viernes, 24 de noviembre de 2023

O les terminás pegando un tiro

La Polaca

Una rubia compacta en sus early 30's no para de dar vueltas en la pista. Tal vez lo hace sin pausa, tal vez para y arranca, como yo, que ya estoy de última y no puedo completar mi tercera milla; pero a cada rato pasa sacudiendo el aire por el carril 1. En una de mis paradas para recuperar el aliento escucho la pregunta que, cuando entra en la recta de la avenida, le hacen los dos cuarentones fit que charlan cerca de la salida porque ya terminaron sus varias pasadas. “¡Polaca! ¿Cuánto hacés hoy?”. “Cincuenta”, responde ella con la voz firme pese al esfuerzo. Entiendo que se conocen, no puedo inferir si dice que va a hacer cincuenta vueltas, cincuenta series o qué cincuenta.
Yo termino mi tercera milla de a pedacitos, hago unas pasadas que cuento como parte de la cuarta, y, cuando me estoy yendo, porque todavía me faltan cuatro kilómetros hasta mi casa, los tres personajes están hablando junto al portón. La que habla es ella y está diciendo que le propuso a alguien –no sé en qué contexto– mostrarle “este cuerpo” desnudo diez minutos, sin tocar, sin teléfono ni fotos, por diez mil dólares. Y que a otro le propuso algo similar por cincuenta mil. Cuando habla de “este cuerpo” acompaña la frase extendiendo los brazos y configurando un movimiento tipo vedette o bailarina.
Dos cosas veo de inmediato en ese fragmento de diálogo. 1: que la Polaca está tan fuera de mercado que en realidad no quiere hacerlo. No quiere que ninguno de los involucrados acceda a la imagen de ese cuerpo desnudo, sólo a los metros cuadrados de piel que deja ver la ropa que usa en la pista. 2: que si saca el tema es para calentarles la pija a los cuarentones.
Ojalá yo reconociera siempre la enfermedad tan fácilmente. Las enfermedades: la que manifiestan las ganas de usar el poder real que tiene para refregárselo en la cara a otro/s, como si fuese una torta de crema de Los Tres Chiflados, y la que se ve en su necesidad de inventarse un poder aún más grande. Y ojalá también pudiera siempre ratificar ese reconocimiento con datos, como en este caso. Porque una escort puede estar cobrando 20 lucas, 30, 50 si es la gran cosa. Podés pedir 100, o 100 dólares, en honor a la redondez de los números y porque no sos profesional, lo cual, curiosamente, sube el precio. Ponele que podés pedirle 200 a un desesperado por cogerte.
El resto es ruido, Pola. Y con esa actitud, ni una paja valés. Aunque esto puede ser porque cada vez me cuesta más todo, incluso la paja.

jueves, 9 de noviembre de 2023

Escuela de abusos

Hubo un cambio importante en cómo se cursaba Educación Física a partir de quinto grado. Ya no íbamos vestidos con el equipo de gimnasia bajo el guardapolvo blanco, sino que debíamos llevar, como todos los días, camisa, corbata, zapatos y pantalón gris (regla que después se aflojó, y permitieron jeans), para cambiarnos en el vestuario antes y después de la hora de gimnasia.
Recuerdo que el profesor nos dijo, cuando se refirió al asunto, probablemente en la primera clase del año, “ya son grandes, pueden verse en calzoncillos”. Lo que no dijo es que también en calzoncillos íbamos a tener que correr cuando alumnos de primaria o incluso de secundaria, con los que compartíamos el vestuario, se apropiaran de nuestra ropa, o de las zapatillas, o del bolso, para entretenerse haciendo un pasamanos.
Tampoco dijo que no sólo íbamos a vernos y a ser vistos en calzoncillos por nuestros compañeros, fuésemos grandes o no, tuviésemos ganas o no, sino que íbamos a ser vistos también por pibes de secundaria, de primer año o de quinto, de trece años o de dieciocho, y que íbamos a poder ver a esos pibes en bolas, porque ellos tenían que ducharse. No estaban literalmente al lado nuestro, nos separaba una pared –sin puerta– del sector del vestuario que estaba más cerca de las duchas, pero fácilmente alguno de ellos podía aparecer de este lado o alguno de nosotros tenía que ir del otro lado para rescatar la ropa o una zapatilla que algún vivo nos tiraba ahí.
Esa frase del docente quedó firme en la memoria, como una de las fotos de mi paso por la primaria, y formaba parte de mi recuerdo sobre el asunto, hasta que ayer dije “NO”. Y dije “no” porque me di cuenta de que no. Anoche, varias décadas después, vi que no es así, que no importa si éramos grandes para esa situación o si alguien dictaminaba que éramos grandes (y yo diría que no: de hecho, estoy cerca de los cincuenta y no tengo ganas de ver gente en calzoncillos). Lo importante es lo demasiado cerca que está del concepto de abuso el hecho de que un adulto decida –coactivamente, desde un lugar de poder– sobre el cuerpo de un nene de diez años, sobre quién va a ver el cuerpo de ese nene de diez años y sobre lo que el nene de diez años va a (estar obligado a) ver.
Otra cosa que vislumbré ayer se relaciona con que en esa época estaba de moda usar una cebolla atada al cinturón. Y también usar slip. Pero yo, no sé por qué, seguía usando bóxers. Alguna vez, por un problema en un huevo, el médico recomendó que usara slip, y tal vez por eso, por quedar esa prenda asociada a la enfermedad, o porque era incómodo y me apretaba, seguía prefiriendo el bóxer. La cosa es que mis compañeritos, los cuales todos usaban slip, se burlaban de alguna forma –que no recuerdo– de mi ropa interior. Y alguno, este sí lo recuerdo, el boludo de Orgales, aprovechó la oportunidad en que sobresalía algún centímetro de tela debajo del pantalón corto para decirme “se te ven los calzones”.
Con el tiempo dejé de usar ropa interior. Tal vez del mismo modo que con el tiempo dejé de usar letra cursiva y empecé a escribir en imprenta como –muy probable– consecuencia de cuando la conchuda hija de mil putas lacra humana de la Brito se burlara de mi letra delante de todos, haciendo gestos a mis espaldas para que mis compañeros se rieran. Cuarenta años después me cae la ficha y hace mucho ruido.

