quienes no ven al sionismo como una forma de racismo…
Es curioso: los términos impuestos por el multimedio prohíben expresamente la publicación de contenidos “que sean ofensivos y/o que fomenten el racismo, la intolerancia, el odio o el daño físico de cualquier índole contra un grupo o personas” en los blogs. Pero el diario en su edición en papel permite decir que todo un pueblo goza con la sangre de otro. ¿Variarán las políticas según el soporte o considerarán que la afirmación de Schvindlerman no se encuadra en esa categoría?
Ya sabemos lo que ocurre con las críticas al Estado de Israel, un Estado de los 200 que hay en el mundo: dejan a quien las enuncia en el borde de ser catalogado como antisemita (y esa es otra manipulación semántica, porque los árabes también son semitas). Cualquier observación que cuestione al Estado carnicero de Israel (sus políticas, sus prácticas, sus leyes, incluso su existencia actual) queda a merced de la mala intención o de la interpretación tendenciosa que la asocia falsamente con el odio a los judíos o con la voluntad de exterminarlos (dejando de lado, por caso, que un 20% de la población de ese Estado no es judía). La forma extrema de esta falacia la pronuncian quienes dicen que el antisionismo es una forma de antisemitismo.
Entonces, para aclararlo, por si es necesario, digo: esto es en contra del colonialismo, de la ocupación, del sojuzgamiento y la humillación de un pueblo, sea que conmueva a las almas sensibles de Occidente o sea que quede naturalizada por el discurso sionista; es en contra del genocidio, de la limpieza étnica y de la voluntad de asolar a un pueblo como se asolaron sus tierras.
La impunidad de Schvindlerman es una manifestación más de la impunidad otorgada por Occidente a los sionistas desde antes de la fundación del Estado, la que se ha mantenido inconmovible durante casi setenta años; una impunidad para la ejecución de sus actos arbitrarios, sustentada en vaya a saberse qué acuerdos y poderes, porque el pragmatismo y la función de gendarme de Occidente en la zona que cumple Israel no alcanzan a explicármela completamente.
Es, en su terreno, la impunidad de los sucesivos gobiernos israelíes, sistemáticos cultores del terrorismo de Estado y violadores de la legalidad internacional; es la de los primeros ministros israelíes que forman gobierno haciendo alianzas con partidos como Moledet, que está a favor de la deportación de los palestinos que viven en Israel; Shas, unos fundamentalistas religiosos cuyo líder acaba de declarar que los palestinos deberían desaparecer de la faz de la Tierra, o el partido del canciller Lieberman, un xenófobo confeso; es la de los soldados israelíes, que pueden fotografiarse con prisioneros maniatados y con los ojos vendados para postear las fotos en su muro de Facebook (3), que pueden aprovechar el toque de queda para bailar una coreografía en las calles desiertas de una ciudad palestina y subir el video a Youtube, que pueden usar a un niño palestino de nueve años como escudo humano y –como Israel investiga los crímenes que cometen sus soldados, y los juzga, y los encuentra culpables– recibir una pena de… tres meses de prisión no efectiva.
Ante la opinión pública, esa impunidad para el ejercicio se legitima sobre un sustrato construido durante décadas de discurso hegemónico; el mismo que cruje con cada nueva masacre, con cada nueva injusticia, con cada nueva iniquidad, y que desesperadamente tratan de sostener con una escalada de las prácticas tradicionales de demonizar y silenciar las voces críticas.
Así procedió últimamente Israel al impedir el ingreso a Cisjordania del intelectual estadounidense Noam Chomsky, quien estaba invitado a dar una conferencia en una universidad palestina y fue rechazado por las autoridades fronterizas israelíes, que controlan el ingreso a los territorios “autónomos”. Así procedió tras el ataque a la flotilla, cuando el vocero del gobierno, Marc Regev, aparecía en todas las grandes redes occidentales de noticias para presentar su versión del abordaje, mientras que los pasajeros de los barcos permanecían detenidos por Israel y no podían suministrar su narración de los acontecimientos.
