viernes, 27 de diciembre de 2019

Había pensado varias respuestas para cuando llegara tu mail diciéndome, como el año pasado, “feliz cumpleaños”

Podría decirte sos una genia, pero te lo dije el año pasado.
Podría mandarte un emoji de corazón, pero puede malinterpretarse y no da, yo qué sé…
Podría mandarte un emoji de abrazo, pero no lo encuentro en el gmail. (Aparte, nunca nos dimos un abrazo).
Podría mandarte una foto de mi mano para que hagamos un high five virtual (para que me mandes una tuya…).
Podría intentar mandarte la fórmula de mi neuroquímica cuando abrí el gmail y lo vi, pero no tengo manera: no sé si alguien inventó la forma, ni siquiera tengo diagnóstico por imágenes, nunca me hice una RMN (y el EEG no muestra nada).
Podría seguir buscando alternativas, pero sería darle más y más a la producción (y consumo) de dopamina, y no quiero quedar pegado (?).
Como sea, se festeja como un gol. Como festejó el Chapu Braña aquel gol del Máquina contra Defensa, agitando brazo y puño cerrado mirando a la hinchada contra los carteles de publicidad *buscar y adjuntar imagen*.
Como sea, gracias.

Pero no me escribiste.

viernes, 20 de diciembre de 2019

¿Yo iba a ser esto?

