miércoles, 8 de febrero de 2017

El puente

Tengo terror a las alturas. Un miedo cerval, literalmente paralizante, como el de la última vez que viajé en avión, cuando cruzar el puente peatonal sobre la costanera para llegar a Aeroparque fue un sufrimiento enceguecedor mientras mi madre casi me arrastraba de la mano.
En especial a los balcones y a los puentes. Sobre todo si las barandas no son muy altas, totalmente altas, hasta arriba, hasta el techo, como el puente de la estación Liniers, por ejemplo. Ahí está todo bien.
Puedo cruzarlos, sin embargo. De hecho, al menos tres veces me propuse cruzarlos para tratar de vencer esta tara irracional. Y lo logré. Pude cruzar dos veces el puente de Bustamante y una vez el de Constitución sobre la 9 de Julio. Pero claramente no pude superar el miedo. Sufrí como un cerdo mal degollado y decidí no intentarlo más. (Los puentecitos de mierda junto a los diques en Puerto Madero puedo cruzarlos porque son cortitos, pero siempre voy por la calzada, y nunca por el sector peatonal).
Esta tarde, cuando pido el boleto, la máquina me devuelve, junto con el pitido de confirmación, la mala noticia de que estoy menos quince en la Sube. Mala noticia por el saldo negativo y más mala porque voy a Valentín Alsina, donde no hay subte y la estación de tren está en zona no recomendable. Y no sé si es fácil encontrar otro lugar donde cargarla, en especial uno donde no cobren el recargo ilegal que muchos lugares cobran.
El viaje se hace lento, pese al Metrobús y sus paradas excesivamente espaciadas, al entrar en Pompeya. Vamos casi a paso de hombre, y supongo que puede deberse a que la calle principal de Alsina está cerrada por arreglos. Pero me llama la atención que quienes vienen de provincia no tengan ese problema y pasen a velocidad normal.
En el primer semáforo después del puente descubro la razón. Además de esa calle (Perón ex Alsina no es una avenida, por más doble mano que sea) cortada, en la avenida que baja del puente hay un solo carril libre en sentido provincia porque están hormigoneando la calle, seguramente para las paradas de los colectivos.
Miro un poco la zona, buscando dónde cargar la Sube, pero no encuentro. Voy a donde quería ir, y mientras voy o mientras vuelvo me doy cuenta de que podría cruzar el puente caminando. No por la pasarela lateral, junto al vacío, y separado de este sólo por la baranda bajita. Por la vereda estrecha que hay junto a la calzada, a la que recién hoy descubrí a través de la ventanilla del bondi lenteja. No un día normal, con autos y camiones y colectivos pasando rápido por el asfalto ondulado del puente. Hoy, que el tránsito está trabado y nadie va a más de veinte por hora.
Con el riesgo objetivo disminuido por la velocidad escasa y el temor a dos barandas de distancia, vuelvo al lugar con la decisión tan tomada que dejé de prestar atención a los negocios donde cargan la Sube, total, la cargo después, donde sale el bondi, en la plaza frente a la iglesia. O en la estación. Paso por esos locales lúgubres, abandonados desde hace años, cruzo la avenida, encaro para este lado del puente y empiezo a caminar por la vereda. Alguno en bici se manda por ahí y hace mucho más rápido que los autos y los camiones.
