martes, 14 de febrero de 2012

Te dieron la vida. (Me dieron la muerte)

Me escucho a mí misma gritando “¡ey, ey, ey, ey, ey!”. Eso es lo primero que escucho. No sé si me despierta ese grito apremiado y apremiante porque el dolor es continuo o si es el dolor, en el pecho, apenas más arriba de la línea de los pezones, apenas a la derecha del eje de simetría, el que me despierta.
Sentada en la cama, con la mano –con la yema de los dedos– en el lugar del dolor, trato de ubicarme en tiempo, espacio y circunstancia.
Ya pasó, me digo, ya no duele.
Recién ahora, escribiéndolo, pienso en si no fue un sueño. Pero ninguna de las veces que me despierto ahogada, incluso a metros de mi cama, tratando desesperadamente de respirar, es un sueño: sucede algo antes de que me despierte, y yo, aun dormida, respondo a eso que sucede. No creo que haya sido un sueño, además, porque mis sueños suelen ser intensos y lo habría tenido presente en ese mismo momento.
Mi madre, que se despertó con los gritos, abre la puerta sin tocar y desde el límite entre el pasillo y mi pieza me pregunta qué pasó. Dice que tengo una angustia de puta madre (sic) y me ofrece un vaso de agua. Me acuerdo de un hecho que me contaron una vez, y pienso: lo único que falta es que traiga el agua en un vaso de whisky, tallado, retacón y cilíndrico como los que hay en el living. Nop. Tienen demasiado polvo encima, solo son decorativos. Seguro que trae uno de la alacena.
Cuando recién me despierto, apenas si puedo hablar. Mucho más si la vuelta a la vigilia es tan abrupta. Alcanzo a decirle que no. No por el vaso, quizá por la historia que recordé, sobre todo porque no tengo sed. Me doy cuenta ahora, y me pregunto qué puto poder se depositará en un vaso de agua para que sea casi un reflejo ofrecerlo en una situación así.
Ya está, ya pasó. Me saco el tapón del oído izquierdo, el único que me quedaba puesto, y pienso en que un día no va a ser así. En que el dolor no va a pasar, en que el “ey, ey, ey” va a ser no sólo inútil como este, sino que va a ganar en desesperación; en que voy a sentir cómo se me rompe el cuerpo, en que ya no voy a poder agarrarme más, en que se va-me voy-me lleva. En que me voy a morir.
Alguna vez me han dicho (probablemente yo estuviera despotricando contra mis xadres) que ellxs me dieron la vida. Se la podrían haber guardado, no se la pedí, una cosa así habré respondido. Ahora agregaría que dar la vida implica dar la muerte. Dar la enfermedad y la muerte. Y la probabilidad de la agonía. Más allá de toda la mierda que los xadres pueden darte, te dan la muerte.
Y todavía hay gente (de mierda) que insiste en la patología y tiene hijxs…

Ropa

Mi madre tiene una percepción equivocada de mí. Entre las muchas manifestaciones de ese error está la ropa que me compra, que siempre me queda grande. Otra de sus características es que cuando tiene algo de guita, gasta. Como si en la transacción quisiera obtener otra cosa, además de lo que compra.
Corte que la otra vez me compró un pantalón, y, obviamente, me quedaba grande. “Un talle menos”, le dije cuando me preguntó cómo me quedaba. Pero no lo cambió por un modelo igual, sino por otro distinto, y entonces mi recomendación fue inútil. Me lo probé, y en un acto de autopercepción equivocada, me pareció que me quedaba bien.
Cuando me lo puse para usarlo, descubrí mi error. Se me cae solo, y aun con el cinturón a tope, hago un poquito de fuerza con las manos tirando para abajo, y me quedo en culo. Es decir, me queda grande en el abdomen. Pero en los muslos más bien me aprieta. Y de largo se zarpa un toque. No es la primera vez que me pasa que un jean me queda bien de una parte y mal de otra, lo cual me lleva a dudar si no estarán mal confeccionados… o si yo no soy deforme.
