viernes, 27 de diciembre de 2019

Había pensado varias respuestas para cuando llegara tu mail diciéndome, como el año pasado, “feliz cumpleaños”

Podría decirte sos una genia, pero te lo dije el año pasado.
Podría mandarte un emoji de corazón, pero puede malinterpretarse y no da, yo qué sé…
Podría mandarte un emoji de abrazo, pero no lo encuentro en el gmail. (Aparte, nunca nos dimos un abrazo).
Podría mandarte una foto de mi mano para que hagamos un high five virtual (para que me mandes una tuya…).
Podría intentar mandarte la fórmula de mi neuroquímica cuando abrí el gmail y lo vi, pero no tengo manera: no sé si alguien inventó la forma, ni siquiera tengo diagnóstico por imágenes, nunca me hice una RMN (y el EEG no muestra nada).
Podría seguir buscando alternativas, pero sería darle más y más a la producción (y consumo) de dopamina, y no quiero quedar pegado (?).
Como sea, se festeja como un gol. Como festejó el Chapu Braña aquel gol del Máquina contra Defensa, agitando brazo y puño cerrado mirando a la hinchada contra los carteles de publicidad *buscar y adjuntar imagen*.
Como sea, gracias.

Pero no me escribiste.

13 comentarios:

Anónimo dijo...

dos meses y medio sin publicar?? no se quién es esa chica pero espero que lo valga

y. O. dijo...

Jajajajaj.
Gracias, tantas, por estas palabras.

No sé si ella lo vale: cuando tiene algunos gestos sí, mucho, pero son milisegundos en la vida de una persona con una vida profesionalmente muy activa, que habla con cientos de personas por día. (Y esos milisegundos son parte, justamente, de su vida profesional: la personal me es inaccesible, salvo por suponer, con toda lógica, que ahora, justo ahora, debe de estar saltando en la pija del novio).

Yo no sé si lo valgo, pero el 1 de abril a más tardar subo algo. Estoy poniendo la energía en otro lado, y me cuesta banda hacer dos cosas a la vez. No sé cómo hace la gente. Encima, horarios del orto para ver médicos del orto en hospitales del orto...

Bue, gracias, de nuevo, muchas.

(El comment sí que lo valió).

y.O. dijo...

Bueno, todo cambia tan rápidamente...
Como no se puede ir al cyber, y no da postear desde mi ip, voy a subir, acá, en los comentarios, un post cada sábado de confinamiento (el cual, me parece, me parece, no se termina el 31 de marzo).

Igual, ninguno de los textos tendrá que ver con esto, ni con el espíritu malvinense que asoma. (Y todavía falta que la gente se ponga a cantar en los balcones, a darles ánimos a los médicos (bueno, eso empezó hoy con el aplauso ese, llevado a cabo por esa banda de ansiosos necesitados de epicidad), que hagan fiestas de balcón a balcón con música fuerte, y todo lo que no me puedo ni quiero imaginar: Dios santo, tener a todos mis vecinos las veinticuatro horas vibrando a dos o tres metros de mi cuerpo no es aislamiento social, la puta que lo parió).
Ya saben (?) que me cuesta mucho procesar lo que me sucede, que sigo escribiendo sobre cosas que me pasaron hace diez años.

Bueno, eso.

y. O. dijo...

