viernes, 27 de febrero de 2009

Plantilla

Cuando empecé este blog, la plantilla la elegí sin razón. En ese entonces, en el margen izquierdo aparecía el título de los últimos posts publicados con su debido enlace. A medida que el tiempo fue pasando, se fueron agrupando mensualmente, con un link a la página correspondiente a cada mes. Las entradas del año anterior habían quedado en una página correspondiente a ese año, lo que no era inarmónico porque el blog comenzó en diciembre.
Pero con este cambio de año, se reunieron todos los posts de 2008, más de 300, en una sola página. Encima del enlace que llevaba a ella estaban los títulos de los últimos artículos posteados y debajo quedó el de la página que reúne los de 2007.
Como quería volver al formato anterior, me adentré en las opciones que permiten modificar este tipo de cosas, y resulta que son excluyentes: si querés los títulos con el link, tenés que bancarte que las entradas viejas se agrupen por año; si los querés por mes, no te pone los títulos. (Podría poner los títulos en el espacio que Blogger deja para poner boludeces, y tratar de poner los enlaces, si admite HTML, e ir renovándolos cada vez que posteo, pero sería un gasto de energía y tiempo que no voy a hacer).
La razón por la que prefería los títulos en la parte izquierda es porque imagino que alguno de ellos puede resultarle atractivo a un circunstancial transeúnte y tentarlo a leer. Así, supongo, hay más probabilidades de que lea que si tiene que empezar por el primer post y luego debe avanzar página. Aparte, refuerza esa idea que trato de construir que vincula a este lugar, a la llegada a este lugar, con el azar. Te trajo de pedo Google, o saben los bits cómo caíste acá, como cayó la gallega pro-lifer esa que me dejó un comentario en el que me manda al psiquiatra.
Como no creo que nadie haga clic en una página con 300 posts, que promete ser muuuuuuuy larga y pesada, elijo la alternativa mensual, que presenta más de una docena de opciones para cliquear y cuyas páginas son más breves porque solo tienen una veintena de artículos.
Cuestión que no puedo tener mi blog como me gustaría, aunque cada vez que me logueo Mr. Blogger me ofrece unos “widgets para darle vida a mi blog”. Suficiente vida tiene si leés, flaco. Suficiente pulsión vital para no claudicar frente una realidad aplastante.
Además, no quiero widgets; quiero el encabezado con los títulos de los posts y abajo la presentación mes por mes. Mirá qué simple.

Olor a faso

El otro día fui a un recital, y en un momento me di cuenta de que no había olor a faso.
No sé si lo tapaba la neblina choripanesca, o el humo que exhalaba la pareja que delante de mí, y a contraviento, fumaba caretas mientras sus hijas se aburrían; o si estar en el lugar más vigilado de la ciudad amedrentaba al público.
Como que faltaba algo. No porque el recital fuese a estar mejor: esto no es Creamfields, que si no estás puesto, te aburrís y/o enloquecés con el martilleo neumático. Pero me sorprendió.
Y al notarlo me sentí como Homero Simpson cuando lo obligan a ir a la universidad para no perder su empleo, y en una fiesta pone alcohol en la bebida, se obstina en tomar como enemigo al rector cool y termina secuestrando al chancho que es la mascota de la universidad vecina.
El rock ya no es lo que era... Igual, te digo que mejor, porque algunos se fuman medio porro y ya se creen que son una mezcla de Pity Álvarez y Ozzy Osbourne, y con todo el humo que tienen acumulado se ponen insoportables.

Despertar sonriente

Estábamos con Maby Wells acá, en el sillón del living. Ella estaba sentada a horcajadas sobre mis muslos, frente a mí. Recorríamos la deliberada sinuosidad de la seducción entre quienes ya se conocen: parece que antes habíamos tenido una historia, y ahora estábamos por volver.
Hasta que Maby, que tenía puesto mi buzo turquesa con cuello en ve, decide que ya está bien de vueltas y juegos, y me muestra su mano, donde falta el anillo que descubría su relación anterior. Ahí las miradas encuentran el punto profundo, el aire cambia y nuestras bocas entreabiertas se acercan.
Mi inconsciente, o quien rija mi sueño, resulta ser muy conservador, porque me despierto antes de que nos comamos la boca. Tengo las manos sobre el pecho, los tapones en los oídos y una sonrisa.

SMS

Pero no quiero estar acá porque son 12 horas diarias estando parada, de lunes a sábados y un sueldo de 900. Y cuando llego a casa vengo con fuertes dolores de espalda y de pierna, muerta de hambre, y me impide tirar currículum a otros lados porque estoy encerrada todo el día. Permanezco ahí porque de algo ayuda en casa, aunque sea miserable.

Roy Buchanan

Roy Buchanan (pronúnciese “biucanan”) fue un guitarrista de blues estadounidense. Tal vez sea relevante hacer un comentario racial y señalar que era blanco (bueno, “blanco” es Johnny Winter, pero vos sabés qué se quiere decir con “blanco” en casos como este).
La cosa es que tuvo una carrera despareja, grabó para compañías grandes en los 70, se lo llamó “el mejor guitarrista desconocido del mundo” según dice Wikipedia; pero nunca trascendió especialmente a nivel masivo.
A mediados de los 80 firmó con el sello Alligator, y algunos de esos discos se consiguieron en Buenos Aires en la época en que podía gastarme 300 dólares en una tarde comprándome CDs. También, pero con más dificultad, los de los años 70. Una vez encontré un doble recopilatorio en una disquería de Once, por Rivadavia: no lo compré, y fue la única vez que lo vi.
Hace ya más de 20 años, en agosto de 1988, casi cincuentón, parece que una noche estaba un poco descontrolado, y se rompieron algunas cosas, con la facilidad que ciertas cosas tienen a veces para romperse –parece mentira lo frágiles que son–, y vino la yuta y lo encanastaron. Y parece que le hicieron la “gran Bulacio”, porque horas después apareció ahorcado en su celda.
Lo conocí poco después de su muerte, cuando uno de esos iniciados que podían hallarse en FMs de baja potencia, conocedores de tipos como Buchanan, Jan Hammer o Rory Gallagher, usó algunas de estas palabras y pasó “You’re killing my love”.
Una buena forma de recordarlo/homenajearlo/conocerlo es escuchar de nuevo esa canción, o la versión que hizo de “Hey, Joe”, o “My baby says she’s gonna leave me”.
Háganlo.
(Y si pueden poner los enlaces en un comment, mejor).

