viernes, 19 de julio de 2013

Todo lo que digo es más bien una mierda

Buscando información en un foro sobre escorts, doy con una experiencia en la que el cliente narra que cuando notó –o creyó notar, porque ella no lo dijo– que a la chica le dolía al recibir por atrás, de inmediato suspendió la acción anal. Dos o tres mensajes más abajo postea la encargada del lugar, que dice que la chica está bien y que, sobre todo, también sabe hablar y poner límites.
Pero, por más que sepas hablar, pienso, si nadie te escucha o nadie hace algo respecto de lo que decís, es al pedo hablar. Ya sea adentro o afuera de esa relación, alguien tiene que hacer algo. O vos misma, pero ya no por las palabras. Si a esa chica efectivamente le dolía el orto, y se lo decía al tipo, y él no se la sacaba, no servía de mucho hablar, salvo que la escuchara e interviniera alguien de afuera (la encargada, por ejemplo), o que la misma chica pudiera hacerse valer por la fuerza, pegándole una piña al tipo, mordiéndole la pija o no sé qué.
Hablar de hacerse valer por la fuerza en una discusión me trae una imagen de mis quince años, una discusión con mi madre (¿cuántas hubo en todos estos años?, ¿cuándo y cómo se va a romper esta dinámica enferma y temo que eterna?) una noche en la que estaba en casa su entonces pareja, que es la misma persona que vive con mi viejo desde hace unos años, ya que es quien lo cuida.
No sé cómo vino la cosa, ni cómo siguió: sólo recuerdo que en la puerta de mi pieza, junto al espejo del pasillo, el tipo este me agarró con fuerza el antebrazo, y, como tenía mucha más fuerza que yo, no pude moverlo. No fue una agarrada con fuerza lo suficientemente controlada como para que pudiera moverlo dentro de cierto rango: el recuerdo es que agité el brazo para soltarme y no lo pude mover.
Volviendo al tema de hablar, ¿de qué sirve hablar si hace cinco años que estoy diciendo algo y no me dan bola? Hace más de cinco años que le digo a mi madre que no puedo vivir más acá, que este lugar enferma, cortesía especialmente de los vecinos hinchapelotas que me destruyen el sueño (y la vigilia, como ahora mismo) con sus niños, sus gritos, sus cigarrillos en el balcón, sus corridas en el depto, que retumban en mí como si estuvieran golpeándome la cabeza… Hace cinco años que no cambió nada, salvo su argumento para no cambiar nada. Antes no quería vender el departamento porque “no te corresponde”; ahora, porque no puede hablar con mi viejo ya que él no quiere, la persona que lo cuida hace “interferencia” o lo que sea…
Hace cinco años que no puedo hacer un carajo, que no descanso bien más de tres días seguidos, que no puedo prever ni mi día de mañana, que saco la entrada anticipada para un recital y no puedo ir porque esa mañana no me dejan dormir y a la hora de la siesta, tampoco. O cualquier ejemplo que podría dar, hasta encontrar uno que resuene en vos, pero que no me cambiará nada.
Hace cinco años que gasto energía, tiempo y dinero en médicos y remedios inútiles. Que me estoy lastimando físicamente: los oídos, por los tapones que uso, y la columna, por las posiciones absurdas en las que debo dormir para que no se me salgan. Pero ella, que dice darse cuenta de que me siento mal, solo reza y ahora hace “constelaciones” para sanar la relación con su padre, lo que sanará, también, mi relación con mi padre. Esa idea de omnipotencia mediada por lo esotérico con que practica la negación me irrita hasta apabullarme.
Apenas una discusión de vez en cuando, cada vez menos, porque ya ni sé cómo empezar las discusiones, porque toda palabra lleva a la discusión, y ni discutiendo se cambia nada. Es la misma sensación de mi adolescencia. Es sentir que me tiraron en la habitación del fondo, esa habitación donde ella amontona cajas y cosas que no sé qué son, porque no se puede entrar, porque la puerta sólo puede abrirse en un ángulo de 15°, asomar medio cuerpo y acceder a lo que está cerca.
Puedo usar esa imagen, o decir que me arrojaron al agujero negro de mi infancia, o que me tiraron en un pozo del que no sé cómo se sale. O contar que el invierno pasado quise invitar a una persona a coger a casa, y que, cuando quise sacar la estufa eléctrica de esa habitación, debí abandonar la idea del garche porque la estufa estaba en la otra punta de la pieza, y para llegar a ella había que sacar todo. Y, luego, meterlo adentro de nuevo.
Puedo decir todo. O mucho. O esto. Lo que no puedo es salir.
A veces es inútil hablar porque decís las cosas y no te dan bola. Y a veces ni siquiera puedo hablar, porque las cosas y la gente me pasan por arriba.