Si no me enfermaba, si hace veinte años no aparecían esos casi desmayos que me compelieron a abandonar la facultad y rompieron la vida que tenía, ¿yo iba a terminar siendo algo de esto? Seguramente no, seguramente habría dejado porque no me daba la nafta académica, como presagiaban las notas, que venían en escalera descendente. O como me reveló sin que nadie se enterara el blanco total que tenía a la hora de hacer aquel práctico –gracias a dios, individual– para la materia de Fernández. Justo a tiempo se me ocurrió un posible tema, cuando estaba a punto de sarasear temeraria, casi extravagantemente, sobre la división del trabajo en el lugar donde laburaba.
Pero si eso no sucedía, si mi salud no se convertía en un escollo insalvable –o si algún médico, finalmente, descubría qué carajo me pasa, por qué me pasa y cómo se soluciona–, y si se me organizaban las neuronas y descifraba la lógica de ese lugar, ¿iba a adquirir ese tono pedante, ese dialecto abstruso? ¿Iban a pegárseme su aspecto y sus modismos? ¿Iba a pasar de pseudoácrata a admirador de la máquina estatal por definición, que es el peronismo? ¿Iba a reivindicar a sus líderes y lideresas? ¿Iba a reivindicar líderes y lideresas? ¿Iba a insinuar –aun después del juicio– que lo de Once no fue un accidente? ¿Iba a tomar café o mate en el aula? ¿Iba a asombrarme de que fuera del micromundo de gente con la que compartís "ciertos valores y ciertas lecturas" hay personas muy diversas?
Cuando estaba terminando, con varios años de demora, el secundario, y habida cuenta de los resultados que tuve allí, era obvio, para todos, que debía seguir estudiando. Nunca estuvo en discusión eso. Y quizá debió haberlo estado. Pero ni chance tuve de cuestionarme semejante idea ajena. La compré con todos sus moños y envoltorios de colores: "Recuperar el tiempo perdido".
Como en la frase "animémonos y vayan", todos lo daban por sentado, pero nadie dijo nada concreto sobre las cosas concretas de ese futuro abstracto al que me incitaban. Tampoco me tiraron una mínima onda sobre qué seguir estudiando, ni siquiera la docente que me dijo que iba hacerlo. Pese a que daba clases en el CBC, no se le pasó por la cabeza avisarme que, mientras terminaba el colegio, tal vez durante el último cuatrimestre, podía cursar alguna materia en UBA XXI para, otra vez, recuperar tiempo. O, si se le ocurrió, prefirió dejarlo pasar y no ablandar la distancia que decidió imponer cuando le dije que mi visita al psicólogo que me había recomendado fue inútil e incómoda.
Aunque, admitámoslo, cada experiencia es única, y no sé qué palabras deberían haberme dicho para que no escribiera esto ahora.
La única que mencionó algo fue la soreta hijadeputa de la directora, aquella noche de marzo o abril en que fui a buscar, finalmente, el papelito de los desvelos: no el "diploma" que nos habían dado en el acto de fin de curso, pura utilería, sino el real one, el título en papel estatal. Y la muy conchuda, que me odiaba y que, por mi aspecto (y por su resentimiento), me privó de algunos reconocimientos, dijo "no es lo mismo esto que la facultad". Más que las palabras textuales, lo que imprimió fue el tono tiramierda que usó, porque no lo hizo para ayudar, sino para desalentar, para decir un "no vas a poder" al que sólo le faltó ser coronado por la risa de Nelson Muntz.
(Más que todo, de esa noche imprimió la única despedida que pude tener. No de alguna persona: de una pared. Cuando terminó el breve trámite y el forzado intercambio de palabras, apoyé mi mano en la pared amarillo clarito, en la parte que estaba entre la puerta de la dirección y la del aula chica de tercer año, y le dije "gracias". No sé si en voz alta o no. Pero se lo dije. Y le dejé la última brizna de toda la inmensa energía que puse allí).
