lunes, 30 de marzo de 2009

Entrevista

Esta vez escribí menos porque tuve que responder una entrevista por mail que le hicieron a otra de mis encarnaciones internéticas. La chica leyó mi página web, le pareció “espectacular”, y quería completar el trabajo que estaba haciendo para presentar en una universidad extranjera con unas preguntas a la susodicha. Y ahí estuve, tratando de aportarle algo a la mina, lo que parece que logré porque me dijo que mis respuestas fueron “grandiosas” (¿eso no era un programa de TV?) y que le sirvieron “muchísimo”.
Como el contador que tiene el hosting se resetea automáticamente siguiendo no sé qué patrones, no puedo saber cuántas visitas tuvo el sitio realmente. Yo llevo la cuenta de las que llegaron a la página principal, y si multiplico por siete, que es más o menos la relación que alguna vez descubrí, debería estar cerca de las 600.000. Eso más las de la página subsidiaria, que no tiene contador.
Parezco Cumbio, jactándome de mis visitas, pero, a diferencia de ella, no hablan de mí, sino que hablan con lo que yo digo. Y me citan en tesis de universidades extranjeras, y me traducen a idiomas que no mencionaré porque son raros y daría pistas, jajaja, y me nombran en libros: “Bibliografía: […] Fulana de Tal, http://..........”, dice el broli que descubrí en Internet, y al que luego encontré en el supermercado, mientras hacía las compras.
Cuando hablé de esa página con el psicólogo que me atendía hace un año y medio y le comenté cómo era, me dijo: “Ah, pero vos investigás…”, con tono de sorpresa. Sí, chabón, investigo, y soy grosa. Muy grosa. Deberías saberlo, deberías haberte dado cuenta. Pero estabas ocupado mandando mensajes de texto mientras la paciente hablaba.


PD: “¡Iuju! ¡Vean lo que me estoy tocando!”, dijo Concepción Garófalo…

Palo en San Telmo

Palo iba a tocar todos los jueves de marzo en un boliche de San Telmo. Y yo tenía ganas de ir algún día.
El primer jueves me desperté cansadx, gracias a mis vecinos. Volviendo de la casa de mi viejo, esa tarde, me metí en el cyber, confirmé la data –lugar, fecha, hora, precio–, y preferí dejarlo para la próxima con la idea de sentirme mejor y disfrutarlo más.
Pese a que el segundo jueves dormí hasta tarde, igual me levanté cansadx, ya ni sé por qué. Tipo 7, después de almorzar, salí a dar una vuelta por acá para ver cómo me sentía, y si no tenía demasiada energía para caminar, menos iba a tenerla para estar en un recital. Al día siguiente me sentí re bien, el mejor día en mucho tiempo. A destiempo.
El tercer jueves ya andaba con dolor de garganta, y el comienzo del malestar me hizo postergarlo otra vez. Total, se me pasa en unos días, y la semana que viene voy a estar bien. En la mañana del cuarto jueves tenía los síntomas más incómodos por última vez, aunque esto no lo sabía. El resto del día traté de dormir, despertadx por la hora del antibiótico, o por los vecinos y sus peleas, hasta que llegó el momento de decidir qué hacía. Recién estaba levantándome, y los remedios y los microbios me habían dejado hechx mierda, cansadx y débil.
Así se me fueron los cuatro jueves de marzo. Así se fue marzo, el mes en el que confiaba que iba a sentirme mejor porque los vecinos iban a estar menos tiempo en casa. Estuvieron menos tiempo, es cierto, pero no me sirvió de mucho. Siguen pasando los días, sigue pasando la vida, y sigo ilusionándome con que mañana voy a estar mejor. Y sigo desilusionándome.
Y me rompe los huevos. Pasa el calor, se va el verano, se van todos los días lindos, se va otro año, que ya empezó, y seguimos sin poder hacer nada. Pasan las lunas, se inflan y desinflan, pasa una tarde de domingo, de cualquier día, y no puedo salir a caminar porque siempre estoy cansadx, o no me pude dormir rápido, y/o me levanté re tarde, más de lo que quisiera. O la chica de arriba corona el arduo traqueteo de la cama con dos módicos “ah”, pero aun así me interrumpe la siesta del domingo.
Y cada pequeño plan se frustra una y otra vez.
El chabón no iba a tocar la mayoría de los temas que me gustan (y, de todos modos, no quiero que se re-junte Cornelio), no iba a tocar “La primera línea” o “Fuego rojo”, ni todos los temas de Los Visitantes que me gustan, y seguramente iba a insistir con su viaje místico según el cual todos somos predicados.
No me iba a saber todos los temas, ni me iban a gustar todos, como si tocaran George Thorogood y los Destroyers o, sin ser caricaturas de sí mismos, lo que queda de los Doors o de Deep Purple. Pero tenía ganas de ir. Suponía que la iba a pasar bien, aunque no tuviera quien me acompañara, y daba gastar 20 mangos en eso.
En cambio, terminé gastando cuatro gambas y media en médicos y remedios, y, eso sí, caminando un cálido domingo a la tarde, a la hora del partido, después de mucho tiempo. Para ir al hospital.

Anhelo

Hace tanto tiempo que quiero llegar a despertarme un día sin sentirme mal.

Señor Editor General

Casi todos los diarios porteños, si no todos, han prescindido de sus correctores hace ya bastante tiempo. El advenimiento del procesador de textos con corrector incorporado y la búsqueda de la reducción de costos han llevado a una situación de descontrol sobre lo escrito, cuyo sentido y ortografía quedan librados al corrector automático, al redactor, al editor o al azar.
De esta forma, uno puede encontrarse con errores que el propio corrector de Word marca, como el de “bisera” por “visera”, el de “sínico” por “cínico”, el de “obsecación” por “obcecación” o el de “zarpullido” por “sarpullido”, y con otros que escapan a su limitado alcance, en especial en cuanto atañe a la puntuación.
Realimentando una espiral descendente, como la del agua del bidet (¡bidé!) antes de ser tragada por el desagüe, se imprimen cada vez más errores, y se va perdiendo noción de ellos y, por consiguiente, el interés por lo escrito, que tiene un volumen desbordante y, parece, una relevancia agónica. Mucha gente solo lee periódicos, y los yerros de estos sirven de sustrato tanto para los de los lectores como para los de quienes escriben sobreimpresos en la tele, que a su vez constituyen la única ocasión en que mucha otra gente ejercita la lectura.
En general, esos errores se encuentran en mayor cantidad en lugares secundarios del diario, como el suplemento de espectáculos, el económico o el deportivo. Otros se deberán a algún corresponsal provincial que no está al tanto de las normas que se siguen en la redacción, o a un redactor anónimo, aunque el mismísimo columnista estrella de la sección Política derrapa a menudo.
Pero realmente queda feo, y lo desprestigia, que el Editor General del diario de mayor tirada del país escriba en un editorial que “los responsables de la catástrofe financiera […] se han disculpado en el Congreso [estadounidense,] pero ese acto de constricción pareció más una burla que un arrepentimiento genuino”.
Al día siguiente, en el espacio que ocasionalmente se reserva a la fe de erratas, hay un recuadro que es un apéndice del correo de lectores. Así, proceden como si la falta de mención del error equivaliera a su inexistencia, como si admitirlo los menoscabara ante los lectores que lo pasaron por alto.