De pronto, la pared maciza que tengo a mi izquierda desaparece y a la altura de la vía, mientras la cuesta arriba se acentúa y yo me alejo más del suelo, lo que empieza a separarme del vacío es una puta baranda que me llega más o menos a la cintura. Dudo, me detengo, miro para abajo, a la gente que camina por la calle rumbo a la escalera para cruzar por la pasarela lateral. Trato de seguir, camino un poco más, me corro porque viene otro ciclista, y no puedo más.
Y me vuelvo.
Ni siquiera llegué a la reanudación de la pared, que está unos metros más allá, después de un segundo tramo de baranda, según veo ahora en Street View. (Mido en la web y compruebo que sólo pude hacer ciento y pico de metros de los cerca de quinientos cincuenta que tiene el trayecto total). De golpe, no pude seguir. Simplemente no pude.
Tenerlo tan fácil, con las condiciones más cercanas a las óptimas, y no poder hacerlo fue una bomba de fragmentación.
Supongo que el origen del terror se remonta al balcón del departamento de mi abuela, un noveno piso a la calle con una baranda estándar, sin cerramiento. Alguna vez me habrán dicho una de esas cosas que les dicen a los chicos para asustarlos y que no jodan, y ahí se cagó todo.
Fuuuuuuuuuuuuck. Acabo de recordar que siendo chico –chico chico, cinco o seis años– fuimos con el jardín o con el colegio no sé a dónde, a un lugar donde había dos toboganes, uno de ellos notoriamente más alto que el otro. Yo, re pulenta, quise subir a donde se subían no sé si todos, pero unos cuantos, tal vez la mayoría: al más alto. Y en la mitad de la escalera me venció el miedo y tuve que romper esa especie de línea de producción que son los toboganes. Me acuerdo del color con el que iluminaba el sol, y que di media vuelta, pedí permiso a quienes estaban detrás mío, que tuvieron que correrse a un costado del peldaño o retroceder hasta el piso, y me bajé. (Por suerte no recuerdo si lloré, qué me dijeron o cómo lo manejé).
Vuelvo, con una lápida sobre mi alma, a la avenida. Pregunto dónde mierda cargar la Sube, me dicen, la cargo (¡no me cobran de más!), busco dónde mierda paran los bondis desviados por la calle cortada mientras pienso en todo esto, los encuentro, me vuelvo.
Pienso, también, en cuántas cosas más de este tenor habrá en mí. Intuyo la comunicación, los horarios, el cuerpo (andar sin remera, el garche)… Seguramente habrá otras que ni siquiera se me ocurren.
Y la resistencia que agito en el otro post se ve, de golpe, tan ridícula. Ninguna resistencia, idiota. Situaciones así muestran nudamente lo que hay y lo que no hay. Y lo que hay es esto, que no deja lugar para nada: ni para palabras como estas, con las que paso todo el mucho tiempo que me lleva ordenarlas y buscar una mejor; ni para entusiasmos previsiblemente vanos con nadie; ni para pasar por la web a ver si un comment, si un mail…, ni para pensar qué carajo haré con mi vida cuando caiga, finalmente, la ola que nunca cae.
No es una cuestión de los demás, no es una cuestión de voluntad propia: es una cuestión de no poder, de no estar en condiciones. Y cuando te encontrás con esto, que seguramente se intuye –como dijo la chica lúcida alguna vez–, cuando es tan abrumadoramente obvio que debajo de cualquier cosa, de diversas formas, aparecerá esto, ¿de qué te disfrazás?, ¿cómo lo maquillás?, ¿cómo lo cambiás? ¿Cómo seguís? Sí, ya sé: olvidándome. Hasta el próximo puente o hasta la próxima situación no tan fácilmente identificable donde me encuentre con que, desbordante de confianza y de símil normalidad, intento lo que hacen todos y no puedo. Hasta que la realidad me lo estrelle de nuevo en la cara. Y el circuito eterno vuelva a ocurrir.