Bueno, ella y un taxista, que, una vez, mientras rodábamos por Callao rumbo a Marcelo T (para que yo llegara tarde, pero no tanto, esas noches en que salía a las siete de mi laburo y tenía que estar a las siete en la facultad, esfuerzo vano para la cátedra de mierda de Klimovsky, que me ponía ausente porque solo tomaban asistencia al comenzar la clase, y no al terminar, pese a que el aula se vaciaba descaradamente en las narices del viejo), me preguntó a qué se dedican los sociólogos. Y le respondí no sé qué boludez sobre hacer encuestas, porque, la verdad, ni yo sabía bien qué hacen, ni nunca me lo había preguntado. Ni tenía a quién preguntárselo.
Lo que nos dio ese colegio no servía demasiado si uno quería seguir estudiando "en serio". Apenas llegamos a ver, y mal, matemática de tercero, cortesía de la gorda pachorra con espíritu de empleada municipal que teníamos en esa materia. Así que, de movida, quedaba fuera de alcance toda la parte del mundo vinculada con esos saberes. La "especialización en informática" era lisa y llanamente un fraude, y también obligaba a descartar lo relacionado con esa área. Y, lo veo ahora, si yendo todos los días, tres horas y media por día, durante tres años, no alcanzaba para estar en condiciones reales de seguir estudiando, ni quiero imaginarme la estafa que serán el plan Fines y otros inventos similares de este siglo.
Entiendo que es parte del azar, que en otro lugar podría haber tenido una mejor formación en esas materias, y no tener a la de Historia o a la de Sociología, que nos hicieron leer textos con los que me reencontré en el CBC o en la carrera de grado. Pero es el azar que me tocó.
Pagar nunca estuvo entre las alternativas porque también me comí el versito de la educación pública. Y, sobre todo, porque ni en pedo iba a poner plata en algo a lo que no le tenía nada de confianza respecto de cómo iba a salir. En su momento, en una noche de octubre en un kiosco de Corrientes, hasta me compré el ladrillo aquel que era la Guía del Estudiante, pero el talismán no funcionó, y finalmente elegí al tuntún, más por un programa de radio que escuchaba que por cualquier otra cosa. Creo que eran de otra carrera, aunque nunca me quedó del todo claro eso: como sea, era la única ventana que renovaba el aire de mi como siempre estrechísimo mundo.
Y, también, para asegurarme de que la elección y el futuro al que apuntaba no tuvieran nada que ver con el trabajo que tenía, el cual formaba parte de la hasta hoy (¡¿hasta cuándo?!) irrompible telaraña familiar.
Aposté y perdí. Como casi siempre. Lo único bueno que me llevo de mi paso por la Universidad BovinA es poder no creerles ni un ápice de su supuesto espíritu inclusivo cuando los veo, hoy como entonces, protestando contra "el ajuste". Puro desprecio encontré en ese lugar, y exclusión y rechazo a cada paso. Y soberbia e invisibilidad, esas palabras que usaba entonces para expresar concisamente, con ellas dos juntas, mi experiencia allí, tanto en el trato con docentes y alumnos como en el institucional burocrático.
Cada una de las decenas de veces que en este tiempo pasé por la puerta para ir a la otra facultad –a esa donde me atiendo– o durante el camino se me aparecieron en la memoria vestigios de quien fui, de los pasos que di en esas veredas, pero nunca pude encontrar el vórtex que me permita viajar en el tiempo y decirle a mi yo de hace 20+ años que no se meta ahí. Que haga un curso, no sé, de plomería. Pero que ahí no.
(Y, de paso, avisarle, para que no se gaste tanta plata en CDs, que en unos años va a poder escuchar toda esa música y mucha más en Youtube (y preguntarle, como un taxista sin auto ni merca, que ¿para qué?, si ese lenguaje siempre le/me va a ser ajeno). Y, sobre todo, que no les crea a algunas personas, ni a los que hablan por la radio ni a los que mienten mirando a los ojos).
Y si en algunos años encontrara la forma de hablarle a quien soy, o a cualesquiera de quienes fui, les diría algo que sé desde los catorce años. Que *inserte lo que sea* es al pedo, que no vale la pena, que no hay lugar para mí acá.

Precios relativos

El sábado a la tarde salí a caminar luego de una semana de fiebre, tos, catarro, ahogos nocturnos y la sempiterna falta de diagnóstico. A lo cual se sumó la escasez de remedios en casa.
Tras quince o veinte cuadras, y después de un desvío improvisado respecto del camino que tenía en mente, a unos diez metros de mis ojos, tal vez menos, en una vereda, del lado de las edificaciones, junto al portón de madera de una casa, vi algunos billetes de 500 en posiciones deslavazadas, como cadáveres alcanzados por una explosión. Miré para ver si venía alguien en dirección contraria, o si cerca había alguien mirando el piso buscando algo, y en el mismo segundo en que lo hice y comprobé que la zona estaba despejada, me abalancé sobre ellos. Los agarré con las dos manos para que no se me escaparan sin detenerme a investigar si el viento había alejado algún otro billete y pegué media vuelta mientras los guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón.
Doblé en la esquina e intenté reconstruir la escena, el instante en que me agaché y capturé los billetes como un arquero aprisiona una pelota en el minuto noventa. Entre los de 500, había visto al menos uno de 100, pero no sabía si era el único y, sobre todo, no sabía cuántos eran los yaguaretés. Miré un par de veces hacia atrás, y cuando vi que nadie más caminaba por esa vereda, los saqué del bolsillo y los conté: eran 2100 pesos.
Agradecí, como cada vez que encuentro plata en la calle, a quien corresponda, pero más. Mucho más que cuando diviso una moneda a la que las ruedas de los autos le sacaron astillas de metal.
Seguí caminando, completé mi periplo a la vez que consumía el combustible en forma de alimentos que llevo siempre conmigo, por si mi cuerpo falla y necesita (porque mi cuerpo falla y necesita), y de pronto noté que estaba lejos, a unas veinte cuadras de mi casa, y que las pasas de uva que tenía en la bolsa eran menos que mi energía. Traté de mantener la calma, mientras sacaba cuentas de cuántas pasas y cuántas cuadras quedaban, ambas cosas más fácilmente mensurables que mi energía, a la cual también trataba de calcular.
En el devenir de los pasos, me di cuenta de que podía pasar por la panadería donde venden sánguches de miga ricos y comprarme algunos. Y homenajear al destino que me puso esos papeles en el camino dándome alguna forma de placer.
En un momento de zozobra y cuando las pasas eran muy pocas y muy chicas, conté que faltaban ocho cuadras para la panadería. Traté de darme ánimo diciéndome "son como dos vueltas a la manzana". Y elegí caminar por esa calle silenciosa ya que el ruido (la vibración) en momentos así me consume más de la poca energía que tengo.
A dos cuadras de la panadería comí las dos últimas pasas, escupí sus semillas (estas, poco prácticas para casos así, eran con semilla), tiré la bolsa, que estuvo en casa meses, tal vez un par de años, porque era una bolsa de un kilo, que trajo mi madre de un viaje, y sentí cierta nostalgia.
Por fin, llegué al lugar. Como temí durante el trayecto, iba a tener que esperar, ya que había tres o cuatro personas antes que yo. Por suerte, mi cuerpo no me apremiaba taaaanto, y no fue un gran problema. Mientras los atendían, me dediqué a elegir mentalmente la cantidad y los gustos de los sánguches que iba a llevar. Desde un primer momento me impresionó el precio: 45 pesos los comunes, 55 los "de luxe". Probablemente fuera a comprar cuatro comunes: dos de salame (una de las escasísimas ocasiones en que como cadáver), uno de aceitunas y uno de roquefort, ponele.
Pero el hecho de que se me fueran doscientos mangos así como así me hizo un ruido tan grande que, muy pronto, y sin poder echarle la culpa a la demora, me vino a la mente otra forma del placer comestible: la pizza de la pizzería famosa que había comprado un par de semanas atrás, que me costó 300 pe. Media docena de sánguches equivale a una pizza chica, calculé. No me cerró la comparación, no me sentía tan mal, no me gusta gastar ni aun cuando la plata me viene de arriba (o de abajo) y promete desvalorizarse rápido. Además, no era únicamente el dinero: la pizza llena más; en cambio, si compraba los sánguches, después iba a tener que cenar.
No contradije el impulso y me fui, pensando en que podía comprarme un jugo Ades en el Día que había visto en esa cuadra o en el kiosco de la esquina si lo necesitaba. O en cualquier kiosco que encontrara en las ocho o nueve cuadras que me separaban de casa. Por suerte, y por esas cosas inexplicables de mi cuerpo, llegué a casa con lo justo, pero sin un desfallecimiento alerta roja.
Un par de horas más tarde, ya de noche, fui a la pizzería, comiendo Cerealitas en el camino porque a veces necesito comer para tener energía que me permita ir a comprar comida. (En alguna época necesitaba energía para caminar el pasillo que lleva desde mi departamento hasta la puerta de calle para recibir la pizza que había encargado por delivery a la otra pizzería, que, tristemente, cerró hace mucho). La pizza aumentó un diez por ciento en menos de un mes, y de 300 mangos se fue a 330.
Tardé casi una hora desde que salí hasta que volví y siempre orbitaba en mi pensamiento esa comparación que nunca había hecho. ¿A cuántos sánguches equivale una pizza? Bueno, siempre no: siempre que pude, porque me sentía mal, como con fiebre o con sueño. Tanto que, mientras calculaba otra vez, ahora cuánto tiempo iba a esperar, porque iban por el 21 cuando llegué y yo tenía el 44, me senté en el umbral del negocio de al lado y manoteé algunas pasas de una nueva bolsa, que había llevado en el bolsillo.
Como soy una persona muy metódica y anoto todos mis gastos y mis ingresos, me puse a buscar en la memoria, y no me costó mucho encontrar aquel tiempo en que una vez invité a alguien a la misma pizzería –y antes de entrar nos sentamos en ese umbral– y, poco después, un 31 de diciembre, fuimos a una plaza cerca de la panadería, donde compré unos sánguches para mantenerme en pie porque ella se había demorado y en la espera imprevista se consumió bastante de mi energía.
Hablamos de hace diez años, noviembre y diciembre de 2009. Los sánguches comunes estaban a 2,20, los especiales, a 2,50, y en la pizzería pagué 38,50. Lamentablemente, no hice un detalle del gasto que me permita saber cuánto costó la pizza y cuánto la Coca y la cerveza. Pongamos que la chica mitad de muzza mitad de anchoas costaba entonces 30 pesos.
Si tomamos ese número, eran más de trece sánguches comunes por pizza, cuando ahora son siete sánguches y pico por pizza. La verdad, no se me ocurre el porqué de semejante diferencia. ¿Tanto aumentó el queso de máquina? ¿Es el pan de miga?, ¿el salame? ¿La pizza está barata? ¿Los sánguches están caros? ¿Es la distorsión de precios que se generó en la primera parte de esta década, en la cual un bimestre de luz equivalía a un café?
Como sea, antes de fin de año, por el precio y porque estaba rica, tal vez más que otras veces, y porque hacía años que no iba a esa pizzería, me voy a comprar otra pizza ahí. Voy a pasar junto al umbral, voy a tocar el aire que ocupe el espacio donde estuvimos, igual que cada vez; mientras espere, voy a mirar la mesa que ocupamos –mucho más si está desocupada–, voy a pagar mis 330 pesos, voy a caminar las ocho cuadras hasta mi casa para cenar sin compañía, y, de nuevo, todo va a ser parte del pasado.

