viernes, 31 de diciembre de 2021

Pasó un tren

Hasta hace unos años mi fobia a los subtes era difícil de manejar. Después, algo se acomodó en mi neuroquímica y puedo tolerarlos (aunque bajarse de ellos y enfilar la escalera convoca una energía horrible, bovina).
Seguro tuvo algo que ver aquella mañana en que alguien me acompañó a la dentista que atiende lejos y, para llegar a Retiro, combinamos subtes A y C. Desde esa vez les tomé cierta simpatía a los viejos vagones de madera de la primera línea en circular. Así, cuando finalmente estaban por darlos de baja (cuando el forro del intendente actual, que en esa época no sé qué alto cargo ocupaba, dijo que había que usarlos para hacer asado), fui a hacer un último viaje en ellos, a buscar algún vestigio de quien fui esa mañana de hace, ahora, más de diez años.
Ya no recuerdo por qué, si por sentirme mal por descansar mal, por desidia o para viajar justo el último día, cometí el error de ir ese último día a la tarde, a la hora en que la mayoría sale de trabajar. Y había mucha gente, mucha más que la habitual porque no fui la única persona que decidió hacer un viaje de despedida.
La ventanilla frontal del vagón cabecero era la más codiciada porque desde allí se podían fotografiar las vías, los túneles o las estaciones colmadas de gente vivando a la formación cuando ingresaba en ellas. Era casi una batalla codo a codo con desconsiderados que pasaban su brazo con cámara por encima o por el costado de la cabeza de quien viajaba sentado sin que les importara si interferían en tu (en mi) foto o si, por el movimiento de los cuerpos o de los vagones sumado a su desaprensión, te pegaban un codazo.
A algunos no les alcanzaba una foto, necesitaban quedarse un rato filmando fragmentos que me resulta difícil imaginar cómo editarían. Así que me cansé de forcejear y me fui a la otra punta para ganar el que se iba a transformar en el lugar de privilegio cuando llegáramos al final del recorrido y emprendiéramos el regreso. En ese tiempo muerto en que fotografié algunos detalles de los vagones, como sus tulipas o su número de interno, vi a una chica –no tan chica, seguramente; seguramente en sus treintas– que me resultó muy atractiva sacando fotos con una cámara gorda y profesional.
Tomé un par de panorámicas del vagón con toda la intención de que ella quedara en el medio del encuadre. Visto con los ojos de les fundamentalistes que han crecido en estos años, es casi un abuso. En ese tiempo, en mi intención, en la novedad que implicaba tener cámara hacía menos de un mes, fue un intento de agarrar algo que de otro modo iba a quedar a merced de la mala oxidación que produce el tiempo en la memoria.
En la continuidad de los hechos, ella se acercó a mí, charlamos brevemente y me pidió que le sacara una foto con su cámara. No con la alta cámara que tenía en la mano, porque iba a ser complicado setearla (eso dijo), sino con una pocket que sacó de la cartera.
Tristemente, no tengo en la memoria cómo fue el acercamiento. Sólo recuerdo que se sentó en uno de los asientos de la punta del vagón, posó, y le saqué la foto. Le devolví la cámara y chau. Ni una palabra más. Ni un beso. Las frases de despedida también están perdidas en la memoria y no hay Recuva que las traiga de nuevo.
Ahora, esta semana, cinco años y medio después de aquel viaje final de las Brujas, repaso de nuevo las fotos de esa tarjeta. Una forma de viajar en el tiempo. Y también en el espacio. Y por primera vez me doy cuenta de que la mina me habló, de que probablemente haya notado que le saqué un par de fotos, de que tuve una chance de comunicación y no pude hacer nada, salvo, estrictamente, lo que me pidió.
Ahora, seis años después, retomo el texto y veo que ni los nombres nos preguntamos. Que de tan afuera que estoy siempre, no reconozco cuándo podría dejar de estarlo, que carezco de recursos básicos para salirme de ahí, de ese solipsismo y de esa literalidad. Era una foto y ya. Era alguien atractivo y ya, y, por definición, inaccesible. Y ahí quedé, saqué la foto y acepté la inaccesibilidad.
Como mi cámara era de muy mala calidad, la más berreta de esa marca, todas las fotos salieron horribles, en especial una donde parece mucho más gorda de lo que era. De hecho, la borré para que no quede ese recuerdo deforme cristalizándose y reemplazando al más fidedigno de mi memoria.
Las superposiciones del fracaso –la ausencia de lugares, no reconocerlos cuando, contados con los dedos de una mano Simpson, aparecen en forma de bosquejo de oportunidad, no saber qué hacer cuando sucede– son la trama que compone esta condena perpetua al outside. Y aplastan más cuando uno puede separar sus capas y reconocerlas por separado.