En la secundaria hubo varios cambios. El primero es que se cursaba en contraturno. Y al menos una de las dos veces por semana que teníamos Educación Física era un día que teníamos séptima hora, la cual terminaba a la una de la tarde. Si la memoria no me falla, entrábamos a gimnasia a la una (y, si no, era a la una y pico), onda que bajábamos la escalera, íbamos al vestuario, nos cambiábamos y empezaba la clase.
Haya sido una hora u otra, no había tiempo para comer nada (y, aparte, ¿qué ibas a comer?, salvo la basura de alfajores o pebetes comprados en la, perdón por la palabra horrible, “cantina”). Además, no da comer mucho antes de hacer actividad física. Lo que más me llama la atención –tal vez porque ahora mi cuerpo me pide comida a cada rato para funcionar– es que no recuerdo que eso fuese un problema para nadie. Al menos no recuerdo que nadie lo haya mencionado: ni lo de comer un poco, ni lo de no comer de más.
Más allá de mi cuestión actual, llegar a casa a las dos y media o tres de la tarde sin haber comido desde las siete de la mañana tampoco me parece razonable. Menos aún en mi caso, que iba sin desayunar, porque éramos muy pobres y no teníamos comida.
Ah, re.
Porque quería dormir diez minutos más, y porque el café con leche ya me daba asco, tanto que nunca volví a tomar esa bebida caliente y de color fecal. Como nunca más volví a usar zapatos porque nos obligaban a usar zapatos para ir al colegio (porque una vez se me rompió el único par de zapatos que tenía y fui con –el único par de– zapatillas, y las autoridades del lugar me hicieron un escándalo).
También cambió la forma de evaluación: en la primaria el profesor decía, por ejemplo, “hagan veinte abdominales”, y cada uno hacía las que podía. Algunos harían las veinte, otros haríamos dieciséis, otros, doce, y los gordos del curso, todos colorados y agitados, llegarían a seis o siete. Y estaba todo bien. Ahora había que hacerlas individualmente delante del docente, que anotaba cuántas hacías, y delante de los cuarenta alumnos, que estaban rodeándote y se te cagaban de risa si eras el gordo.
Mi problema no era “hacer bolitas”, sino los tres postes metálicos que había para trepar, como un palo enjabonado, pero sin jabón, a los que nunca pude subir por falta de fuerza, por falta de técnica, porque tenía vértigo y/o porque nunca me dijeron cómo se hacía. Tal vez falté el día que explicaron, pero no creo, porque nunca explicaban nada en esa materia, y todo se manejaba como si tuviéramos que ir sabidos de casa.
Cada vez que en la primaria –por suerte, fueron pocas veces– nos formaban frente a ellos, ante la inminencia de su amenaza me “torcía un tobillo” o me pasaba algo para excusarme. Seguramente porque alguna vez no pude hacerlo y fue un momento de mierda, pero esa información no quedó en mi memoria.
Lo mismo valía para esa especie de escalera, hecha de caños y amurada a la pared, paralela a ella, a la cual había que subir valiéndose de manos y pies hasta llegar arriba para pasar encima del peldaño superior y bajar por el estrecho espacio que había entre ambas. De esta sí tengo algún recuerdo borroso de haber fracasado en mi intento y de ser objeto de reprimenda docente y/o de burlas.
Yo rezaba, literalmente rezaba, para que lloviera los días de Educación Física, así se reducían a cero las chances de que nos hicieran trepar a esos postes, que no sé cuánto medían, pero que en mi memoria aparecen muy altos, tal vez de más de tres metros. Y si era evidente que no iba a llover, rezaba, literalmente le pedía a dios, para que las chances existentes no se concretaran.