Los que menos tienen

¿Menos qué?
¿Menos que quién?

Set that shit on fire


De tanto decir voy a prender fuego esto, de tanto tiempo organizándolo en mi cabeza y esperando una ocasión adecuada para hacerlo, de tantos años (seis, treinta y cuatro) viendo la inmovilidad de los libros en la biblioteca al pedo, juntando polvo y humedad, finalmente agarré algunos, los más destartalados, más una biblia y un par de tomos del diccionario de Littré y traté de quemarlos en el patio de casa.
Una docena de fósforos y media botella de alcohol después, asumí mi incapacidad pirómana. A algunos, chamuscados, los tiré a la basura. Bah, iba camino a tirarlos en el contenedor cuando el homeless intermitente de la esquina me dirigió la palabra para preguntarme qué onda y terminé dándoselos, aun con la advertencia de "mirá que están un poco quemados", y sin darle cabida a su intento de prolongar la conversación acerca del porqué del fuego.
Un tomo del Littré volvió a la biblioteca, incólume, y el otro quedó en mi pieza, esperando, quizá, una nueva ignición. Algo así como un mes más tarde, finalmente sucedió. I wrote my name (Olga) in gasoline and set that shit on fire. Bueno, no fue gasolina, ni siquiera tíner, como también usé la vez pasada, sino, de nuevo, alcohol. Pero esta vez encendió de una y mantuvo la llama viva durante bastante tiempo.
Es una práctica bastante aburrida mirar el fuego. Podés tomar algunas fotos (porque, si no queda registro, el hecho que fuere no imprime en la memoria con la misma potencia), ver que no se apague muy pronto y, también, que no amenace con crecer más allá de lo deseado… y no mucho más. Al rato me puse a ver tele, y después a boludear con la compu, dando por finalizado el asunto al no ver llamas. Incluso salí a la calle, a tirar la basura y también, cuatro cuadras más, a pesarme en la farmacia. Pero resultó que el fuego sobrevivía bajo los papeles o dentro de ellos.
Lo noté al volver, cuando saqué las hojas carbonizadas que iban quedando en la superficie y las llamas se reavivaron con un plop semiexplosivo. Esto será una obviedad para alguien que tenga la costumbre de hacer asados o de presenciar su cocción, para alguien que maneje los conceptos de "brasas" y "rescoldo". Para mí, en cambio, resultó una novedad.
Una de las veces que retiré una palada de hojas reducidas a negro, cuando ya daba por consumido el fuego, se reavivó incluso en la bolsa donde juntaba los despojos, que quedó medio derretida. Cuando, de nuevo, parecía controlado, y salí a la calle para tirarla, una brisa atizó el color naranja y tuve que soltarla sin poder llegar al tacho de la esquina.
Luego, el viento intermitente que empezó a levantarse, y a consolidar mi resfrío, aumentó la intensidad de las llamas de un modo que me hizo pensar en los incendios forestales, en el sorprendente y enorme poder del viento en casos así.
El asunto es que tardó muchísimo en quemarse todo, más de dos horas, y, aparte del aburrimiento, el humo y el olor se tornan muy fastidiosos. Durante la fogata y bastante tiempo después. "Las partículas permanecen adheridas a los días (hasta cuándo)", dijo alguien alguna vez, y, sin querer, lo hice literal realidad.
Finalmente, lo único que quedó intacto fue la gruesa tapa del libro junto con un par de hojas contiguas. Las guardé, todavía calientes, de nuevo en mi pieza. Pegué una manguereada al patio para sacar las huellas de papel carbonizado que pudieran delatar lo sucedido, y la oportuna lluvia de la tarde siguiente ayudó a limpiar un poco, llevándose esa energía y esos restos de olor montados en el aire.
La lluvia fue breve y, cuando terminó, retiré lo que quedaba de la bolsa para terminar de quemarlo o sencillamente para tirarlo. Junto con la tapa y un par de hojas chamuscadas y los restos, carbonizados o cenizos, desprendidos, salió un olor negro y horrible, que me apuró a deshacerme de lo que liberaba esa forma de la enfermedad que, sin darme cuenta, había alojado a dos metros de mi cama.
Una vez liberado el lugar de objetos, tiré perfume en el piso para contrarrestar el olor, y me quedé con una decepción más: finalmente, prender fuego las cosas fue una forma de consolidar la presencia, en lugar de aniquilarla. Así que no voy a quemar más nada. Al menos, no en mi casa.
Ese fracaso de lo fantaseado tanto tiempo se suma a todos los demás, y seguramente anticipa el próximo, que, tal vez por intuirlo, vengo demorando. Y, la verdad, no sé cuándo sucederá lo de dejar atrás al muerto de una puta vez; que, en mi caso, incluye enfrentar a la viva, que le paga un alquiler al muerto y se caga en mí como durante toda su vida enferma ("deseo que se relacione conmigo como cuando tenía 25 días de vida").
Hasta cuándo.