No me festejen los chistes

La otra vez fui con un gato, y la mina me recibe, pasa al baño, vuelve, quedamos frente a frente para comenzar la acción, y ¡no me había pedido la plata! Entonces, no encuentro mejor forma de sacar el tema que diciéndole: “Tengo que pagarte, ¿no? O sea: esto no es gratis, ¿no? No es por amor…”. Ella festeja la ocurrencia con una sonrisa y un comentario risueño, y me cobra.
La última vez que fui al médico, su locuaz secretaria estaba hablando con una señora que había llevado a su hijo, de unos 10 años, y continuó la charla luego de hacerme pasar, utilizando algunas elipsis que no sé si buscaban dejarme a mí fuera de la conversa, o al niño. Después salió una vieja del consultorio, y le tuvo que pedir un remís. Al toque salió el clon del Chocho Llop que me atiende, pasó a otra habitación y la llamó. Estuvieron un rato allí, y no interrumpieron su actividad ni para atender el teléfono las dos o tres veces que sonó.
Al fin salen. Ella me da las llaves, me pide que abra cuando venga el remís, y se va al baño por unos cuantos minutos. Él vuelve al consultorio, y pasan la madre y su hijo. Hasta que la mina reapareció, tuve que abrirle no sólo a la vieja para que saliera cuando llegó el auto, sino también a una pareja que venía a atenderse, a la que recibí con una broma/advertencia: “Soy el recepcionista suplente. Ahora los atiende la chica”. Todos sonreímos, y supe que podían quedarse tranquilos y no preguntarse “¿adónde vinimos?” ni sospechar de la capacidad del médico que tiene un recepcionista que te recibe en bermudas, zapatillas y demás características de mi aspecto.
Cuando la mina reanudó su tarea, le tomó los datos al tipo este, que era un paciente nuevo, lo que le llevó más tiempo, un tiempo al que hay que sumar el que consume su verborragia. El tema es que todavía no me había cobrado: no había hecho referencia al dinero ni había dejado margen para que yo tomara la iniciativa al respecto.
Los minutos pasaban, y yo empecé a calcular que el final de la consulta maternoinfantil estaba cercano. Entonces, me incorporé en el sillón, preparándome casi como un atleta en los tacos de salida, y cuando encontré un hueco de silencio e inactividad, me mandé: me paro, me acerco a su escritorio y le digo las mismas palabras que a aquel toga. Es así, loco: si me festejás un chiste, lo voy a repetir hasta el cansancio, hasta el ridículo, sin reparar en lugar, interlocutor, momento. “Si funcionó una vez, tiene que funcionar siempre” parece ser el lema que me guía aun inconscientemente…
Al confirmar que no aumentó, comento, aliviado, que voy a poder ir al supermercado a comprar algo y conseguir monedas para tomarme el bondi de vuelta, porque el de ida me cobró más de lo pensado y no me alcanza para volver, salvo que camine hasta el cambio de sección, que no sé dónde es. Se suceden unos comentarios de circunstancias sobre la falta de monedas, y al toque sale la madre con su hijo, y la secretaria pasa al consultorio para anunciarme. Tarda unos segundos extra en los que le dice algo al médico con voz inaudible…
A la salida, vuelvo a desentonar: me agradece que haya fungido como recepcionista, y le digo: “No te cobré”, e insisto con el tema que es mi obsesión de ese momento: la falta de monedas. Parece que soy tan pesado que ella me ofrece unas monedas, y le digo que no, que gracias. “Bueno”, dice, como un perro maltratado, como no entendiendo mi rechazo a la solución que me presenta.
En la calle cuento las monedas que llevé en una bolsita a guisa de monedero, y sí o sí tengo que conseguir: 30 centavos si el bondi me cobra lo mismo que a la ida; 5 si cuesta lo que decía el diario. En la esquina de la avenida, un pequeño sol brillando en el desnivel de la estación de servicio me alerta sobre esa moneda de 5 que puede ser mi salvación.
La levanto y me voy a tomar el bondi, al menos para preguntarle al chofer cuánto cuesta el boleto. Llega, subo, le pregunto, y ¡me alcanza! Le digo que a la ida me cobraron más por un viaje más corto, y me dice que es así, que en ese caso era tarifa de provincia, pero como este viaje es a Capital, aunque sea más largo, cuesta menos.
Saco el boleto, viajo sentado todo el trayecto y tengo la hora entera de viaje para pensar que soy un animal, que tengo que decir lo estrictamente necesario, que para decir barbaridades tengo este lugar.
(Si vamos a hablar unlimitedly y nos chupa un huevo todo, adelante. Pero si nos quedamos pensando en la imagen que dejamos, si nos atormentamos módicamente con ella, no nos chupa un huevo. Tonces, templanza, es decir, moderación, sobriedad y continencia…
Una ocasión para hablar desprejuiciadamente era el otro día, con la minita esa cuya mirada se encontró con la mía cuando la miré, cerca de donde para el 32. No era gran cosa, aunque pelaba ombliguito y estaba arregladita, y seguramente no iba a dar bola, y un sinfín de peros más; pero si la miré, y después me quedé flasheando con cómo hubiera sido decirle algo, y con qué le hubiera dicho, algo tocó en mí.
El silencio de veces como esta no es compensado por la incontinencia verbal de la otra. Y la falta de repentización de veces como esta no es compensada con la ejecución de numeritos repetidos.
Sabelo).

miércoles, 18 de febrero de 2009

Laburo en negro

Miren, a partir de ahora cada vez que me salga un laburo en negro de esos que hago a veces, le voy a decir claramente mis condiciones a la persona que me lo ofrece: la mitad me la pagás cuando me encargás el trabajo; la otra mitad, cuando yo te entrego el laburo hecho. Como hace el zapatero de la vuelta.
¿Que no te gusta?, ¿que a vos te pagan después?, ¿que nadie labura así? I’m sorry for you, baby. Puedo vivir sin tus limosnas. Y vos podés vivir sin mí: seguro que hay muchos que todavía creen la gilada esa de que tal vez en un futuro sirva como trampolín para otra cosa, o como experiencia, o para conocer gente.
Yo no sé si mi trabajo vale lo que me ofrecés; pero sé que mi ocio vale más. Y menos aún sé si finalmente me lo vas a pagar; y no tengo ganas de gastar guita y energía llamándote por teléfono mil veces para preguntarte cuándo me garpás y para hacerme el que te creo las mentiras que decís cuando no te escondés tras el contestador.
Tómalo o déjalo.