Farmahouse

28 remedios en 15 meses.
Algo me está diciendo mi cuerpo, ¿no?

Injerto de tiempo

El boludo del noticiero dice que este fin de semana se acaba el verano, que el domingo va a llover y que después ya no habrá temperaturas como la de hoy. Estoy seguro de que no es así, de que son más de las superfluas palabras de esos infelices presentadores de noticias y simuladores de emociones.
Como sea, aprovecho que me siento bien, que descansé, y salgo a caminar antes de que se vayan las sombras. Al cyber barato y a mi impresora de cabecera, unas cincuenta cuadras en total. Sin apuro, esquivando el sol, que pega, trato de penetrar en esa sensación olvidada que debería ser natural (¡eso es un yogur!), la de no sentirme agotado, extenuado, somnoliento. Pese a la falta de prisa, por un par de cuadras voy mano a mano con los autos que quieren subir a la autopista.
En el cyber no hay máquinas libres. “Paso de nuevo en un rato”, le digo al chabón, y voy a imprimir la penúltima versión del cuento para el concurso. Agarro una cortada que no suelo tomar, y las putas brotaron como hongos después de la lluvia. En la entrada de un telo, en el escalón más alto, como subida –merecidamente– al podio de la belleza, hay una pendejita dominicana, flaquita, con la pancita al aire, que le queda a la altura de mi cara, sandalias con tacos y una pollera tableada. Está para enhebrarla de un certero pijazo. Pero no tengo plata ni estado físico.
Me llaman la atención unos bondis que pasan por ahí, y antes de llegar a la avenida se me forja una frase más para el cuento, que tal vez contribuya a redondear lo interno del personaje. En la avenida, al sol y mientras cruzo, la repito, para no olvidarla, y voy tratando de pulirla. Por seis cuadras lo intento. En una de ellas, un nene sale de un bar y busca a un señor que arregla un auto estacionado. Tiene dos billetes de dos pesos en la mano. Tiene más plata que yo el guachín.
Como esperaba, no hay nadie en mi destino. Puedo tipear mi oración, imprimir mi cuento y evacuar mi vejiga en paz, sin tener que explicar nada, en una inmejorable invisibilidad. Luego, desando el mismo camino. En la vereda del telo sigue habiendo muchas chicas, pero no la pendeja aquella. No duró mucho desocupada. Previsiblemente.
La última esquina ya es gris oscuro, y no solo por el follaje del árbol y la lluvia de aire acondicionado. Cuando termino en el cyber, salgo a una noche cálida, y decido dar una breve vuelta extra para alargarla un poco más. Pronto el sudor vuelve a pegotearme apenas la remera.
Desde el cielo, una teta opima derrama su leche luminosa por las calles interiores, donde sucesivos negocios de comida se preparan para la seducción del viernes a la noche con olores de brasas, levaduras y hornos grasosos. Las botellas de cerveza transpiran y pasan de mano en mano, como una puta, aunque no niegan la boca. Después, vuelven a la vereda o a la mesa.
Es en esa caminata solitaria y profunda donde me doy cuenta de que la cabeza no se me derrumba, el cuerpo no me pesa y el calorcito no molesta; de que el aire tibio de la noche se abre a mi paso. Es una sensación copypasteada de otro tiempo, como de hace dos años, cuando me preocupaban otras cosas, vitales, aunque ahora parezcan secundarias.
Un tipo corre alrededor de la plaza, y hoy tengo energía: siento que puedo ir y pasarlo, y después sacarle otra vuelta. Podría caminar más, quiero caminar mucho más porque no sé cuándo volveré a sentirme así ni, menos, cuándo volverá a ser normal.
Pagaría por que todos los días fueran como hoy, pagaría por poder poner pausa, pero la vida no tiene pausa, ni para lo cotidiano, ni para hechos extraordinarios como este. Y si siempre es una fuente de angustia, ahora lo es más, porque ya me acorrala la embocadura de la calle que me lleva a casa y a la habitualidad.
Luego de comer, comienzo a escribir esto, y me voy a dormir temiendo que mañana será otro día de mierda, durmiendo mal y despertándome diez veces. Lo que no temí es que eso se iba a repetir todos los días de esa semana, en la que me iba a enfermar y no iba a poder disfrutar ni un día de ella ni de su calor, ni del de la siguiente, que el fin de semana fue mayor que el de aquel viernes.

Colores

Al 168 lo agarró el semáforo. Mientras, me miro en el espejo de un negocio y veo que mi ropa tiene los mismos colores de los leds que indican el número de línea y los destinos.

No se bañan

Una empresa de telefonía celular usa cobayos en su última campaña publicitaria destinada a los niños. Además de multiplicar las imágenes de estos roedores por todos sus avisos, ofrece un “cobayo en 3D” para descargar en el celular, el que responderá a diferentes estímulos “para que puedas alimentarlo, bañarlo, despertarlo, jugar con él”.
El cobayo es un bicho aburrido, si vamos a usar terminología afín a quienes propician la diversión y el entretenimiento en cada ámbito de la vida. Querible, pero aburrido. Cogedor, sí, también, pero aburrido. No hace muchas más cosas que estar ahí. Lo cual no es poco a veces.
Le cambias el diario cuando mea, le das de comer, te fijás que tenga limpia el agua… y no mucho más. Lo sacás de la caja o la pecera donde lo tenés, lo acariciás un poco… y no mucho más. No se bañan, no necesitan la ruedita ni los laberintos de los hámsteres. Y si está durmiendo, no lo jodas, hacé el favor… ¿Jugar? No sé cómo sería jugar con un cobayo, y no quiero imaginarme lo que puede hacer un pendejo pelotudo, avalado por adultos pelotudos, con un bicho de estos, pero no me gustaría ser un cobayo en sus manos.
Ni siquiera se paran naturalmente en dos patas como muestra el aviso: yo era un pelotudo que les ponía la hoja de lechuga sobre la cabeza a una distancia apenas inalcanzable, y sólo uno de ellos tenía la habilidad de pararse en sus patas traseras y tratar de agarrarla.
Digo esto porque no va a faltar un boludo al que le regalen un bicho, lo bañe y se le muera. Pero por más que lo diga va a ser inútil. Tanto como decir los animales no son para jugar: para eso están los juguetes.