Para estas fiestas parece que andaba con plata, y me compró dos mallas-bermudas-comosellamen. Una pasable, de un solo color, y otra, impresentable, a cuadros, con un cordón y ojales en el frente. No podría describirla mucho más porque una mirada fue suficiente para descartarla (y para aprobar la otra). En vez de cambiarla por otra prenda, tal vez para no equivocarse, la canjeó por un vale de caja.
Así, yo tenía 75 mangos free en ese negocio horrible, berreta y entre sagra y anticuado donde compra siempre, en cuya vidriera nunca encuentro nada atractivo cuando paso por allí y, cumpliendo no sé  qué mandato, me sale detenerme a mirar. Voy una tarde al lugar, repaso la vidriera una y otra vez, y saco cuentas mentalmente ante cada cosa que podría interesarme. Con otra malla como la que estaba bien ya tenemos 45 mangos. Eso y algo más. ¿Qué? Una remera lisa con un bordado del mismo color en el pecho… 49 mangos. No. Me voy al carajo con los números. Una chomba, también lisa, 39 pesos. Puede ser. 84 mangos, tengo que poner nueve pesos. Podría ser. Pero el cartelito aclara que el precio se debe a la falta de talles y colores… En el sector menos visible de la vidriera descubro unas remeras lisas, sin el bordado ese. 29 mangos. No hay un solo color que me guste realmente, pero, con voluntad, puedo elegir el azul. 74 pesos. Perfecto.
Hago la cola, me atienden, le explico a la vendedora, le pido una malla “como esta que tengo puesta, esas que están ahí en la vidriera”. Nop. “M no nos queda. Solo hay L”. Todas las cuentas se me van a la mierda en un segundo, en una negación. ¡Ya sé! Las chombas. 29+39, 68. Una chomba, una remera y algo más. Unas medias, sugiere ella. Dale. ¿Tenés una chomba negra? Sí. ¡Bien! Dentro de todo…
“Mirá, la negra es L”, me dice, trayéndola desplegada como una bandera de esas que cubren toda la tribuna. A simple vista me queda enorme. Tal vez yo y mi hermano juntos entremos ahí adentro. Pero sólo para mí es un exceso. Previsora, me trajo también unas M en dos o tres colores. Elijo la roja, y me dice que me la pruebe. Espero a que se desocupe el probador. ¡Y me queda mal! Me queda cuatro o cinco centímetros más larga de lo que me gustaría. Supongo que en los hombros también me quedará grande. Pero en lo primero y único que reparo es en el largo.
Igual, le digo que está bien, porque no sé qué pedirle si la rechazo. Y porque ya se siente que estoy extendiendo el tiempo de atención sobreentendido. Ya sé que soy yo quien fue a comprar y que los vendedores están para atender, pero llega un punto en que temo ser como esos clientes insoportables que parece que no van a comprar, sino a joder. Y en cualquier ámbito, cuando es evidente que la cosa no fluye, me frustro mucho.
Recorremos todo el local hasta la calle para que pueda mostrarle la remera que quiero. El azul sigue sin gustarme, pero los otros colores siguen siendo peores. La remera ni me la pruebo: no me dijo, no se me ocurrió decirle, y me imagino que no quise correr el riesgo de seguir desanimándome…
68 mangos. Faltan 7. Las medias que me ofrece están a 25: okey, son tres pares, pero ya me molesta mucho tener que poner plata yo cuando se supone que me están haciendo un regalo, no voy a poner 18 pesos. Eso sí se lo digo. Un par por 17, sugiere. Bueno, dale. (Terminemos esto). Ya sé que salgo perdiendo, aunque lo noto mucho más claro ahora que lo escribo. Diez sopes de mi bolsillo y basta de tienda de ropa.
Antes de hacer la cola en la caja, me acordé de preguntarle si tenían jeans con botones. Me dice que no. Por suerte. Porque si tenían, me iba a ver en la obligación de pedirle que me mostrara o en la de volver, porque es difícil encontrar jeans con botones. Ya en la calle se me ocurren otras combinaciones: dos remeras y las medias son 75 mangos clavados. Tres packs de medias también. Too late.