Vivienda social (Bereterbide y sus apologistas)

El otro día interrumpía mi zapping un programa del canal Encuentro sobre “viviendas sociales” en el que se mostraba como ejemplos de diseño orientado a la comunidad al Barrio Parque Los Andes, a Ciudad Evita y al Barrio Simón Bolívar, unos monobloques que están cerca del Parque Chacabuco, en la avenida Eva Perón.
Se entrevistaba a vecinos de cada uno de ellos, a un arquitecto, a un artista plástico que ha hecho del peronismo el leit motiv de su obra; todo con la narración vacilante de una chica que actuaba de estudiante de arquitectura, o algo así.
Los vecinos hablaban maravillas de sus respectivos barrios. El arquitecto decía que Bereterbide había ubicado en el eje central del Barrio Parque lo común, en lugar del habitual uso que ese espacio tenía para el rey, el príncipe, etc.; y que así había un patio en el centro, lo que se debía a sus ideas socialistas. Una vecina decía ¡favorablemente! que eso remitía al conventillo, donde también eran comunes los lugares centrales, como la cocina y, sobre todo, el patio.
El bloque dedicado a los monobloques exhibe esas moles, y el arquitecto se declara aliviado al ver que no han puesto rejas que protejan el parque que rodea los edificios. Muestran esa opresiva entrada con gruesas y asfixiantes columnas, y el tipo dice ¡favorablemente! que “todo pasa por la planta baja”. En todos los edificios la planta baja es un punto de encuentro, pero parece que en estos monobloques eso es tan notorio que amerita el comentario del profesional.
Y en realidad no se trata sino de otra forma de control social, de una forma que tal vez sea propia del socialismo. Si quiero entrar con tres terribles travas, o con tres tremendas trolas, todos se van a enterar, y no es lo que estoy buscando, ¿sabés? En vez de vigilarme el portero, el de seguridad o la cámara con circuito cerrado, me vigila el mismo edificio… (Bueno, en Barrio Parque Los Andes también hay vigilancia privada nocturna, y ya se parece a un country en PH, urbano y cool).
Tampoco tengo ganas de sociabilizar plantando un pino en el parque para que los chicos tengan un árbol de Navidad natural (mucho menos, de festejar la Navidad) ni de que usen el patio central de Bereterbide como canchita de fútbol.
Además de realzar y valorar esto, y de mostrar qué bien se llevan los vecinos, entrevistan a una señora que vive en Los Andes, quien dice, junto a dos de sus amigas, que parecen clones de la vieja conchuda que padecí un año y medio just above my head: “Si no te gusta que los vecinos se metan en tu vida, andate a otro lado”. Así de sencillo: ellas te echan, ellas se han adueñado del lugar, hecho favorecido tal vez por el propio Bereterbide y su concepción socialista de la arquitectura, donde todos estamos en contacto con todos y sabemos qué le pasa a cada vecino. No por chusmas, sino por solidarios, claro.
Si eso es la “vivienda social”, tal vez yo necesite la vivienda antisocial. Una donde el único espacio común sea aquel en el que se exhiben las cabezas de quienes hablaron por teléfono en el balcón, antes de su inmediata detención, del juicio sumarísimo y de la consiguiente decapitación.
Otras formas de vivienda social, en cambio, no son abordadas por el programa: los countries, los megaemprendimientos o las torres, que propician la sociabilización con parrilla, pileta, SUM, solárium y hasta con canchas de fútbol 5. No son progres ni sus arquitectos son socialistas… pero igualmente diluyen la privacidad, exponiéndote ante todos los vecinos en el circuito cerrado de televisión, obligándote a escuchar los pedidos de aplausos para el asador un domingo al mediodía o a encontrar a los vecinos en patas y a los gritos en el palier porque van a tomar sol al espacio verde, donde hablarán por celular o mandarán mensajes de texto con ese mínimo y tan molesto tono de cada presión sobre el teclado.

Deseo

Recuerdo la vez que más encendí el deseo en una mina. Esa tarde doblé por Callao desde Santa Fe con el cuarto de helado que acababa de comprarme en Freddo. La chica, de unos veintitantos, me miró, y le dijo a su amiga: “Vamos a tomar un helado”.

Inadi-e dice nada

Resulta que en la tele se puede decir, casi sin parar, una frase tras otra, “travesti arrepentido”, “tenés voz de macho”, “venís porque sos travesti”, “algo hacés con tu sexo: ¿lo usás para atrás y para adelante o cómo es la historia?”, “yo no lo leí al libro: para literatura traigo escritores”, “o le está por venir o no le va a venir nunca”.
Y nadie podrá argüir que se trató de un exabrupto porque a los pocos días la misma persona “bromea” con que el director de cámaras, que “tuvo un ataque cardíaco aquí mismo”, ya está de nuevo “trabajando con nosotros, está bárbaro”, salvo porque “volvió travestido”. “Ahora volvió con el sexo cambiado”, insiste, y vuelve a enroscarse en su obsesión.
Parece que es de amianto quien dice eso, porque lo invitan a programas y ni el psicólogo televisivo se anima a sacarle la ficha. Y lo contratan un canal y una radio más políticamente correctos que los medios donde labura ahora.
La ignifugabilidad de Samuel Gelblung tiene larga data: durante el Proceso trabajó en Editorial Atlántida (lo que ayuda a desmentir el antijudaísmo que se le atribuye a ese gobierno, al igual que el apoyo que recibió del Estado de Israel). Desde allí se convirtió en uno de sus pilares mediáticos, contrarrestando la “campaña antiargentina en el exterior” con unas postales que venían en la revista Para Ti, cuyas lectoras debían enviárselas a sus conocidos en el extranjero para demostrar que acá todo era coser y cantar.
Gómez Fuentes no tuvo su fortuna.
Chiche, mutatis mutandis, y haciendo pie en el amarillismo más rabioso, salió luego a la luz catódica, desde donde cimentó una fama y un éxito que le permiten prescindir de su nombre y hasta de su apellido. Por ellos, o por no sé qué, puede administrar su (sobre)dosis diaria de reaccionarismo casi sin que llame la atención y decir las frases del comienzo, o que “en esta puta ciudad de Buenos Aires” si un chorro quiere tu anillo, se lo lleva, y “si tiene que cortarte un dedo, te lo corta”.
Sin embargo, cuando hay que defender al Estado de Israel, allí está, firme y dispuesto para darles aire a las lacras sionistas de turno y para sumarse al discurso tergiversador que enarbolan esos personajes. Entonces sí habla de discriminación y se acuerda del INADI: por teléfono saca al aire a Lubertino y denuncia la “campaña antisemita” y a uno de sus líderes, Beica, que “tiene apellido judío”, lo que constituye un comentario que si no discrimina, pone de relieve condiciones de una persona que no parecen venir a cuento.
Uno de sus invitados, un ex alto dirigente de la DAIA, o de la AMIA, se regodea con los comentarios de D’Elía para ponerlo en ridículo y los toma como letra para justificar su discurso de víctima. Ambos denuncian el escrache al miembro del Congreso Judío Mundial Elsztain diciendo que lo escracharon por judío y, envalentonados en su soflama, afirman que “esta es la peor ola de antisemitismo desde la Semana Trágica”. (No dicen que el escrache no es por su condición de judío, sino por la de miembro de una organización que hace lobby a favor del Estado masacrador. No dicen que los árabes también son semitas, apropiándose del concepto de “semita”, así como parecen querer apropiarse de ciertos apellidos).
El viudo de una muerta en la AMIA, más apasionado, toma la palabra y dice que el asimilamiento que algunos proponen en un Estado único equivale a la destrucción del judaísmo: de ahí a la idea de pureza de la raza tal vez no haya ni un paso.
Y siguen reclamándole a Lubertino, porque los discriminadores son los otros, porque “discriminan a los judíos” y porque es “lamentable el silencio del INADI”.
Me hacían recordar a otro sionista abyecto, Mauro Viale, bardeando y humillando a un locutor, amenazándolo al aire con despedirlo y diciéndole “gordito” con un tono profundamente despectivo. El mismo Viale que también repite el speech de víctima y habla de discriminación, y de antisemitismo, y más o menos solapadamente les tira mierda a los árabes y a los musulmanes en general, y a los palestinos en particular (como el 11/9, cuando deslizaba que habían sido palestinos los que tiraron las torres gemelas).

