domingo, 14 de febrero de 2016

La reversibilidad de los caminos ópticos

¿Mi encarnación cartonera está más distraída o hay menos volantes dejados en las puertas de las casas? Hablo de esos de papel blanco, porque satinados todavía encuentro (pero valen mucho menos). Los que seguro no reparten más son los de la inmobiliaria, que antes se encontraban en varios barrios y que yo doblaba en cuatro por el dorso para disimular sus grandes letras rojas, dejando prevalecer el blanco.
Corte que a veces lo que encuentro son apuntes estudiantiles. Uno que terminó el colegio, otra que terminó (o dejó) la facultad y tiró todo a la basura. En general, son de ciencias sociales, pero esta vez encontré unos que parecen ser de Bioquímica o algo así: las amidas, los éteres, los ésteres y demás. Terminología tan abstrusa como los gráficos de las cadenas de carbono.
Sin embargo, en una lectura que cada vez se hace más rápida por lo incomprensibles y/o lejanas que me resultan esas cosas aparecen unas frases que no sólo ganan mi atención, sino, también, esta módica forma de supervivencia antes de ser vendidas a $ 2,50 el kilo: “como equidista de los dos valores de pK, puede obtenerse por su semisuma”, “la forma I, totalmente protonada”, “los pK que flanquean a la forma zwitterión”, “veinte aminoácidos, como sillares para la formación de proteínas”, “estructuras estrechamente plegadas”, “es el arreglo espacial”, “el entramado no interfiere en la migración”, “los soportes no restrictivos”, “el tamaño de poro del soporte”, “solutos compiten por el agua y rompen los puentes de hidrógeno”.
Estas frases, azarosamente encontradas, caprichosamente recortadas, tienen una musicalidad y una originalidad tales que las veo como material para escribir poesía, no algo técnico propio de las ciencias duras. Me acuerdo del fantasma recorriendo Europa y, comparado con esto, no es más que un pobre, frustrado, intento literario.
Después aparecen unas páginas sobre los microscopios. Hay una tipificación, unas descripciones, y la mayor parte de las palabras es para el microscopio óptico. La palabra “platina” vuelve desde el más allá de mi niñez, y el dibujo de perfil del aparato me hace recordar con excesiva precisión el que me regaló alguien, un alguien deseoso de despertar la curiosidad científica del infante que fui, o creyente de que ya tenía esa curiosidad, ora porque la reconoció, ora porque se la refirieron.
Y ambos –palabra y dibujo– ponen las cosas en un tiempo, en el tiempo en que un microscopio era un regalo plausible si tenías la tarasca (a propósito: una locura lo que cuestan los juguetes ahora). En un tiempo en el cual todo terminó roto. El microscopio también. No recuerdo cómo ni cuándo, pero palmó sin que haya visto nada memorable a través de sus aumentos.
Y no fue como pasa con esos pibes que finalmente eran unos genios, o casi, y rompían las cosas para descular su funcionamiento: roto por torpeza o por una vibra que no se llevaba bien con los objetos. Demasiado de golpe, el recuerdo de todas esas roturas corta el mambo divertido de las frases y me pega muy para el orto.

Precaución o suerte

Yendo a bailar una noche, un sábado de verano, Flavio estaba por subirse al bondi y un auto se jugó a pasar entre el 63 y el cordón de la vereda. Lo tiró una cuadra más allá y los vecinos se enteraron cuando sus amigos vinieron corriendo para decírselo al portero eléctrico.
Miguel estaba limado. Paraba con la 12 y estuvo un tiempo en cana, no sé si en Devoto o en Caseros. Algo después de salir se mudó. A veces lo encontraba sentado en el umbral de al lado, mirando la que había sido su casa. Y trataba de evitarlo. A la chica de la otra cuadra no la teníamos tanto, pero era hija de una amiga de mi abuela. Mi vieja dice que “andaba en la droga”.
Roxana me trató mal. Me amputó palabras. Pero esa es otra historia. Acá sólo corresponde referir su último ataque de asma.
La conversación errante de un 24 a la noche los trajo de vuelta y cuando alguien dijo “están todos muertos”, me sentí en un texto de Fabián Casas. Encontrar algo afín en ese ámbito improbable, donde siempre repetimos lo que decimos y lo que callamos, me hizo llevar de la memoria a la lengua lo del Liquid Paper del Proceso, las Malvinas y el sida.