Nada más queda

No están más, desde hace bastante, los teléfonos públicos, víctimas de la tecnología, del negocio de las telefónicas y del avasallante y cada vez más especializado control social, que quieren obligarte a que tengas celular. No está más, desde hace varios años, el de Bustamante casi Lavalle, pero quedaba el cuadrado de cemento en la vereda como un recordatorio, aun después del cierre del almacén, que tampoco está más.
La otra noche, exactamente diez años después, hice parte del camino que compartí una vez con una persona a la que creí conocer, y noté, con casi tanta tristeza como la que me provoca que me haya expulsado de su vida sin mayores avisos, que las baldosas nuevas del intendente Blangino (?) llegaron a esa vereda. Y ahora no está más ni el cuadrado de cemento.
Otro día de estos fui a oler jazmines a la calle de la rima fácil, a esa casa a cuya vereda voy a veces y a la que una vez llevé a la misma persona a oler jazmines, ya que en ese tiempo no quería venir a mi casa (y la única vez que vino, bastante después, no era época de floración).
Y ¡sacaron los jazmines!
Cada vez más cosas van quedando solamente en un lugar tan abstracto y solipsista como son las conexiones cerebrales. Un día de estos voy a buscar en mi cabeza algunas neuronas para producir un recuerdo y la dopamina consiguiente, y tampoco van a estar. Y ahora, que busco y todavía encuentro, ¿qué certeza tengo de que eso, en verdad, sucedió?