Cuando le daba pelota a mi otra página web, una mañana hice un operativo relámpago para sacar un libro de la biblioteca de mi ex laburo, fotocopiarlo y devolverlo a su lugar sin que nadie lo notara. Una librería cerca de casa tenía un cartel que anunciaba fotocopias a 8 centavos, pero, cuando entré, el tipo, que parece que no tenía muchas ganas de laburar, dio a entender que por ser un libro y no hojas sueltas, cobraba 10. Le dejé el libro, me quedé pensando en eso, armé toda una serie de palabras para decirle que en la vidriera decía 8 centavos… Y cuando volví, a la hora que me había dicho, no le dije nada. Pagué los 10 centavos de cada fotocopia y me llevé el libro, del cual sólo había fotocopiado la mitad. Y únicamente pude decir algo en aquella web.
Cuando un sábado de diciembre el vecino cancerígeno del piso de arriba se levanta a las ocho de la mañana, y, con él, su pareja de voz chillona, el hijo pequeño de ambos y los dos hijos de su matrimonio anterior, y me despiertan, no puedo decir nada. Tal vez algún golpe en la pared, símbolo de todos los golpes que querría darles para devolverles los golpes que me dan.
Y cuando a las ocho de la noche siguen hinchando las pelotas, y yo ya decidí que mi cansancio es tal que no da ir al recital al que quería ir, salgo al patio a ver qué mierda están haciendo (no para decir nada, ja), y el boludo, que está en el balcón, me recibe con un sobrador “¿qué pasa, campeón?”. Y mi “ehhh... estamos muy exaltados…” es inútil ante sus “es sábado”, “son chicos”, “qué querés que haga”. “El exaltado debo ser yo”, digo, por decir, porque no sé qué decir. Y él asiente: “Sí”.
No le pude decir que no estamos discutiendo el almanaque (odio a los que justifican el quilombo que hacen porque “es sábado”), o que no hablo del tiempo, sino del espacio, de mi casa, a la cual ellos golpean. Ni pude responderle “que te mueras de una vez, en lugar de envenenarme” cuando me preguntó “qué querés que haga”… No le pude decir nada. Ni tampoco pude ir y cagarlo a trompadas, que es lo que correspondía con un canchero así, porque no puedo pegarle a nadie. (Y todavía la tengo tan adentro, que esta parte es la que más me cuesta escribir).
Cuando voy al médico y tengo que contar qué me pasa, muchas veces no hablo sobre mis descensos bruscos de presión, azúcar, lo que sea, porque ya sé que me van a mandar unos análisis, que los resultados van a estar bien, y que nada va a cambiar. Y cuando finalmente decido hablar nuevamente de eso y se lo cuento a la médica, y elijo poner un ejemplo contundente, el de la otra vez, cuando iba a coger y cinco minutos antes tuve que comprarme un alfajor para sentir algo de energía en el cuerpo, la mina me dice que es porque me presiono demasiado para demostrarme no sé qué. Y todas las otras veces, ¿por qué es doctora? No, no se lo pregunté. Porque era una pregunta retórica, porque ya me di cuenta de que no vamos a llegar a ningún lugar distinto. Y entonces, ¿para qué? (Y ya bastante en ridículo me siento cuando hablo de mis problemas para dormir, de los ruidos, los vecinos y la concha de la lora. Y ya ni de eso quiero hablar).
Cuando voy con mi encarnación cartonera a vender diarios viejos, el tipo del lugar me dice que no tiene cambio. Como conozco el verso ese, con el cual siempre te zarpan las monedas, llevo cambio de diez pesos. Y se lo digo. Me repite lo mismo, cambia el monto de la deuda (ya no me debe 40 centavos, como me dijo hace unos segundos: ahora me debe 20) y me dice que la próxima vez me los da. Vuelvo a decirle que llevé monedas, y mis palabras vuelven a ser inútiles. Tres veces creo que se lo dije. La última, el tipo salió del cuchitril que funciona como caja y me explicó cara a cara que no tenía monedas. Y ahí me quedé sin palabras. Porque las que tenía no sirvieron, como tampoco mis previsiones.
Al día siguiente volví, aprovechando que tenía más cosas para vender. El tipo ese y dos empleados le dicen que no tienen cambio a otro vendedor, hablan por teléfono para ir a buscar, mandan a uno… Finalmente, el tipo se va con algunos pesos menos de los que debería. Finalmente, se revela que era una mentira. Esta vez, el cajero sí me pregunta si tengo cambio de diez, le digo que sí, anota 6,40, me pide cuatro pesos, me pide veinticinco centavos más, y yo, que veo lo que anotó, que incluso recibo, al final de la transacción, el papelito, no le digo nada. Ni por las monedas de ayer, ni por las de hoy. Pasó toda la situación delante de mis ojos y no pude hacer nada. No me pude defender, escribí entonces.
