viernes, 31 de diciembre de 2021

Pasó un tren

Hasta hace unos años mi fobia a los subtes era difícil de manejar. Después, algo se acomodó en mi neuroquímica y puedo tolerarlos (aunque bajarse de ellos y enfilar la escalera convoca una energía horrible, bovina).
Seguro tuvo algo que ver aquella mañana en que alguien me acompañó a la dentista que atiende lejos y, para llegar a Retiro, combinamos subtes A y C. Desde esa vez les tomé cierta simpatía a los viejos vagones de madera de la primera línea en circular. Así, cuando finalmente estaban por darlos de baja (cuando el forro del intendente actual, que en esa época no sé qué alto cargo ocupaba, dijo que había que usarlos para hacer asado), fui a hacer un último viaje en ellos, a buscar algún vestigio de quien fui esa mañana de hace, ahora, más de diez años.
Ya no recuerdo por qué, si por sentirme mal por descansar mal, por desidia o para viajar justo el último día, cometí el error de ir ese último día a la tarde, a la hora en que la mayoría sale de trabajar. Y había mucha gente, mucha más que la habitual porque no fui la única persona que decidió hacer un viaje de despedida.
La ventanilla frontal del vagón cabecero era la más codiciada porque desde allí se podían fotografiar las vías, los túneles o las estaciones colmadas de gente vivando a la formación cuando ingresaba en ellas. Era casi una batalla codo a codo con desconsiderados que pasaban su brazo con cámara por encima o por el costado de la cabeza de quien viajaba sentado sin que les importara si interferían en tu (en mi) foto o si, por el movimiento de los cuerpos o de los vagones sumado a su desaprensión, te pegaban un codazo.
A algunos no les alcanzaba una foto, necesitaban quedarse un rato filmando fragmentos que me resulta difícil imaginar cómo editarían. Así que me cansé de forcejear y me fui a la otra punta para ganar el que se iba a transformar en el lugar de privilegio cuando llegáramos al final del recorrido y emprendiéramos el regreso. En ese tiempo muerto en que fotografié algunos detalles de los vagones, como sus tulipas o su número de interno, vi a una chica –no tan chica, seguramente; seguramente en sus treintas– que me resultó muy atractiva sacando fotos con una cámara gorda y profesional.
Tomé un par de panorámicas del vagón con toda la intención de que ella quedara en el medio del encuadre. Visto con los ojos de les fundamentalistes que han crecido en estos años, es casi un abuso. En ese tiempo, en mi intención, en la novedad que implicaba tener cámara hacía menos de un mes, fue un intento de agarrar algo que de otro modo iba a quedar a merced de la mala oxidación que produce el tiempo en la memoria.
En la continuidad de los hechos, ella se acercó a mí, charlamos brevemente y me pidió que le sacara una foto con su cámara. No con la alta cámara que tenía en la mano, porque iba a ser complicado setearla (eso dijo), sino con una pocket que sacó de la cartera.
Tristemente, no tengo en la memoria cómo fue el acercamiento. Sólo recuerdo que se sentó en uno de los asientos de la punta del vagón, posó, y le saqué la foto. Le devolví la cámara y chau. Ni una palabra más. Ni un beso. Las frases de despedida también están perdidas en la memoria y no hay Recuva que las traiga de nuevo.
Ahora, esta semana, cinco años y medio después de aquel viaje final de las Brujas, repaso de nuevo las fotos de esa tarjeta. Una forma de viajar en el tiempo. Y también en el espacio. Y por primera vez me doy cuenta de que la mina me habló, de que probablemente haya notado que le saqué un par de fotos, de que tuve una chance de comunicación y no pude hacer nada, salvo, estrictamente, lo que me pidió.
Ahora, seis años después, retomo el texto y veo que ni los nombres nos preguntamos. Que de tan afuera que estoy siempre, no reconozco cuándo podría dejar de estarlo, que carezco de recursos básicos para salirme de ahí, de ese solipsismo y de esa literalidad. Era una foto y ya. Era alguien atractivo y ya, y, por definición, inaccesible. Y ahí quedé, saqué la foto y acepté la inaccesibilidad.
Como mi cámara era de muy mala calidad, la más berreta de esa marca, todas las fotos salieron horribles, en especial una donde parece mucho más gorda de lo que era. De hecho, la borré para que no quede ese recuerdo deforme cristalizándose y reemplazando al más fidedigno de mi memoria.
Las superposiciones del fracaso –la ausencia de lugares, no reconocerlos cuando, contados con los dedos de una mano Simpson, aparecen en forma de bosquejo de oportunidad, no saber qué hacer cuando sucede– son la trama que compone esta condena perpetua al outside. Y aplastan más cuando uno puede separar sus capas y reconocerlas por separado.

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