martes, 16 de octubre de 2018

30 años pasaron de esto

Así, al momento, me acuerdo de una charla con quien hoy es mi dentista en un cumpleaños de mi madre, cuando éramos adolescentes, en la cual las palabras se encadenaban conformando un diálogo perfectamente cohesionado y coherente, cuyo trasfondo de lejanía y ajenidad estaba apenas debajo de ellas y brilló a tutiplén cuando se despidió, y yo me quedé donde estaba, en mi pieza, y no la vi en años.
Yo me había quedado en mi habitación, como solía hacer cada vez que venía gente, porque era imposible que encajara en el mundo de ellos y de sus miradas contaminadas por la mirada de mi madre. Más o menos como en mi niñez, cuando me quedaba en mi pieza para no participar –del único modo posible, aburriéndome hasta ser invisible o desagradable– de las reuniones donde mi padre desplegaba su vida social, la única vida que tuvo.
(Igual, mejor así, porque la vez siguiente, uno o dos años después, sí salí, y papeloneé un poco, cortesía de la cerveza. Oh, tiempo en que tomaba de litro. O témpera o mariano mores).
Alguna gente habrá venido a saludarme o a traerme comida: esa amiga de mi vieja que se parecía a Pipo Gorosito (que años después, cuando me enfermé, hizo algo que estuvo bien, y que se murió relativamente joven), no sé si alguien más, pero seguro vino Paula. Casi siempre queda una foto mental: esta vez es la de la escalera metálica verde que yo tenía abierta en el medio de mi pieza para apilar en sus peldaños los números de El Gráfico. Tal vez a partir de esa imagen es que puedo señalar con toda precisión dónde se paró ella y dónde yo.
Lo charla no fue especialmente larga y lo único que recuerdo de lo que hablamos es que hablamos de Divididos, que estaba dando sus primeros shows, que estaba sacando su primer disco. No sé si de mis ganas de ir a verlos o del cover de los Doors que hacían o qué. Más que las palabras, lo que imprimió en mi memoria fue lo razonable de la conversación. No: lo que más imprimió fue cómo ese ejercicio de sociabilidad se consumía en sí mismo, como un dibujo animado berreta, de esos donde el fondo fijo se nota totalmente desconectado del personaje que se mueve.
Puedo hablar, ¿no lo ven? Puedo hablar de rock, estoy al tanto. Puedo, incluso, ir a un recital, como fui un par de veces en esa época a ver a Patricio Rey. Puedo ser normal ("Ah, pero es normal", dijo la amiga de la hija del portero, que solo sabía de mí por el relato de mi madre y de su amiga, cuando me vio en persona: imaginate la versión que habrán dado de mí para que alguien que no me conocía, al verme, dijera eso) y sostener una conversación. Pero no puedo pasar de ahí.
Igual, no la estoy criticando. Por el contrario, lo de esa noche logró quedar en la memoria sin dejar mala espina, solo una sensación de inevitabilidad ante los hechos. Pero releer el post que lo menciona la activó distinto. Eso y el poder de los números redondos, notar que sucedió hace exactamente treinta años.
Además del tiempo transcurrido, me impresiona ­recordar esa comunicación incapaz de traspasar cierto límite, como dos conjuntos que no se intersecan, que apenas ponen en contacto, brevemente, un punto de su perímetro. Sobre todo, porque es una sensación que los años hicieron frecuente. O porque capaz (?) que no era sólo la mirada contaminante de mis padres lo que hacía que me resultara imposible encajar.
Ella se fue, siguió escribiendo provocar con be, hizo el CBC, una tarde se subió a su bici para ver al casi cuarentón con el que se puso de novia y debutar, vino alguna noche –de pasada antes de ir al cumpleaños de su amiga y compañera de la facultad– y hablamos de Keith Richards ("si viene Richards, van a venir los Stones"… calculá la época), se recibió, cumplió el mandato familiar mejor que ninguno de los tres hermanos.
Ya en este siglo, vino otra vez y me llevó en auto a su consultorio, y en alguna calle de Palermo me dijo con toda seguridad que yo escribía (??) cuando a este blog le faltaban años para ser. Y me arregló algunos dientes porque ¡hasta me arreglé los dientes! Cuando dejaba de dar una imagen normal porque se estaban rompiendo los de adelante, me los arreglé…
La escalera dejó de ser estantería hace mucho, los Gráficos están guardados, esperando su destino de Mercado Libre, y, aunque mi madre ya no celebra sus cumpleaños acá y yo soy más dúctil en la razonabilidad de mi conversación, sigo, literalmente, en la misma habitación.
No te internaron, pero te internaron igual, dijo alguien –la persona que más supo de mí– alguna vez, hace cada vez más tiempo.

No hay comentarios: