miércoles, 18 de febrero de 2009

Diagnósticos

Repasando algunos posts viejos encontraba la palabra agotamiento y sus derivados muchas veces en las entradas que, si tuvieran etiqueta, se agruparían en “vecinos del orto” o algo así.
El clínico atiende lejos y es de la vieja escuela: me hace decir 33 varias veces mientras me revisa; me golpea con el martillito para evaluar mis reflejos y también con una suerte de diapasón. Me pesa, y estoy en 51 kilos. Dice que me encuentra muy débil y que mi alimentación es deficiente. El señor no es partidario de la proteína vegetal y pretende que me reconvierta en zoófago comiendo pescado (merluza, pejerrey, salmón), un bife de chorizo, lechón… También, seamos justos, dice algo con lo que concuerdo: que tomo las calorías fundamentalmente de los hidratos de carbono y no de las proteínas.
Me receta un revitalizante y Emotival (¿seré un emo ahora?), no me manda análisis, no le pone nombre a lo que tengo y me cobra 90 mangos.
Mi xadre consigue que su médico me haga órdenes para varios estudios. El tipo atiende aún más lejos, y yo, que dormí cuatro horas, llego de lástima con los resultados, temiendo desmayarme la mitad del viaje, dejando las marcas de las manos sudadas en el sobre papel madera de la radiografía.
Después de una serie de palabras absurdas y recuerdos familiares, le pone nombres a lo que tengo, me cambia la medicación y me cobra 100 mangos. Dice que tengo un distrés psicofísico y también pánico, y me pregunto si esto no debió diagnosticarlo la psicóloga que me atendió en el hospital público. ¿Se le pasó? ¿No lo reconoció? ¿O no tengo pánico?
Casi sin énfasis interrogativo me pregunta: “¿Todo esto te afecta el rendimiento intelectual?”, y me receta dos cajas (a la sazón, dieciocho pinchazos) de inyecciones ¡cuando el mismo remedio se vende también en pastillas! Insiste gravemente en lo importante que es que me las aplique, y además me da dos cajas de clonazepam 0,5, pero no me dice nada de la posología.
La segunda vez me recibe con un “¿qué haces, delincuente?” y me termina hablando también él de las proteínas. Es más delicado: me pregunta si mi vegetarianismo es filosófico, y le digo que no, que comía mal y vomitaba mucho, y no me gusta vomitar. Trato de ponerle onda a la charla, y le digo que comía mucho pancho y hamburguesa con whiscola y que me caía mal. “No sé por qué, pero me caía mal”, bromeo, y él, serio, me dice: “Pero, hijo”…
No me pide que coma lechón, pero me cobra otros 100 mangos para decirme que tome yogur con cereales para incorporar las proteínas. Le pregunto sobre otra forma de obtenerlas, y me sugiere que coma dos bananas no maduras por día. Quiere saber si me sentí mejor con las inyecciones, y le digo lo mismo que a quien me las aplicó: me siento notoriamente mejor cuando logro descansar, cuando me levanto descansado y vivo el día sin estar velado por el cansancio. Me receta entonces un energizante en pastillas (¡gracias!), pero tampoco me dice cuándo tomarlas, y desaprueba que corra para mejorar mi estado físico, señalando la conveniencia de caminar en este caso.
Ya no confunde los nombres de mi xadre y de mi abuelx, y valora a mi xadre exclamando “¡esx negrx es de oro!”, o algo similar. Dice que el carácter de mi abuelx era difícil porque la tuberculosis le había dañado tanto los pulmones que a veces no irrigaban bien el cerebro. Y continúan los recuerdos y las palabras absurdas: habla de mi viejx, de que tenía problemas en las piernas. Le digo que no, que sus problemas de salud son múltiples, pero que la dificultad para caminar se debe a su enorme hernia inguinal. Él desestima lo que digo con un piadoso “no, hijo, no”. Después se le vuelve a confundir alguna palabra respecto a mis progenitores y me pregunta/afirma si sigo con “el traductorado” refiriéndose a las tareas que hago a veces, que involucran libros, aunque no son de traducción.
Me siento mejor que la vez anterior, pero me toma la presión y tengo 8-6. La vez pasada tenía 11-7, y mi comentario suponiendo que tenía la presión baja debido a lo mal que la había pasado en el viaje lo llevó a decir que trataba de anticipar las cosas, lo que piensan los demás, y me parece que dijo que también era así en mi niñez.