El líder mundial en deportes

Paso por ESPN, por el internacional –no por el argento–, y encuentro campeonatos de bowling, patinaje artístico sobre hielo, torneos de pool… ¡Hasta pasan partidas de póker!
Y me acuerdo de cuando pasaban básquet universitario, varios partidos por semana: los lunes a la noche creo que había triple jornada, terminando a la madrugada con un partido de la conferencia Big West.
Después, parece que se vencieron los derechos, y se volcaron al lacrosse y a los deportes extremos. Y fue una pérdida. Además de que el básquet es más ameno y entretenido que todos estos deportes, además de que en el bowling no tienen las cámaras glúteas de Sofobitch, lo mismo que en el patinaje, y de que la variante de pool que juegan no es Bola 8; además de todo eso, cuando pasaban básquet universitario, uno les echaba el ojo a algunos jugadores, y después los seguía en la NBA.
Me acuerdo de Shaquille O’Neal, que jugaba en LSU; de Tim Duncan y Rodney Rogers, en Wake Forest; de Christian Laettner, Grant Hill y Bobby Hurley, en Duke; de Alonzo Mourning, en Georgetown; de Tom Gugliotta, en NC State; del gigante Bradley, en BYU; de Sam Cassell, en Florida State… De los primeros que me deslumbraron, Adonis Jordan y el zurdo Rex Walters, los perimetrales de Kansas, que eran compañeros de Alonzo Jamison y de un pivot novato que después jugó muchos años en Utah: Greg Ostertag. También estaban, entre tantos otros que van saltando en la memoria, Marcus Camby y Pepe Sánchez en Temple; los Fab Five de Michigan, con Chris Webber, Jalen Rose and Co., y Lulú Davis, de los Gauchos de UCSB, que no llegó a la NBA, pero jugó acá en Deportivo Roca.
Con Walters no pasó gran cosa en la NBA, como con varios de ellos, pero me hice hincha de Kansas por él y por las asistencias de pique que daba, onda Miguel Cortijo. En realidad, los fenómenos de la NBA no pasan por la NCAA: llegan derechito desde la secundaria, como Kobe, LeBron o Kevin Garnett. Pero estaba bueno jugar a ser descubridor de talentos.
Los últimos que recuerdo como buenos proyectos los vi en Fox, una vez que pasaron el torneo de los 64, que ESPN no televisó casi nunca. Jugaban en la Universidad de Utah y llegaron a la NBA: Keith Van Horn, un grandote que fichó para los Nets, y André Miller, un base que integró el “Dream Team” en el Mundial de Indianápolis, cuando la selección de Magnano les rompió el invicto.
También es un bajón que pasen menos béisbol, pero al menos sigue estando Álvaro Martín, y es un gusto escucharlo relatando, sea fútbol americano, sea básquet de la NBA.

Juan Carlos Pelotudo (h)

El niño del piso superior al de arriba tiene ataques de nervios cada vez que juega con la Play. Patalea, y hace vibrar mi habitación, y vocifera “es imposible, es imposible”. Y sigue: “No puede ser tan difícil”, “odio este juego, odio vivir”, “quiero ganar, necesito ganar”, maldice a sus jugadores por “troncos”, insulta a su hermana menor diciéndole “gorda” cuando ella se ríe de él y de sus actitudes…
Su padre no está, porque si no lo reprendería con su estilo desencajado, recordándole que tiene 11 años. El pequeño Pelotudo aprovecha su ausencia para jugar, y ya son varias las veces que lo oigo, a mi pesar, en plena crisis, a la mañana o a la hora de la siesta, cuando está sólo con su madre. Por cuarenta minutos la señora lo deja gritar, y llorar, y berrear, sin decirle –casi– nada. Después, de golpe, empezará a gritarle a la nena no sé por qué.
Todos los días de vacaciones el Pelotudito volverá a estar fuera de sí: “Me hace mal la Play”, grita, pero sus padres no registran ese momento de lucidez, que tal vez sólo sea la repetición de algo que escuchó. Y sigue maldiciendo a los jugadores y al jueguito: “Es muy difícil”, “quiero ganar”, “es una mierda este juego”, “¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?”, clama con esa voz aguda e irritante que se deforma en un llanto desquiciado.
La otra tarde, sin embargo, la madre intervino antes de la media hora, y la hermana pidió gritando: “No le pegues”. Juan Carlitos rápidamente la desautorizó: “Andate, vos”. Entonces ella cambió de parecer y le pidió a su mamá: “Pegale”.
Cuando se calmó, y se aburrió de decirles “hijos de puta” a los jugadores; de afirmar, contra la realidad, que “es imposible” y que “no puede ser”; de mentar “la concha peluda” y de pedir “por dios”, quiso ver tele. Pero ese día habían cortado el cable…
Y su nuevo ataque de nervios interfirió mi almuerzo por una nueva e incontable vez. Ahora monta su número con gritos, y llantos, y golpes contra las paredes, y contra la reja del balcón, y la madre gritándole, y el niño ululando: “Corten el agua pero no corten la tele”, “esta casa es una mierda”, “todos los días cortan la tele”, “me quiero morir”. Y repite varias veces: “Corten el agua pero no corten la tele”, y cambia el lamento por un “corten la luz”, pero al toque se percata de que si cortan la luz tampoco va a poder ver tele, e insiste con el anterior.
Toda su familia vive en un estado de crispación que se contagia por el aire. Y la mina le vende los hechos cambiados a su marido, le disfraza la realidad no sé con qué fin, y el chabón desconoce la mitad de las cosas que pasan, según se desprende de sus dichos, los cuales me obliga a oír con su vozarrón de paraavalanchas. A veces el tipo organiza una suerte de careo con toda la familia, pero cuando parece que va a saltar alguna de las mentiras que le dice, la jermu rompe la situación con algún grito y un oportuno cambio de frente.
Y si uno se queja de los ruidos, la señora Pelotuda (el apellido agrega una a, como los rusos) afirmará tener testigos y amenazará con demandas. Y el matrimonio se quejará a la administradora del edificio diciéndole: “Nosotros somos los Pelotudo. Nosotros tenemos contactos”.
Sí, un falso contacto es lo que tienen. En el cerebro.