A la mesa

Hacía mucho que no comía con otra gente, sentado a una mesa, con cubiertos (alguna pizza, alguna empanada habré comido, pero eso se come con la mano), bebiendo de un vaso, sin poder eructar, estando pendiente de los demás, de la charla…
Y de mí, de que no se me escape la cotidianeidad.
Fue un sufrimiento.

Señor Burns (con el corazón de perro)

Me causó cierta gracia que en la sala de espera de la guardia de un hospital de oftalmología hubiera un televisor. Estaba sintonizado en canal 9, según reconocí el logo en la única mirada que le pegué, y pasaban una película de acción, tal vez con efectos especiales.
Después de unos minutos, su alto volumen, que competía con los gritos de unos niños y con el murmullo de los muchos adultos que esperábamos, más que gracia, me provocaba fastidio e irritación. En eso, identifiqué la voz de quien doblaba a un personaje: era el mismo tipo que hace hablar a Montgomery Burns, y encontrarlo fuera de su hábitat, y reconocerlo, le dio a mi cerebro un baño de esos neurotransmisores que se disparan con la ligera sonrisa que surge a falta de otra cosa.
Finalmente, luego de esperar que atendieran a los quince pacientes que estaban antes, llegó mi turno, cuando ya había veinte esperando. El doctor G me despachó en menos tiempo del que necesita Monty Burns para pedirle a Smithers que suelte a los perros. De hecho, no me dijo qué tenía, aunque era evidente. Me miró un solo ojo, el más deteriorado, y sólo en ese momento encontré un resquicio para traspasar su lenguaje corporal expulsor y decirle que “en el otro también tengo”.
Sin mirarlo me dijo que sí, y me dio una receta preimpresa por un laboratorio en la que había hecho una cruz en el ícono del antibiótico, otra en el del lubricante y una raya vertical simultánea, y tal vez equivalente, a una indicación verbal imposible de recordar íntegramente con certeza. “Cada 4 horas”, seguro. Pero no pude registrar si era una gota o dos, aunque la duda me hace pensar que eran dos. De continuo agregó que en la farmacia de la esquina lo conseguía con descuento.
El tique (¡ticket!) no habla de descuento, pero, al menos, el empleado terminó aclarándome la cosa: una gota cada cuatro horas, con diez minutos de diferencia, y es indistinto cuál te instilás (¡instilar!) primero, si el lubricante o el antibiótico.
Teniendo en cuenta la voluntad de simplificarle la atención al profesional y la onda que tienen algunos médicos, la receta podría traer impresas también opciones de frecuencia de instilación, así el chabón hace un par de crucecitas más y uno no tiene que andar repreguntándole, y quitándole tiempo, obligándolo a repetir lo ya dicho y, al fin, molestándolo, o quedándose sorprendido y sin la chance de repreguntar, despedido por su ademán y su palabra.
Doctor G, con una atención de perros.

Sin reservas

En el archivo, cada vez más grande, de artículos inconclusos, encuentro un protopost referido a la caducidad de las AFJP y al patetismo de ese momento: los mismos que las propiciaron y votaron por su creación, denostándolas y votando por su abolición; el discurso fonomímico de los que aún le creen al gobierno, o eso simulan, o incluso el de los que ya no le creen pero se fascinan con medidas como estas, todos con sus cerebritos binarios, aferrándose a cualquier cosa que pueda tener una interpretación progre para reescribir la historia, con tonos épicos, de un gobierno popular, de la posibilidad de un gobierno popular. Coronaba la náusea ver a los críticos funcionales (SI, Lozano, todos ustedes) sabiendo que es un choreo, pero prefiriendo que nos choree el Estado. ¡Hasta lo decían así!
Luego, vino el intento de vendernos la gilada de las medidas anticrisis y proconsumo, que en gran parte ya habían sido anunciadas, según admitió el propio Gobierno a través de funcionarios como Massa. Se celebró la derogación de la tablita de Machinea, que funcionaba mal por no haber sido actualizada y corregida, lo cual se debía, en buena medida, a la mentira continua que nos dice el Indec. Y abrazos y festejos coronaron la aprobación de una medida progresista y popular como el blanqueo de capitales, que seguramente será ineludible en la lista de heroicas acciones que ha llevado adelante este gobierno.
Sin embargo, nada de eso ha funcionado, y la vocación, y la necesidad, de hacer caja continúan insaciables. Y la medida de adelantar las elecciones es la admisión de su desnudez por parte del mismísimo rey: no llegan a octubre, no les da la nafta. Tratan de comprar tiempo, cuatro meses, cuando bien sabemos que quien dilapidó el tiempo, aunque pueda conseguir un poco más, seguirá malgastándolo porque no sabe qué hacer con él.
Esa admisión de que no llegan, además, es el primer paso del autocumplimiento de la profecía. Así las cosas, ganen o pierdan, el mes de julio, con el final del ingreso de divisas debido a la cosecha, marcará el comienzo de una nueva turbulencia, que sacudirá aún más a un Gobierno día a día más desacertado y socavado. Volveremos a ver Titanes en la Plaza, con Martín K llevado en andas y rodeado por D’Elía, Manusovich (el mismo que desde Fedecámaras convocaba a los cacerolazos en 2001), Hebe, Pérsico (que nuevamente dirá “la plaza es nuestra”), Moreno y Acero Cali, y a los patoteros rompiendo manifestaciones. Y cuando deban parecer presentables, siempre estarán disponibles Carlotto, León Gieco y un par más para aportar la pátina de corrección y progresismo que se contrapondrá a las fuerzas del pasado, destituyentes, gorilas, retrógradas y, finalmente, golpistas.
Tanto mar de fondo, y tan continuo, me hace acordar al 2001. Y, como en ese tiempo, el problema es el arquero, es decir, el número 1. Aquel, ensimismado en su arterioesclerosis; este, en su desencajamiento patoteril. Y lo que era un rumor, o una especulación, es confirmado por el mismo Pérsico: la posibilidad de la venganza K, que Cristina renuncie y le deje el fardo a Cobos.
Me inquieta el paralelismo que puede trazarse entre el dengue de hoy y la desnutrición de entonces; entre la incesante salida de divisas –que ya lleva un año y medio– y la que anticipó la devaluación, o el que veo entre el Aníbal F actual y el Baylac de hace ocho años. Y aunque Aníbal, Cristina y todos los de discurso lógico y racional emplearan en cada declaración proposiciones verdaderas y válidas, aunque hubiera un dios que objetivamente les diera la razón, no alcanzaría, porque el “tener razón” es una construcción que necesita que otro te crea. Y eso no lo van a recuperar.
Pero lo que más me alarma, sin duda, es la insistencia con que el neooficialismo de C5N remarca que el Banco Central tiene los dólares suficientes para afrontar cualquier corrida contra el peso.

