viernes, 31 de diciembre de 2021

Últimos jazmines

Yo siempre repito lo que funcionó una vez. La afirmación también vale para este blog, que me permitió, hace mucho, alguna forma de comunicación, y seguramente fue la razón por la cual lo continué más allá de lo razonable. Pero no voy a hablar de eso.
Alguna vez entré en contacto con la mano de otra persona, aquella profesora carismática del secundario, y algo pasó ahí que me hizo descubrir una vibración distinta. Así como Morrison cantaba “I’m looking for a home in every place I see” y mi oído lo entendió como “in every face I see”, en cierta forma encontré algo parecido a un hogar en esa mano. Un hogar (de tránsito) al que me dejaba acceder de vez en cuando, jugando con el poder que eso le daba y con el desconcierto que disfrutaba de generar, y al cual yo trataba de acceder convirtiéndome en una persona molesta o desubicada, como aquella vez que le agarré la mano en el recreo.
Nada de esto se puede medir, no hay un aparato como un afinador digital, que te dice objetivamente si una guitarra está afinada o no, corriendo el asunto de la subjetividad del oído. Entonces, no hubo un medidor que objetivara lo que pasó cuando, a falta de mano –porque ya había decidido poner una distancia súbita e inexplicada y sobreactuarla groseramente–, toqué su cartera, que había quedado ahí, sobre algún escritorio, y, de nuevo, algo (tranquilizador) se disparó en mi neuroquímica.
Tal vez algo de eso quedó rebotando en mi cabeza, como una búsqueda en segundo plano, y lustros más tarde encontré otra mano. Su propietaria era una señora casada sin ningún interés de desplazar a su marido, salvo por el tiempo que nos tomaba ir a una plaza y volver. Una tarde que ya se había hecho noche cruzábamos 9 de Julio por Belgrano y reveló que había entendido todo cuando me dijo “te doy la mano porque eso te anima”. Y de inmediato asocié esa palabra con su etimología.
Otra tarde la invité a oler los jazmines de la calle de la rima fácil porque ella no quería venir a mi casa (aunque ¿ya sabía que había una escalera en la entrada, como me dijo por teléfono una vez?). Andábamos cerca, se lo propuse y fuimos, aprovechando que esos jazmines duraban más que los de mi jardín, porque ya era enero o, tal vez, febrero. Tampoco lleva mucho tiempo oler jazmines en la vereda de una casa ajena. Un minuto o dos, la mención de que cuando me mudara –eso que aún no sucedió, que ya no puedo imaginar cómo ni cuándo sucederá– me gustaría vivir en una casa con jazmines, y ya. Media vuelta y a otro destino. Después de cruzar la primera calle, tal vez mientras la estábamos cruzando, tuvo aquel fugaz y eterno gesto de acariciarme la cabeza. Y seguramente eso contribuyó a que yo fuera armando un mapa de jazmines en mi memoria.
La dentista tuvo un gesto similar –aún más breve, si cabe– después de la anestesia previa al último implante, cuando me reacomodé en el sillón e instintivamente torcí mi cabeza hacia la derecha, donde estaba ella, y tal vez su gesto haya sido igual de instintivo.
Tal vez por eso, una noche del año pasado en que volvía de correr y atravesé un vapor de jazmines en una calle oscura, recordé que me había dicho que vivía cerca, y se configuró en mi cabeza la idea de invitarla a oler jazmines. Por eso y porque para ese tiempo nuestras manos se habían reencontrado varias veces a iniciativa mía –después del primer e inesperado encuentro que tuvieron, junto a la puerta del consultorio de la facultad– permitiéndome producir la módica cantidad de dopamina a la que puedo tener acceso.