Juntos a la par

Venía de no poder comprar dólares, aunque me quedaba la mitad del cupo mensual; maldiciendo, después de la caminata y la espera, a esta clase dirigente que nos quiere pobres, y procesando lo que me había dicho el de la casa de cambio, que incluso giró la pantalla para que yo viera la prueba de mi suspensión decretada por la autoridad monetaria, aunque no vi nada porque mi miopía es enorme. Los muy mierdas ponen reglas, hasta 200 dólares por mes, y ellos mismos las quiebran cuando no me dejan comprar lo que desde su Poder permiten, impidiéndome que trate de proteger los ahorros que me quedan. Porque, como todos sabemos, nuestra plata vale solo si ellos dejan que valga.
Antes de llegar a Florida, mi visión periférica reparó un instante en esa chica atractiva, cuya ropa, que apenas recuerdo, sin precisión, como un trajecito y –con más certeza– una pollera, hacía juego con el color té con leche del edificio del banco. Unos pasos más y estaba a su lado. Entonces, me dirigió la palabra: teléfono en mano, me preguntó si sabía cómo llegar al "Palacio San Miguel". Busqué rápido en mi cabeza y así de rápido supe que nunca lo había oído nombrar. Se lo dije, y una neurona extra, quizá por ver el teléfono y asociarlo con la posibilidad de buscar en internet, sumó las palabras inesperadas y decisivas: "Pero, si sabés la dirección, te puedo decir".
Me respondió que quedaba en Bartolomé Mitre y Suipacha, y, en efecto, pude indicarle el camino: derecho por esta hasta Suipacha –"serán dos o tres cuadras"–, y ahí una a la izquierda. Nunca me acuerdo de cuál es Suipacha y cuál Esmeralda, pero mirando los carteles no te podés perder. Ella siguió su camino, y yo también, a paso más lento.
Creo que no era tan linda de cara, aunque tenía bastante producción, una inversión en uñas y pelo negro full de peluquería. Lo más llamativo, sin embargo, fue la absoluta naturalidad con que construyó el diálogo, más rescatable porque a veces me pasa eso de ver a gente que notoriamente está buscando un lugar y aun así evita dirigirme la palabra. Ni siquiera en el momento posterior a cuando le dije que no sabía sentí el ruido de frustración que sería esperable.
El semáforo la detuvo al llegar a Diagonal Norte y me permitió alcanzarla de nuevo. Quedé dos o tres metros a su izquierda, y desde allí, acercándome un poco y levantando la voz otro tanto, le señalé la calle que asomaba detrás de la plazoleta seca y triangular con el monumento y le dije, "esta no, la otra". En la cuarta relectura de este texto me viene la imagen de que estaba, de nuevo, mirando el teléfono. Algo de incertidumbre percibí en su rostro, en sus palabras –que no recuerdo– o en su lenguaje corporal, y entendí que lo inequívoco sería llegar a esa calle y entonces sí indicarle "tenés que doblar en la próxima".
Se lanzó a cruzar la avenida y la imité, mientras hablábamos. De pronto, desde su lado se nos vino encima una sombra con motor, algo que solo puedo referir como un vehículo, porque no sé si era auto, moto o colectivo, y tuvimos que correr. En el devenir del diálogo, y con los varios segundos en los que no pasaba nadie, no me había dado cuenta de que estábamos cruzando mal, aunque, digamos todo, la ubicación de los semáforos en esa esquina oblicua es muy poco intuitiva. Continúa en el siguiente comentario

y. O. dijo...


Los metros de la plaza seca fueron los últimos que compartimos: aproveché los leds del estacionamiento que se veían a lo lejos, antes de la siguiente esquina, para darle la indicación definitiva y doblé a la izquierda en Esmeralda (tengo que mirar el mapa para acertar el nombre). Mi idea era doblar a la derecha en Mitre y así coincidir de nuevo con ella en la esquina que era su destino: quería ver, como cada vez que me preguntan una dirección, si mis indicaciones fueron útiles. A unos metros de la esquina del "palacio", me detuve, esperando que apareciera en mi campo visual sin que ella me viera. Pero no apareció nunca. Pasaron tal vez un par de minutos, se hizo obvio que no iba a aparecer, y me asomé a la esquina, con la ilusión, quizá, de verla, cerca, hablando con alguien, con quien se iba a encontrar. Pero no la vi.
No creo que haya caminado más rápido que yo, porque le metí algo de velocidad a mi paso; tal vez fuera a un lugar cercano y el "palacio" sólo fuese una referencia. No lo sé. Como tampoco sé con qué palabras me despedí. Lo único cierto es que por primera vez en años crucé una calle mirando a alguien, hablando con alguien. La fugacísima imagen de ella corriendo, recortada en un fondo quemado por el sol que encandilaba desde el obelisco, quedó impresa como la que sobrevive en la pantalla de una tele vieja cuando se corta la luz. La de los dos juntos tengo que reconstruirla en mi cabeza. Solo la vieron las cámaras de seguridad, que todo lo registran, pero que no pudieron cargar esa imagen con todas las demás que tienen de mí. No me reconocieron.

y. O. dijo...