Otra de las diferencias con la primaria era que, además de cambiarnos en ese vestuario agobiante y fétido, debíamos ducharnos. No sé si el profesor dijo, parafraseando a su colega de años atrás, “ya son grandes para verse desnudos”, pero la única vez que fui dijo “hay que ducharse para tener presente”.
Con esa frase dijo sin decir que para tener presente, es decir, para estar en condiciones de aprobar, teníamos que bajarnos los pantalones. Y los calzoncillos. Y dijo sin decir que no era clase de educación física, sino de exhibicionismo; que no se trataba de hacer abdominales o de saber trepar un caño, sino de someterte al poder disciplinador del Estado, que decide aniquilar tu pudor y tu intimidad hasta que no te des cuenta de que estaban siendo aniquilados.
Así, teníamos que exponer nuestro cuerpo, incluyendo la pija, para que cualquiera los mirara y quizá hiciera comentarios, y teníamos que ver cuerpos ajenos, incluyendo sus pijas. Los de los compañeros de curso y, si coincidía el horario con otro curso, también los suyos. Y teníamos que mostrarnos desnudos frente al docente, porque cuando nos hacían el pasamanos con la ropa no había adultos para intervenir, pero ahora el adulto estaba tomando lista en el vestuario. Y si ese mediodía de verano, en el que no fue obligatorio bañarse porque no había agua caliente, alguno se duchaba igual, el adulto le iba a ver la pija a un pibe de trece años. Total normalidad.
Así como hay gente que decide no llevarse el trabajo a su casa, yo decidí no llevarme el colegio a mi casa. No hacía horas extras. Mi horario de trabajo termina a la una, permiso, me voy. Y en mi casa tampoco hacía “la tarea” ni ninguna cosa del colegio: vivía de lo que aprendía en clase, lo cual era poco, porque tenía muchas inasistencias y porque en la segunda mitad del año, cuando nos mudaron de aula, yo estaba faltando por una enfermedad, y al volver tuve que sentarme en el último banco, desde el cual era bastante improbable escuchar lo que pasaba adelante, aun cuando lo intentara.
Y entonces no fui más a Educación Física. Por una cosa, por la otra o por la tercera. O por todas. Por la certeza de que la iba a pasar muy mal en cualquiera de esas instancias o porque ya no había rezo en el cual confiar, y por mi intuición de que estaba muy mal que adultos decidieran sobre mi cuerpo. Gaudio dijo “qué mal la estoy pasando”, pero siguió jugando. Terminó ese partido y continuó su carrera. Yo no. El precio a pagar por no bajarme los lienzos y por no ser un pedazo de carne en esa picadora fue dejar el colegio. And the cost didn’t matter to me.
Desde acá, ahora con estas palabras, abrazo a mi yo de trece años que decidió protegerse dentro de sus posibilidades y trató de evitar algunas formas del escarnio (inútilmente, porque –lo veo ahora– con ese nivel de individualización de la exigencia me habría llevado la materia de todos modos). Y, sobre todo, no cedió a las coacciones y no convalidó esas formas nacionalsocialistas o comunistas de proceder con cuerpos de niños y adolescentes. Lástima que los docentes están muertos y no puedo decírselo.
Desde el día que vi esto, que era “ayer”, pero ahora es “hace cuatro días”, duermo muy mal, como si no poder terminar este texto mantuviera activa una parte de mi cerebro, la cual me deja en vela cada vez que me despierto luego de haber dormido cuatro o cinco horas. Y desde entonces pienso en qué distinta habría sido mi vida –no ya mi desempeño académico: mi vida– si no hubiera existido la mierda de Educación Física en el colegio (¡y sin Dibujo ni Actividades Prácticas!). Y en qué distinta habría sido mi vida si no hubiera pasado por ese colegio de mierda. Capaz que hasta consideraba tener hijos y todo.