El forro de su chico sin forro

La señora a la cual le pagué por existir un rato, siendo esa ocasional forma de la existencia la lectura de algunas de las cosas que escribo, devolvía mis textos llenos de observaciones, desanimantes por la cantidad y, a veces, porque me sentía como Marge y Homero cuando los obligan a hacer un curso donde les dicen que la leche va en la nevera y la basura en el bote de basura (eso es mucho muy importante).
En uno de los mails le dije que no valía la pena poner tanta energía para obtener un (supuesto) beneficio que no sería más que ínfimo, marginal. Porque no escribo nada del tipo de "cómo explicar con palabras de este mundo…", ni siquiera un "el forro de su chico sin forro", que no es de lo mejor que escribió su autora, pero que toca una cuerda acorde a estos tiempos.
Me quedó en la cabeza esa frase que cumplió su objetivo ganchero, y hoy volvió de nuevo, y la vi desde otro lugar. Pensé en cómo habrán decidido, la chica del verso este y la persona con la que trabajó los textos (que resultó la misma que hizo una muy laudatoria nota en Página 12), que eso iba, cómo habrán celebrado la ocurrencia, la satisfacción de obtener un hit, algo que conmueva a las almas buenas europeas.
Y de pronto veo todos los prejuicios (bueno, algunos) de la socióloga que lo escribió. Desde el uso de la palabra "chico", que ninguna persona con características similares a las de su protagonista usaría, a la eterna victimización de la mujer, que pasivamente acepta que la cojan sin forro y le acaben donde quieran, pasando por la presunción incuestionable de que los cinco hijos fueron concebidos con violencia. Siguiendo por la de que son hijos de su "chico" o pareja, continuando por la de que en efecto sabe de quién son hijos. Bueno, me fui al carajo, estoy haciendo una disección como la que hacía la señora esta sobre la gilada que escribo (??).
Como sea, el "chico" me hace bastante más ruido que la repetición de la palabra "forro", que la proliferación de ques ("que retenga unos minutos el cansancio, / que lo guarde en un pañuelo, / que no lo suelte, que tampoco se despabile") y que los adjetivos antepuestos al sustantivo ("la espesa calma de la infancia"), todas cosas que, a su vez, les hacían respectivos ruidos a la señora esta y a la otra persona a la cual le pagué por lo mismo.
Pero lo que más ruido me hace es la gente que quiere hablar de algo que no le pertenece, de algo donde no pertenece, y muestra tanto las costuras. Como esa otra chica, que, necesitada de idealizar, idealiza a las "chicas del conurbano" que laburan de camareras y que "pueden derribar todos los adoquines del barrio". Supongo que los del barrio donde trabajan, porque en el conurbano no hay adoquines, salvo en lugares que ella llamaría "chetos". Como esta misma poet, que no puede evitar el lugar común y habla de que a esa hora tardía todos viajan apretados y con sueño en el colectivo, cuando –cualquier trabajo de campo lo confirmaría (?)– la hora en que se viaja apretado en el bondi no es una hora tan alta de la noche como para que todos tengan sueño o para que le pidas a tu vieja que te espere despierta.
Sí, ya sé, soy muy literal. Cuando leo y cuando escribo. Perdón.

Números redondos

Cuando podés descansar (no dormir bien: dormir bien es otra cosa), y, después, encima, hay cierto silencio, una ausencia de la vibración nefasta e interminable que producen los vecinos, te encontrás con el vacío.
Toca P. y están dadas todas las condiciones para ir. (La única duda sería a qué hora empieza posta, porque, además, hay teloneros, aunque saliendo nueve y cuarto, para llegar poquito antes de las diez, estaría bien, dice mi intuición). Pero no da. Algo no conecta. Los 600 mangos de la entrada. O ir sin compañía, volver sin compañía, años igual. Y no voy nada.
Ni siquiera la muy buena idea de adelantar la lista de temas, y saber, así, que va a tocar Bi bap um dera y Gris atardecer, me saca de esa decisión que no sé si es apatía, depresión o simplemente ganas de no pasar por donde ya pasé. O de acordarme de que alguna vez pasó y, de pronto, dejó de pasar. Dejó de poder pasar.
Como estamos en 2019, ni siquiera hay gente que se cope en subir videos a Youtube. Lo compartirán en su micromundo whatsapero, instagramero, yo qué sé, pero nada que le permita acceder a alguien de afuera.
Me hundo en el colchón hundido y me quedo boludeando con la compu. Buscando, ahí también, cosas que pasaron hace diez años.