Poder decir adiós es crecer

Empecé séptimo grado una semana más tarde. Ese año se había desdoblado la fecha del inicio de las clases, y en el colegio al que yo iba no empezaron el segundo lunes de marzo, como ocurría siempre, sino el primero. Fui aquella mañana con el guardapolvo flamante y la tensión horrible de cada una de esas ocasiones, y de algún modo noté que todo ya estaba rodando. La memoria a veces es piadosa, y, por suerte, no recuerdo detalles de cómo pasó: no sé cómo lo manejé, qué excusas inventé, qué dije o cómo me fui dando cuenta. Pero estaba llegando una semana tarde, ya tenía cinco inasistencias.
Vivíamos en tal desconexión, no solo yo, sino mi madre, que era quien se encargaba de mi cuestión escolar, que no nos habíamos enterado. Y parece que mi ausencia no fue muy significativa porque nadie, ni siquiera alguien del colegio, llamó para decir "che, ¿pasa algo que no está yendo?".
Lógicamente, todos los bancos estaban ocupados, y me tuve que sentar atrás de todo, la única blanca palomita en ese banco de dos junto a la pared. Así fue pasando el año hasta que en un momento, no sé por qué, se sentó a mi lado, a mi izquierda, Campari. Creo recordar que a veces participaba del infinito campeonato de fútbol con pelotas de papel de alfajor (Jorgito de dulce de leche), cuyo resultado se iba acumulando, recreo a recreo y día a día. Lo sosteníamos yo y otro más, que ponía el papel porque yo no comía golosinas. Bueno, creo que a veces lo rescatábamos de los tachos de basura. Cuando se sumaba Campari o algún otro, los equipos dejaban de ser unipersonales, aunque muchas veces eran de dos contra uno.
La cosa es que estuvo un tiempo sentándose ahí, y luego se empezó a sentar más lejos, también en el último banco, pero en una de las filas de medio. No logro explicarme el porqué de su retroceso, si él había comenzado en tiempo y forma, si antes se sentaba en otro lugar, más adelante. Lo que sí pude saber, escuchando de rebote algo que no me estaban diciendo a mí, fue la razón de su nueva mudanza: el/la profesional psi que lo atendía recomendó que no sentara más al lado mío. Parece que yo era una mala influencia. Alguien –la madre, él mismo, no sé– habrá dado cuenta de hechos –no sé cuáles– que me convirtieron en indeseable.
La verdad, mucho no me importó, ni siquiera cuando me enteré, aunque, claro, fue una (mala) revelación darme cuenta de que podía ser una persona vitanda. No estaba para preocuparme por eso, no podía hacer mucho, no era una relación que me importase, pero marcó un hito en la memoria. Esa vez, aunque sea de casualidad (si es que fue una casualidad que yo lo escuchara), me enteré del porqué de la distancia. Todas las otras veces que personas se alejaron no. Todas las otras veces fue un secreto no revelado, como los de las telenovelas berretas de Gayo Paz, en las que todos sabían algo, menos el/la protagonista.
A veces, calculo, ni vale la pena decirlo, deteniéndonos en algo que consideramos demasiado fugaz e irrelevante como para gastar energía emocionalcerrándolo explícitamente; a veces, el alejamiento es simultáneo y tácito: no da hablar de eso, está bien así, ya fue; a veces, querés respetar los tiempos y las distancias ajenas, y después ya no hay cómo volver con fluidez.Pero cuando no es uno de estos casos, no sé si te miré mucho el orto, si me dabas bola porque te pagaban, si de verdad laburabas para la Side, si de verdad me querías reclutar como presa para el psicólogo violador, si tu psicóloga te sugirió que cortes esta relación extraña o que tengas un gato para vivir la responsabilidad de tener a alguien a tu cuidado, si es porque nuestras timideces vencen o porque no hay nada relevante acá, porque "me enamoré", porque soy muy goma, porque rompí un vaso el 24 (o 31) con un movimiento torpe y un poco alcoholizado en una casa ajena o porque sabés que no vas a acabar conmigo aunque te la chupe media hora seguida. O porque sos una mierda de persona, alguien que cultiva con los demás la desconsideración y el descarte.Continúa en el siguiente comentario

y. O. dijo...