Notas

Algunos docentes universitarios se jactan de ponerles 4 a los alumnos que hacen bien el 60% de un examen, considerando que es lo mínimo necesario para aprobar. Me surge entonces la pregunta de a quién le ponen 6. ¿No era que se califica de 1 a 10? ¿O tienen notas vedadas?
Si aceptamos su lógica por un momento, aparece otra pregunta: ¿por qué no le ponen 6 al del 60% correcto y 3 al del 55% correcto?
(Respuesta: porque son unos soretes enamorados de su poder y de emparejar para abajo).
Y sobre todo me dan ganas de saber qué hace la facultad al respecto. ¿La libertad de cátedra avala que un delirante sólo use tres números de los que hay entre 1 y 10, y califique sólo con 7, 4 y 3?
Me cago en las universidades y en los docentes que hacen eso, sobre todo en las universidades públicas con su mierdoso discurso de inclusión que se choca contra la realidad en la primera curva.

Se me rompieron las zapas (las azules)

Fueron las primeras zapas buenas que me compré. Hasta ese momento usaba las más viejas y gastadas cuando iba a correr, para terminar su vida útil dándoles kilómetros y masa hasta que se desintegraran. Y compraba las más baratas (o casi, porque me manejaba dentro de cierto rango: elegía las de marca, nunca Gaelle o Tryon).
Pero en esa época encontré una noticia sobre Mizuno en un recuadrito del suplemento económico de Clarín, googleé un poco y di con un foro español sobre atletismo. Meterme ahí me presentó un mundo desconocido, me hizo ver que a las patas hay que cuidarlas y me dio referencias a la hora de buscar zapatillas. Obviamente, no tenían información ni comentarios sobre Topper o sobre Olympikus… Y de las marcas conocidas (conocidas allá, porque algunas acá son tan raras e inconseguibles como los discos japoneses en el tiempo en que comprábamos CDs) sólo testeaban las de gama alta.
Como históricamente usé Adidas y también porque muchas de las zapas reseñadas no se encontraban en las vidrieras porteñas (el delay con que llegan las cosas de afuera…), me fui decantando por esa marca, y concretamente por dos modelos que, según los especialistas, servían para mis recorridos, modestos tanto en distancia como en tiempo: las Supernova Glide 5 y las Supernova Glide Boost 6. Estas venían con la mediasuela de nuevo compuesto, que visualmente parece telgopor, al cual catalogaban como rebotón por demás y con probabilidades de causar fascitis.
Fui recorriendo negocios para comparar precios y, de paso, ver si encontraba alguna otra que tuviera vista del foro. Con el panorama más claro, finalmente me probé las Boost en un local de Corrientes y Florida. Y en efecto sentí cómo rebotaban en el par de saltitos que pegué durante esa mini prueba. Me acordé de lo que había leído, pensé en la molestia que por entonces tenía en el talón derecho, sumé dos más dos y dije “gracias, sigo buscando”.
Un par de cuadras más allá, en la esquina de Tucumán, había visto las Supernova 5. Seguían en la vidriera cuando fui esa tarde-noche. Las probé, me parecieron bien, y las compré. Azules, con el interior verde claro; las tres tiras en un gris blanquecino reflectante, igual que una corta tira vertical en el talón; la mediasuela blanca, salvo el sector de la placa de torsión que la invadía por detrás, también en verde claro, color que se repetía en los tacos de la suela en la zona del metatarso. Y la rareza de no tener costuras, sino un termosellado que unía las distintas partes.
A poco de usarlas fui descubriendo su gran ajuste, su muy buen agarre, sobre todo en piso húmedo, cortesía del caucho Continental, y también su punto débil, que pronto apareció. Así como las Reebok mueren por la suela, estas comenzaron a morir por las líneas de flexión que se forman en el upper a cada paso, y que son más notorias cuando, por ejemplo, uno se pone en cuclillas. La primera rotura tal vez haya ocurrido antes del año, del lado exterior en la del pie derecho, y luego fueron rompiéndose los otros tres sectores análogos. Igual, las seguí usando porque el resto funcionaba perfecto, y así me acompañaron años y (cientos de) kilómetros, sobre todo por las dos plazas que están cerca de mi casa y también por algunas bicisendas.
El año siguiente me compré otras, mis primeras Asics, unas Pulse 5, y, como estaban baratas y tenía plata, un par de meses más tarde, para fin de año, unas Boston 3, que tenían una buena crítica en el foro y mantenían un precio aceptable (oh, los tiempos en que las cosas podían estar dos o tres meses sin aumentar). Pero las Supernova eran las más cómodas de las tres, y las que más usé, aunque ya iba mechando su uso con el de las nuevas.