Nadie me dio las dos fotos que miraba en la sala de espera antes de entrar a hacerme el estudio que iba a decir si estaba por morirme pronto o no. Las bajé de la web, porque nunca habrá fotos nuestras (hubo un libro dedicado que se perderá en la primera mudanza; hay otro libro que sigue acá, ya no esperando respuestas a mi voluntad de regalarlo: sigue acá porque no sé qué hacer con él), para traer de nuevo, dentro de mis posibilidades, algún momento grato, el recuerdo del recuerdo de alguna comunicación esencial en un momento delicado.
Dos fotos de las dos últimas personas aludidas. La foto de la otra fue derecho al collage de gente de mierda con la que me crucé en la vida, no sé si por todos sus silencios y sus desprecios o por haber insistido tanto para que yo fuera a la casa de su pariente, el psicólogo abusador.
Pero estas dos personas no estaban (¡porque no formo parte de sus vidas! ni tienen interés en que así sea). Tampoco respondieron cuando les escribí para contarles. Una, porque motivos que desconozco la llevaron a no responderme más, hace, literalmente, años; la otra, que me había visto con los huevos en la garganta un par de meses antes ya que ese era el tema que dominó desde un segundo plano la última vez que nos vimos… tampoco sé por qué. Pero las dos –y la escort amable y un poco pirada con la que habíamos compartido unas papas fritas y volví a fantasear un encuentro– pusieron, cada una a su modo, una distancia insalvable que logró su cometido: ya no puedo imaginar ni una conversación, ni una forma de comunicación, y lentamente se van decolorando los recuerdos de cuando eso sucedió.
Aun así, esa noche, al llegar a casa después del estudio, con la electricidad todavía corriendo por mi cuerpo, le escribí a la dentista para ponerla al tanto de la situación, y, además, para preguntarle algo sobre los nervios de la cara, para saber si esa sensación rara que tenía era normal, pero no pude traducirla a palabras y desistí. Entonces, con el gmail abierto, se me ocurrió mencionarle la casa abandonada que había descubierto cerca de su casa y los jazmines que crecían indómitos hasta las ramas del árbol de la vereda, y mis ganas de ir con ella a esa vereda.
Como me dio vergüenza decirle explícitamente “te invito a oler jazmines” o “¿querés que te invite a oler jazmines?”, lo mencioné de modo oblicuo, le mandé un mapita del lugar y le dije “por si quieres ir sola o con quien quieras”, una forma de aludir a su novio, de ubicarme en relación con eso.
(Más vergüenza me da pedir explícitamente una palabra o una mirada. Y cuando vencí esa vergüenza tampoco me las dieron).
No le conté mi historia con los jazmines, no le dije “capaz que la demuelen pronto, capaz que el año que viene no está más; o yo no estoy acá, o estoy, pero sin poder caminar, muriéndome”, algo así. Nunca me contestó ni ese mail ni los anteriores, incluyendo el del cumpleaños o el prometido sobre el libro que le regalé, ni los posteriores, por las fiestas.
Pasó un año, no me morí, no tengo un diagnóstico fatal (no tengo un diagnóstico at all), mi cuerpo –le doy gracias– parece que no dobló para el camino de la enfermedad incurable, la casa abandonada esquivó la demolición, y, cuando llegó su nuevo cumpleaños, repitiendo lo que no había funcionado, le escribí para saludarla. De nuevo mencioné el asunto jazmines de la casa cercana. De nuevo no respondió.
El descalce entre mi percepción y la realidad es el meteorito que mató a los dinosaurios cayendo sobre mí. Digo explícitamente que no quiero molestar, y molesto. Aludo a cómo ubicarme, y quedo totalmente fuera de foco. No quiero pensar, me hace mal pensarlo, qué le habrá pasado por la cabeza cuando recibió cada uno de esos mails, cuando los leyó, cuando los comentó con alguien, cuando decidió no responder más. Quiero desaparecer si pienso eso cinco segundos seguidos.
La misma persona que hace dos años me escribió “Creo q ayer fue tu cumple! Se me pasó un toque. Espero q hayas pasado un lindo día!! Y se venga un año mejor. Beso grande!!!” ahora me sepulta en el silencio. Y yo, mala mía, no logro entender qué pasó. Pero algo en mí les enciende las luces de alerta, y todos, a su modo y a su paso, se alejan. A veces creo no que soy espantagente, sino que doy miedo.

Lógicamente, ya no puedo (jugar a) imaginar una invitación a su casamiento, ni un abrazo bajo los jazmines --> el intercambio de energías que nos resultara posible en esta encarnación, allí, para no postergarlo hasta la esquina de su casa… Pero tampoco puedo imaginar más palabras ni más invitaciones a oler jazmines con nadie, ni seguir actualizando ese mapa mental (hasta ese contacto con la realidad que me hace prestar atención en la calle desapareció), ni casas donde poder dormir como una persona normal –eso que no me sucede hace una docena de años–.
Si hubiera alguien, podría escuchar el crac de esa espina dorsal quebrándose, pero ya sabemos que, si no hay nadie, las cosas no hacen ruido.
El final es tan ramplón como literal: la tarde-noche de su cumpleaños fui sin compañía a la casa esa, a ver los jazmines, y estaba la topadora demoliendo. Los jazmines que crecían junto a la pared estaban marchitos, pero alguna rama había sobrevivido al corte y de ella salían los que se aferraban a las ramas del árbol de la vereda y todavía las teñían de blanco.
Esta la canto desde los 14, dijo Flopa, y largó con “Cabeza de platino”. (Y yo me sentía tan mal que pensaba si no sería mi último recital, tan parecido a ese con el que volví a ir a recitales, quince años después). Desde los 14 yo repito la del perro que en la puerta del chino espera a alguien que ya decidió no volver. La del vendedor al que nadie le compra en el tren, la de quien no tiene nada que ofrecer en el mercado de las relaciones personales.
Como siempre repito las cosas, no hay manos, ni hubo besos ni cuerpos ni un hogar real. Como siempre repito las cosas, todos se van sin avisar. Y nunca falta la sombra falcónida de algunes boludes diciendo “si siempre te pasa lo mismo, fijate qué hacés mal vos”. Debería poder encontrar una respuesta para esa frase que no sean las ganas de escupirles la cara cuando me lo dicen.
Y ahora también la bielorrusa más famosa se suma a la lista. Ya van dos mails que no responde, aun cuando el anterior incluía estas frases: “Qué lindas tus palabras, hacen bien. Y yo creo que trabajamos muy bien juntos, nos entendimos”. De nuevo, el mazazo de otra desaparición; de nuevo el crac final de otra cosa que intenté, ese lugar que aposté a construir y que nunca prosperó también se derrumba en (el) silencio.

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