Ahora mismo tengo puesta esa chomba rojo Bart, y no me gusta nada. La remera sigue en la bolsa, y las medias cumplieron con darme ese gran placer que siento cuando estreno un par de medias y camino como sobre copos de algodón. (¡Las medias!, eran las medias lo que tenía que comprar. Remeras tengo banda, las medias se gastan más. Eran las medias, carajo).
Con los días de uso de la malla, voy dándome cuenta de que también me queda grande. O está diseñada pensando en alguien con una hernia inguinal o me queda grande. Hasta que un día, al ponérmela, veo que dice L… La otra mañana, mientras espero que me saquen sangre, el ayuno me aguza la vista y veo que en una pernera tiene, de punta a punta, del elástico hasta abajo, una marca, como si alguien hubiese tirado de un hilo suelto. Me acuerdo de la tarde en que fui al negocio y un señor le preguntaba al vendedor que lo atendía si no le podía dar una ¿remera?, ¿camisa? que no tuviera tantos hilos sueltos…
Le digo a mi madre que nunca más compre ahí. Cuando, instado por el bulto que forma tanta tela de más, agrego que no soy L, que ni a palos puedo ser L, por supuesto, se pone en víctima. ¡Sólo en un negocio de ropa para chicos puedo ser L! La puta madre, vean la realidad.
Retomo.
Odio comprar ropa. Y esta experiencia me lo recuerda y actualiza. Odio comprar y en particular odio comprar ropa. Porque NADA me queda bien. Porque al hecho de tener que relacionarme con esa subespecie llamada “vendedores” se suma que los modelos son muchos y varían de negocio en negocio, a diferencia de las zapatillas, por ejemplo, que en todos lados son más o menos las mismas. Al ser tantos, incluso en un solo negocio, y como no da probarse más de tres o cuatro prendas, si no tenés suerte en el golpe de vista que te hace pedir esa y no otra, estás jodid@.
Nunca las condiciones de compra son las óptimas, pero hay pocos lugares como estos (pienso en la compra de drogas ilegales; no se me ocurre otro) donde se esté tan lejos de poder acceder a la información suficiente para tomar una decisión apropiada.
Igual, si alguien sabe de algún lugar donde vendan jeans de tiro bajo con botones, que avise. Pero me van a quedar mal. Yo sé que me van a quedar mal.

Beso

Beso
en un banco
de una plaza
una noche
después de una fiesta.


(“Beso” * Marina Kogan)


Toda la noche de ese 31 miré hacia aquella esquina, hacia el cordón de la vereda. Antes y después del brindis, cuando estaba sentada en un taburete cuya vista atravesaba el ventanal y llegaba directa hasta allí, o cuando cambiamos lugares –y entonces me daba vuelta–, o cuando salía al balcón, desafiando mi vértigo, y no miraba los fuegos artificiales (¡mirá!, ¡qué lindo!, ¡uh, allá!). A cada rato miraba, como si una de esas miradas fuese a reconstruir nuestra imagen, en un cordón de una vereda una noche después de un recital.
No hubo beso esa noche. Es muy Olga esto, lo sé. Pero es así. Hablar no de lo que tuve, porque no lo tuve, sino de cuando estuvo cerca. Mejor dicho, de cuando lo percibí cerca. Y aunque la falta de referencias puede confundir la percepción, quizá no haya sido una lectura equivocada: lo que para mí es cerca para otros puede ser muy lejos.
Un beso en el cordón de una vereda, esa noche, después de un recital, no parecía un artificio ni un logro. Hasta podía verlo natural, una continuidad de las miradas y del entorno, de las risas y del aire que por nosotros había a nuestro alrededor. Capaz que es así cuando es, capaz que leemos parecido este momento, que coincidimos en el próximo cuadro de la historieta. Por este instante y, tal vez, seguramente, no más allá (aunque uno siempre va a querer más).