La desintegración del upper fue creciendo, y cuando, tres años después de su compra, me compré las Cumulus 19, las más cómodas que tuve y tendré, las azules fueron quedando relegadas. Del lado externo de cada una de ellas, las rasgaduras fueron dos, en la línea de fuerza la más grande, y otra en el pequeño espacio de malla junto a la puntera. En la izquierda, esos agujeros finalmente se hicieron uno solo, lo cual terminó de hacer imposible usarlas, incluso para ir a vender papeles viejos al depósito, como intenté la otra vez, cuando quise darles un viaje de despedida y, de paso, evitar las Pulse, tan llamativas con su color verde flúo, en ese contexto.
El punto de quiebre fue la rotura de la ojetera de la derecha, de tanto hacer fuerza para que me ajusten bien tight. Entonces quedaron casi abajo de la cama, lugar del que solo salían para darme kilómetros sin desgastar tanto a las buenas si iba a caminar: a veces largos viajes, a veces –cuando ganaba peso la idea que para un recorrido largo era perjudicial ese ajuste asimétrico– paseos cortos, o, últimamente, para ir a hacer dominadas a la plaza, así el aterrizaje, al dejarme caer desde lo alto, desgastaba la suela de estas, y no la de unas buenas.
Una de esas largas caminatas fue en la cuarentena, poco después de la muerte de Rosario B. Me enteré de que algunos amigos de ella habían hecho un par de pintadas con su nombre por la zona del cementerio de Chacarita y fui a sacar fotos. Esa tarde, doblando la curva de las vías, me enganché un fierro saliente del alambrado del ferrocarril en la rotura del upper, y el tajo en la tela se duplicó, llegando casi hasta el empeine. Ese fue –casi– el final. El otro casi final fue cuando se rompió la ojetera de la izquierda, creo que muy poco después. Para ese momento ya les había cambiado los cordones, pasando los suyos a las Cumulus cuando los de estas murieron, y reemplazándolos por los de las Boston 3.
Aunque el comienzo del fin había sucedido luego de la primera rotura de la ojetera, al decidir no lavarlas más y dejarlas así hasta su deceso, pasándoles apenas un papel tissue húmedo para sacarles la mugre tras alguna jornada de running post-lluvia.
Tengo registro de otro viaje largo, la mañana-mediodía del 20 de julio de 2021, cuando fui ida y vuelta a atrás de Chacarita, pero del otro lado, y en el camino pasé por Díaz Vélez y Acoyte. Tal vez sea su último viaje pensé, mientras anotaba recuerdos para el réquiem que escribo recién ahora, veinte meses y medio más tarde. No podría afirmar que fue el último viaje largo, aunque no creo haberlas usado en otro similar más adelante. Sí recuerdo el último de todos, uno corto, el año pasado, yendo al “cyber” a actualizar el blog junto al bar de Belgrano, no sé si el posteo de abril o, más probable, alguna visita posterior para editar erratas furtivas.
El ritual de las zapas cuando mueren va incluyendo un largo tiempo bajo mi cama, postergando la despedida. Y pensando dónde completarlo, dónde dejarlas para siempre, después de agradecerles los kilómetros, después de tocarlas por última vez. Uno de esos lugares que se volvieron significativos recorriéndolos con ellas fue la esquina de la casa de la dentista, donde la (re)encontré una noche en que yo venía de correr y hacer dominadas en la plaza de Anchorena, en la época en que iba seguido ahí.
Todos los kilómetros por la bicisenda de Billinghurst cobraron sentido cuando me reconoció mientras yo miraba el semáforo para cruzar, y charlamos unos minutos en la esquina, ella con el iPhone temerariamente expuesto en una mano –y el Casancrem para la torta de cumpleaños en la otra– y yo mirando para todos lados porque la veía regaladísima para el choreo. Ahí quedamos en que me volvía a atender, ahora en su consultorio particular, no ya en la facultad. Y, lo más importante, con el correr de las palabras me di cuenta de que no estaba enojada conmigo, como temí por un par de veces que fue bastante cortante, las últimas que nos vimos en la facu.
El otro lugar, pienso, será un ámbito de lo ordinario, una de las dos plazas que más frecuenté con ellas, mientras miro por última vez el reflejo de sus tiras reflectantes en mi habitación.