El entusiasmo y una falencia en el registro de mi envergadura hicieron volar un vaso de Sprite ya caliente hasta su destino final.
En cuclillas, seco el inesperado lago del parquet. La servilleta roja me deja su color en la yema de los dedos. Las risas burlonas, casi histéricas, hacen el mismo camino que el vaso y me dejan ese color en la cara. (Por dieciocho días no podré mirarme al espejo).
Mientras recojo los fragmentos, las risas se truecan en repetidos “no te cortes” que, sin embargo, parecen desear la herida. Debajo del aparador, queda el último, un largo fino trozo, semicircunferencial, de la parte donde se apoyan los labios. Vidas rotas las nuestras, también, pero, precaución o suerte, sin sangre.

Enero



Un vecino hijo de diez mil putas, sorete con plata, pero no tanta, decidió hacerse su departamento a nuevo. Parece que no le daban los números para vender su depto en este edificio de 45 años y comprarse algo como él quiere. O quizá sea un caprichoso de mierda que, aunque le den los números, desea, incomprensiblemente, vivir acá. Entonces, mientras se pasa un mes y medio, o más, afuera, nos deja de regalo a una caterva de antropoides martilladores de paredes.
Cuando reacomodé mis horarios luego de las tristemente repetidas reuniones del 31 a la noche, cuando el vecino de upstairs terminó sus vacaciones y sus hijos volvieron con su exesposa o empezó la colonia, dependiendo de quién sea la madre; cuando el barrabrava de más arriba se fue con su familia barrabrava, me comencé a levantar de madrugada, cada día un poco más tarde, y ese 5 de enero no me molestó tanto el concierto inaugural de mazazos en las paredes. Habrán llegado a las nueve, pararon al mediodía, después me fui y, cuando volví, tipo cinco, ya no estaban.
Pero no era una cosa de un día. Es una cosa de más de un mes… Como ese día me había sentido bien, con energía, me dormí un poco más tarde. Y al día siguiente la última hora de mi sueño coincidió con la llegada de estos sujetos. Con el correr de los interminables días de martillazos, traté de llevar un registro de los días perdidos. Pero no pude sostenerlo. Demasiado pesado, supongo. Mejor protegerse olvidando, aun sin querer.
No pude dormir la siesta ese día, ni, por ende, alcanzar el descanso. Me quise dormir temprano, pero a las diez de la noche el niño de arriba seguía corriendo… El jueves empezaron a martillar a las ocho y veinte. Y me despertaron. Unos minutos más tarde, de improviso, se detuvieron, pero no pude dormirme de nuevo. A las nueve arrancaron con todo. Supuestamente el portero les dijo que tan temprano no se puede hacer ruido (aunque el reglamento de copropiedad dice que sí, y que el silencio a la hora de la siesta debe ser más largo). Igual, ya me habían cagado el día. Pararon a las doce y media, y volvieron a joder supongo que a las cuatro. Pero yo no pude descansar más.
De nuevo, quise acostarme temprano, y, de nuevo, los de arriba seguían corriendo por el depto a las diez o diez y media. Cerca de las doce me despertaron más gritos y pasos. Después me enteré de que les entró una rata en el departamento. El viernes, otra vez, mi última hora de sueño, la más necesaria, esa que define si descanso o no, se intersecó con la primera hora de martillazos. Y otro día perdido.
Al día siguiente me desayuné con que los sábados también vienen a martillar, a demoler. De nueve a trece, aproximadamente. Cuando terminaron, intenté siesta, pero unos martillazos más ligeros, no contra las paredes, sino como si estuvieran clavando algo, me frustraron el sueño dos veces. Las dos veces quise putearlos, pero en el tiempo que me llevó decidirlo, vestirme y salir al patio, el momento había pasado. Ese sábado quise irme a dormir a las ocho de la noche. No recuerdo si lo logré.
El domingo no sé qué mierda pasó, pero creo que tampoco pude descansar. Eso sí, a las tres y media de la tarde hubo más de esos martillazos leves. Y otra vez se me hizo tarde para mandarlos a las recalcadas conchas de sus respectivas madres.