En los dibujos animados suelen aparecer un diablito y un santito en el hombro de algunos personajes, incitándolos al bien o al mal. Yo podría decir que tenía a la hinchada de mi equipo en mi hombro izquierdo alentándome. Pero la hinchada esa, como todas, son una banda de paqueros y mercenarios. No tengo metáfora, entonces, para ilustrar esa sensación, ese impulso extra que me llevó a preguntar: “¿Me dejás que te dé un beso?”.
(Que ningunx diga “qué boluda esta Olga, cómo va a preguntar”, porque no es así. Para mí no es así, y menos en esa situación).
Y me dijeron que no. Obviamente. Olgamente.
Entonces ni siquiera fue un problema pensar en si mis besos le iban a gustar.

Conviviendo con un psicópata

Cada vez que lo veo a C, habla de sus vecinos. De la mierda que son sus vecinos, de que no lo dejan dormir, de las peleas y los gritos que tiene que oír, de que ponen la música fuerte, de que cogen o corren arriba de su cabeza. El otro día dijo que se dio cuenta de que no es casualidad. Que un día notó que si la gente del piso de arriba estaba en su depto, el tipo del piso de más arriba no ponía la música fuerte. Pero que si no estaban, sí. Y que eso había pasado las suficientes veces como para que no pudiese considerarse casualidad.
Y de que una de esas veces en que la música impedía no solo dormir, sino cualquier cosa, salvo oírla y sentir que te estaban invadiendo y violando tu casa y tu descanso y tu salud, una de esas veces en que era inútil tocarle el timbre, gritarle o golpear la pared, C vio con claridad que ese tipo era Nelson, el compañero de Bart. Era el bravucón del grado que tiene el poder de sacarte la mochila, y lo disfruta, y también tiene el poder de que vos no puedas hacer nada para recuperarla, y disfruta aún más cuando, inútilmente, lo intentás y te chocás con tu impotencia y, por ende, con tu explícita insignificancia respecto de él.
El psicópata de mierda este es un vecino ejemplar: saluda a todos, integró la comisión de propietarios, incluso saluda a C cuando se cruzan en la entrada o en el ascensor. Pero después, en su casa, se transforma, y sale al balcón gritando “si no les gusta, que se tapen los oídos” antes de poner su música estremecedora.
Es en su casa, y no en el pasillo, donde denigra a su familia gritándoles “si yo no traigo la comida a esta casa, ¿ustedes qué comen?: ¡mierda comen!” o “en ese colegio son todos unos boludos y vos sos el más boludo de todos”. Y donde amenaza a sus hijos con golpearlos. En Facebook tiene una foto con su hija besándolo a la que tituló “Beso”. Pero es en la casa donde la nena dice “no me toques” (no dijo “no me pegues”, dijo “no me toques”), donde él amenaza con calentarle la cola o con romperle la boca, donde la nena se esconde debajo de la cama para evitar no se sabe qué cosas (C no lo sabe), donde ella quiere cerrar la puerta de su pieza y el tipo le exige a los gritos que la deje abierta.
En el pasillo y en el ascensor es el tipo más sensato del mundo. Y hasta pregunta por qué le tocan el timbre si no era él quien tenía la música fuerte, cuando no sólo es evidente que es él, sino que C lo escucha cantar. Y ahora escucha los gritos provocadores en el balcón. (A veces con su familia también es sensato, y le pide a su hijo que no haga ruido porque “hay un chico abajo”, refiriéndose al bebé del piso de arriba de C. De golpe, le importa el chico de abajo. Los vecinos de más abajo... Esos no). Y en alguna reunión de consorcio llegó a decir: “Tenemos que ser solidarios entre nosotros, tenemos que cerrar la puerta del ascensor, y no dejarla abierta” (!).