Aprendizaje

¿Cuándo mierda vas a aprender a hacerte la paja, pendejo del orto?
Así te dejás de joder con los jueguitos cinco horas seguidas un sábado a la tarde, repitiendo a los gritos, vos y tu amiguito, “¡qué golazo!” y pataleando de modo que mi habitación tiembla.
Así dejás de joder a tu hermana, así hacés algo distinto, preferiblemente algo que puedas hacer en silencio, y entonces no tendré que oír esa voz aguda y siniestra como permanente banda de sonido.

Punto negativo: más o menos cuando aprenda a pajearse cambiará la voz, y si en eso sale a alguno de sus padres, seguiremos jodidos.

PD: Ahora que tu viejo está más rescatado y no te pega más, muchas veces tengo ganas de ir y acogotarte yo.
PD bis: Si el Diablo existe y tiene voz, creo que tiene tu voz.

Comentarismo

Resulta paradójico que en un ámbito de –presunto– anonimato como este, donde soy nadie y nada, tenga que andar midiendo lo que digo, en especial cuando dejo un comentario en otro blog. Como en el mundo (ir)real de la interacción personal, también en el micromundo pajeriblogger un@ tiene que manejar el temor a la mala interpretación, sea esta capciosa, pelotuda o malintencionada, para, finalmente, terminar siendo solo una parte de un@.
Ocurre, por ejemplo, cuando señalo una grieta en la historia oficial sobre algún tema polémico. Entonces, el bienpensar, la mayoría, el otro, me sale con los tapones de punta, y allí me surge la duda perenne: ¿no me entendió?, ¿no fui suficientemente clar@?, ¿o no pudo salirse de su pensamiento cuadriculado?
La respuesta es indiferente: el sujeto en cuestión ya te (me) ubicó junto a Cecilia Pando y derivó una serie de especulaciones, que da por ciertas, y quedo estigmatizad@, dejad@ de lado, rechazad@. Te salís de lo correcto, del canon, y te quedás al margen, tanto en la vida como en el blog. No podemos agradar a todo el mundo, lo sé, pero la unanimidad del no es complicada: cuando se desazoga el espejo, se pierde la referencia y se desasosiega el alma.
(Por cierto, el cerril –miope y deshonesto intelectual, para usar sus palabras– blogger que me ubica junto a Pando debe de ser vertiginosamente imaginativo para vernos juntas, Cecilia y Olga, manifestando por la despenalización del aborto).
Ya elijo la opción de comentario anónimo o, simplemente, callo mis dedos en situaciones en las que intuyo que puede haber polémicas. Pero hay veces en que el rechazo es absurdo. Es verdad que el comentarismo se presta al autobombo en una forma apenas más sutil que la del pedido de intercambio de firmas en los fotologs. Es un hecho también que en blogs con muchos comentaristas suelen armarse bardos más propios de un foro. Pero borrar un mensaje porque no te gusta lo que dice me parece una forrada que refleja que el escribidor se toma demasiado en serio.
Si no querés que te escriban, tenés la opción solipsista de no permitir comentarios. Después, está la alternativa endogámica de que solo puedan participar los que tienen identidad blogger (es decir, cuenta Gmail) o similar. La posibilidad de moderar los comments, que es la que permite aprobar o no su publicación, puede ser comprensible si te bardean el blog; pero si alguien quiere joderte, te va a hinchar las pelotas hasta cansarte con mensajes que no te gusten. La otra motivación que lleva a moderar procura una “limpieza”, borrando lo que al autor le parezca desprolijo, indeseable o fuera del tono del blog. Quien hace eso realmente se la creyó o padece del síndrome del dedo cliqueador, que lleva a tildar o destildar casillas según la soberana voluntad, generalmente para obtener una satisfacción sexual inhallable en otros ámbitos.
De esta manera, no solo me fastidian hasta el desánimo la incomprensión y la imposibilidad de expresarme sin riesgo de rencillas. Me molesta todo cuanto puede molestarme algo vinculado con esto que borren un comentario que dejé en otro blog. Para no ser groser@ con el autobombo, acoto cosas que vienen a cuento y linkeo a una entrada de mi blog relacionada con lo que se habla, en lugar de poner un enlace a la paja del perfil. Aun así, de vez en cuando pasa Don Borradora y hace desaparecer mi intento de comunicación.
Comento un post de la creída de Chanel en el que dice que por menos de 200 mangos –su tarifa– te puede tocar una puta con cicatriz de cesárea. Digo que por 130 hay algunas chicas atractivas, con buena onda, que publican con foto y que, además, son completas, a diferencia de ella. Y que ella no tuvo una cesárea, pero que tiene una estatura que deja que desear y unos patys a todas luces enormes, nada atractivos para mi gusto. Así, sin insultos. Post borrado.
Otra vuelta señalo una contradicción: repite que con las putas pobres y/o paraguayas “todo bien”, pero cada dos por tres se lee una observación despectiva sobre ellas. Así, sin insultos. Otro post borrado.
Quizá opiniones como la mía atenten contra la imagen de diva que no entrega el orto, o contra su intención de seguir haciéndoles creer a los pajeros que la leen que es algo especial, a ver si se animan y pasan con un gato. Más bien, pareciera que busca que le publiquen un libro y hacerse famosa, como hizo una brasuca hace un par de años, que tenía un blog, publicó un broli y se retiró del gateo. O eso dijo. Porque una vez que conocés esa forma de ganar guita, se hace difícil largarla. (Preguntale a la Colmenero, si no).
En un blog que tenía una entrada donde se reproducían fragmentos de Maestros antiguos, de Thomas Bernhard, dejé unas palabras acerca del autor, que con suma razón odiaba a los austríacos, y un enlace que llevaba al post en el que yo mism@ reproduzco otros fragmentos de esa novela. No obstante, la lectora provisoria también me borró el mensaje.
Una poeta mala y, ahora, anarcoperversa cae en la práctica discriminatoria de descalificar a alguna gente por la supuesta pequeñez de sus penes. Señalo la sorpresa que me produce leer a “la persona anarco-feminista reproduciendo también ella la lógica machista que valora el tamaño de una parte del cuerpo”. Y como sé que le caben los juguetes, agrego: “Lo bueno de los aparatos de cintura (strapon-dildo) es que uno puede cambiar el tamaño (y hasta el color) cuando quiere. La mía mide 16x4. ¿Y la tuya?”. Post desaprobado.
Una nueva lectura, una nueva incoherencia: la misma superdefensora de los animales encontró a un perrito abandonado en la calle, con la oreja cortada con una trincheta, y, como no puede quedárselo, lo ofrece en adopción, sano, vacunado y, si el adoptante quiere, esterilizado. ¿Perdón? ¿Está mal cortarle una oreja y está bien castrarlo? Post desaprobado, nuevamente.
Insisto unos días después y le digo que borró mi apostilla, y reclamo libertad sexual para los animales. No se lo banca, y vuelve a bochar mi mensaje anónimo. Esta vez no me da tanta bronca: ella se pelea con dos o tres personas por semana, según dice, y alguna vez me tenía que tocar. Igual, un par de veces tuvo buena onda, y la recordamos con simpatía.
Si uno tiene un blog, exponiéndose a la mirada ajena e inconmensurable de la web, calculo que tiene que permitir comentarios y bancarse la que venga, que tampoco es para tanto. Si no te caben los comments, hacete una página en Googlepages y dejate de hinchar. O, si no, mandales por mail las boludeces que escribís a tus amigos, pero no seas policía…
Acá no borramos los comentarios. Así que pueden insultar tranquilos, observar contradicciones, o incluso mandarme al psiquiatra, como han hecho.