Duelos

Cuando dejé de trabajar en ese lugar vinculado con mi padre, sostuvimos cierta relación laboral, ya que me siguieron encargando el armado de las publicaciones que editaban a veces. Años más tarde a mi viejo se le ocurrió hacer una gacetilla mensual para mandar por mail y me encomendó también esa tarea. Con el tiempo, y sin aviso, dejaron de darme las publicaciones, pero lo otro se mantuvo hasta su muerte. Tras un interregno de tal vez un año, la gente que quedó a cargo retomó el asunto, y así continuamos hasta diciembre de 2019. En marzo de 2020 llegó la cuarentena, se suspendió la actividad, y durante dos años no hubo gacetilla mensual ni ninguna otra forma de contacto electrónico con la gente (al menos, no por la cuenta de mail que manejo yo, porque supe que habían creado otra con nombre similar, pero no sé para qué o quiénes).
En marzo de 2022 volvieron a organizar un acto, y el secretario del lugar me escribió para pedirme que le hiciera “el favor” de avisarles por mail a las personas que están en la lista de destinatarios de la gacetilla. Así lo hice. En junio o julio hubo otro acto y me pidió el mismo favor, al cual volví a acceder. En octubre, de nuevo un acto y de nuevo el pedido de favor: me cayó un poco mal la insistencia, pero no dije nada e hice el trabajo. En noviembre, un cuarto acto y un cuarto pedido de favor. Ahí le contesté que lo iba a hacer con más ganas si me transferían el equivalente a un cuarto de helado de mi heladería favorita, y le pasé mi CBU. No respondió.
La jodita esta de pedir “favores” en forma de envíos extra que no pagaban venía de lejos y se había desbocado en 2019, cuando también me pidió cuatro en los nueve meses de actividad que el lugar tiene por año. Nunca encontré la manera de decirles que a mí me pagaban por editar y enviar la gacetilla, no por esto, que implica revisar el texto y luego mandar siete mails separados en el tiempo lo suficiente como para que Gmail no los tome como spam, y siempre accedí. Pero ahora no hay gacetilla ni hay paga por gacetilla, la cual a alguno podría permitirle pensar que, bueno, los envíos ocasionales están incluidos en esa retribución. Y cuando menciono el tema dinero, la respuesta es el silencio.
Igual, no es la plata, es la (des)consideración por lo que hago. Naturalizar que voy a hacer algo a cambio de nada es una cagada, y pega peor en un contexto como este, en el que llevo demasiado tiempo sin un puto ingreso, y lo único que puedo hacer no me lo pagan. Es muy incómodo desmarcarse de una situación así, sobre todo con gente a la que uno conoce hace años. Pero más que en mi incapacidad para moverme en ese terreno, el otro día pensaba en la forma muy especial en que hay que tener seteada la cabeza para pedir un favor y al tiempo pedir otro, y más tarde “¿te acordás del favor que me hiciste?, ¿me hacés otro?”, y así.
De todos modos, realicé el cuarto envío y unos días después le mandé el habitual mail con las respuestas de la gente para que les agradeciera o, al menos, para que estuviera al tanto. Al contestarme, el tipo no hizo ninguna mención de lo que yo había dicho, apenas escribió un “gracias por la gestión”.
Esa semana estuve pensando mucho qué hacer, si entregarles la contraseña de la cuenta y el listado de destinatarios, hasta cuándo esperar para hacerlo, qué decirles en el texto que acompañara eso… Y comencé a actualizar un mail que tenía programado, cuya fecha de envío postergaba una y otra vez a medida que se aproximaba, donde les daba la contraseña, el listado e indicaciones sobre cómo usarlo, por si me moría de covid o de lo que fuera. Ahora no era por el temor al virus que vino de China, sino una forma de empezar a cerrar esto.
La idea era mandárselo al secretario y con copia al señor que atendía al público, para que alguien más se enterara. Decidí esperar hasta el sábado, porque ese es el día en que se reúne la comisión directiva del lugar, como última chance de que hablaran del tema y decidieran si me garpaban o no. La forma en que uno acomoda las cosas para inventarse una posibilidad…
Ese mismo sábado le mandé otro mail, con respuestas que no habían llegado inmediatamente después de mi envío, así las tenían antes de la reunión y podían agregarlas a las primeras. Entonces noté que la sesión era a la misma hora del partido del mundial, y pensé que tal vez la suspenderían. Su respuesta fue: “Te comento que la razón por la que te pido, de vez en cuando, que te ocupes de enviar invitaciones para los actos es porque no disponemos del direccionario de correos. Sería muy importante para nosotros no solamente para dejar de cargarte con cosas, sino para que la Institución disponga de esa información, si pudieras enviarnos, aunque sea de a poco, esos datos, nos sería de gran utilidad”.
Nuevamente, un silencio total respecto al asunto dinero. No dijo “no te vamos a pagar porque no tenemos plata”, aunque fuese una mentira. O sea, podés mentirme, no voy a pedir el balance para saber si es cierto. Mucho menos propuso resolverlo poniendo los 750 pesos de su bolsillo. Nothing at all.