Mientras, seguía sin poder acomodar mis horarios, sin dormirme lo suficientemente temprano como para completar mi descanso antes de que mis vecinos se levanten y comiencen a agitar el día. Porque, lamentablemente, necesito dormir mucho y porque, lamentablemente, mi descanso se consuma en la última hora de sueño, y es en ese momento cuando más relajado necesita estar mi cuerpo. Algo difícil de conseguir si los escucho traspasando mis tapones en los oídos con sus pasos, con sus voces, con las cosas que se les caen. Los tapones, además, me obligan a una posición nada relajada, una contorsión que usa mi hombro y mi antebrazo como almohada y me dificulta mucho esa última, imprescindible, reconciliación del sueño.
El lunes a la mañana los golpes volvieron a ser mi despertador. Mientras boludeaba con la compu esperando que llegara la hora de la siesta, cortaron el agua. No me enteré hasta un rato más tarde. De lo que sí me enteré fue de sus martillazos deslavazados, dos veces, a la una y a la una y media. Y aunque tardé en salir de la cama y vestirme, y aunque ya habían terminado los breves y leves martillazos, esta vez no me quedé con las ganas y lancé mi queja varios minutos después de que hubieran cesado los ruidos.
El corte de agua, que sólo afectó a los que estamos debajo de ese hijo de puta, fue porque los caños estaban podridos. Y anduvieron mostrándolos como queriendo justificar todo el quilombo, poniendo la reparación en el terreno de lo imprescindible.
No anoté si siguieron martillando ese lunes a la tarde, pero el registro me dice que también fue un día perdido. Y que debí bañarme con el agua entibiada de dos cacerolas. El martes a la mañana, inesperadamente, no martillaron. Y mis anotaciones no son claras sobre mi descanso –o no– de ese día. Creo que no, que por algún motivo no pude descansar por completo. En cambio, sabemos que el agua volvió cerca de las cuatro, después de treinta horas, más o menos.
Esa noche me desperté, como siempre, varias veces, pero una fue inolvidable. Me dolían cuatro o cinco cosas a la vez: el oído, el pie, la panza me ahogaba (reflujo gástrico, dijo la doctora Díaz hace mucho) y ya no me acuerdo qué más.
El miércoles empezaron más tarde, a las nueve y media, y ya consolidaron las trece horas como el final del turno mañana. Igual, no me alcanzó para descansar, porque me atrasé con las despertadas y porque lo inminente de su aparición me anticipa el padecimiento. Porque mi cuerpo sabe lo que viene y no quiere despertarse a los golpes otra vez: así, la última reconciliación del sueño se hace cada vez más improbable, aun cuando no haya comenzado la demolición.
El jueves, además, vino la mucama de arriba. Como siempre, me despertó con sus ruidos. Y a la noche hubo visitas con niños en ese depto, las cuales se fueron pasadas las once. Los demoledores no hicieron nada que amerite anotación.
El viernes a la mañana martillaron como siempre. A las 15:45 recomenzaron con todo. Los puteé un poco y pararon. Retomaron 15:58 y siguieron hasta 18:45. Creo que con algo de siesta zafé la segunda parte del día. Después salí a la calle y al ver que se habían llevado el volquete que llenaron con el producto de sus golpes me ilusioné con que estaban por terminar…
Error. El sábado a la mañana vinieron otra vez y, obviamente, me despertaron. Por suerte, logré pegar una siesta para que el día no fuese un absoluto desastre. El domingo ponele que zafamos. Lunes y martes creo recordar que me despertaron varias veces a la mañana, pero sin llegar a desvelarme, como si no martillaran tanto, tan seguido o tan intenso. Entre eso y la calma que sucede cuando van a alimentarse pude tener dos días aceptables. Uno de esos días logré conocer a una persona y dar unos besos, y alimentar la expectativa de repetirlos la semana siguiente.
El miércoles me cagaron la mañana, pero lo zafé durmiendo una siesta. El jueves no. Entre otras cosas porque una de tantas veces que me desperté fue a raíz de una pesadilla horrible: en ella alguien pasaba caminando junto a mi cama, y me desperté gritando.
El viernes me desvelaron de nuevo. Cuando quise intentar siesta, cuando llegó la tan ansiada una de la tarde, la hora en que se detienen… no se detuvieron. El concierto a dos (o tres) mazas siguió hasta que, quince o veinte minutos después, me vestí y fui a tocarles el portero eléctrico. Me pidieron disculpas, les dije explícitamente “dejame dormir la siesta”, y al llegar de nuevo a la cama, casi sentí el desconocido sabor del triunfo.