En esa lógica, ellos construyen su realidad (y lo que es peor, y patológico, se la creen), y no sólo no quieren que otros lo hagan, sino que se ofenden y hasta denuncian a quien ose presentar una mirada que contradiga su construcción.
Un ejemplo de esa hegemonía se encuentra en la misma página de Clarín donde aparece el artículo de Schvindlerman. Junto a él, con una diagramación simétrica que resalta el espacio exactamente igual de que disponen, se publica otro, más moderado, precedido de una volanta que dice: “¿Cómo se ve desde nuestro país el conflicto en escalada permanente entre el Estado de Israel y los habitantes de los territorios palestinos? Unos y otros hablan de dolor y vulneración, pero con interpretaciones radicalmente diferentes”.
De movida nos encontramos con un detalle: entre los habitantes de los territorios palestinos hay colonos israelíes… Lo que sigue no es una sutileza: se habla de cómo unos y otros ven el conflicto desde la Argentina, pero como si en nuestro país no hubiera una voz árabe, ni una voz palestina, ni una voz musulmana, ni una voz neutral, deciden presentar la misma voz con otro tono. Es la voz de un profesor de filosofía, Darío Sztajnszrajber, que participa del mismo discurso falaz que compara a “los habitantes de Gaza hacinados en la pobreza extrema o el ataque a la flotilla” con “los Qassam cayendo en los techos de Israel”. ¡Ey, Sztajnszrajber, los Qassam caen/caían sobre los techos de una ciudad de Israel! De dos, cuando hay puntería. No sobre todo un país, como se desprende de tu retórica tramposa que lo presenta como un país bajo total asedio.
Esa voz moderada y embustera pretende igualar las cosas diciendo: “Duele que a Israel se le exija un comportamiento ejemplar, como si los judíos debiéramos rendir examen de buena conducta para justificar nuestra existencia. Y por eso mismo duele el discurso legitimatorio del gobierno de Israel sobre las acciones de violencia tanto como su negación a avanzar en la construcción de un Estado palestino”.
A ver, Darío: nadie está cuestionando la existencia de los judíos. Nadie. Así que no la traigas a cuento. Y, de nuevo, asociar directa e indisolublemente a Israel con los judíos es negar a ese 20% de población israelí no judía, es participar de la idea de Israel como una etnocracia. En cuanto a los gobiernos israelíes, siempre reivindicaron la violencia y se negaron a la existencia de un Estado palestino: no es de ahora, no es por el ataque a la flotilla. Es algo que viene desde antes de la creación del Estado de Israel: suprimir al otro para quitarle todo y no tener que darle nada (para negar su existencia, como hizo Golda Mierda). O, si son generosos y moderados como vos, para darle un poquito, que aceptarán –espero que no– de la mano de dirigentes palestinos genuflexos y traidores que impulsan una paz injusta, repleta de claudicaciones, que no será paz.
La negación a aceptar un Estado palestino soberano va más allá de cualquier discurso que puedan presentar los sionistas. Porque mientras hablan de negociaciones y de paz, y hasta llegan a acuerdos, siguen adelante con su política de hechos consumados. Por ejemplo, la constante anexión de tierras de Jerusalén Oriental o el incesante crecimiento del número de colonos en Cisjordania, que se ha multiplicado por más de tres desde la firma de los acuerdos de Oslo.
Por lo demás, los palestinos tampoco deberían rendir examen alguno para llegar a tener su Estado. Menos aún si recordamos que el Estado de Israel se construyó, entre otras bases, a partir de la violencia terrorista o que, desde su creación, actúa fuera de la ley internacional. Sin embargo, todo el tiempo la mirada recelosa apunta a los palestinos, que tienen que estar exculpándose y prometiendo portarse bien como nenes, mientras se insiste en que el Estado de Palestina deberá ser un Estado desarmado cuando es Israel el masacrador contumaz.
