El otro jueves, tipo 17,30, andaba por Once, y tenía ganas de mear. Demasiadas para aguantar. Y por Pueyrredón no da echarse un cloro contra un paredón a esa hora… Entonces decido ir al baño de la estación, porque dentro de todo está bastante limpio.
Avanzo por la entrada de la avenida luego de esquivar un sinfín de vendedores a los que no podría llamar ambulantes porque no se mueven, sino que tienen su puesto obstruyendo la de por sí escasa vereda. Sobre la parecita que divide el ingreso en declive del que tiene escalones y largos rellanos hay, como siempre, alguna gente sentada. Esperando, mandando mensajes por celular, o leyéndolos, o simplemente descansando un rato. Junto a ellos, dos pibes, dos adolescentes, duermen acostados, uno de ellos en cueros.
Resuelto el apuro, doblo en la esquina del bar para volver a Pueyrredón, y cuatro ratis están echando a palazos a los pibes. La gente mira, el espacio se abre alrededor de la gresca. Nadie interviene, yo tampoco. Yo ni siquiera encuentro empatía en alguna mirada para condenar, aunque sea con un gesto desaprobatorio, la patoteada policial.
Cuatro contra dos, a cuento no sé de qué, los empujan, los insultan a gritos, les tiran algunas de sus pertenencias al suelo. Otras, una botella y un tal vez un termo, quedan abandonadas dentro de una bolsa de súper en la parecita verde. El más sañudo, antes de guardar su tonfa, patea el mono de uno de los pibes: es tan liviano que casi flota sobre la vereda. Mientras, los vendedores ilegales también miran, y los pendejos escapan trastabillando.
Terminada su tarea, los cobanis vuelven a su quehacer anterior, charlar y fumar en el hall frente al tablero que indica el horario de salida de los trenes.
Si los chabones estaban cometiendo un delito, debían ser detenidos. Si estaban infringiendo el Código Contravencional, debía labrárseles un acta. Pero nada de eso ocurría. Se trataba solamente de cuatro federicos aburridos que necesitaban descargar, casi como un quinceañero que se clava una paja porque no tiene nada que hacer.
No era la futura policía de Macri, ni la UCEP, ni un carajo. Era la Federal. Eran los esbirros del comisario Valleca, el mismo que reprimió en la puerta de la fuckultad de Sociales hace 10 años tirando gases en la vereda, de modo que el viento los llevara dentro del edificio, donde se hacinaban y ahogaban miles de estudiantes.
Pese a tal actuación, Valleca logró (¿in aeternum?) el cargo de jefe de la Federal kirchnerista sin que los guardianes de los DDHH, Verbitsky, Bonafini y Carlotto incluidos, cuestionaran su designación ni objeten sus procedimientos.
Con esos antecedentes, los ratis saben que tienen la aquiescencia de arriba para reprimir como lo hicieron en el recital de Viejas Locas, ya no con palos, sino con balas de goma y camiones hidrantes, dejando un pibe en coma, con la vida arruinada.
O para cagar a palos a los manifestantes que se desnudaron frente al Congreso, o para reeditar allí mismo la postal pinochetista de los carros hidrantes en una marcha de ex soldados que quieren ser reconocidos como veteranos de guerra por haber sido movilizados al teatro de operaciones, aun cuando no entraron en combate.
Y mientras la gilada progre se llena la boca con el Fino Palacios, la yuta K abolla libremente los cuerpos de quienes provocan la reacción del pequeño facho temeroso que tenemos dentro: pibes desahuciados, seguidores del Pity, manifestantes varios…