El bullying de consorcio que contaba C tuvo un punto crítico una noche en que volvía a su casa con la presión baja y desde la esquina vio que había un tipo parado cerca de la puerta del edificio. A esa distancia C no distinguía si el tipo estaba en la casa de al lado, en la suya, en la de más acá. Cuando estuvo cerca, comprobó que era junto a la puerta de su edificio, y le pareció que era el tipo este, pero llegaba de última y tenía la energía justa para meter la llave en la cerradura. Tan de última que hasta se sorprendió cuando se encendió la luz de la entrada, que detecta movimiento.
Entonces se dio cuenta de que no se había cortado la luz, y, más tarde, de que el tipo llevaba minutos ahí, quieto, esperando no se sabe qué. C tuvo total certeza de que era el tipo ese y no otro días después, cuando oyó su vozarrón y sus carcajadas junto al ascensor, hablando con alguien (¿con otro vecino?), diciendo “caminaba así” y dando un par de pasos con la cabeza y los hombros bajos y las piernas flojas, como C reconocía haber caminado esa noche de baja presión.
El psycho este, como buen psycho, huele las debilidades, y ataca allí con la persistencia obsesiva de un enfermo tratando de instalarse en el lugar del macho alfa del edificio. C supone que es una venganza del tipo este debida a las varias quejas que hizo a la administración por los ruidos provenientes de ese departamento, las cuales incluían referencias a las frecuentes situaciones de violencia familiar, algo que el psicópata, el vecino sensato, el padre ejemplar que paga 800 mangos de colegio, busca ocultar entre las paredes de su casa.
Yo escucho a C y digo que además de eso, hay una voluntad muy profunda por parte de este tipo de hacer lo que quiere cuando quiere, y encuentra en este conflicto, generado por su desconsideración y su desprecio por los demás, una excusa ideal para dar rienda libre a su ser profundo. Todos queremos eso, seguramente. El tema, en todo caso, está en cómo manejamos la cosa cuando no es posible. El vecino psicópata de C reacciona exaltado ante la administradora del edificio y grita “nosotros somos los Psicópatas, nosotros tenemos contactos” cuando la mina le sugiere participar de una mediación. Y a la vecina que sí va a la mediación, el psycho le dice: “No les dé el gusto, no se mude”…
C deberá salvar la distancia que el especialista en bullying de consorcio impone desplazando el aire con su vozarrón aciago, y tendrá que enfrentarlo de algún modo. No necesariamente exitoso (difícilmente exitoso). De un modo que rompa la dinámica de tenerla adentro todo el tiempo, la lógica de la sumisión y la impotencia, la naturalización de lo que no debería ser natural.

Again and again

Hace más de dos años, en noviembre de 2009, cerca de mi casa se hizo una exposición de objetos que me gustan mucho. Fui, y supongo que la pasé bien. Mientras la recorría, varias veces se me hizo evidente que me habría gustado compartir ese momento con alguien. No con cualquiera, con alguien que –yo pensaba– podía entender más o menos qué me pasaba, porque algo sabe de mí; con alguien frente a quien, tal vez porque sabe de mí, no tenía historia en mostrarme como una criatura de cinco años.
No pudo ser esa vez, ni el año siguiente, cuando se hizo, más lejos, otra exposición similar. Este año que pasó volvió a hacerse cerca de casa, y de nuevo me ilusioné con poder compartir ese momento. Pero tampoco fue posible. Incluso agité con que aquella noche de hace más de dos años yo había sido feliz. La verdad que no tengo el medidor, no sé cuándo uno pasa de contento a feliz. Sé, en cambio, que los recuerdos engañan. Esta última vez estuve hecho mierda, cortesía del mal descanso que se empeña en darme uno de mis vecinos soretes, y varios de los objetos que quería ver se expusieron en otro lugar sin que nadie avisara.
Me recuerdo sentado en el banco de una plaza, enfrente del lugar de la exposición, cabeza caída, ojos cerrados, tratando de reponerme, mientras hacía tiempo vanamente por si llegaban algunos de esos objetos que tanto quería volver a ver. Sin embargo, hace poco encontré en la web una foto de esa noche, y casi comento en el sitio donde la publicaron algo así como “qué buena estuvo esa noche”. ¡Mentira! Apenas si zafó, creo.