tiene apreja).Entonces, los silencios ajenos se van llenando con palabras propias. Y uno queda viviendo en un mundo que no es real. Desde el mismo momento en que me niegan la palabra no es real porque niegan mi condición de ser real. Y nunca podrá ser real y precisa la re-construcción imaginaria del momento en que otros hablan de uno o piensan en uno y concluyen "no", del momento en que sucede el clic cerebral en el botón "eliminar". Esa nebulosa irreal alcanza otro nivel cuando, en lugar de cortar de una vez, deciden alargar el tiempo en que uno está pendiente de ellos con frases como "llamame, que si estoy te atiendo" o "no admito una despedida, me gustaría ir a ver a Dancing un jueves con vos", a las cuales el tiempo reveló como perversas mentiras.
Es un poco desgastante estar (casi) siempre tratando de descifrar en cada momento cuál puede ser el último, y cómo evitarlo. O tratar de encontrar tiempo y forma de nombrar la posibilidad del final, y dejar las puertas de salida bien señaladas para que, llegado el caso, alguien sepa retirarse con decoro.
Matizar la decepción con el recordatorio de que no es tan improbable que suceda la distancia (porque ¿quién se hace amigos después de los 25?) no quita la duda de siempre: ¿tan una mierda soy? ¿tan un monstruo soy como para que nadie me dirija la palabra aun cuando la solicito explícitamente? Y otras: ¿nunca te acordás de mí?, ¿tan enferma de la cabeza sos?, ¿será esto consecuencia de alguna de mis serias dificultades para sociabilizar y no lo estoy viendo?
El otro día tuve que estar en la vereda de enfrente de esto: tuve que despedirme de alguien. De la persona con la que hice algo que se llama clínica de obra, lo cual consiste en mostrarle la gilada que escribís para que te diga cosas a cambio de dinero. A lo largo de los encuentros, su devolución fue relativamente favorable, pero siempre me quedó la sensación de que el malentendido prevalecía. El reencuentro post-vacaciones juntó bastante de lo malo de este lugar con lo malo de otro lugar donde intenté lo mismo, lo que antes estaba cerca de pronto estuvo más lejos ("hay que trabajarlo más, tres meses, me gusta ir despacio"), y de golpe me pareció un sinsentido seguir gastando en eso.Primero le escribí preguntándole "¿vale la pena trabajarlo pensando en un libro?, ¿hay chance real de que alguien publique esto que habla de un mundo tan cerrado y pequeño e insignificante?". Antes de que me respondiera, comenzó el aislamiento, y este tiempo absurdo que estamos viviendo fue la excusa decisiva para bajarme de ahí. Aceptar su propuesta de hacerlo por Hangouts implicaba hablar en voz alta con la gente que vive conmigo en la otra habitación, y eso es algo que prefiero evitar a toda costa. Pero, sobre todo, algo se había roto en mí, tal vez mientras leía en su casa y experimentaba una sensación como de estar y no estar allí.
Iluminé los mejores sectores, mencioné levemente algunos de los otros, le expliqué mi deseo/necesidad de que nadie de mi familia se entere, y le dije que por ahora lo dejábamos acá, a la espera de conocer cómo será el mundo en el momento en que todo esto haya pasado. Cuando mandé el mail, no sé si por el chabón, por el tiempo, la plata y la energía que le puse, por cómo se diluía ese lugar que me inventé para agarrarme de algo, por la angustia de esta época de película mala o porque es inevitable en casos así, se me mojaron un poco los ojos.Pensé que iba a largar el llanto fuerte, aunque más no fuera por unos segundos, pero no. La cabeza cambió rápido y pensé en alguna gente de la aludida ut supra, en la que me importa, y en cómo hubieran sido en un momento así. Y el vacío tuvo otra fórmula neuroquímica.

y. O. dijo...

Yo no dono

No dejaré que me quemen. No le doy a nadie mis restos. Quizá por lo que les / debo a mis huesos, que me llevaron toda / la vida. No quiero que de ellos queden / cenizas cuando todavía pueden ser / huesos, firmes casi como lo que fueron. / En los huesos hay mineral, monte, roca /, montaña, una materia muy antigua y / noble. No son de azúcar para que los derrita / la primera lluvia. // Los huesos deben permanecer enteros, / y luego que el buen Dios los remueva, / que haga con ellos lo que quiera. ¿Habrá / suficiente algún día?, ¿quién sabe? // No dejaré que me cremen. // Por aquello no dicho que se acumuló / en mis huesos.
(Dražen Katunarić, "Por aquello no dicho")

No conforme con sacarles a los vivos para darles a "los que menos tienen" (y, también, a los que deciden quiénes son los que menos tienen y cuánto recibirán, que, en el proceso, se llevan una bonita comisión, siempre mayor que lo que reparten), el Estado va por los muertos.
Comenzó con el impuesto a la herencia, que promulgó Scioli y que Vidal ni soñó con quitar. Y que ahora, seguramente, se extenderá al ámbito nacional para que nunca puedas ser propietario de un puto monoambiente cuando se muera uno de tus padres.Y sigue con la nueva ley de donantes de órganos, que invierte la carga del consentimiento y da por sentado que sos donante a menos que hagas unos trámites engorrosos para explicitar que no donás un carajo. La Economía del Comportamiento se especializa en asuntos como estos y enseña que la mayoría de la gente no hace el trámite porque no tiene tiempo, porque no sabe o simplemente porque paja, y se tiene que fumar la consecuencia.
Si no entiendo mal, antes de esta "ley Justina" alcanzaba con manifestarle tu decisión a alguien de tu entorno, pero ahora hay un registro formal estatal y allí tenés que decir que no. Porque tu sí ya lo tienen. Aunque no lo hayas dado.
Ya no alcanza con un papelito manuscrito en el DNI que diga "yo no dono" (bah, no sé si alguna vez alcanzó). Existe, eso sí, la posibilidad de hacer el trámite on line. Sin embargo, esa parte del sitio del Incucai no funciona. La alternativa es hacerlo en el sitio Mi Argentina, donde tenés que crearte una cuenta, y tu IP queda registrada y fácilmente cruzable con la data que recolecten otros sitios.
La alternativa es ir a una sucursal del Correo Argentino, fumarse una espera que en mi caso fue de cuarenta minutos y mandar un telegrama –que es gratuito– al Incucai que exprese la voluntad. Todo es tan ridículo que hay dos telegramas, uno para los que no quieren donar y otro para los que sí, el cual es redundante, porque la ley dice que si no te manifestás explícitamente, te toman por donante.
La cosa es que esperé, llegó mi turno, le expliqué al cajero, y se puso a buscar por varios minutos sin encontrar el telegrama. Consultó con un par de compañeros, yo me sentía un poco culpable por cómo lo estaba sacando de su rutina con esta boludez... Finalmente, alguien le dijo en qué compu, en qué archivo estaba el telegrama, y lo imprimió. Y me lo dio para que completara los datos. Como ya estábamos cerca de la hora de cierre, me dijo "traelo mañana". Continúa en el siguiente comentario