So peti

En el piso de la cocina hay una bolsa de supermercado con unos cuantos diarios viejos dentro. (Después de lo que voy a contar, medí su altura, y era de siete centímetros). No sé por qué razón apoyé mi pie derecho sobre ella, y de pronto vi el mundo –la ínfima porción del mundo que tenía a mi alcance– desde otra perspectiva.
El estante superior del mueble estaba cubierto de grasa y polvo. El azulejo frente a mis ojos era otro. Había una bandeja sobre la heladera. Algunas cosas estaban más cerca, y otras, más lejos.
Y flasheé con todo lo que uno no ve, con el lugar desde donde ve lo que ve.
Si mi estatura fuese otra, este blog sería diferente. Y mi vida también.
Lo mismo si usara tacos, porque, además, te predisponen. (Y ni te digo si tuviese auto...).
De todo eso me di cuenta por juntar diarios para vender, ¿lo podés creer?

“Los 12 años más felices de mi vida”

En el suplemento económico de un diario de gran tirada hallo el nombre de un compañero del primario, jefe de marketing de una de las radios más escuchadas del país, que a su vez integra un enorme grupo multimediático. Lo googleo y no termino de descubrir si es él o un homónimo. En la búsqueda también encuentro a alguien con el nombre y el apellido de su hermano, autor de libros sobre “recursos humanos” y responsable de esa área en una conocidísima institución de su comunidad, y tampoco sé si es él u otro homónimo. Eran dos alumnos del montón, y si ellos llegaron tan alto, los tragas del grado deben estar laburando en la NASA.
Me vienen a la mente algunos nombres de esa época, y Google me lleva a una página sobre el colegio. De mi camada, como de todas, solo hay unos pocos egresados que se han puesto en contacto. Uno de ellos es manager de una exitosa cantante, y en su emotiva narración señala que aquellos fueron los 12 años más felices de su vida. Me alegro por él. Más aún teniendo en cuenta lo bien que parece haberle ido en la vida. (Quizá encontrara parte de su felicidad burlándose de sus compañeros: al escribir esto recuerdo cuando se rio de mis zapas rotas pero goleadoras delante de todos, en las últimas semanas de séptimo grado. A la clase siguiente de Educación Física fui con zapatillas nuevas, y, por supuesto, no hice goles).
Para mí, si no los peores, como dije siempre, fueron 8 años funestos, que reforzaron la mierda en la que estaba inmerso, donde no había un lugar para mirar y aprender a relacionarme con las personas de un modo natural, fluido y sano. Mi tiempo allí duró hasta que autoegresé tras el primer año del secundario, agobiado por la hostilidad del lugar, por la humillación permanente de los profesores y de cada vez más alumnos, por una pertenencia que para ellos era gran cosa, como suele creer uno cuando está en una historia así, y que me dejaba totalmente afuera.
En esos años felices, por cierto, varios alumnos fueron secuestrados-detenidos-desaparecidos, buchoneados por profesores; pero ellos eran del secundario, y nosotros, niños de primaria.

En la página piden que los ex alumnos mandemos anécdotas. Yo tengo algunas:
1. En un momento del acto de fin de curso de 7° grado, nos nombraban, uno a uno, y debíamos salir momentáneamente de la fila para pasar al frente del patio. Allí también se dirigían nuestros padres, y éramos fotografiados delante de un pizarrón que tendría algún mensaje alusivo. (La piel de mi madre, como la mía, tiene bastante más melanina que la de mi padre, que es muy blanca).
Días después fui al colegio, tal vez para hacer un trámite referido al ingreso a primer año, y delante de mí, y en voz deliberadamente alta, para que yo lo escuchara, la máxima autoridad de la primaria le dijo a su segundo: “Suerte que en la foto estaba el padre. Si no, no se los distinguía”. Y los dos festejaron la ocurrencia.
Claro, porque éramos negros, como un pizarrón…
2. Esto ocurrió en sexto grado. Formábamos la fila al finalizar la última hora, la hora de Francés. Probablemente yo estuviera charlando, o distraído de alguna forma, y la profesora, que me despreciaba y me tenía de punto, se acercó, me agarró literalmente de la oreja y me sacó de la fila de ese modo, acompañando su gesto con algunas palabras que no recuerdo, pero que buscaban avergonzarme aún más.
En esa época no era imaginable pegarles a los profesores. Esa señora se merecía, sin duda, una buena golpiza; en general siempre, y en particular esa vez.
3. En primer grado, cuando los niños de seis años que éramos estábamos los 40 ó 45 minutos de clase sentados, en silencio, y en los recreos no nos dejaban correr en los pasillos ni en los patios; en primer grado, digo, teníamos un maestro que a los alumnos indisciplinados, que conversaban o molestaban en clase, etc., los amenazaba con una jeringa, que en la memoria es enorme, diciéndonos que nos iba a dar la inyección. Recuerdo al tipo con la jeringa, que en la memoria tiene tonos naranjas, en la mano y a nosotros llorando aterrorizados, o viendo cómo lloraban los compañeros en desgracia.
Recuerdo tantos llantos, propios y ajenos, y habrá tantos otros que no recuerdo –y la verdad es que no tengo ganas de hacer memoria–… Siempre que los recuerdo, me surge un odio muy profundo y un deseo que sólo puedo poner en palabras de esta forma: habría que cobrarles cada llanto, y cada sufrimiento, y cada miedo, a esos soretes sádicos y siniestros.
4. Volví a tener a esa profesora de Francés en séptimo. Una clase me hace pasar al frente y escribir algo en el pizarrón. Escribo con mi cursiva de entonces, y parece que mi a minúscula era demasiado espiral. Al menos, más de lo que la impaciencia de esta señora podía soportar. Y me reprende por eso.
Evidentemente, no iba a poder cambiar mi caligrafía tan rápido como ella necesitaba, por lo que seguí escribiendo lo que había que escribir con la letra que tenía. Segundos después, escucho al curso reír sonoramente. Luego reconstruyo la situación en mi mente, y concluyo que la mina hizo algún tipo de gesto a mis espaldas.
El año siguiente cambié mi letra y empecé a escribir con mayúsculas de imprenta. De la relación temporal entre una cosa y la otra me di cuenta mucho más tarde.
5. El profesor de Historia de primer año tenía un modo de dar clase realmente sencillo: el tipo dictaba unas preguntas que debíamos responder, como tarea para el hogar, a partir de la lectura del libro de texto. Una vez que terminaba de dictar, tomaba lección oral: elegía a un alumno, al azar, el cual debía pasar al frente y responder su interrogatorio. Claro, éramos como 40, y al no seguir un orden, sino los dictados de su sed de humillación, uno podía estar seis meses sin dar la lección, siendo definitivamente invisible.
Algo de eso me ocurrió a mí: pasé al frente a fines de marzo, y después me desentendí de la materia, total no me va a llamar de nuevo, total falta que pasen decenas de pibes. Empezó la segunda ronda, y la adrenalina subía con las chances de pasar al frente de nuevo. Pero aún así no estaba dispuesto a dedicarle a ese lugar más horas de las que me obligaban a dedicarle: las horas de clase.
Hacia fin de año hubo una prueba, y, esas cosas del destino, sabía más preguntas del otro tema que del tema que me tocó: ahí comprendí que estaba en el horno y con guarniciones. (Recuerdo que conseguí que un compañero me prestara su carpeta, y estuve toda una tarde copiando y tratando de completar la mía).
Después, ya entre los últimos de la segunda vuelta, me tocó pasar al frente de nuevo. Creo que me preguntó por Aníbal, los elefantes, los cartagineses… Creo que puse a uno de los personajes en el bando equivocado. El tipo suspendió la sesión de tortura sin decirme siquiera si respondí bien o mal, si acerté o no. Me dijo: “Usted no se salva ni con un 10”, y me mandó a sentar.
Cuando estoy llegando, aturdido y cabizbajo, a mi banco del fondo, un miserable que tenía como compañero, seguramente Maison, me pone la pata y me voy de trompa al suelo. Él y su bandita contienen la risa, y el tipo pregunta qué pasó. Se mezclan los recuerdos, y no tengo ganas de desenredarlos, pero creo que ante la falta de respuesta se mandó una bravata de las suyas, con gritos y reconvenciones y amenazas. La piadosa memoria hace que el ensañamiento de esa larva solo sobreviva en una sensación borrosa de angustia que diluye los detalles tanto como los de cuando me hice pis, en segundo grado.