viernes, 13 de marzo de 2009

Saludos

En la puerta del ascensor me cruzo con la vecina del séptimo. La reconozco, la saludo, y, como la otra vez, me responde con un gruñido. Estamos mejorando: hubo varias veces que ni me dio pie para el saludo. Suerte que es amiga de mi vieja; si no, tal vez me mordería…
Ya en la vereda, viene el chabón del tercero, que, aunque secamente, solía saludarme. Lo veo llegar con el MP3 de cables blancos embutido en sus oídos; no en los ojos. Lo veo, es evidente que me ve, y, cuando se acerca a la distancia apropiada, preparo el saludo, y el forro sigue de largo. No sólo me pregunto qué carajo le hice a la mina (salvo que haya descubierto a su hija colándose dos consoladores y gritando mi nombre, pero no creo), sino también qué bicho le picó al tarado este.
Un rato después salgo a tirar, fuera de hora, una bolsa de basura maloliente que cayó de arriba. Llega la pendeja del décimo, que suele saludarme, acompañando a su hermanito insoportable a la salida del colegio. La veo y me pregunto si me va a saludar, porque creo que alguna vez no lo hizo, quizá porque no nos encontramos en el edificio, sino en la calle. La cosa es que, cuando nuestros pasos nos ponen a tiro, me quedo con la mirada buscando fallidamente el contacto visual previo al saludo. Pasa y la oigo decirle al pequeño demonio: “¿No es más amigo tuyo Francisco?”.
Regreso a casa de un recorrido más largo. En la esquina baja por la barranca la chica del depósito de la vuelta, donde vendo elementos reciclables. Nos vemos desde hace años, en varias sucursales, incluso lejos de acá. Obvio que la reconozco, y obvio que me reconoce, aunque ella trate con más personas que yo por día. Al pasar a mi lado, sin embargo, tiene incluso menos onda que el viernes, cuando su hermana –mucho más atractiva que ella y, además, la jermu del dueño–, que también estaba en el negocio, tenía un pantalón blanco que le traslucía una bombachita incapaz de cubrir pudorosamente ese culo rescatado de un burdel y un punto de cordialidad profesional que contrastaba con su abstracción riquelmiana.
Esa vez me dio el billete de dos mangos y las monedas con un sonido gutural y sin quitar la vista de su teléfono, con un desdén que contradecía la única empatía que tuvimos, hará dos semanas, cuando le pregunté “¿te ayudo?” y me dijo que sí; y entonces yo sacaba las bolsas con diarios de la balanza y se las pasaba, y ella las arrojaba contra un rincón, donde se amontonaban. En un momento le dije: “¡Qué puntería!”, y, como su tiro siguiente fue malo, me contestó: “Me secaste”, con un tono que interpreté como sonriente.
Debería chuparme bien un huevo. Si no me saludan, asunto de ellos. ¡Que vayan a lavarse el orto! Pero es como una ráfaga del Riachuelo que se te mete en la nariz por unos instantes y te estremece con su emanación mefítica. Y si son cuatro casi consecutivos, parece una cargada del Universo. ¿Se confabularon todos para cortarme el rostro? ¿Qué carajo hice? ¿Qué carajo tengo?
No soporto a la gente, e incluso trato de evitarla, y, si puedo, elijo salir a la calle en la hora de menos tránsito en la entrada del edificio procurando no cruzarme con nadie, ni con el portero, ni con ningún copropietario o inquilino. Si los encuentro, no obstante, trato de ser cordial y educado, aun cuando preferiría no tener que saludarlos porque no me importan. Y porque a algunos los desprecio, y me desprecian, y saludan y después tiran basura abajo. Y porque no me interesa gastar tiempo ni energías pensando en si me va a saludar, si es, si no es, si me vio, si me reconoció, si saluda en el palier, pero en la vereda no, o, en los casos de más confianza, adivinando si tengo que darle un beso o no, si está con la pareja, si está sola, si piensa que me la quiero levantar, si estoy muy chivado para darle un beso…
Y tras que trato de ser caretamente polite, todos me dejan con el saludo interruptus. Fuck off, viejo. No sólo no los soporto, sino que tampoco los entiendo.

En el viaje que me lleva al último desaire paso por una de esas villas que nacieron, y se multiplican hacia arriba, detrás de un prolijo paredón. Cuando levanto la vista, luego de verificar que los próximos pasos serán seguros pese al estado de la vereda, veo en la puerta a una chica. Vuelvo a chequear el suelo, y, cuando mis ojos se ponen paralelos al piso de nuevo, casi junto a la puerta, la miro y noto que no tendrá más de diez años.
Está vestida de blanco, con la ropa y la piel limpias, a diferencia de la pendeja, tal vez más chica que ella, que un rato después, a eso de las 8 de la tarde, encontraré en la avenida cerca de casa, revisando bolsas de residuos con metódico profesionalismo. Desata, saca, elige, guarda, repone y vuelve a atar la bolsa con una escrupulosidad estremecedora ante la no mirada de decenas de transeúntes. Y prosigue su derrota, con el pantalón de gimnasia, las ojotas, la piel y el cabello mal teñido tan sucios que desde la vereda de enfrente se ve la mugre, uno solo la ve, un boludo que se queda en la esquina, asombrado y conmovido, hasta que me pinta la paranoia de que el cana de la cuadra o alguien se pregunte qué hago que no circulo.
La chica de la villa también me había visto desde lejos, y, cuando paso a su lado, ella sí me saluda. Me dice “hola” con una sonrisa a la que le falta medio premolar del lado derecho, que viene bajando. Yo le respondo con otro “hola” y con otra sonrisa a la que le falta medio premolar.
Tengo poca repentización, casi nada, y no encuentro qué decirle. Aunque se queda en mi cabeza por varias horas, no se me ocurre qué más podría haberle dicho. No creo que hubiera margen para algo más. ¿Iba a hacerle una invitación para salir dentro de seis años? ¿Iba a bromear con que la única mujer que me dice algo en la calle es una nena?
El Universo reformula su burla: me saludan, me sonríen… y es menor. ¡Ni una paja se va hacer en mi memoria! Pero seguro que yo también me quedé un rato en su cabeza, como me pasaba cuando era chico y flasheaba con una mina más grande.
Pese a haber crecido, esos mundos paralelos, inintersecables, siguen estando por todos lados.
Y son una garcha.