y. O. dijo...


Llegué a mi casa y me disponía a completarlo cuando noté que me había dado el telegrama para los que quieren donar. Tuve que volver, unos días más tarde, esperar otra media hora, explicarle de nuevo al empleado estatal, que esta vez me puso mala cara y me dedicó algún reproche (!!!), y finalmente obtuve el formulario que quería.
Un par de días después volví a volver y después de más espera lo despaché. Es gratuito, sí, pero si querés un comprobante de que lo mandaste, o de que lo recibieron, ya no me acuerdo, tenés que pagar 500 pesos. (Eso me dijo la encargada de la sucursal, que me atendió personalmente para liberar de boludeces como esta a los demás cajeros, que no sabían muy bien cómo proceder). Y si querés averiguar en algún sitio web si recibieron el telegrama, no hay: el sitio del Incucai te redirige a un sitio que te redirige a otro y ahí, de nuevo, tenés que crearte una cuenta para acceder.
Así que no sé si todo este tramiterío sirvió de algo.
No voy a ser cruel con los padres de la púber que se murió esperando un corazón: canalizan su dolor como pueden y necesitan inventarse una misión para mitigar el dolor en vez de cultivar la aceptación. Lástima que sea avanzando sobre las libertades individuales (?). (Apenas me reiré un poco de la madre, que no quiso cremar el cadáver: ella también estuvo a favor de enterrar un cuerpo entero). Así que no les voy a dedicar todo el tiempo que perdí a ellos, pero sí a los legisladores buenistas, que siempre buscan el rédito y la fama. Y en especial al inefable Fernando Iglesias, un patotero de cotillón que amenaza a los ciudadanos con tuits que dicen cosas como: "Yo me voy a encargar de que quien la haga quede inhabilitado de por vida para recibir transplantes (sic) y ahí vamos a contar los guapos".
Qué malo que resultó el profe de vóley. Me da miedito. Bueno, sí, me da miedo que totalitarios y vengativos tengan una gota de poder o puedan saber cuál es mi IP.
Me cago en tus amenazas, Iglesias, me cago tanto que me encantaría necesitar un trasplante para no aceptarlo, y para ir y decírtelo en la cara. Y para decirles en la cara a los médicos dueños del Saber, que te atienden como si fuesen dioses, "me cago en tus –presuntas– soluciones, en tus tratamientos cruentos (e incesantes)".
Me llevo mi cuerpo entero, ese que todos ustedes despreciaron y rechazaron. Del mismo modo que desprecian y rechazan mi energía o como se llame esa cosa intangible y constitutiva. Ojalá pueda permitirme disponer del momento final. Y ojalá encuentre la manera de no tener que compartir el espacio póstumo con nadie.

y.O. dijo...