A lo mejor se las mando. Y a lo mejor les digo también lo que me parece esa “canción” que crearon y que se canta después del himno del colegio, según dicen, en la que se reivindican procedentes de un conventillo, cuando en realidad eran de clase media con pretensiones. Y cuán irónico me resulta que reivindiquen ese origen, pues en ese colegio fueron pioneros en poner seguridad privada por los robos de los okupas de la zona. O lo que me parece la mitología de ese colegio, que emula pobremente la del Buenos Aires.
Cada vez que paso por ahí, escupo la vereda, o hacia el interior, a través de las rejas. Y la primera vez que pasé con el secundario completo –completado, finalmente, varios años después–, una noche en la que seguramente venía de comprarme discos, hice apenas un corte de manga, pero lleno de odio y revancha. Y como el 25 a la tarde andaba cerca y tenía ganas de mear, aproveché la soledad del lugar, y la mugre, para evacuar mi vejiga contra esa puerta por la que salí tantas veces.
Desde que Telleldín quedó libre, bien pude haber cumplido mi fantasía inconfesable de pedirle que me arme una Trafic para estacionarla junto al colegio. Pero ya no deben de quedar profesores de esa época (excepto la ex sex symbol con vocación de bombero), ni tampoco compañeros, salvo uno que es preceptor, según me dijo Google. Además, de esas larvas que me cagaron buena parte de mi niñez me gustaría encargarme con mis propias manos. Me gustaría que tuvieran bien presente quién y por qué los odia, que vean que la mierda a la que maltrataban –sólo por hobby, sin rencor, lo cual es mucho peor– no es una mierda. No me convencieron de eso, ni me transformaron en eso. No lograron su cometido.

Blog recomendable y blogger buena onda

Quedate en silencio.
Mira y tocá.
Un sutil movimiento.
Parate acá
y tocá la duración
de un segundo.