Tal hegemonía se construye desde los colegios, donde aún hoy se insiste con lecturas acríticas del diario de Ana Frank y donde se procura enseñar el Holocausto, incluso becando a docentes para que viajen a capacitarse a Israel, sin decir nada sobre la Naqba o el genocidio del pueblo bosnio. Se la solidifica con el recurso repetido de desviar el eje de la discusión para traer a colación a los nazis y a Auschwitz, incluso cuando se trata el conflicto del Cercano Oriente (lo que también hace Schvindlerman en su artículo, afirmando que el capitán de uno de los barcos le respondió “regrese a Auschwitz” al operador israelí que le comunicaba por radio que tenía prohibido avanzar, lo cual no era cierto ya que navegaba por aguas internacionales), como si fuese algo que pudiera ocurrir ahora, como si los judíos o Israel fuesen ahora posibles víctimas inermes, y, sobre todo, ¡como si tuviese algo que ver con el tema!
Y se busca asegurarla con las sistemáticas presiones a los medios de comunicación para que presenten la información de modo que se condiga con las posiciones israelíes (el caso más trascendente fue la explícita presión del embajador israelí Eldad para que el periodista Pedro Brieger fuera despedido de canal 7 debido a su cobertura de la guerra contra Hezbollah), para que no dejen de agregar la expresión “financiado por Siria e Irán” cuando se habla de Hezbollah y para que no se les ocurra decir “financiado y sostenido por Estados Unidos y Europa” cuando se refieren a Israel.
En su operatoria, ese discurso machaca con eslóganes como el del ejército más moral del mundo o el de la única democracia de Oriente Medio, y nunca deja de lado la cantinela sobre el “antisemitismo” –ahora bajo la lupa en la web, donde habría 500 blogs “antisemitas” según la AMIA–; la eterna mención a Hitler, asimilado últimamente al presidente iraní, ni la tarea de “esclarecimiento” realizada por implacables halcones como Schvindlerman, Aguinis y Marcelo Birmajer o por compasivas palomas como Sztajnszrajber.
Todo con el fin de sostener narrativamente al estado genocida, tarea inútil por cuanto no hay relato que pueda justificar lo injustificable ni sostener lo insostenible, la existencia de un estado supremacista más y más desenmascarado con cada nueva masacre y cada nuevo atropello.
A esa hegemonía, que se derrite y flaquea, la escupimos y la apedreamos. A esa hegemonía queremos desnudar y socavar.


(1) La cuarta convención de Ginebra regula la protección de las poblaciones civiles en tiempo de guerra y establece obligaciones para la potencia ocupante. Por ejemplo: “En la medida de sus posibilidades, la potencia ocupante tiene el deber de garantizar el abastecimiento de víveres y medicinas para la población. Deberá importar los víveres, el material médico y cualquier artículo necesario si los recursos del territorio (ocupado) son insuficientes” (art. 55, sección III). “Cuando la población de un territorio ocupado o una parte de éste no se encuentra suficientemente abastecida, la potencia ocupante aceptará las acciones de socorro realizadas en favor de la población y las facilitará en la medida de sus posibilidades” (art. 59).

(2) Viendo, pues, Josué y todo Israel con esta seña que la ciudad había sido tomada y cómo iba subiendo el humo de ella, volviendo atrás hicieron cara a los de Hai, y los pasaron a cuchillo (…) Los que perecieron en esta jornada, entre hombres y mujeres, fueron doce mil, vecinos todos de la ciudad de Hai. Josué, empero, no bajó la mano con la que había levantado en alto el broquel hasta que fueron pasados a cuchillo todos los moradores de Hai. (Josué, VIII, 21 y 25-26). Desde aquí dio la vuelta a Dabir. La tomó y desoló, e hizo pasar también a cuchillo a su rey y a todos los lugares circunvecinos: no dejó dentro alma viviente. Lo que había hecho a Hebrón y a Lebna y a sus reyes, eso mismo hizo a Dabir y a su rey. De esta suerte arrasó Josué todo el país montañoso, el meridional y el llano, y también a Asedot, o los lugares más bajos, con sus reyes: no dejó allí cosa con vida, sino que mató a todo viviente (como se lo tenía mandado el Señor Dios de Israel). (Josué, X, 38-40). Cuéntanse treinta y un reyes destruidos por Moisés y Josué. (Josué, XII).

(3) Googlear “Eden Aberyil”.