Sine díe

Este tiempo de cuarentena no es un esfuerzo especialmente significativo para mí. El aislamiento social es cosa de todos mis días, aunque un verdadero aislamiento social no sería solo estar fuera del alcance de la saliva de otro: sería estar fuera del alcance del ruido del otro. Acá, ahora, simplemente somos presos hacinados, sin espacio siquiera para una paja o para hablar en voz alta con uno mismo. Y agradezcamos –agradezco– que nadie puso música en el balcón ni cantó el himno, ni nada, salvo los aplausos de los votantes K a las nueve de la noche. (Y algunas puteadas de los mismos K cuando alguien cacerolea).
Por lo demás, no hablar con nadie, no tocar a nadie, que eso ni siquiera sea una posibilidad, es mi moneda corriente. Lo mismo que perder un día tras otro viendo cómo se va el sol sin que pueda acceder a él. O el infinito recorrido por todos los lugares de la web donde estoy, para encontrar nada, salvo un F5 que se desgasta. A veces, en la vida pre-cuarentena, llevaba la cuenta del número de personas con las que había hablado en esos días: cero, uno, uno, tres, cinco, cero, uno, uno, dos. Ahora es cero o uno; tal vez dos si viene el portero a arreglar algo. (Tengamos en cuenta mi rigurosidad para la estadística: un "qué tal" en el pasillo del edificio califica como "hablé con alguien").
La gente que no escribe sigue sin escribir. Y no puedo inventarme la excusa de la falta de tiempo: simplemente, contundentemente, no tienen ganas. Ni ahora ni nunca se les juntan dos neuronas que les den ganas de saber de mí. Soy nada para ellos. O un recuerdo que mejor disolver.
Hago el esfuerzo de escribirle a la dentista para tratar de mantener ese contacto vigente, porque es un esfuerzo romper la inercia del silencio, que lleva al olvido, y tratar de entrar, tanteando, a un lugar donde no me llamaron y donde no sé hasta qué lugar hay margen. Lo intento y no pasa de un intercambio que sea agota en sí mismo y en el que no veo manera de profundizar sin pasar al nivel goma. (Ni siquiera se hace cargo de mi comentario oftalmológico, y mi ilusión de comprarle sus anteojos que no usa también muere, y debo seguir usando la basura rayada y escasa de aumento que tengo).
La distancia permanece irreductible. Y la única que en verdad querría reducir es la de poder decirle algo, mucho más sencillo si pudiese simplemente mostrarle la fórmula de mi neuroquímica en ciertas situaciones, o cuando recuerdo esas situaciones que la involucraron. Y no hay mucha más gente a la cual escribirle, no al menos que no hayan dejado más o menos clara una señal de distancia. Y yo soy una persona muy razonable, que sabe leer esas señales (?).
Hago el esfuerzo de escribir un post por semana y, es literalmente un esfuerzo, no reditúa: no me gusta lo que escribo, no resuena en los demás. Igual, lo primero ya lo sabía: en mi caso, la cantidad no llama a la calidad.
Mi cuarentena lleva 6 años, o 12, o 21, o 30. Elijamos un hito y contemos. La llegada de los vecinos de mierda y su ruido infernal, la muerte de mi viejo y la chance nunca alcanzada de irme de acá, cuando empecé con mis problemas no identificados de salud, el que quieras. La diferencia es que, cuando más o menos me siento bien, ahora no puedo salir a correr. La diferencia es que si tuviera la fantasía de intentar coger, ahora no se puede. La verdadera diferencia ahora la marcan los demás: su presencia incesante, su energía inclaudicable, 24x7, sus gritos, sus peleas, sus reconciliaciones con el traqueteo de la cama cuando garchan –más que antes–...
Los nenes de arriba se van a dormir más tarde, mucho más tarde (todavía no se fueron a dormir, y me siguen golpeando la cabeza desde hacer más de tres horas seguidas). Continúa en el siguiente comentario

. dijo...

