sábado, 9 de agosto de 2008

Lo indecible

Cuando volví del baño ella ya estaba en bolas. Mientras (yo) me desvestía, me dijo que necesitaba atenderse y que le daba mucho morbo jalar de la pija que después iba a chupar.
Esas palabras tuvieron en mí más poder que una sobredosis del viagra ultimate, y entonces me indicó que me parara junto a esa suerte de escritorio, de modo que si se caía algo, quedara en el mueble y no llegara al piso. Sacó el pelpa de su cartera, y una tarjeta, y con habilidad de noches peinó su línea sobre mi verga. Vi claramente en sus ojos las llamas del nitrógeno inyectado en su tapa de cilindros, las vi porque sabe petear mirándote a los ojos, porque sabe que se petea con la boca, y no con las manos.
Se engulló mi poronga de un saque, justamente, y si quedaba algún gránulo de merca sobre ella, se lo incorporó por la mucosa bucal. Cuando estuve a punto de caramelo, lo supo y, sin dejar de chuparla, manoteó el forro, me lo puso y me preguntó por dónde quería.
“¡Por atrás, mi amor! ¡Por atrás!”. Se puso en cuatro, se ensalivó el ojete con la mano derecha y formó esa figura que conocen las geómetras de la cama: las piernas formando un ángulo de noventa grados en las rodillas, y el torso, inclinado hacia delante, doblado a cuarenta y cinco grados en la cintura.
Apoyé la pija y sentí el más sutil de los placeres, el del esfínter cediendo al cuidado pero incesante empuje del macho. Cuando ya estaba bastante adentro, me encaramé sobre su grupa, le apliqué la toma manubrio y empecé a pasar cambios: primera, segunda, tercera, mantengamos la tercera un rato antes de poner cuarta…
Me llené las manos con sus tetas, pero pronto se revelaron insuficientes para todo lo que quería asir: agarrarle la mano, apretarle las gomas, pajearle el clítoris, pegarle en las nalgas, agarrarla por las plantas de los pies, acariciarle la cabeza… Le indiqué que se pajeara mientras vencía a pijazos la resistencia que ella oponía endureciendo sus caderas. Le pegué un par de chirlos, y me pidió que le pegara fuerte. Al final, no sé dónde hacía más fuerza, si bombeándola o descargando mi mano derecha sobre su nalga de ese lado. Ella se amasaba las tetas contra las sábanas y se apretaba los pezones, mirándome de reojo, llena de vicio.
Cambié la pierna de apoyo y ahí sí puse quinta, intimado por los movimientos de su pelvis y sus gemidos; luego tuve que bajar unos cambios para respirar y volver a acelerar, y le di hasta que sentí llegar el orgasmo desde el temblor en mis pantorrillas, aferrado a sus hombros. Subió, subió, hasta que mi elaborado relámpago seminal le llenó el orto de leche. (Bueno, disculpen la metonimia: llenó el forro de leche).
Saqué la pija, ligeramente coronado de heces el látex, y con las piernas temblando enfilé para el baño y tiré el rofo en el inodoro; escupí la saliva apelmazada por el esfuerzo, me lavé las manos, me refresqué, y volví a la habitación con una sonrisa agradecida e incrédula.
Ella ya se estaba vistiendo, y en sus ojos encontré otro brillo; en su rictus, esa media sonrisa con la que algunos togas disimulan y juegan a que aquí no pasó nada extraordinario. Como los boxeadores que sonríen porque sintieron el golpe. Esa sensación incomprobable, pero que la experiencia me ha regalado un par de veces como para reconocerla con una satisfacción extra, es, también, incompartible. Se dicen tantas cosas hechizas en esas situaciones que tal vez las reales sean del orden de lo indecible, de lo sobreentendido.
En el palier me crucé con el chabón que llegaba. Mi cara, mi lenguaje corporal le dieron la certeza de que no iba a tirar la guita.

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