Últimos jazmines

Yo siempre repito lo que funcionó una vez. La afirmación también vale para este blog, que me permitió, hace mucho, alguna forma de comunicación, y seguramente fue la razón por la cual lo continué más allá de lo razonable. Pero no voy a hablar de eso.
Alguna vez entré en contacto con la mano de otra persona, aquella profesora carismática del secundario, y algo pasó ahí que me hizo descubrir una vibración distinta. Así como Morrison cantaba “I’m looking for a home in every place I see” y mi oído lo entendió como “in every face I see”, en cierta forma encontré algo parecido a un hogar en esa mano. Un hogar (de tránsito) al que me dejaba acceder de vez en cuando, jugando con el poder que eso le daba y con el desconcierto que disfrutaba de generar, y al cual yo trataba de acceder convirtiéndome en una persona molesta o desubicada, como aquella vez que le agarré la mano en el recreo.
Nada de esto se puede medir, no hay un aparato como un afinador digital, que te dice objetivamente si una guitarra está afinada o no, corriendo el asunto de la subjetividad del oído. Entonces, no hubo un medidor que objetivara lo que pasó cuando, a falta de mano –porque ya había decidido poner una distancia súbita e inexplicada y sobreactuarla groseramente–, toqué su cartera, que había quedado ahí, sobre algún escritorio, y, de nuevo, algo (tranquilizador) se disparó en mi neuroquímica.
Tal vez algo de eso quedó rebotando en mi cabeza, como una búsqueda en segundo plano, y lustros más tarde encontré otra mano. Su propietaria era una señora casada sin ningún interés de desplazar a su marido, salvo por el tiempo que nos tomaba ir a una plaza y volver. Una tarde que ya se había hecho noche cruzábamos 9 de Julio por Belgrano y reveló que había entendido todo cuando me dijo “te doy la mano porque eso te anima”. Y de inmediato asocié esa palabra con su etimología.
Otra tarde la invité a oler los jazmines de la calle de la rima fácil porque ella no quería venir a mi casa (aunque ¿ya sabía que había una escalera en la entrada, como me dijo por teléfono una vez?). Andábamos cerca, se lo propuse y fuimos, aprovechando que esos jazmines duraban más que los de mi jardín, porque ya era enero o, tal vez, febrero. Tampoco lleva mucho tiempo oler jazmines en la vereda de una casa ajena. Un minuto o dos, la mención de que cuando me mudara –eso que aún no sucedió, que ya no puedo imaginar cómo ni cuándo sucederá– me gustaría vivir en una casa con jazmines, y ya. Media vuelta y a otro destino. Después de cruzar la primera calle, tal vez mientras la estábamos cruzando, tuvo aquel fugaz y eterno gesto de acariciarme la cabeza. Y seguramente eso contribuyó a que yo fuera armando un mapa de jazmines en mi memoria.
La dentista tuvo un gesto similar –aún más breve, si cabe– después de la anestesia previa al último implante, cuando me reacomodé en el sillón e instintivamente torcí mi cabeza hacia la derecha, donde estaba ella, y tal vez su gesto haya sido igual de instintivo.
Tal vez por eso, una noche del año pasado en que volvía de correr y atravesé un vapor de jazmines en una calle oscura, recordé que me había dicho que vivía cerca, y se configuró en mi cabeza la idea de invitarla a oler jazmines. Por eso y porque para ese tiempo nuestras manos se habían reencontrado varias veces a iniciativa mía –después del primer e inesperado encuentro que tuvieron, junto a la puerta del consultorio de la facultad– permitiéndome producir la módica cantidad de dopamina a la que puedo tener acceso.