Tuve que dejar esto colgado porque los nenitos canceritos de arriba y sus padres cancerotes me estaban golpeando la cabeza intensamente por varias horas seguidas, y ya no aguantaba más. Corren, saltan, arrastran cosas o las tiran al piso, hacen traquetear la cama (y no por garche: escucho a los nenes) hasta pasadas las doce de la noche. Si no, ella le enseña intensa y repetidamente al hijo de dos o tres años a decirle "te amo", desarrollándole un Edipo que no se lo va a sacar ni aunque debute con ella. O denigra al otro hijo porque es medio incapaz para las cuestiones escolares. O, como el otro día, en el medio del reto le mandó un "¿qué querés, que papá nos cague a palos?".
Y, de fondo, el pendejo virgo del segundo, que se va a dormir a las tres o cuatro o cinco menos veinte porque se queda hablando por Skype o similar y dice "boludo" e "hijo de puta" cada tres palabras, y salta o pisa fuerte o convulsiona (?) hasta esa hora; el del quinto, clon bronceado del hijo de Sofovich, que habla por teléfono en el balcón y dice "boludo" y "amigo" cada tres palabras o sale a arengar los aplausos de las nueve; la del sexto, que habla por teléfono en el balcón a las 11.42 p. m., hace media hora y contando. O el nieto del clon mencionado, que a veces grita "aguante el coronavirus" en el balcón, pero que, sin embargo, no se hace oír con la frecuencia que su intensidad y su mala educación harían esperable (???).
Cuando puedo descansar y duermo esa hora extra que hace la diferencia, cuando me dejan los demás y cuando me deja mi neuroquímica porque, de casualidad, funcionó el poxiran que pega los pedazos de mi sueño (y cuando me deja el resto de mi cuerpo y no tengo puntadas en el oído o en el abdomen -eran gases- en plena madrugada, o no tengo un hambre que me obliga a comer lo que encuentre, mermeladas vencidas por ejemplo), tampoco puedo hacer nada. Se diluye el día, se va en boludeces de la web, y en eso no cambia mucho lo de antes. Se borronean hasta fundirse en un solo e infinito día, y no viene la murga a la plaza para hacerme saber que es domingo ni la mucama de arriba para decir que es jueves cuando prende la turbina ensordecedora de su aspiradora y golpea los zócalos hasta hacerlos vibrar en mi duramadre.
Los días perdidos por dormir mal luego de ese madrugón para ir temprano al hospital (que no fue madrugón, sino seguir derecho) son incontables, y se pierden en la memoria (aunque quedan en el cuerpo). Como siempre, quiero llevar la cuenta y el detalle; como siempre, nunca puedo. Tal vez hayan sido doce de quince. Después se enderezó, después retomé un ritmo circadiano acorde al de la mayoría de la gente, ya se atrasó de nuevo y ahora estoy levantándome a las cuatro de la tarde otra vez...
Pronto volverá a ser un problema insalvable la forrada de los aplausos de las nueve, tratar de esquivar el sonido que me despierta aunque tenga tapones en los oídos y las ventanas cerradas. Como trato de esquivar en la vigilia, encerrándome unos minutos en el baño, la energía oscura que mueve el del tercero cuando aplaude. También cuando grita "aguante el capitán Beto" o cuando se revela un Martin Prince del alfa del quinto, pero sobre todo cuando aplaude y sus manos agitan, y desplazan por demasiados mentros, ese aire contaminado del mal que en encarna. Continúa en el siguiente comentario

. dijo...

Y cuando no se anima a cantar la marcha peronista aunque el otro lo arenga a cuatro balcones de distancia (sé que hablan de eso por más que no sea explícito, sé que este lo mencionó y por eso el otro lo agita). Y cuando la forra del sexto sale -todos los santos días- a aplaudir, y grita "los aplaudo de pie"; y cuando el otro el 2 de abril grita "las Malvinas son argentinas, carajo" y cuando otras veces nombra, alabándola, a la mujer del otro, que es asistente social en un hospital público: "Aguante el hospital público, aguante Argentina", le responde el marido, sindicalista, barrabrava y golpeador, desde el balcón.
Pero bien que todos ellos se atienden en lugares privados. Es re fácil defender lo público cuando en realidad estás defendiendo tu sueldo público, cuando no tenés que esperar un mes por un turno, cuando no tenés que hacer una cola de tres horas desde las cinco de la mañana para conseguir un turno, cuando los médicos no te despachan en ocho minutos o directamente te echan a gritos de una guardia.
Es un túnel infinito del que no sé cuándo saldré ni a dónde. En una época hacía el chiste de que tengo 42. Ya quedó atrás ese chiste y sigo acá. Voy cumplir 50, 67, 84, voy a morirme, y voy a seguir acá. La única diferencia es que el túnel ahora no es solo personal, ahora mi túnel está dentro de otro túnel, literalmente mundial, donde todos esperamos que llegue no sabemos qué, el pico de la curva, la vacuna, la cura, el invierno, el verano (porque en verano el virus no funciona (?)). Pero eso no me genera empatía o comunión, sino odio por cómo manejan la situación los nuevos aislados.El mundo que conocimos cambió para siempre. Y no sabemos cómo será el próximo ni cuándo empieza. Tampoco sabemos si estaremos, o en qué estado, con cuántos muertos cercanos, etc. Mientras, tenemos que sumar a esa incertidumbre la improvisación y las mentiras de nuestros gobernantes (y de los chinos, y de la OMS, y...), interesados únicamente en cuidarse el culito y no quedar pegados con una avalancha de muertos.
En especial los gobernadores de esas provincias inviables donde casi todos los habitantes son empleados públicos o planeros. Para ellos es lo mismo que haya actividad o no porque sus provincias no producen nada. Y fantasean con poder mostrar un número pequeño de muertos, como ya hace Insfrán, gobernador vitalicio de esa provincia ejemplar que es Formosa, en la que no hay ni un solo caso de coronavirus, aunque tiene una frontera descontrolada con Paraguay.
Una y otra vez, de a puchitos, patean para adelante el final de la cuarentena, aunque saben que durará meses. ¿O alguien piensa que van a liberarla a fines de abril, cuando esté por llegar, según dicen, el pico de contagios? Enamorados de la única variable que les da bien ("yo me voy a dormir y no tengo diez mil muertos en mi conciencia"), se olvidan de todas las otras.
Si no estallamos de muertos, funciona bien y tenemos que seguir en cuarentena porque "vamos bien". Y si funciona mal, y estallamos de muertos, tenemos que seguir en cuarentena para mejorar. Así, nadie va a querer romper ese dilema de hierro, mucho menos cuando se sienten muy cómodos en la inmovilidad, ya que, como dijo Asís (¡¿qué hago citando a Asís?!) "no tienen capacidad, equipo o plan para la actividad".
Parecen mi madre pateando para adelante todo cuando ya sabe que no va a cambiar nada (desde antes que se muriera mi viejo, porque "yo tengo que pensar en mi futuro"). Una vida eterna y deliberadamente en suspenso, esperando que pase lo que no sabemos cuándo va a pasar, lo que no sabemos si va a pasar, lo que no podemos (y/o sabemos) hacer que pase. Continúa (y termina) en el siguiente comentario