Y entonces qué sé yo si fui feliz en 2009. Sí sé que quería compartir eso y no pude.
Hace justo dos años tocó G en el Konex. No tenía con quién ir, y, pese a eso, fui igual. En la esquina de la placita el movimiento de mi panza me hizo tomar la decisión de doblar para el lado de Rivadavia y no para el lado de Sarmiento. Buena decisión, porque llegué a casa apretando los cantos y no sé si aguantaba cinco minutos más. Eso fue todo. Después del bidetazo ya estaba 0 km. Pero era tarde. Y no hubo G esa noche.
Tampoco hubo G el año pasado, cuando tocó de nuevo en el Konex. No me enteré, no tenía con quién ir, y seguramente no me enteré por no tener con quién ir, y no fui. Me enteré esa tarde, mientras esquivaba, tan in extremis con la diarrea aquella, un ataque de pánico.
Este año sí fui. Aunque, como siempre, no tenía con quién ir. Aunque es una cagada ir solo a un lugar, y más cagada es volver solo. Desde antes de salir sentía que mi cuerpo no estaba al 100%, por más que comí casi una caja de ravioles y una banana justo antes de tomar el colectivo. Y por más que llevé un jugo Ades para el camino, a la altura de la esquina de la plaza fue evidente su inutilidad. Y no me animé a entrar. Para sufrir como sufrí el último recital, para estar pensando qué hago si me siento muy mal, para estar pensando en cómo me siento, mejor no.
Y no entré. Me quedé cuatro canciones junto a la reja, pero G no es un tipo que se pueda disfrutar así. Incluso me escondía por si se daba vuelta y me veía a través del hueco en la lona. Aparte, su público tampoco es de quedarse afuera, y no había nadie. Sólo yo, sin documentos, y una vez en ese mismo lugar la gorra me pidió documentos, y mucho rati alrededor, y un auto que se para a mi lado mientras meo junto a un árbol en una vereda desierta… Mejor tocar.
G tocaba esta canción cuando yo daba la última vuelta manzana antes de desistir y volverme.
Hace dos años tocó otra banda en el Konex, y verlos al aire libre prometía ser más llevadero que un show en un lugar cerrado y lleno de humos. Tocó tres veces, y me ilusioné con ir cada una de esas veces; con ir con alguien y no cagarle la noche con preocupaciones acerca de mi estado. No fue posible. Ninguna de las tres. Incluso fui una vez para ver cómo era el lugar, y fue entonces cuando me quedé junto a la reja. Pero el reconocimiento del terreno no sirvió para nada.
El año pasado tocaron de nuevo (ese lugar suele repetir su programación de verano :p) y también me ilusioné con si alguno de esos tres jueves… y tampoco tuve compañía, y otra vez terminé una de esas noches junto a la reja.
Este año ni fui. Alguno de mis malestares recurrentes habrá ocurrido cada una de esas noches, pero casi seguro que no fue por eso, sino para no sentirme como me siento a veces, cuando trato de hacer cosas que no son, pero hagamos-algo, y termina pintándome una sensación de pérdida de contacto con el entorno (porque lo único que hace contacto con el entorno es mi cabeza, una ilusión que ella crea), y del consiguiente desasosiego a la taquicardia y la descontención previas al panic attack no estamos lejos. Y estamos justo en ese desasosiego y en ese vacío que de por sí son una sensación de mierda. Física y espiritual.
Entonces, elijo evitarme la posibilidad del desasosiego, y también la de volver solo, y la de sepultarme una vez más con la comprobación de la desconexión, de que no puedo dejar de estar afuera. Y la de terminar, como la otra tarde, en la estación, a donde llegué no sé por qué, pero sí sé que me quedé un rato esperando que llegara el tren, viendo bajar a la gente, actuando como si esperara a alguien, pero sin esperar a nadie.