Nadie me dio las dos fotos que miraba en la sala de espera antes de entrar a hacerme el estudio que iba a decir si estaba por morirme pronto o no. Las bajé de la web, porque nunca habrá fotos nuestras (hubo un libro dedicado que se perderá en la primera mudanza; hay otro libro que sigue acá, ya no esperando respuestas a mi voluntad de regalarlo: sigue acá porque no sé qué hacer con él), para traer de nuevo, dentro de mis posibilidades, algún momento grato, el recuerdo del recuerdo de alguna comunicación esencial en un momento delicado.
Dos fotos de las dos últimas personas aludidas. La foto de la otra fue derecho al collage de gente de mierda con la que me crucé en la vida, no sé si por todos sus silencios y sus desprecios o por haber insistido tanto para que yo fuera a la casa de su pariente, el psicólogo abusador.
Pero estas dos personas no estaban (¡porque no formo parte de sus vidas! ni tienen interés en que así sea). Tampoco respondieron cuando les escribí para contarles. Una, porque motivos que desconozco la llevaron a no responderme más, hace, literalmente, años; la otra, que me había visto con los huevos en la garganta un par de meses antes ya que ese era el tema que dominó desde un segundo plano la última vez que nos vimos… tampoco sé por qué. Pero las dos –y la escort amable y un poco pirada con la que habíamos compartido unas papas fritas y volví a fantasear un encuentro– pusieron, cada una a su modo, una distancia insalvable que logró su cometido: ya no puedo imaginar ni una conversación, ni una forma de comunicación, y lentamente se van decolorando los recuerdos de cuando eso sucedió.
Aun así, esa noche, al llegar a casa después del estudio, con la electricidad todavía corriendo por mi cuerpo, le escribí a la dentista para ponerla al tanto de la situación, y, además, para preguntarle algo sobre los nervios de la cara, para saber si esa sensación rara que tenía era normal, pero no pude traducirla a palabras y desistí. Entonces, con el gmail abierto, se me ocurrió mencionarle la casa abandonada que había descubierto cerca de su casa y los jazmines que crecían indómitos hasta las ramas del árbol de la vereda, y mis ganas de ir con ella a esa vereda.
Como me dio vergüenza decirle explícitamente “te invito a oler jazmines” o “¿querés que te invite a oler jazmines?”, lo mencioné de modo oblicuo, le mandé un mapita del lugar y le dije “por si quieres ir sola o con quien quieras”, una forma de aludir a su novio, de ubicarme en relación con eso.
(Más vergüenza me da pedir explícitamente una palabra o una mirada. Y cuando vencí esa vergüenza tampoco me las dieron).
No le conté mi historia con los jazmines, no le dije “capaz que la demuelen pronto, capaz que el año que viene no está más; o yo no estoy acá, o estoy, pero sin poder caminar, muriéndome”, algo así. Nunca me contestó ni ese mail ni los anteriores, incluyendo el del cumpleaños o el prometido sobre el libro que le regalé, ni los posteriores, por las fiestas.
Pasó un año, no me morí, no tengo un diagnóstico fatal (no tengo un diagnóstico at all), mi cuerpo –le doy gracias– parece que no dobló para el camino de la enfermedad incurable, la casa abandonada esquivó la demolición, y, cuando llegó su nuevo cumpleaños, repitiendo lo que no había funcionado, le escribí para saludarla. De nuevo mencioné el asunto jazmines de la casa cercana. De nuevo no respondió.
El descalce entre mi percepción y la realidad es el meteorito que mató a los dinosaurios cayendo sobre mí. Digo explícitamente que no quiero molestar, y molesto. Aludo a cómo ubicarme, y quedo totalmente fuera de foco. No quiero pensar, me hace mal pensarlo, qué le habrá pasado por la cabeza cuando recibió cada uno de esos mails, cuando los leyó, cuando los comentó con alguien, cuando decidió no responder más. Quiero desaparecer si pienso eso cinco segundos seguidos.
La misma persona que hace dos años me escribió “Creo q ayer fue tu cumple! Se me pasó un toque. Espero q hayas pasado un lindo día!! Y se venga un año mejor. Beso grande!!!” ahora me sepulta en el silencio. Y yo, mala mía, no logro entender qué pasó. Pero algo en mí les enciende las luces de alerta, y todos, a su modo y a su paso, se alejan. A veces creo no que soy espantagente, sino que doy miedo.