y.O. dijo...

En la unanimidad de las noticias sobre el virus, apenas si algunos mencionan la cantidad de femicidios. Nadie menciona, no hay estadísticas, de la cantidad de abusos incestuosos que se habrán multiplicado estas semanas (para no hablar del incesto consentido, que, bueno, no es delito), nadie habla de las crisis psiquiátricas por el encierro. Nadie habla de los suicidios, pero, ya sabemos, de eso los medios no hablan para no generar efecto contagio. Es más entretenido hablar de si se puede salir a correr o no, es más entretenido que observar las inconsistencias de los números que muestran. Y cuando alguien las observa, ponen a científicos (?) a militar que no se hagan análisis. ¡Científicos oponiéndose a contar con datos!: son los científicos kirchneristas, los científicos más locos del mundo.
Ayer me hinché las bolas y salí a dar una vuelta al sol. Con la bolsa de las compras en la mano, así nadie me dice nada. Había escrito "y voy a salir cada vez que tenga ganas. Total, no hablo con nadie, no me voy a contagiar nada", pero ahora es obligatorio usar "tapabocas". ¿Me van a decir algo si no lo uso? No tengo, no sé cómo se consigue, no pienso hacerme uno, no me jodan. No voy a hablar con nadie, estoy aislado naturalmente.
Aparte, algunos infectólogos dicen que es importante usarlo, otros dice que no es necesario, que con no salir a la calle está bien, y lo dicen de un modo tal que entreveo la hilacha de militante del control social férreo y arbitrario. (Y algunos también dicen que se puede contagiar por el piso, y otros dicen que no). Parecen los infectólogos que no se ponen de acuerdo sobre el riesgo o no del sexo oral sin protección, y que en realidad están militándote el control del garche según su religión de sacerdotes que usan ambo.
Esto tiene dos semanas. Quedó viejo. La cuarentena se vuelve a extender. Por dos semanas, hasta la próxima extensión de dos semanas. Que es previa a la siguiente extensión por dos semanas. Votamos a Pedro Cahn como presidente y no nos enteramos. Y cuando se desate la hiperinflación, dirán "priorizamos la vida, miren Italia, miren España", pero callarán cualquier referencia a Grecia o a Polonia.
Mientras, sigue prohibido salir a correr. No importa que no haya forma de contagiarme yendo a correr solo. No importa que no haya forma de contagiar yendo a correr solo. Los fascistas se agarran de cualquier cosa para seguir su vocación. Y ni siquiera tengo la impunidad de la señora que se puso a tomar sol en la plaza (a la cual le mandaron a varios periodistas a escracharla con nombre, apellido y dirección). Y claramente no tengo la impunidad de Tinelli o de cualquier habitante de una villa. Y ni siquiera tengo los huevos para salir a correr y que me digan algo.
Seguimos en el túnel infinito, envueltos en la incesante energía de mierda de todos los que nos rodean, que no da ni un minuto de respiro. Y cuando se termine -o cuando lo termine por mi cuenta- y tenga a la realidad, en la forma de un cuerpo otro, enfrente, al lado, voy a chocarme de nuevo con todo lo que no puedo cuando "puedo", me va a bajar la presión como la última vez, habré dormido mal, o no sé qué forma del fracaso descubriré.
No se termina más. Y por más que uno diga que no molestaría otra (esa) forma de final, cuando, por motivos indescrifables de mi cuerpo, me siento lo suficientemente mal como para preocuparme mucho, en esa preocupación late, todavía, una puta pulsión de vida. De esta vida chota que es la única que conozco.