Le mandé lo que me pidió con la explicación de cómo usarlo que ya tenía escrita y, como había percibido en sus palabras la sensación de que estaba poniéndome en el lugar de alguien que tomó de rehén esa información, le recordé que ya me la había pedido y que yo se la había mandado (después me fijé bien y fue en 2014, desde ese entonces tienen la lista de destinatarios). No le di la contraseña porque no me la pidió y porque no encontré forma de dársela sin que sonara a renuncia total. (Y no sé por qué quería evitar esa *renuncia total*).
Esto derrumbó casi por completo la fantasía que me había construido con bastante voluntad y poco sustento de que cuando volvieran a atender al público me podían ofrecer esa tarea, que es la que realicé por varios años, antes de renunciar, en ¡2002! La verdad, sería una cagada volver a ese lugar, más cagada atender al público, más en ese barrio cada vez más lumpenizado, especialmente interactuar con alguna gente, pero no tengo otra cosa, ni puedo imaginar otra cosa, y menos a esta edad y con esta experiencia y este cuerpo.
El único contacto con la realidad sobre el cual se sostenía esa idea es que cuando el octogenario que atendía al público tuvo un ACV, hace unos años, me ofrecieron el trabajo. Ahí dije que no entre otras cosas porque pretendía dar por cumplido ese ciclo, y también porque frecuentaba el lugar el heredero de mi viejo, que me ocultó durante años la existencia de un testamento en favor suyo y desmedro mío, y no tenía ganas de cruzármelo. Todo, o casi todo, sigue vigente, pero ahora medio que necesitaría tener ingresos.
Días después, en alguna intersección del desvelo con el insomnio, recordé que tenían un Facebook y me puse a mirarlo. Pronto di con el posteo donde anunciaban que habían vuelto a atender al público. Así, lo que yo pensaba que iba a suceder en marzo ya estaba ocurriendo. Y sin que me tuvieran en cuenta. Antes de poder procesar esa novedad y el duelo que implicaba, seguí scrolleando, y no mucho más tarde encontré un posteo donde informaban del fallecimiento del señor que atendía al público. Era muy mayor, tenía problemas de salud varios, pero me descolocó la noticia. No sé si su muerte o que nadie me avisara. Eso o mi desconexión de la realidad, que estuvo a punto de hacerme mandar un mail con copia a alguien que estaba muerto. Por suerte, no sucedió…
No fue la mejor situación compartir el laburo diario cinco o seis años con él, pero al menos decía valorar mi trabajo. Algo que casi nadie hizo ahí.
Me quedó dando demasiadas vueltas en la cabeza todo este asunto, más aún por no poder hablarlo con nadie, porque hace literalmente cinco días que no le dirijo ni una palabra a nadie (y que nadie me la dirige). Bueno, más que por eso, porque aun si alguien me dirigiera la palabra sería un plomazo ponerme a hablar de esto. Así, en un momento me acordé del domingo a la noche en que fui subrepticiamente a ese lugar, sabiendo que no había nadie, a tratar de usar el escáner, y de la sensación extraña que me invadió al volver a entrar al edificio y ser la única persona allí. También me acordé de que había escrito algo sobre eso en este blog, y me puse a buscarlo. Cuando lo encontré y lo leí, tuve que releerlo en voz alta.
Escribir aquel post fue una forma de tratar de despedirme de cosas que ya estaban muertas. Releerlo también: en este caso, de los restos del vínculo con la persona a la cual quería mandarle aquella foto escaneada. Y toda esta parrafada seguramente va en el mismo camino de las despedidas. Veo situaciones, personas y relaciones muertas sin que yo me hubiera enterado, y pienso en que puede aplicarse a mi vida, a mi cuerpo, a mi libido, cosas que están muertas sin que haya habido una comunicación oficial.
Unos meses más tarde, llega –finalmente llega– a una de mis cuentas alternativas, a la que dejé en el listado que les di, el primer mail de los que antes mandaba yo. Llega sin avisar del cambio de la dirección desde la cual se lo envía, que es parecida, pero si mirás bien no es la misma (y hasta podés flashear suplantación de identidad). Llega con un error de tipeo en el nombre del disertante de la conferencia que anuncian. Eso conmigo a cargo no habría pasado, pero no creo que a nadie le importe.
La duda de siempre reaparece: ¿cuánta gente se da cuenta de un error de tipeo? ¿Vale la pena pagar para minimizar –pero nunca reducir a cero– la chance de que suceda? Igual, no es cuestión de plata. Es la decisión de suprimirme paso a paso de ese lugar, por supuesto sin avisar, y por algún motivo que desconozco, el cual no es que hago mal las cosas. Pero es claro que decidieron sacarme del medio, que en alguna reunión se mencionó mi nombre y lo que yo hacía, y alguien dijo “no llamemos más a …”. Y otro u otros estuvieron de acuerdo.
El mundo sigue andando avisó Gardel, y en general presumo que funciona mejor sin mí, que esa es la razón por la cual todos (unos poquísimos todos) me van dejando fuera del mínimo espacio de sus vidas donde me permitieron asomar. Pero a veces funciona peor sin mí, y no importa. No le importa a nadie. Pasa de largo, y ni un resto queda de mí, de lo que hice y/o de lo que podría hacer.
Me quedo juntando los pedazos para organizar un nuevo duelo, a la espera del definitivo, que es el que harán otros por mí. Bueno, tal vez no, tal vez me muera y simplemente se desvanezcan los restos de energía que me constituyen, como se desvanecieron los que dejé en algunos lugares. Se desvanezca lo único que los mantiene con algo de carga, que es mi memoria. Y listo, chau.