Cuando mi dentista me dice una cosa, y otra distinta, y otra más, y hasta una extra, que me resulta más increíble que las demás… Que después del tratamiento de conducto hay que hacer un “perno y corona”; que hay que dejarlo así, con una restauración, y ni en pedo hay que hacer el perno y la corona; que está todo bien, aunque le digo que me duele y que hay cada vez más espacio entre ese diente y el contiguo; que se acuerda de que la mina que me hizo el tratamiento de conducto le dijo que no había podido poner la medicación completamente… No se acuerda de cosas que tiene anotadas, y se va a acordar de eso, que no está anotado y que pasó hace más de tres años… ¡Dale! Entonces, como hoy, que me duele ese diente, lo único que puedo hacer es escribirlo acá. O quejarme delante de algún ocasional interlocutor, que me recomendará que vaya al dentista o se cansará de mis dolores y mis quejas.
Cuando el idiota ese lava su enorme camioneta, que es casi un camioncito, un domingo a la hora de la siesta, ocupando la mitad (¡qué considerado!) de la bicisenda, y atruena con el sonido del motor de la hidrolavadora, su mujer dice: “No sé de qué se queja. Si fuese ella, todavía, que vive al lado…”, y él dice: “Es una hidrolavadora”, y agrega, como resignado, “qué va a hacer”... Cuando pasa eso y yo paso junto a ellos, veo otra situación que me pondría en un lugar de mierda, en una de esas situaciones conflictivas que, evidentemente, no puedo manejar. Y agradezco ser un peatón, y no su vecino.
Y a veces, en el medio de lo que digo cuando todavía digo, surge como un rayo ominoso la pregunta acerca de eso que digo. Cuando la persona que cuida a mi viejo dice que no le conté nada de un incidente que tuve en la calle, y yo sé positivamente que sí le mencioné el hecho, me pregunto si me está tirando de la lengua –y, en ese caso, para qué–. Lo mismo con cada persona que me conoce a través de mis viejos porque, ya no recuerdo cuándo ni qué, varias cosas que dije en un lugar llegaron a oídos de mis padres.
Y cuando la otra vez salió hablar de los objetos que me gustan, en un momento me di cuenta de que no paraba, de que hablaba con un entusiasmo que me hizo ver cerca del ridículo y lejos del interés de la persona con quien hablaba. Temí estar en una conversación de esas que más bien son monólogos alternados, como las entrevistas televisivas donde el conductor hace una pregunta, el entrevistado empieza a responder, largamente, y, de pronto, un plano equivocado muestra al conductor mirando hacia otro lado, haciendo un gesto o cualquier cosa, menos prestándole atención a su interlocutor.
Otras veces hablo y es insuficiente para los demás. Y hasta me dicen que los pelotudeo, que me hicieron una pregunta, que por casi una hora no entendí y que cuando tuve una respuesta fue de cinco o seis palabras. Y que jamás resonó en mí lo que me dijeron o que simplemente sentí que tenía todo el derecho del mundo a cagarme en eso. Eso también me deja sin palabras. Y sin saber a ciencia cierta cuánto de razón hay en eso, cuán idiota o cuán sorete soy (ciencia cierta, cuánto… uffff).
Después de la desesperación y desolación gigantes de aquella tarde en que no pude ir al recital para el que ya tenía la entrada porque los vecinos del orto no me dejaron descansar, decidí esmerarme para no decir nada las próximas veces que pase algo así, porque no da caerle a alguien con semejante angustia. Y porque quien recibe esos mails no puede resolver nada. Y porque escribirlos tampoco resuelve nada.
Debería tener el mismo esmero para no caer en la trampa de hablar con los manipuladores, o en la reunión de consorcio, o con los que se cagan de risa de mis argumentos, como Nelson Muntz se caga de risa de Martin Prince, porque no está en juego hablar, sino ser el macho –o la macha– alfa y hacérsela caber al otro. O para no estar en conversaciones donde alguien dice: “Rayuela, ese libro que ahora cumple 50 años”, o donde la gente va contando lo que hizo o lo que le pasó, casi como si hubiera estado en esas situaciones sólo para contarlas, para tener algo que decir.
Y a veces quiero cortarme la lengua y ya, como el personaje aquel de Federico Luppi. Porque nunca puedo cambiar nada, porque nunca pude cambiar nada significativo con lo que dije. Y porque siento cada palabra mía como un ruido molesto. (Digo yo, después de escribir 13000 caracteres, ja ja).

2 comentarios:

0 dijo...

Sólo quiero salir de aquí!

https://www.youtube.com/watch?v=GbasCT0HMkI

Anónimo dijo...

No sólo lo que digo es una mierda.
Lo que pienso, también. Por ejemplo, cuando los jazmines de mi jardín florecen y pienso, de nuevo, por quinto año, en invitar nuevamente a alguien para que los huela. Si no vino antes, ¿por qué vendría ahora?
Y lo que sí pasó antes no es garantía de que pase de nuevo. Tampoco eso.
Bah, nada.
Sólo palabras, pensadas o dichas, que no son más que una mierda.