Pero volvieron a martillar suave dos o tres veces, no las paredes, sino no-sé-qué. Cada vez que mi frecuencia cerebral se acercaba a conectar con el sueño, los soretes estos volvían a martillar. Hasta que me hinché, les toqué el timbre de nuevo, y al rato bajó un gordo pelado pendenciero y me dijo, siguiendo el manual del albañil, que no eran ellos. Le pregunté quién era, entonces, y me dijo que no sabía.
El forro de mierda ese ni siquiera sabe mentir, porque el ruido venía de arriba, y las casas de al lado sólo tienen dos plantas. No sabe mentir y no le interesa: le alcanza con su presencia y su impunidad. De todos modos, el muy martillador de paredes necesitó victimizarse, mencionando la plata que está perdiendo por respetar los horarios. Cuando salí de la sorpresa, entré al edificio y lo encontré esperando el ascensor. Y alcancé a desarticular su última mentira diciéndole que si labura en un edificio tiene que considerar el tema de los horarios a la hora de presupuestar.
Imposible reconciliar el sueño después de las palabras. Más aún porque las cuatro de la tarde se acercaban ominosas. Llamé a la administración, más para desahogarme que para otra cosa, y la señora que me atendió me dijo que otra gente ya se había quejado y blablabla…
Ya dije que era la una de la tarde. Bueno, no pude dormirme hasta las once de la mañana del día siguiente. Después de muchas horas de una indestructible vigilia atravesada, sin embargo, por la somnolencia, a eso de las ocho mi cuerpo empezó a acercarse al sueño. Mala hora, pues las nueve son la hora en que atacan. Se hicieron las nueve, y las diez, y no martillaban, y logré dormirme a las once, cuando era claro que no vendrían. Antes de hacerlo, me pegué dos sustos cuando tuve, con un par de horas de diferencia, dos puntadas muy desagradables en la frente, que me preocuparon mucho y me hicieron recordar que el cuerpo tiene un límite, que de pronto podés palmar, que hay gente más joven y deportista que yo que ya palmó…
Desde hacía unos días, y como ya no podía levantarme antes de que ellos llegaran, tenía la intención de dormirme muy tarde y levantarme muy tarde, cerca de las diez o las doce de la noche, para ir acomodando mi sueño con cierto margen horario, y esperando tener varios días seguidos sin preocuparme por si se me atrasa el sueño: despertarme a las dos, a las tres o a las cinco, pero siempre antes de las nueve. Antes de las seis, preferentemente, que es la hora en que el vecino de arriba, que inspiró a León Gieco aquello de “es un monstruo grande y pisa fuerte”, se levante, suba la persiana y haga un sinfín de demostraciones de vitalidad.
Todo fue doblemente inútil: porque no vinieron y porque tampoco pude acomodar mis horarios. Ni ese sábado, en que el tiempo estuvo agradable y podría haber hecho algo, caminar, correr, no mucho más, pero algo al fin y al cabo; ni el domingo, que hizo casi cuarenta grados de sensación térmica. Los aires acondicionados goteando contribuyeron a no dejarme dormir. La murga de mierda que viene a joder a la plaza de enfrente, también. Cuando pensé que no venían, cuando mi cerebro estaba apagándose con apacibilidad, a las ocho de la noche, cuando me ilusionaba con dormir de un tirón y despertarme a las seis y conseguir que mis horarios encajaran en los horarios de los obreros, justo ahí comenzaron a golpear los murgueros.
Cerré la ventana, tratando de minimizar el ruido, pero el movimiento me cortó el mambo. El calor y el odio consiguientes me impidieron dormirme cuando terminaron, bastante rápido esta vez, a las ocho y media pasadas. No sé a qué hora me pude dormir, pero fue de madrugada, después de gastar sábanas y colchón dando vueltas en vano, y de prender, por enésima vez, la computadora para pasar el rato.
Las anotaciones terminan allí, pero tengo claro que todos los días de la semana que estaba comenzando fueron días perdidos. Que me despertaron a la mañana, cuando el cuerpo necesitaba un poco más de descanso; que algún día lamenté que mi madre use la otra habitación como depósito de cosas y esté inaccesible ya que esa mañana martillaban en el balcón y, quizá, del otro lado se habría podido descansar. Que una mañana, a las siete, al vecino de arriba se le volvió a caer algo muy pesado y que no me despertó porque no me había dormido. Que alguna mañana traté de dormir sentadx en el inodoro, o en una silla de la cocina, porque ese día parecían estar martillando justo sobre mi cama. Ambos intentos fracasaron. El intento de descansar fracasó. Siempre.