Para Lo

La puse en cuatro y le correspondí su dedicado pete con una profunda chupada de orto hasta que se me entumeció la lengua. Ella sabía lo que seguía. Lo deseaba. Apoyé la poronga contra su culo y presioné, firme e incesantemente.
Y entró, sin lubricante, hasta el fondo. Cuando parecía que no había más lugar, descansé mi torso contra su espalda, succionando y mordiendo su nuca, donde no se notan los chupones, y empujé aún más la pija con todo el peso de mi cuerpo.
La bombeé en un rápido crescendo, amasándole las tetas con una mano y despeinándola con la otra, frotando la yema de los dedos contra su mollera. Necesité cambiar el aire, y entonces le dije que agarrara la almohada y que se levantara, pero que no se saliera. Para asegurarme, le clavé dos dedos en la concha, y me incorporé. Y ella conmigo.
Le pedí que pusiera la almohada sobre el escritorio, y la llevé, ensartada, hasta el pasillo. Ahí la aplasté contra el espejo y recomencé el bombeo, intenso y taladrante. Veía sus ojos sacados reflejados, y yo atrás, tan desatado como ella.
Pasé mi brazo por delante de su cuello, lo doblé fuertemente, ahogándola, y le dije:
–¿Te gusta la puta esa? ¿Eh? ¿Te gusta?
–Sí –respondió en un quejido, con la cara enrojecida y la respiración anhelante.
–Parece que le re cabe la pija en el orto, ¿no?
–Sí, le encanta.
–Y a mí me encanta que sea tan puta. Decime que te gusta, decime que la turra esa te vuelve loca –insistí.
–Sí, es muy puta, y me vuelve loca.
–Bueno, dale un beso…
Y le deformé la cara contra el espejo, presionando con mi cuerpo y mi mano libre.
Su boca abierta y su lengua en punta iban dejando huellas de rouge y de saliva en el cristal mientras mis dientes y mi lengua chocaban contra la nuca, el cuello o el espejo intermitentemente empañado.
La agarré de la cintura y empecé a caminar, de vuelta a la habitación, dejando atrás los besos de a tres. “Ponete los zapatos”, le ordené para tenerla a una mejor altura. Se subió a los stilettos rojos sin salirse, y a los dos pasos la doblé contra el escritorio y volví a bombearle el ojete. Le metí dos dedos en la boca, y cuando la otra mano buscó repetir la operación en su concha, la encontró ocupada.
No faltaba nada para llenarle el orto de leche.



Soy tan pajero como vos puta.

“El tango es antisemita”

Con asombrosa impunidad puede publicarse en el diario más vendido del país el día de mayor tirada una entrevista que contiene este pasaje:

–¿El tango no tiene un pasado medio antisemita?
–¿En serio?
–Leí que Celedonio Flores le dijo a un tal Zucker, un cantante de la colectividad, que si quería dedicarse al tango se pusiera un seudónimo.
–Ay, ¿en serio? No lo canto más. El disco nuevo aparte no es sólo tango. Hay otras melodías. El antisemitismo existió siempre y el mundo seguirá girando tan roñoso como siempre. Lo bueno es que ahora estamos mal todos. La mierda se ha globalizado.

En la sección “El agudo”, que se publica los domingos en la contratapa del suplemento de espectáculos de Clarín, un pelotudo llamado Hernán Firpo reportea a Divina Gloria y reproduce ese diálogo absurdo (26.10.08 – pág. 20).
A ver, pedazo de infeliz: ¿y si en vez de “leer” (¿dónde?) y repetir como un imbécil, investigás un poco más? Bueno, si hicieras eso, no serías lo que sos: un boludo considerable. De movida, además de la interpretación antojadiza y de la falta de investigación, encontramos la relativización, “medio” antisemita, para aligerar la bombita que tirás. Ella se completa formulando la pregunta con un adverbio de negación, y ubicás el “antisemitismo” en el pasado para evitar bardos con gente del presente, o tal vez porque de esa manera se justificaría la decadencia, la marginación y el desprestigio que sufrió el tango por muchos años.
Después: si lo que dijo Flores es cierto, ¿qué carajo tiene que ver con el antisemitismo? ¿El tango es antisemita versión antiárabe porque Alejandro Alé triunfó como Alberto Podestá? ¿Es antialemán porque Oscar Fritz se hizo conocido como Reynaldo Martín? ¿Es antiitaliano porque Piero Bruno Fontana cambió su nombre por el de Hugo del Carril o porque Remo Recagno se rebautizó como Alberto Morán? ¿Es antiespañol porque Carlos Pérez de la Riestra se inmortalizó como Charlo?
Y si esa recomendación indicara antijudaísmo (al que Firpo, como tantos, confunde con antisemitismo), ¿un tipo antijudío hace que todo el tango sea “medio” antisemita, o antijudío?
Por último, la reacción tarada de esa enana patética, buena muestra física y mental de las consecuencias de la endogamia, es algo en lo que no vale la pena detenerse.