La última vez habla de que crecí en un lugar de mutilados “físicos”, y luego agrega “emocionales”. No sé si sólo se refiere a mi abuelx, pero yo le explicito que entiendo que lo dice por todos. Habla de mi inteligencia, de si tengo trabajo. Le digo que no sé de qué buscar laburo, pero que en última instancia se trata de encontrar un lugar donde lo que sé hacer bien sea requerido y valorado, y donde me paguen. Eso quiso ser el puente para agregar: “Que no me traguen la guita, como la otra vez”, y poder mencionar mi último trabajo extrafamiliar. Pero la conversa se desvía antes de decirlo, y ya no habrá una nueva oportunidad. Y tal vez tampoco sea relevante, sino apenas lo único que tengo para contar.
Insiste con mi inteligencia, y le digo que es cierto que soy inteligente, y, definitivamente agrandado, añado que también sé que tengo carencias y limitaciones, y que las conozco. “Eso es muy bueno”, acota, y dice que es muy razonable lo que digo, usando otra palabra.
Creo que ni me preguntó cómo estaba, y ahora pienso que si la mayor parte de la consulta fue hablar, tanto que en cierto punto parecía que había ido al psicólogo, seguramente no fue casual…
En la camilla me aprieta el estómago hasta el dolor y me dice que como rápido, como quejándose, o lamentándose, y me da Alplax Net. Es el decimotercer remedio en un año. No lo voy a tomar, salvo alguna emergencia: tengo los huevos llenos de ser un laboratorio andante.
Me pregunta algo acerca de mis padres o de mis pares –no lo entiendo–, y le digo que no, que no socializo ni con mis pares ni con mis padres, usando ese verbo que me quedó atragantado desde que visité al psiquiatra. Toca temas que tengo bien presentes por haber estado escribiendo sobre ellos; hablo de este blog, y hasta hablo con palabras de este blog. Y descarrilo: tanta honestidad y crudeza están bien para el “anonimato” blogger, pero no necesariamente para la interacción personal. Aunque traté de malabarear la cosa cuando vi que derrapaba, no creo que haya dejado una imagen muy centrada, ni calma, amén de que no estaba centrado ni calmo porque llegué tarde, el bondi me cobró más de lo pensado y me faltaban monedas para volver. Y seguro que no dejé la imagen que me gustaría haber dejado.
Después me pesa: subí casi dos kilos. Me dice que siga con el energizante, una de cuyas virtudes es abrir el apetito. De todas maneras, no se trata sólo de subir de peso, sino de mejorar el estado físico: si como una caja de ravioles todas las noches, seguro que subo de peso, pero correr o coger seguirán siendo actividades difíciles de realizar satisfactoriamente vista mi respuesta física.
Se van otros 100 mangos, y no sé si superé el distrés o el pánico, aunque tal vez en su opinión lo peor haya pasado porque la otra vez ya le había dicho que no me despertaba el perro conchudo todos los días, y ahora me recibió bromeando con que se había comprado un perro “así de grande”, y agregó que la situación “me había descolocado”, en pasado.

Toda esta narración pudo servir de catarsis o de introducción. Lo central es que, si el chabón acertó con el diagnóstico, al final de la peripecia, y de los gastos, mi intuición estaba bien rumbeada: agotamiento psicofísico. El segundo de esta magnitud en menos de diez años.
Y me digo que tal vez la solución también sea la mía: no una docena de remedios, sino simplemente dormir. Recomponer nuevamente mi sueño, que sea una unidad, y dormir doce horas seguidas doce días seguidos. Descansar hasta ponerme cero a cero, y después recomenzar en un lugar donde yo sea el dueño de mi tiempo, donde no me obliguen a seguir horarios ajenos ni esto sea una preocupación que me colma de zozobra y cuyo fin no se vislumbra. Y donde más o menos sea dueño de mi vida, donde no esté a merced de los que programan qué debo ha-ser.
Tal vez entonces las cosas fluyan, me sienta fuerte para arreglarme los dientes (algo en lo que doctores y paciente coinciden), y el cúmulo de energía que hace fibrilar mi cabeza se encauce.

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