Y que un día de esos en que martillaban en el balcón escuchaba como caían al patio pequeños fragmentos de escombros, audibles pero tan pequeños que no me parecía viable quejarme. Cuando cayó un trozo grande, que sacudió el toldo plástico, fue mi oportunidad de decirles algo. El homínido se asomó al balcón ante mi grito y dijo: “Fue sin querer”. “Tengan cuidado, pueden lastimar a alguien”, le dije. Me respondió que había sido sin querer, que si no hubiera sido así, me habrían lastimado.
Eso me dijo el sorete: que si quería habría tirado escombros hasta lastimarme. En otras palabras, “somos más poderosos que vos, y te podemos hacer mierda cuando y como queramos, no lo hacemos porque no queremos”. Es muy revelador de cierta extracción social tratar de demostrar poder cuando sólo se tiene un escaso poder, que, en general, proviene de la fuerza.
Lo último que alcancé a decirle fue que si rompían el toldo lo iban a tener que pagar. Llamé a la administración nuevamente. La señora esta vez me dijo que espere y tras un par de minutos me informó que se trataba de un arreglo particular, que tengo que hablarlo con el propietario (o sea, tengo que pedirles a los albañiles tan amables el teléfono del dueño), que la administración no puede hacer nada… Y que pueden estar dos otros meses (sic) así.
Así pasó toda la semana. De la ilusión del fin de semana, “ahora acomodamos los horarios y arrancamos” a la renovada comprobación del fracaso, a la acumulación de los días perdidos y a la cada vez más lejana posibilidad de reeditar esos escasos pero deseables besos.
Ni da ponerse los lentes porque no voy a ir a ningún lado. Ni da subir la persiana porque entran el calor y los mosquitos, ni da sacarse los tapones de los oídos porque cuesta ajustarlos y capaz que en un rato intento, otra vez, dormir. Ni da mencionar mis altibajos térmicos y glucémicos porque no sabría explicarlos. ¿Da decir que subí más de dos kilos en un mes? Porque como bastante antes de cada intento para no despertarme con hambre en el medio del sueño y tener que comer. Pero si como mucho, o si me acuesto justo después de comer, aparece el reflujo gástrico, y entonces no puedo dormirme, o tengo que intentarlo durmiendo casi sentadx.
El sábado no sé si dormí algo –siempre insuficiente–, ni a qué hora, o si pasé la noche en vela. La cosa es que quería –¡necesitaba!– dormir. Aparte, tenía la ilusión de que los martilladores repitieran lo del sábado anterior y no vinieran. De pronto, a eso de las ocho de la mañana, escuché voces en el patio. Mi madre había comprado un aire acondicionado y, sin avisarme, iban a instalarlo.
Entonces no tenía martilladores a diez metros… ¡los tenía al lado de mi cama! Igual, no fue tan tremendo como pudo haber sido porque los martilladores de arriba finalmente vinieron y ejecutaron su concierto de martillazos y amoladoras. Se sumó el vecino de upstairs, cuya voz escuchaba dándole indicaciones a su propio martillador y taladrador. Todos confabulados en seguir horadando este edificio, que ya debe parecer un gruyere de tantos agujeros.
Así que mi imposibilidad de descansar esa mañana no podemos atribuírsela a mi madre. Ella, como siempre, me mintió: me dijo que en una hora terminaban. Salí a dar una vuelta, porque no es lo mismo un martillazo a algunos pisos que uno a dos metros. Volví al rato, y así como entré volví a irme porque seguían trabajando en la instalación, y sin ponerse de acuerdo sobre dónde colocar la parte que va dentro del departamento ni la que va afuera.
Luego traté de señalarle a mi madre algo de todo esto y de hacerle notar que me doy cuenta de cómo se caga en mí, de que para ella es más importante el aire acondicionado que mi salud. De todo lo que me dijo, recuerdo dos cosas: que no sabía de mis problemas para dormir este mes (curioso desconocimiento para alguien que, según comentó una vez, sabe que después de cagar uso el bidet y no papel) y cuando sugirió que lo había comprado por mí. Justo por mí, que milito en contra de esos artefactos. Y algo más: cómo retorcí el rollo de papel de cocina tratando de liberar sin consecuencias tanta frustración e impotencia.