Resistencia (La endogamia de las redes sociales)

La web como lugar para conectarse con el afuera es parte del pasado. Desde hace un tiempo, tal vez desde que el uso del teléfono para acceder a internet se multiplicó enormemente, comenzó a dejar de ser un espacio en el que uno emitía para el infinito, para el universo, para todos, dejando una huella, o tratando de dejarla, y se transformó en algo cada vez más endogámico, donde solo nos relacionamos con gente que ya conocemos.
Antes, tenías un Fotolog y lo podía ver cualquiera. Facebook mató a Fotolog, y sus diversos filtros de privacidad limitan la posibilidad de que se vea lo que publicás: nadie que vos no quieras podrá verlo (salvo Facebook, su software de reconocimiento facial, la NSA y algunos pocos más).
Y si bien Fotolog murió a manos de Facebook, lo que más se le asemeja es Instagram, que vendría a ser como Fotolog, pero con videos y sin Cumbio. Y con la obligatoriedad de tener teléfono. Y con la chance de que la cuenta sea privada. También Twitter tiene la opción de cuenta privada, de que tus contenidos sean visibles solo para quienes vos querés. Pero, como escuché el otro día, la gente usa la opción de cuenta privada en Instagram muchísimo más que en Twitter porque es más importante lo que se muestra que lo que se dice.
Hasta no hace mucho, grabar un video con el celular tenía como destino subirlo a Youtube. Es decir, ponerlo a disposición de todos, de cualquiera que llegara a ese link a través de los algoritmos de Google. Entonces, los usuarios podían, por ejemplo, repasar fragmentos del recital al que habían ido o al que no habían podido ir. Luego, no hace mucho, eso cambió, y ya no se grababa pensando en Youtube, sino para "compartírselo a" los amigos de Facebook, usando el verbo de esta forma novedosa, tan horrísona como incorrecta, sin la etimológica preposición "con". Ahora, tan poco tiempo después, es, simplemente, para mandarlo por WhatsApp.
Así, de todas las personas que pelaron celu y grabaron en el último recital de SMM al que fui, ni una lo subió a Youtube. Ni una. Ni siquiera los que grabaron con cámara profesional para la banda.
De similar modo, hubo un tiempo en que sacar fotos de tus vacaciones o del lugar donde vivías era para subirlas a Google Earth, a través de Panoramio, recientemente asesinado por Google. Cualquiera podía ver tus fotos de Necochea, de tu barrio o de tu viaje a Nueva York; podía ver las fotos de todos los usuarios y podía buscar en el mapa las fotos de cada lugar. Ahora, casi nada de eso queda. Más allá de que Flickr sobrevive (y más acá de que es una reverenda mierda para eso), Facebook conquistó también ese territorio, y allí solo las verán tus amigos, a menos que decidas publicarlas públicamente. Y que, en ese caso, uno tenga la suerte de caer en tu perfil y ganas de ahondar en tus álbumes, los cuales suelen tardar vidas en cargar.
El tiempo de los blogs pasó hace mucho. Los que pueden escribir se mudaron al absurdamente solipsista Tumblr o se radicaron en Twitter, donde no hace falta tener la capacidad de hilar más de dos oraciones (los que no, se comunican con memes en Facebook). Twitter, de hecho, es lo más parecido a un lugar de aquellos donde uno emitía para el afuera. Sin embargo, prevalece también allí, como en Facebook, la lógica numérica de la multitud: cuanto más seguidores o amigos tengas, más groso sos. Y si no te conmueve la grositud del número, o no podés alcanzarla, tanto en un lugar como en otro tus amigos, parientes y demás integrantes de tu entorno serán el núcleo duro de tus seguidores, y, por ende, el público más probable de tus envíos.
De esta forma, todos circulamos en micromundos donde nadie puede entrar, reforzando lo que ya tenemos, salvo que no tengamos nada. Donde subís 1423 fotos, de las cuales son públicas menos del diez por ciento porque lo que elegís mostrar está dirigido a tu público cautivo, a reforzar la imagen que tienen de vos los que ya te conocen.
Como yo no tengo amigos ni seguidores ni nada; como no tengo familia ni conocidos de los diversos ámbitos en los que (no) me muevo, y como a la gente de mi pasado en general sólo querría verla para escupirle la cara, sigo en Blogger. O porque lo que tengo para decir –que no puedo decírselo a nadie de otro modo– excede los 140 caracteres. O porque alguna vez funcionó y hubo signos vitales. Sigo como una forma de resistencia. Resistencia contra todos, contra todo. Contra la nada.

lunes, 6 de febrero de 2017

Una comunicación esencial

Tiran luces sus músculos faciales cuando le agradezco, a instancias del tipo que cobra, su gestión, aunque nunca supe exactamente cuál fue o si puso plata de su bolsillo.
Un toque baja el fulgor, y caigo en nuestras manos, que convergieron, motu proprio, en el mismo punto del universo. Entre pacientes ansiosos o somnolientos, está sucediendo uno de los gestos que más profundo resuena en mí.
De tanto recordarlo sin encontrar la ocasión propicia para decírselo, comprendí que se trataba de una comunicación esencial pese a la carcasa abollada de la sociabilidad.

La vida de los hijos es la muerte de los padres

Y ellos rehúsan morir. Incluso cuando ya están muertos y llevan años a merced del viento.
"Quiero que [quien esto escribe] se relacione conmigo como cuando tenía 25 días de vida", programó mi madre en su control mental. (Entre tantas otras cosas similares que habrá programado y que desconozco).
"El departamento lo ponemos a tu nombre, pero tenés que firmar un papel que diga que no vas a poder usarlo hasta que yo me muera", propuso mi padre aquella vez.
"Todavía no me morí", dijo mi madre cuando expresé mi deseo de que se vendiera este departamento y que me dieran mi parte.
"Vivir solo es para el que tiene buena salud", dijo mi padre, seguramente cuando regresé a trabajar tras ausentarme algunos días por enfermedad, y esa fue su única referencia a mi determinación –solo posible en los 90– de ahorrar, tan espartana como infructuosamente, para comprarme un depto.
Y la idea de comprar, en mi plena niñez, una parcela con tres lugares en el cementerio, como que me ponía un límite, como que también dice algo a este respecto…