jueves, 2 de noviembre de 2023

Tenés actitudes raras

Ya en mis teenage years tenía un asuntito con mi nombre del documento. Y entonces buscaba otros que me representaran mejor, o, al menos, que no me generaran el malestar de aquel. Así, cuando llamaba a la radio que solía escuchar, usaba un nombre alternativo, el nombre y el barrio del actual alimentador de perros del Indio Solari.
Pasó el tiempo, los del programa de la madrugada dejaron esa radio, se mudaron, como copropietarios, a la otra punta del cono urbano, y una tarde, girando el dial, los encontré entre el ruido que los veinticinco kilómetros de distancia le agregaban a la señal de una FM de baja potencia. Llamé por teléfono, charlamos un toque, y me invitaron a que fuera.
Tuve que superar los ataques de pánico que tenía por ese tiempo para poder ir, tuve que superar el ataque de histeria de mi madre diciendo (gritando) “¿¡a dónde vas, pero a dónde vas!?” esa tarde del 8 de agosto de hace muchos años cuando vio que iba a salir. Después empecé a comprar discos para tener una excusa que me permitiera seguir yendo, porque, claramente, mis palabras no tenían mucho para decir; y para fin de año me ofrecieron operar durante el verano. (Claramente, no tenía el don para ese trabajo. Claramente, no lo tuve para ninguno).
En un momento, los dueños del lugar donde funcionaba la radio se hincharon las pelotas de la gente que entraba y salía, que incluía a locos del Borda, y pidieron/exigieron que cada día se dejara en la entrada una lista que valiera como autorización, con nombre y número de documento de la gente que iba a ir. La socia gerente estaba haciendo la lista para el día siguiente en el otro escritorio y me preguntó mis datos oficiales. De algún modo, verbalmente o con un gesto, le hice saber que le iba a alcanzar la billetera, que contenía el documento, por el aire para no levantarme de dónde estaba. No manifestó objeción. La atajó, tomó los datos, no recuerdo si me la devolvió de igual modo o no, y todo estuvo bien. Al menos, eso creí.
Como yo siempre repito lo que funcionó una vez, la siguiente tarde en que se presentó esa situación burocrática, nuevamente le alcancé la billetera por vía aérea, pero esta vez no estuvo todo bien. Estuvo todo mal. Y me lo hicieron notar acerbamente. La reprimenda incluyó la frase “tenés actitudes raras”.
La que se bañaba en colonia cuando iba a comprar sustancias (a lo de Herny de Plaza Irlanda) para que los pasajeros que compartieran con ella el viaje en el 44 o en el ramal Suárez no olieran nada raro, la que sacaba papeles del corpiño como Krusty payasos del auto, la naturista que hablaba del hombre nuevo, o como mierda se llamara, y que nunca dejó de ser rehén de Philip Morris, me dijo que yo tenía actitudes raras. Los que habían agujereado con un taladro la mínima pared que quedaba entre la puerta y la pared perpendicular a aquella para poder ver quién venía me decían que yo tenía actitudes raras, los que andaban todo el día con un frasquito de colirio a mano me decían que yo tenía actitudes raras. La socia del que tenía los brazos cortados y/o pinchados me decía que yo tenía actitudes raras. Los que no me dijeron una palabra, de aliento, crítica o lo que fuera, el primer día que operé me dijeron que yo tenía actitudes raras.
Capaz que no fue la mejor forma de alcanzarle la billetera, capaz que mi lectura de la situación no fue la correcta, capaz que el límite variable de la informalidad laboral lo ponían ellos y no importaba mi lectura de la situación, sino lo que ellos decidían según su humor, capaz que cambiarme el nombre era una gilada incomprensible, capaz que… no sé. Pero, como sea, pasá un segundo frente al espejo antes de hablar así de las actitudes de los demás.
En la primera semana del año nuevo, los dueños del lugar revocaron el comodato que habilitaba el funcionamiento de la radio, y esta quedó fuera del aire un par de meses, hasta que se encontró un nuevo lugar, se instalaron los equipos, etc. Lo único que me dijeron fue “cuando te necesitemos, te llamamos”. Lógicamente, nunca me necesitaron. Alguna vez fui a preguntar qué onda al nuevo lugar, y el empleado de ellos, el forro de Cali Spinaci, me dijo “esto no es un club, no te podés quedar acá”.
Si algún día hago el test para saber si soy autista (?), cuando el psiquiatra me pregunte qué me lleva a pensar que puedo serlo, entre las cosas que voy a referir, seguro estará aquella frase de Karín.

Una banda que se llame

K1ll Kl4us K1ll B1ll

La noche que mataron a Rabin

Ese sábado a la noche el espejo me devolvió una imagen atractiva y, sin saber qué otra cosa hacer –y sin tener la posibilidad de imaginarla–, me puse mi remera favorita y salí a caminar. Como a las cuarenta cuadras le pregunté a alguien si Canning estaba “para allá”, aunque ya sabía la respuesta. Sólo para hablar con alguien y porque el camino se hacía largo como el silencio.
Al fin llegó el momento en que la distancia o la invisibilidad ante los ojos ajenos me llevaron a pegar la vuelta. En una esquina del regreso pasé junto a un kiosco de diarios donde la sexta anunciaba el asesinato de Rabin y pensé que se iba a pudrir todo muy mal, que la represalia incluiría matar a Arafat. Con la imagen seguramente derretida por los kilómetros llegué a casa y prendí la tele. Ahí supe quién había sido, y ya sabemos: si los magnicidios los cometen los de esa tribu, no hay bombas ni invasiones ni niños muertos. Y a Abu Ammar lo mataron igual, años después, envenenado.
Agregué a mi memoria de datos al pedo el nombre de Yigal Amir y desvié la noche del sábado lejos de la respuesta del mundo exterior. Aunque a veces, desde otro siglo, viene el recuerdo de lo insignificante que fue la mejor versión de mí. Unas pocas veces tuvo la ocasión de repetirse, pero esta tuvo rasgos fundacionales. Y, como las otras, nadie lo supo. Salvo yo.

domingo, 19 de marzo de 2023

Último decil

La Ofelia con cintura lanza su campaña para vivir del erario con un video grabado en el patio del colegio. Durante ocho años fue el lugar donde se manifestaba o se construía lo que iba a venir después, donde tal vez se mostraba lo que venía de antes: clase de educación física y a la hora de armar equipos siempre me elegían al final.
Ocho años siendo parte del último decil, y sólo porque cultivaban un simulacro de la integración y había que elegir a todos, incluso a quienes no les pasaban la pelota, a quienes no sabíamos qué hacer cuando nos pasaban la pelota.
Ocho años tuve para ver, antes de que ese lugar ejecutara su sino expulsor, cómo venía la mano; muchos más –¡décadas!– tardé en poder explicármelo, y necesité de la piba de uñas esculpidas, y de la locación que eligió, para tener presente, de un modo que me lo grabe a fuego en la memoria, que nadie elige al último decil si no está obligado.