Lógicamente, ya no puedo (jugar a) imaginar una invitación a su casamiento, ni un abrazo bajo los jazmines --> el intercambio de energías que nos resultara posible en esta encarnación, allí, para no postergarlo hasta la esquina de su casa… Pero tampoco puedo imaginar más palabras ni más invitaciones a oler jazmines con nadie, ni seguir actualizando ese mapa mental (hasta ese contacto con la realidad que me hace prestar atención en la calle desapareció), ni casas donde poder dormir como una persona normal –eso que no me sucede hace una docena de años–.
Si hubiera alguien, podría escuchar el crac de esa espina dorsal quebrándose, pero ya sabemos que, si no hay nadie, las cosas no hacen ruido.
El final es tan ramplón como literal: la tarde-noche de su cumpleaños fui sin compañía a la casa esa, a ver los jazmines, y estaba la topadora demoliendo. Los jazmines que crecían junto a la pared estaban marchitos, pero alguna rama había sobrevivido al corte y de ella salían los que se aferraban a las ramas del árbol de la vereda y todavía las teñían de blanco.
Esta la canto desde los 14, dijo Flopa, y largó con “Cabeza de platino”. (Y yo me sentía tan mal que pensaba si no sería mi último recital, tan parecido a ese con el que volví a ir a recitales, quince años después). Desde los 14 yo repito la del perro que en la puerta del chino espera a alguien que ya decidió no volver. La del vendedor al que nadie le compra en el tren, la de quien no tiene nada que ofrecer en el mercado de las relaciones personales.
Como siempre repito las cosas, no hay manos, ni hubo besos ni cuerpos ni un hogar real. Como siempre repito las cosas, todos se van sin avisar. Y nunca falta la sombra falcónida de algunes boludes diciendo “si siempre te pasa lo mismo, fijate qué hacés mal vos”. Debería poder encontrar una respuesta para esa frase que no sean las ganas de escupirles la cara cuando me lo dicen.
Y ahora también la bielorrusa más famosa se suma a la lista. Ya van dos mails que no responde, aun cuando el anterior incluía estas frases: “Qué lindas tus palabras, hacen bien. Y yo creo que trabajamos muy bien juntos, nos entendimos”. De nuevo, el mazazo de otra desaparición; de nuevo el crac final de otra cosa que intenté, ese lugar que aposté a construir y que nunca prosperó también se derrumba en (el) silencio.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

My own private Guantanamo

Privación de la palabra.
Privación de la mirada.
Privación de contacto físico.
Privación de comunicación virtual.
Me falta el mameluco naranja y estoy
en my own private Guantanamo.

CIM Pepa Gaitán

Hace catorce años que gobierna la derecha en Capital. De ellos, más de la mitad con mayoría propia en el concejo deliberante upgradeado nominal y presupuestariamente a la categoría de legislatura. En todo ese tiempo, ni una calle de la ciudad, ni una plaza o plazoleta, ni un cantero (?) recibió el nombre de un combatiente de la guerra de Malvinas. Ya no digo el nombre de una víctima del terrorismo, una calle que se llame Paula Lambruschini, un cantero cerca de Las Heras que se llame Gladys Medina… Hablo de personas reconocidas como héroes, que combatieron y murieron en esa guerra. Pero no, ni un piloto, ni un soldado… Nadie. Los “héroes de Malvinas” son anónimos, una entelequia colectiva, apenas resquebrajada por el capitán Giachino, que tuvo la virtud estadística de ser el primer muerto, o por algún héroe local convertido en epónimo de alguna calle de su pueblo o ciudad.
En la ciudad de Buenos Aires nada los recuerda, ni siquiera a los pilotos, que quedaron en el imaginario colectivo como los héroes más héroes volando a ras del mar. En cambio, calles, plazoletas y demás espacios urbanos –incluso escuelas– recibieron el nombre de guerrilleros que se alzaron contra el Estado en tiempos de gobierno democrático, o de simpatizantes, familiares, etc.
En esa nómina estatal también aparece, repetida hasta el aburrimiento, Eva Perón, y, últimamente, un machito golpeador y abusador que debe su presencia en los listados de cuasi próceres al hecho biológico de tener concha. Entre casas trans, murgas subsidiadas y otras políticas de derecha (?), el gobierno porteño creó los “Centro Integrales de la Mujer”, y hay uno que lleva el nombre de Natalia “Pepa” Gaitán, una abusadora y golpeadora canonizada por la imbecilidad militante sólo por su orientación sexual y por haber sido asesinada por el padrastro de la menor de la que abusaba.
Gaitán, como puede leerse aquí, como puede saber cualquiera que se haya tomado el mínimo laburo de escuchar los audios del juicio antes de subir un flyer con su cara a las redes sociales, era una violenta que perfeccionaba su violencia practicando vale todo; era una abusadora de menores que, para hacerlo, se valía de su condición de hija de responsable de un “comedor”; era una golpeadora que cagaba a palos a sus parejas hasta dejarles la cara morada; era una cuasi apropiadora que se quedaba a cargo del hijo de su ex pareja a la que había golpeado; era una perversa que procuraba que su “amiga íntima” abusara de la hermana menor de su pareja menor de edad (una adolescente de 14 años).
Bien muerta está esa soreta a la cual les necesitades de pertenencia reivindican, lo mismo que hace la derecha porteña. Como bien muerto está el maestro abusador linchado en una iglesia, como bien muertos estarían Geo C*rsi y sus reclutadores.
A semejante personaje ensalza el gobierno porteño, dándole su nombre a un lugar donde ¡¡se atiende a “mujeres víctimas de violencia de género a través de un abordaje integral que incluye asistencia psicológica y social, orientación y patrocinio jurídico”!! Es decir que si tu pareja te caga a palos, vas a pedir ayuda estatal y entrás a un lugar que enaltece a alguien que cagaba a palos a su pareja. Están a nada de que el próximo centro de ayuda a la mujer golpeada se llame Ricardo Barreda. O Diego Maradona.
(De paso, me pregunto si hay lugares análogos donde los hombres víctimas de violencia de género puedan acudir. No digo la misma cantidad, pero al menos uno, para atender y visibilizar las necesidades y las problemáticas de las minorías, para ayudar al hermano del Chanchi Estévez antes de que su ex pareja lo acuchillara en plena calle).