¡Uh! Yo…

Dos colibríes se posan sobre una rama seca del abedul, que aún sobrevive. No digo “reposan” porque su día recién ha comenzado. El mío, en cambio, está por terminar. Trato de agarrar la calma que me dejan los vecinos antes de levantarse y empezar a golpear el aire y sus pisos/mi techo. No puedo evitar la intranquilidad y la taquicardia, la ansiedad.
Antes, en verano me evadía del calor no con el aire acondicionado, ni yéndome de vacaciones, sino durmiendo desde las 6 o 7 de la mañana hasta la misma hora de la tarde. Y después daba la vuelta, levantándome cada vez más tarde, hasta que en un momento era temprano. Antes, más o menos era dueño de mi tiempo.
Ahora los vecinos nuevos todavía no se fueron de vacaciones y ya estoy sufriendo por lo que va a ser cuando vuelvan y, por no sé cuántos días, estén aquí no solo ellos, de vacaciones, sino los pequeños hijos del irascible y estentóreo basquetbolista fumador. Sé de sus vidas aunque no quiera porque se meten en mi casa, en mi sueño, en mi vigilia, en mis pulmones… Y me obligan a enterarme de casi cada cosa que hacen.
Ahora me atraviesa una sensación de angustia, de pérdida, de inquietud. Hasta mi pieza me es ajena. También mi tiempo, y mi descanso, que no ocurre cuando yo quiero, sino cuando los demás me dejan. Y se turnan para no dejarme: de las últimas treinta horas no hubiera podido dormir de un tirón más de cuatro y media. Además, el sueño tiene elementos y la dinámica de la vigilia; está traspasado por ella, y no puedo des-cansarme la cabeza ni, consiguientemente, el cuerpo.
Si los vecinos no están, la calma es incompleta porque todo el tiempo anticipo su retorno, porque en cualquier momento vuelven. Y si los escuché decir que vuelven a las 8, un rato antes el alma se me va al piso y el corazón se me acelera. Y aun en su ausencia el aire sigue vibrando en su frecuencia irritante, como vibra la campana después del golpe del badajo.
Si estoy despierto a la mañana, me como todo el calor, no da salir a la calle, y, encima, me va a faltar la madrugada. Si me despierto al mediodía, o a la tarde, me como todo el calor, no da salir a la calle, y, encima, habré dormido para el orto por todos los ruidos, gritos, peleas…
Si estoy despierto a la noche, la compu es una adicción fatal: abro decenas de posts que no logro terminar –o sea, quiero decir/me decenas de cosas que no logro decir/me–, y me pierdo la posibilidad de escuchar a los grillos interfiriendo el silencio (posibilidad que también me quitan mis incesantes pensamientos). Alargo la noche hasta el extremo, me aferro al Solitario Spider, o al común, y me acorto el día siguiente, excediendo el espacio que le dejan a mi reloj biológico.
Si me voy al cíber, ese sucedáneo de la vida dura hasta que los ojos se queman, el bolsillo duele o el tiempo vuela. Y salir de esa hipnosis, pisar la vereda, es una impactante antesala del retorno a la promiscuidad alienante que se me impone cotidianamente. (A veces, la compu pareciera un lugar donde por un rato encontramos algo; donde podemos construir algo, que está bien en ese ámbito y que no me interesa llevar a la interacción personal. Pero a veces no sale, tal vez cuando nadie escribe, no ya un comentario en este blog, sino cuando esa módica comunicación no fluye. Y, como con la comida u otras cosas del quehacer diario, si salta un ítem del schedule que ideamos, el resto se va a la mierda, y uno se empecina buscando algo que no va a encontrar, y el tiempo sigue malbaratándose).
Si me voy a la cocina, morfo hasta cadáveres, y engordo, y me cae mal, y me tiro pedos y tengo ataques de hipo y dolores en la bahía del esternón. Y bastante tengo con las drogas legales, y bastante me cuesta mantener mi estado de conciencia, como para insistir con las otras.
La única satisfacción sin contraindicaciones que me permite el agotamiento es la que tengo a la mano. Y estoy por días con una pendeja de un reality de MTV en la cabeza (Aja, de “Made”, una colorada re simpática, o Brianna, del programa donde los padres les presentan candidatos a sus hijos), ¡y no puedo enganchar las repeticiones! O tengo improbables fantasías de amamantamiento con S. Y las flasheo aun sin tocarme…
No hay un lugar sin calor, sin ruido, sin ellos, sin la persistente monotonía diaria: todos los días la voz de ese pendejo del orto como soundtrack, pasos y voces despertándome una decena de veces por día, y el botellero, o verdulero, voceando su actividad con un parlante que podría metérselo en el culo y hacerlo sonar tirándose pedos. Ya no recuerdo cómo era no escuchar la voz de ese pendejo enfermo, ni cómo era dormir más de cuatro horas seguidas, ni cómo era vivir sin estar cansado, sin que me golpeen a través del techo o sin estar pendiente de cuánto tiempo y silencio me van a dejar.
Los que están cerca no ayudan: no entienden nada, como nunca entendieron nada, y reducen todo a sus supersticiones (no, este no es el post que habla del frasquito con agua bendita en el freezer que tiene un papelito adentro y del platito con miel y papelitos con nombres en la heladera) o, para rescatar esa frase, dicen que conmigo “no se puede hablar”. Y los que están lejos no ven, no saben, y no se van a acercar si lo primero que muestro es esto.
Alguna vez, hace demasiados años, resumía mi vida en dos palabras: circularidad e inmovilidad. Ahora la inmovilidad podría reemplazarse por inquietud, pero esa imposibilidad de estar quieto no lleva a ningún lado. Doy todas estas vueltas por lugares conocidos, y reboto en todos ellos, en los físicos y mentales, para no hablar de reales e irreales. Los desconocidos tienen una lógica indescifrable, parecen extraterrestres.
En el patio me morfan los mosquitos y el abedul finalmente se secó.

Un colectivo suburbano

Desde abajo, viéndolo como peatón, el 181 tiene toda la pinta de colectivo suburbano. Al comienzo de su recorrido, apenas si las tres cuadras por Independencia, con su anchura de mano única y sus edificios en construcción, lo ubican en un barrio capitalino. El coche, semivacío, transita esas calles de casas bajas, viejas o nuevas, y la sensación es la de que nunca se va a llenar.
Desde arriba, como pasajero, si vas sentado junto a una ventanilla del lado derecho y cerrás los ojos, el 84 es el que parece recorrer el suburbio. Cuando va por Venezuela y sobre todo cuando agarra Agrelo, el sol de la tarde casi no encuentra obstáculos que le impidan entibiarme los párpados a través del vidrio. Solo algunos árboles de follaje perenne se interponen fugazmente entre sus rayos y yo.
Cruzando avenida La Plata la calle se atiborra de edificios altos y ya no recibe el sol. José María Moreno y Rivadavia es un maremágnum, aunque la vía cercana permite flashear con el centro comercial que se forma junto a una estación suburbana. En la parada de Acoyte todo cambia: la larga cola que espera al 181 ocupa todos sus asientos; muchos deben viajar de pie, y así comienzan, o continúan, su camino. En el 84 venían parados y apretados de antes, y únicamente los primeros de la fila pueden aprovechar el recambio de pasajeros para lograr sentarse.
Después es barrio, pero vibra en ciudad. Sólo el 84 traqueteando el empedrado de Seguí transmite algo de la calma suburbana que corta el bondi. Pero al toque se vuelven a encontrar en Gaona, y durante muchas cuadras irán por unas avenidas que, como Independencia, no dejan lugar a equívocos.

Pelo

Dale, sacame una foto, que va a ser la última vez que tenga el pelo así. Así de largo y así de negro.
(Y teniendo en cuenta cómo se me está cayendo, tal vez sea la última vez que tenga pelo).