Un mes

En el último mes solamente me sentí descansada 3 días. 4 de los últimos 33. El resto, como hoy: soñolienta todo el día, exhausta física y mentalmente, solo con la necesidad de acostarme, pero, a la vez, incapaz de conciliar una breve siesta, ya por las infinitas intromisiones sonoras, ya por anticiparlas y temerlas.
Porque el cuerpo, y el inconsciente, tienen memoria, y tratan de evitar el sinsabor de un despertar sobresaltado. Y si la experiencia me hizo saber que el perro de la vecina va a ladrar cada vez que toquen el timbre, y tocan el timbre muchas veces cada mañana, se me hace muy difícil dormirme de nuevo una vez que me desperté. Y si los hechos se han encargado de anoticiarme de que los vecinos de arriba suben y bajan la persiana con mucha fuerza, a la noche trato de no dormirme antes de que la bajen.
Digo mañana, digo la semana que viene, digo cuando se vayan de vacaciones los del decimosegundo y sus niños insoportables. Pero todos los días, inexorablemente, duermo mal y me levanto cansada. Digo en marzo empiezan las clases, y me ilusiono con que podré dormir un poco más, al menos de lunes a viernes. Pero de los primeros siete días hábiles de marzo, el vecino de arriba está en su casa tres, y quizá no sea un monstruo grande, pero sin duda pisa fuerte, y estremece el techo y las paredes de mi pieza, y del resto de mi casa, y a través de ellos, el aire; y a través de este, mi cabeza y el resto de mi cuerpo.
Siempre pasa algo. Si quiero dormir a la mañana, o son los chicos de arriba, que vienen a pasar el fin de semana con su papá y su nueva pareja, o son los de más arriba, o son sus padres. O los innúmeros perros, o la señora de al lado en la ventana, llamando a los gritos a la vecina de abajo. Su voz retumba en el patio, y, como la mina no contesta, repite su nombre cuatro o cinco veces, hasta que se convence de que no está o no le quiere dar bola. Y después, ese día u otro, la liga el gato, que pasa de ser un “colorado divino” a recibir amenazas de golpes.
Y si quiero dormir a la tarde, es más o menos lo mismo. Y si quiero dormir a la noche, la chica de arriba viene corriendo para atender el celular y me despierta (estuvo bien porque me cortó una pesadilla). Un rato después es el chabón quien me sobresalta hablando con ímpetu en el balcón, a las 23,30, con ese vozarrón en el que se descubren fácilmente vetas adolescentes, y sé que va a coger. Es la llamada del macho hipervital que se levantó a las 5,30 y 18 horas después tiene pilas para garchar. Bajan la persiana, y el quía exclama “¡uh!” a cada rato por algo que ve en la tele, y a las 0,30 comienza el tableteo de la cama contra la pared, o el crujir de los elásticos, o el deslizarse de las patas, lo que sea, hasta que acaban. Mientras, sueño (si me dormí) o fantaseo (si no me dormí), no lo sé, con que el cartero me entrega la tarjeta de ellos, como el otro día me entregó un sobre para otro, y se la reviento. Y a las 5,30, dentro de un rato, otra vez arriba.
O me acuesto a las 10 y me duermo antes de que bajen la persiana, y me despiertan cogiendo a las 12 y media. A la 1 otra vez el traca traca me devuelve a la realidad: hace media hora que prendí la luz, y me quedé dormida. Pero ya me despertaron de nuevo, y la apago. Y me despertarán mañana a las 9 con los chicos.
Y si quiero dormir a la madrugada, los vecinos de al lado, o del fondo, están de fiesta, y a cada rato estalla la mezcla de carcajadas y gritos, y los aplausos, y me despiertan media docena de veces. Hoy, hasta la 1 y media; la semana que viene, hasta las 3; el sábado, hasta las 4. Y si no, los pasos en el techo le ganan al monótono arrullo de la lluvia, y me despiertan a las 2.
Y ya es de nuevo de mañana. A las 5,30 el chabón de arriba hace vibrar el piso con sus pasos paquidérmicos, como tutti i maledetti giorni, y sube la persiana, y golpea el ténder contra la reja, y al fin se va. Pero queda su jermu, que, a veces a las 8, a veces a las 6, se levanta y anda de acá para allá con las tacos, sobre todo para acá, sobre mi cuerpo durmiente, que deja de ser durmiente al percibir las vibraciones de ese martillo neumático tracción a sangre. Y sale al balcón 7,15 de la matina y en voz alta le dice a alguien por teléfono cuál departamento es el suyo.
Apenas me duermo, o antes de dormirme, me sobresalta la voz violenta del vecino de más arriba, discutiendo. No sé si es la misma discusión de anoche o si es otra. Minutos después lo mismo, él mismo. Después, ese día u otro –son todos iguales–, el tipo del cable, media hora con el taladro. Y después, el del carro con megáfono, que distorsiona tanto que casi no se distinguen las palabras; pero me despiertan. “Heladeras, lavarropas, televisores, estamos comprando…”. “Los dos kilos de banana, cinco pesos, señora…”.
Y otro día, a las 7,15 tiran tres baldazos en el patio, y explotan contra el toldo. Al primero, callo. Al segundo, junto fuerzas y puteo. Al tercero me pregunto si no se largó un chaparrón. Pero no… Cuando salgo a mirar, oigo que en otro depto suben la persiana. Y cuando vuelvo a levantar la vista, veo que tiraron algo. Una bolsita de maníes salados, compruebo cuando toca tierra.
Después estoy yo. A las 6 tengo un ataque de hipo y dolor digestivo. A las 7, a las 8,30 y a las 10 me levanto a hacer pis. Y es un temor renovado el no saber si me voy a dormir al toque o si, aunque no haya ruidos invasores, voy a perder una hora más de vida gastando el colchón en giros sobre mi eje.
¿Querés dormir un fin de semana? Nop. 8,30 del sábado, tram, tram, la persiana… Tram, tram, la de la otra habitación. Tram, tram, tram, tram, ahora la del living. Y canta. Se levantó contento… Y golpea la reja del balcón con algo: “La reposera”, dice.
A las 10 me despiertan pese a los tapones en los oídos. Se levantaron los otros chicos, y ya empiezan a pelear, a jugar con la Play Station a los gritos y a los golpes, y su madre les dice por enésima vez que es la última vez. O vinieron los hijos de la pareja anterior del basquetbolista, y corren por todo el departamento. Y a la noche, sus pesados pasos me hacen saber que se levanta. Vuelve sin detenerse, y de inmediato comienza a crujir su cama. Traducción: fue a ver si los nenes dormían y, al comprobarlo, volvió presuroso para cogerse a su chica.
Bueno, eso cuando no discuten, con gritos, llantos, amenazas, reproches y la palabra “comisaría” en la conversación un par de veces. Bueno, eso cuando no discuten por teléfono a las 2,30 de la mañana, revoleo de teléfono contra el piso/mi techo incluido, y en vivo a las 3,30. Y a las 4,30, sonora reconciliación just above my head. Ilusa, me digo que mañana podré dormir hasta tarde. Ilusa. A las 9,15 vuelven a garchar, y después reciben visitas con niños, y se instalan en el balcón…
Y cada mañana, a las 10, el vecino de enfrente se cree Valentino Rossi, y acelera su moto en la vereda hasta que todos nos enteramos de que tiene moto. Y ahora mismo, a la 1 de la madrugada, un estruendo de motor preparado explota en la noche, y no me despierta sólo porque estoy despierta.
Todo esto con clonazepam, o alprazolam, y con tapones en los oídos, que en dos meses me dejaron el agujero más dilatado que el ojete de Claudia Fernández. Quiero correr, ir a la plaza y dar cinco vueltas esquivando soruyos de perro, perros, meada de linyeras, linyeras… Quiero garchar: hace dos meses que no cojo, en cuatro meses cogí una sola vez. Quiero sacarme el velo de cansancio, quiero levantar más de 100 pulsaciones, quiero no sentirme una vieja de 70 años. Quiero no sentir que hasta la respiración es un esfuerzo físico.
Si me mudo, que no puedo porque no tengo un mango, ni la posibilidad de ganarlo porque mi agotamiento me impide laburar, estudiar, etc., no tengo garantía alguna de no encontrarme con esto de nuevo, o peor. El Durlock acústico cuesta 1500 mangos, y, aunque funcionara, no cubre la ventana. Además, no quiero vivir en una burbuja, aislada del aire del jardín y de los sonidos de los pájaros.
Mi madre me dice que me vaya de vacaciones (que ¡nos! vayamos de vacaciones) tres días para ver las cosas de otro modo, y amenaza con que si no “yo no te voy a acompañar al hospital” en el caso, seguramente inexorable, de que palme mal.
¿Qué hago? ¿A dónde me voy? ¿Hago un pozo y me meto adentro?
Un pocillo hondirijillo... Hummm…

Me estoy perdiendo algo, ¿no?