Otro mail de feliz cumpleaños que no tuvo respuesta. ¿Tan insoportable soy? ¿O soy un monstruo? ¿Doy miedo o simplemente soy insignificante?

Este año casi no nos vimos, pero por esta fecha una neurona siempre salta y me dice que tengo que fijarme bien para escribirte el día exacto…
La otra vez sacaba cuentas y hace más de cinco años que estás en mi vida. Profesionales amables hay muchos (ponele… yo no me los estaría cruzando últimamente, jaja); gente que con un gesto llega más allá y deja una huella  no hay tanta.
(Yo digo “un gesto”, y fueron más de uno los que me quedaron…).
Incluso en un contexto como el que permitió que nos conociéramos, incluso en un segundo o dos, hay gente que tiene la capacidad  (¿el don?) de dejar algo distinto, genuino, la palabra que mejor cuadre. (Igual, no hay un medidor, así que pura sarasa esto, jajaja). 
Lo que sucedió algunas veces no necesariamente tiene que suceder siempre, el tiempo, el espacio y el contexto van cambiando (nosotros mismos vamos cambiando). Pero con que haya pasado ya me dejó el recuerdo al cual recurrir en caso de necesidad de dopamina, jjaja (en caso de estar en la sala de espera de un EMG).
Así que desde acá, desde el tercer cordón del conurbano de los afectos, va un feliz cumpleaños, un abrazo virtual, unas manos para que se encuentren en el momento de la despedida, unos jazmines de la casa abandonada a la vuelta de Puan que sigan creciendo indómitos y se desvíen para el lado de tu casa –si seguís viviendo por ahí, claro– y lleven su perfume –si te gustan los jazmines, claro–.
Y el deseo de que siga creciendo el emprendimiento. Cada vez que voy encuentro algo nuevo (desde objetos a recepcionista, jaja), y supongo que eso es buena señal. Y, por qué no, el deseo de que esto te genere una sonrisa, un módico bienestar, un toque extra de dopamina entre tantos mensajes que recibirás hoy.
Beso grande, S*******.