Podría haber escrito esto hace dos años, hace un año, ahora. Podría escribir ahora sobre las chicas que usan havaianas, sobre los médicos que no aciertan una, sobre mis análisis que están bien mientras que yo me sigo sintiendo mal, sobre las medias nuevas, sobre las extraccionistas que te dejan hematoma (esta va con nombre: Ariana Martín, porque ese lugar es muy top, y el aire acondicionado congela, y los empleados tienen un cartelito en el pecho con el nombre, aunque la plataforma para apoyar el brazo tiemble como un metegol en una vereda rota), sobre las monedas que encuentro en la calle (1,75 hoy, 2,20 ayer).
Vuelve el verano a la ciudad, dice un cartel en una plaza que conozco, pero todo se posterga para un futuro que ya no va a llegar. Todo es tan igual como antes. O, si no, es peor: las piedras que trato de quitar de encima mío son ilevantables y me dejan con cada vez menos fuerza física y mental; el SUBE ahora es casi obligatorio y promete serlo del todo; el examen de salud de la UBA es más obligatorio que antes; las cámaras de seguridad se multiplican y permiten identificar incluso a quien sale de un locutorio, como le pasó al chabón que extorsionaba por el caso Candela; el cartel que pusieron en Seguridad Federal informa que allí funcionó un centro de tortura y exterminio (lo cual probablemente sea cierto), pero no ejercita la memoria respecto de los veintipico de integrantes del Estado que murieron en la bomba que puso Montoneros; mis vecinos son cada vez más desembozados en su provocación y en su hostigamiento, los sionistas siguen mintiendo y preparan el clima para el ataque a Irán diciendo que no es posible que un país como ese, que amenaza con destruir a otro, tenga armas atómicas, aunque no sólo es posible, sino que se acepta y se favorece que un país que oblitera la existencia de otro, que viola durante décadas la legalidad internacional, que sigue matando, tanto en su territorio como en el extranjero, con la aquiescencia de Occidente o que regularmente comete crímenes de guerra, tenga armas atómicas; los besos que me doy en los brazos no me alcanzan (y no llego a besarme la cabeza).
Lo único que mejoró es que ahora el súper redondea automáticamente a favor del cliente: la otra vez mi compra sumaba 6,84, pero de eso sólo me di cuenta cuando la cajera me dio el tique (¡ticket!) y vi que tenía un ítem nuevo: “Descuento redondeo”. Porque ella dijo que eran 6,80. Y la pantalla también decía que eran 6,80.
La serie de repeticiones es incesante. Inquebrantable. Tal vez sea inevitable en alguien que viene de una familia donde se repiten palabras, conductas y hasta enfermedades. La circularidad se ve irrompible, y, si trato de romper el círculo, seguro que hago un rayón, que rompo la hoja, que va a ser para peor.
Encima, mi cuerpo no me ayuda, y no me permite romperla ni a trompadas ni a panzazos. Ni con la mera presencia. Y mi cabeza, tampoco. Ni con palabras ni con ideas puedo. Cada cosa que invento o que intento no resulta. Entonces, busco decir acá, una vez más, lo que no puedo decir en ningún otro lugar. Porque estoy diciendo algo (porque estaría definitivamente jodido si no me saliera decirlo). De todas las maneras que puedo y considero que no van a ser para peor, lo digo. Y no me ven o no me escuchan o no quieren o no pueden o no les importa. Hasta la médica que me atiende ahora está de vacaciones, y me medica por teléfono, en una llamada de larguísima distancia...
Yo todavía trato de agarrarme de algo. Quiero tanto agarrarme que de nuevo considero comprarme una cámara de fotos, pero, como hace cuatro años, si había algo de guita, se va en análisis y remedios. Y entonces vuelvo acá, a tratar de agarrarme de-con las palabras, aunque ellas también me agarren a mí, o aunque puedan ver de qué locutorio salgo o enterarse de qué bondi me tomé si voy a postear a un lugar sin cámaras de seguridad.
Vuelvo y digo.