Diagnósticos

Repasando algunos posts viejos encontraba la palabra agotamiento y sus derivados muchas veces en las entradas que, si tuvieran etiqueta, se agruparían en “vecinos del orto” o algo así.
El clínico atiende lejos y es de la vieja escuela: me hace decir 33 varias veces mientras me revisa; me golpea con el martillito para evaluar mis reflejos y también con una suerte de diapasón. Me pesa, y estoy en 51 kilos. Dice que me encuentra muy débil y que mi alimentación es deficiente. El señor no es partidario de la proteína vegetal y pretende que me reconvierta en zoófago comiendo pescado (merluza, pejerrey, salmón), un bife de chorizo, lechón… También, seamos justos, dice algo con lo que concuerdo: que tomo las calorías fundamentalmente de los hidratos de carbono y no de las proteínas.
Me receta un revitalizante y Emotival (¿seré un emo ahora?), no me manda análisis, no le pone nombre a lo que tengo y me cobra 90 mangos.
Mi xadre consigue que su médico me haga órdenes para varios estudios. El tipo atiende aún más lejos, y yo, que dormí cuatro horas, llego de lástima con los resultados, temiendo desmayarme la mitad del viaje, dejando las marcas de las manos sudadas en el sobre papel madera de la radiografía.
Después de una serie de palabras absurdas y recuerdos familiares, le pone nombres a lo que tengo, me cambia la medicación y me cobra 100 mangos. Dice que tengo un distrés psicofísico y también pánico, y me pregunto si esto no debió diagnosticarlo la psicóloga que me atendió en el hospital público. ¿Se le pasó? ¿No lo reconoció? ¿O no tengo pánico?
Casi sin énfasis interrogativo me pregunta: “¿Todo esto te afecta el rendimiento intelectual?”, y me receta dos cajas (a la sazón, dieciocho pinchazos) de inyecciones ¡cuando el mismo remedio se vende también en pastillas! Insiste gravemente en lo importante que es que me las aplique, y además me da dos cajas de clonazepam 0,5, pero no me dice nada de la posología.
La segunda vez me recibe con un “¿qué haces, delincuente?” y me termina hablando también él de las proteínas. Es más delicado: me pregunta si mi vegetarianismo es filosófico, y le digo que no, que comía mal y vomitaba mucho, y no me gusta vomitar. Trato de ponerle onda a la charla, y le digo que comía mucho pancho y hamburguesa con whiscola y que me caía mal. “No sé por qué, pero me caía mal”, bromeo, y él, serio, me dice: “Pero, hijo”…
No me pide que coma lechón, pero me cobra otros 100 mangos para decirme que tome yogur con cereales para incorporar las proteínas. Le pregunto sobre otra forma de obtenerlas, y me sugiere que coma dos bananas no maduras por día. Quiere saber si me sentí mejor con las inyecciones, y le digo lo mismo que a quien me las aplicó: me siento notoriamente mejor cuando logro descansar, cuando me levanto descansado y vivo el día sin estar velado por el cansancio. Me receta entonces un energizante en pastillas (¡gracias!), pero tampoco me dice cuándo tomarlas, y desaprueba que corra para mejorar mi estado físico, señalando la conveniencia de caminar en este caso.
Ya no confunde los nombres de mi xadre y de mi abuelx, y valora a mi xadre exclamando “¡esx negrx es de oro!”, o algo similar. Dice que el carácter de mi abuelx era difícil porque la tuberculosis le había dañado tanto los pulmones que a veces no irrigaban bien el cerebro. Y continúan los recuerdos y las palabras absurdas: habla de mi viejx, de que tenía problemas en las piernas. Le digo que no, que sus problemas de salud son múltiples, pero que la dificultad para caminar se debe a su enorme hernia inguinal. Él desestima lo que digo con un piadoso “no, hijo, no”. Después se le vuelve a confundir alguna palabra respecto a mis progenitores y me pregunta/afirma si sigo con “el traductorado” refiriéndose a las tareas que hago a veces, que involucran libros, aunque no son de traducción.
Me siento mejor que la vez anterior, pero me toma la presión y tengo 8-6. La vez pasada tenía 11-7, y mi comentario suponiendo que tenía la presión baja debido a lo mal que la había pasado en el viaje lo llevó a decir que trataba de anticipar las cosas, lo que piensan los demás, y me parece que dijo que también era así en mi niñez.
La última vez habla de que crecí en un lugar de mutilados “físicos”, y luego agrega “emocionales”. No sé si sólo se refiere a mi abuelx, pero yo le explicito que entiendo que lo dice por todos. Habla de mi inteligencia, de si tengo trabajo. Le digo que no sé de qué buscar laburo, pero que en última instancia se trata de encontrar un lugar donde lo que sé hacer bien sea requerido y valorado, y donde me paguen. Eso quiso ser el puente para agregar: “Que no me traguen la guita, como la otra vez”, y poder mencionar mi último trabajo extrafamiliar. Pero la conversa se desvía antes de decirlo, y ya no habrá una nueva oportunidad. Y tal vez tampoco sea relevante, sino apenas lo único que tengo para contar.
Insiste con mi inteligencia, y le digo que es cierto que soy inteligente, y, definitivamente agrandado, añado que también sé que tengo carencias y limitaciones, y que las conozco. “Eso es muy bueno”, acota, y dice que es muy razonable lo que digo, usando otra palabra.
Creo que ni me preguntó cómo estaba, y ahora pienso que si la mayor parte de la consulta fue hablar, tanto que en cierto punto parecía que había ido al psicólogo, seguramente no fue casual…
En la camilla me aprieta el estómago hasta el dolor y me dice que como rápido, como quejándose, o lamentándose, y me da Alplax Net. Es el decimotercer remedio en un año. No lo voy a tomar, salvo alguna emergencia: tengo los huevos llenos de ser un laboratorio andante.
Me pregunta algo acerca de mis padres o de mis pares –no lo entiendo–, y le digo que no, que no socializo ni con mis pares ni con mis padres, usando ese verbo que me quedó atragantado desde que visité al psiquiatra. Toca temas que tengo bien presentes por haber estado escribiendo sobre ellos; hablo de este blog, y hasta hablo con palabras de este blog. Y descarrilo: tanta honestidad y crudeza están bien para el “anonimato” blogger, pero no necesariamente para la interacción personal. Aunque traté de malabarear la cosa cuando vi que derrapaba, no creo que haya dejado una imagen muy centrada, ni calma, amén de que no estaba centrado ni calmo porque llegué tarde, el bondi me cobró más de lo pensado y me faltaban monedas para volver. Y seguro que no dejé la imagen que me gustaría haber dejado.
Después me pesa: subí casi dos kilos. Me dice que siga con el energizante, una de cuyas virtudes es abrir el apetito. De todas maneras, no se trata sólo de subir de peso, sino de mejorar el estado físico: si como una caja de ravioles todas las noches, seguro que subo de peso, pero correr o coger seguirán siendo actividades difíciles de realizar satisfactoriamente vista mi respuesta física.
Se van otros 100 mangos, y no sé si superé el distrés o el pánico, aunque tal vez en su opinión lo peor haya pasado porque la otra vez ya le había dicho que no me despertaba el perro conchudo todos los días, y ahora me recibió bromeando con que se había comprado un perro “así de grande”, y agregó que la situación “me había descolocado”, en pasado.

Toda esta narración pudo servir de catarsis o de introducción. Lo central es que, si el chabón acertó con el diagnóstico, al final de la peripecia, y de los gastos, mi intuición estaba bien rumbeada: agotamiento psicofísico. El segundo de esta magnitud en menos de diez años.
Y me digo que tal vez la solución también sea la mía: no una docena de remedios, sino simplemente dormir. Recomponer nuevamente mi sueño, que sea una unidad, y dormir doce horas seguidas doce días seguidos. Descansar hasta ponerme cero a cero, y después recomenzar en un lugar donde yo sea el dueño de mi tiempo, donde no me obliguen a seguir horarios ajenos ni esto sea una preocupación que me colma de zozobra y cuyo fin no se vislumbra. Y donde más o menos sea dueño de mi vida, donde no esté a merced de los que programan qué debo ha-ser.
Tal vez entonces las cosas fluyan, me sienta fuerte para arreglarme los dientes (algo en lo que doctores y paciente coinciden), y el cúmulo de energía que hace fibrilar mi cabeza se encauce.