Llegaba la ansiada una de la tarde, mi esperanza de dormir. Mi cabeza se acercaba al sueño, los martilladores contumaces terminaban su faena, pero el de arriba y los de acá seguían. Le pregunté a mi madre a qué hora iban a terminar, le dije que la una deberían hacer silencio. Me dijo que a la una y media. Por supuesto, no fue así. A esa hora más o menos terminó el de arriba. Pero los de acá seguían siguiendo. Entonces me propuso decirles a los instaladores que dejaran todo como estaba hasta ese momento. O sea, seguir exponiéndome como the freak one…
Tipo dos terminaron los sonidos intensos, pero no pude dormirme hasta las cinco porque, pese a los tapones en los oídos, escuchaba su trabajo en el patio y, sobre todo, porque me habían cortado el momentum. A las tres, de nuevo, martillazos de esos que no son a las paredes ameritaban una buena puteada a las larvas de los martillazos interminables. Pero los instaladores seguían acá, y me dio vergüenza seguir aumentando mi imagen de persona un poquitín desquiciada.
Probaron el equipo, que hace un ruido enorme, quedó pendiente hacer una extensión de la conexión eléctrica, se fueron, y a eso de las cinco me dormí. ¿Hasta las tres de la mañana?, ¿hasta las doce, y con tiempo para pegar una siesta en la madrugada? No. Hasta las nueve de la noche.
Un nuevo desvelo, y ya no me acuerdo a qué hora –era de día, no sé si eran las seis de la mañana o las cuatro de la tarde–, cuando mi desesperación rompía récords, recordé unos Rivotriles de los que tomaba mi padre, a los que mi madre rescató y dejó semiescondidos en una cajita que está en el living. Estaban vencidos y eran de dos miligramos. No importó: después de años de no clonazeparme, traté de partir la pastillita en ocho, y terminé ingiriendo unos fragmentos imprecisos y minúsculos, más apropiados para jalar que para tragar.
La cantidad de clona que haya habido en esos trocitos me dejó dos o tres días medio zombi, pero sin tanto cansancio. Tipo que no daba ir a correr, pero al menos una parte de la cabeza no parecía estar tan irritada. Y de pronto otra vez era viernes.
Ya volvieron los vecinos barrabravas con sus gritos y su hijo adolescente que no coge ni se pajea, pero corre solo en el depto (o tiene convulsiones, no sé) y hace vibrar paredes, pisos y el llamador de ángeles a las dos de la tarde. Algunos de los momentos en que los martilladores se alimentaban permitían oír y sentir la calma… ¡Un mes de calma sin esa gente que vibra para la mierda! ¡Lo que habría sido! Revivir la tranquilidad que supo haber alguna vez. Pero no. Martillazos. De nuevo. Pum pum pum pum.
Los martillazos suenan doble. Se escuchan por el aire y por la pared. Con los mazazos contra las paredes no se nota tanto porque ambos sonidos terminan confluyendo en sola vibración, multiplicada por todos los golpes que da ese hijo de puta, multiplicada arrítmicamente por las dos o tres personas que golpean a la vez. Pero cuando martillan otra cosa, algo que suena a baldosa, claramente se perciben los dos sonidos del mismo golpe, que te golpean como en un uno dos casi infinito.
En este mes, finalmente, viví seis días –y otros cuatro a medias–, subí más de dos kilos, fui a correr tres o cuatro veces, casi no salí de la cama, casi no hablé con nadie (salvo con los homúnculos que martillan). En los más de ocho años que pasaron desde que, nuevos vecinos mediante, perdí la posibilidad de dormir cuando el cuerpo pide, no sé cuántos días perdí, cuántas chances de comunicación o de placer perdí, cuánto envejecí… Y lo más tenebroso es que cualquier lugar al que me vaya a vivir será igual, o peor, y más pequeño.
Ya empezó febrero y los martillazos siguen. Ayer sábado me despertaron a las ocho y media… ¿Cómo describir la sensación de no saber qué hacer, ni cuándo van a terminar, de no poder imaginarte descansando? No sé cuándo voy a poder descansar, cuántos días me va a durar ese descanso ni el precio que mi cuerpo y mi cabeza me van a cobrar por este verano.

El paso del tiempo



Nada tan contundente para marcar el paso del tiempo en el corto plazo.
Una semana no dormís bien, otra semana medio que tampoco. Un día se te rompe un diente de adelante… Y nunca más la vas a ver así. (¿Y nunca más la vas a ver?).
Ni a tocar.