Todos chorros

Algún día de este verano que pasó, con restricciones aún vigentes, tuve que ver a una profesional de la salud que atiende en el conurbano profundo. En ausencia de teléfono con aplicación control.ar, le pedí una foto de un papel que dijera que tenía que verla para presentarlo en los diversos checkpoints charlie que preveía cruzar en el camino.
Le hice gastar tiempo y tinta al pedo, yo gasté tiempo y tinta de la impresora al pedo. Nadie me pidió nada, ni en el subte ni en el bondi ni en el tren ni en ningún lado.
La cosa es que fui, llegué, la vi, volví, y al bajar del tren apoyé la Sube en el lector para que se abriera el molinete y me reacreditara la diferencia entre el precio máximo, que es lo que te cobra cuando entrás a la estación, y el precio real del viaje. Nunca entendí cómo ninguna organización de consumidores jamás se quejó de que por default te cobren el máximo. Es como entrar al supermercado, que te descuenten el límite de la tarjeta y que luego, al pasar por la caja, te reacrediten la diferencia entre ese monto y lo que gastaste.
La cosa es que salgo del andén de Retiro, encaramos los molinetes, la persona que camina delante de mí ejecuta el procedimiento y se va. Atrás vengo yo, que apoyo la tarjeta, empujo el molinete y paso. Y me voy caminando a tomar el subte. Como no veo bien de cerca –y, sobre todo, porque el molinete se abrió–, no me di cuenta de que no me había reacreditado la diferencia. Recién me enteré días más tarde, revisando el resumen en la página web de la Sube.
Entonces empecé a buscar dónde podía hacer el reclamo para que me devolvieran la plata. En el teléfono de la Sube me dijeron que no era asunto de ellos, que debía comunicarme con el centro de atención al pasajero de la estación. Averiguo cómo contactarme y les mando un email donde les cuento la situación, les adjunto imagen del resumen de la tarjeta con el horario en que tomé el tren –el cual muestra que es imposible que haya hecho un viaje de precio máximo en ese lapso–, les digo a qué hora y en qué andén me bajé, les cuento hasta el color de la remera que tenía puesta, para que me identificaran en las imágenes que graban las decenas de cámaras que hay en la estación para brindarnos seguridad…
Pasaron días y semanas sin que me respondieran, y un día me calenté de nuevo con el asunto y llamé a la CNRT. Ahí me dijeron que debía llamar a Trenes Argentinos. En Trenes Argentinos me atendió una chica muy amable que, con cierto dejo militante, me señaló algo en lo que yo no había reparado en ese momento: el Belgrano Norte no está en la órbita de TA, es privado. Los de la CNRT parecen no estar al tanto de quiénes son los prestadores de los servicios…
Casi un mes más tarde, recibo la respuesta de Ferrovías. Me dicen “jodete”. O casi. Textualmente dicen que “los molinetes se encontraban habilitados y operativos” y “no podemos acceder a los movimientos de la tarjeta Sube”. Esencialmente dicen “jodete, no te vamos a devolver la plata”.
El lector de la estación no te reintegra los cuatro pesos y te cobra el viaje completo, en los kioscos te cobran diez pesos para cargar el teléfono, también te cobran para cargar la Sube y no te aceptan las monedas de 50 ni de 25 centavos… 40% (dibujado) de pobres, llegás literalmente con las últimas monedas, pero no te las aceptan. Tu plata (mi plata) no vale.
Más todavía: si querés cargar la Sube en una estación de subte, o no hay boletero y tenés que usar la máquina, con lo cual no podés hacer una carga de monto pequeño, o, si hay boletero, no te aceptan las monedas de curso legal. Si querés cargar el teléfono donde no cobran recargo, tenés que cargar cien pesos como mínimo. Si tratás de quejarte en los lugares correspondientes, no te dan bola… En el depósito siempre me redondean en contra cuando vendo cosas viejas, el banco me cobra diez veces más que los dos pesos que me da por mes si uso un cajero que no es el de mi sucursal, la carga del teléfono se agota antes de que pueda usarla por completo. Todo así, todo un pequeño pero constante choreo.
Últimamente, hubo otro despojo de esta índole, con la total complicidad estatal. El día de las elecciones no se cobraba boleto de colectivo por decisión del gobierno nacional, que llegó a un acuerdo con las empresas para tal fin. Entonces, aproveché para viajar un poco, y noté que muchísima gente no sabía que ese día se viajaba gratis. En general, los choferes les avisaban. En general. 
Los de la empresa DOTA, que tiene cuarenta y cinco líneas en Capital (que tiene exactamente un tercio de las líneas que circulan por Capital), no solo no decían nada, sino que marcaban boleto y cobraban igual. A mí no, porque yo sabía y me mandaba con una solvencia apoyada en la frase “hoy se viaja gratis, ¿no?”, pero los que no sabían les daban su plata a estos ladrones (aparte de la que les dio el Estado para compensar el día). La complicidad estatal está dada porque el “señor Sube” sabe perfectamente qué colectivos de qué líneas cobraron boleto un día que no debían hacerlo. Lo sabe y no hizo nada. 
Así, me cago en la CNRT, en la Sube y en Ferrovías, y en los kioskeros, y en todos los que nos cagan y nos roban de a poco unos pesos, que, como valen nada, no importan.