Mi vuelta a las canchas

Unos chabones del foro se juntaron a cenar un par de veces y la pasaron tan bien que les pintó la idea de reunirse regularmente. Armaron entonces un subforo oculto e invitaron a participar a algunos foristas, entre ellos a mí.
Esta vez iban a jugar al fútbol y después a comer un asado, pero como algunos dijeron que no juegan al fóbal, surgió un plan alternativo: tomar algo durante el partido. Yo avisé que mi retiro de la práctica del fútbol había ocurrido más de veinte años atrás y que no como carne, así que me anoté sólo para la cerveza.
La cosa es que, cuando llegué al complejo, había nada más que nueve jugadores. Me dijeron de ir al arco, y les recordé mi larga inactividad. Insistieron, y, si me negaba, medio que parecía que les iba a complicar el partido. Además, recién nos conocemos y ya me pongo en estrella, en diferente: no queda bien. Entonces, me saqué la remera, me subí un poco la malla bermuda, dejé las llaves, las monedas y la billetera junto al arco, me até el flequillo, y me transformé en arquero.
Luego de un par de tiros=goles, decidí que era mejor tratar de impedir que me patearan y me propuse hacer “la gran Higuita”, saliendo a anticipar como un líbero cada vez que fuera posible, no necesariamente para dársela a un compañero, pero por lo menos para tirarla afuera y demorar un poco más la llegada a mi arco. Gané dos o tres anticipos yendo casi hasta mitad de cancha, y creo que no perdí ninguno. Al menos, ninguno terminó en gol con un tiro al arco vacío.
Claro que no siempre podía anticipar. Así, me patearon siete veces: cuatro fueron goles, dos se fueron desviados y uno lo atajé… afuera del área, según me pareció cuando me incorporé con el balón entre mis manos tras haberme arrojado sobre él con decisión. Pero, tal vez por piedad, nadie reclamó, y no la cobraron. Además, hubo un gol en contra, cuando un compañero desvió un centro atrás al que ya tenía calculado para tirarme a cortar.
En un momento, un rechazo largo de ellos se fue al lateral cerca de mi córner izquierdo. Bajé a buscar la pelota, que se había ido a una escalera que lleva al sótano, y desde que abandoné el arco, mientras me descolgué por la baranda, todo el trayecto hasta abajo y la subida, trataba de recordar si el lateral se hacía con el pie o con la mano. Al final, lo jugué de abajo, y estuvo OK.
Lo mejor fue ver el juego desde atrás, y tratar de adivinar la jugada siguiente. Sobre todo, cuando estaban lejos, y era una especie de mix entre participante y espectador, pero con la ventaja de tenerlos a mi misma altura; no como en la tele, que las tomas de atrás del arco te muestran a los jugadores muy chiquitos. Cuando el juego se acercaba a mi área en jugadas construidas no estaba tan bueno. Y cuando me vacunaban una y otra vez, menos todavía.
Después llegó un pelado, lo mandaron al arco, y quedamos seis contra cinco. Yo traté de hacer como en el colegio, jugando de nueve pescador, pero no cazaba una. Para emparejar, hicieron un cambio, y me pasaron al equipo que estaba ganando. No la toqué, salvo un pase que me llevé con el pecho (“¡bien!”, gritó uno, sorprendido) y un enganche en el área que terminó con un mal centro rematado con el diario, y me comí un profundo caño que me metió el mismo que me había hecho el gol en contra, ahora convertido en rival.
Más tarde casi hago un papelón: un compañero se la pasa al pelado, y este agarra la pelota con las manos. ¡Y yo casi protesto! El tipo saca, y la naturalidad con que sigue el juego me anoticia de que acá está permitido el pase con el pie al arquero.
Decían que la premisa era divertirse, pero yo no me divierto cuando hago las cosas mal; en especial si son cosas que me gustaría hacer bien. Y, más allá de su discurso, sacarme del arco y cambiarme de equipo muestra que la competencia prevalecía sobre la diversión y que la diversión únicamente se da entre quienes son (más o menos) iguales.
No sólo por el número impar tenía la sensación de que sobraba uno, por lo que acusé cansancio y falta de estado, y los dejé jugando 5 contra 5. Me quedé a la vera de la cancha esperando que llegara alguien, pero eso recién ocurrió cuando el partido había terminado. En síntesis: el único que fue a tomar cerveza fui yo. Los otros iban para el asado, pero no me iba a quedar, y, aunque alguno habló de comer sólo las papas, o una ensalada, ya se notaba que no encajaba, que me había quedado afuera: mientras unos llegaban, otros se sentaban a la mesa, y todo se iba dando sin que yo encontrara un espacio, ni en el grupo ni en sus actividades, y, como correlato, tampoco físicamente.
Postear de vez en cuando, a raíz de algo escrito, leído y tal vez releído, es más fácil que interactuar con la gente… Además, compartir una actividad, un gusto o un hobby no necesariamente lleva a que encontremos una rápida afinidad. Más aún: es posible que no tengamos nada en común, salvo eso. Y algunos se acomodarán mejor, y otros, como yo.
Me despedí de los que estaban cerca, oí que hablaban de pagar la parte del alquiler de la cancha, y, cuando quise garpar, el recaudador no me cobró. Agarré un par de pancitos de la panera para el camino y me volví a patas, treinta y cinco cuadras.
Ya cambiados, uno estaba de traje y celular moderno, otro parecía Isidoro Cañones, otro es dueño de una inmobiliaria, otro es semihacker, dos tenían un discurso re intelectual, y yo soy un ratonazo importante. No solo mi maderez congénita y mi vegetarianismo eran un obstáculo, sino las expectativas que algunos tenían en ese grupo, en el que más que diversión parecían buscar contactos. Por ejemplo, el dolape este abrió un tema proponiendo que cada uno ofreciera sus servicios laborales a los demás “logios” sin cobrarles, o cobrándoles menos. Claro, porque a él eso le resulta insignificante en comparación con otros. Y como que si no lo parás, el tipo, con su iniciativa, ocupa los lugares vacíos, y nadie dice nada para no quedar mal, o porque no leyeron ese post, o porque se enganchan en la historia, y de pronto quieren ponerte reglas y cobrarte una cuota.
El mismo Tony Volcán después escribió en el foro que yo no estaba a la altura. Por qué no se va a la mierda. Forro. Parece que él y sus amigos vieron el capítulo de los Magios y se lo tomaron en serio.